Cuando a finales del siglo XIII el pequeño
reino de Aragón es aún una débil potencia en el concierto europeo, su rey, Pedro
el Grande, decide mirar hacia el Mediterráneo. Atrás quedan las victorias de su
padre, el gran conquistador rey don Jaime, más ocupado, como lo fueron y lo
seguirán siendo los reyes castellanos, en recuperar para la cristiandad las
tierras ibéricas ocupadas por los hijos de Alá.
Ahora, con la vista puesta en el horizonte
lejano que ofrece el mar, piensa en las tierras italianas que por derecho
corresponden a sus propios hijos, los nietos de Manfredo, el rey de Sicilia,
muerto por Carlos de Anjou.
Y para ganar aquellas costas, para dominar el
mar, Pedro necesita barcos. Las atarazanas de la Corona de Aragón comienzan a construirlos;
pero una vez botados necesita que alguien capaz los mande, los haga navegar
victoriosos y llevarlos a buen puerto. Y para ello precisa un almirante. Mientras
lo busca –no tardará mucho en hallarlo–, coloca al mando de la escuadra a su
hijo Jaime Pérez, un hijo natural, pero fiel, tenido con una de sus amantes,
María Nicolau. Al fin y al cabo, en esos primeros momentos, él mismo piensa
navegar con la escuadra, y nada se va a hacer sin su autorización.
Atarazanas de Valencia |
Por fin encuentra al hombre que cree más idóneo, y los hechos demuestran que no se ha equivocado. El elegido se llama Roger de Lauria. Al mando de la escuadra aragonesa, sus victorias contribuyen decisivamente al asentamiento de las tropas de don Pedro en Sicilia y el sur de Italia. Y así, con el prestigio ganado, durante la guerra con Francia, en 1285, en aguas catalanas, vuelve Lauria a demostrar su capacidad. En una batalla nocturna frente a la costa de Palamós, los buques del almirante infligen una severa derrota a los franceses. Muchas naves son hundidas esa noche y las que logran escapar serán capturadas al día siguiente. Se calcula que unos cinco mil franceses perdieron la vida en la batalla. Aún así, el número de prisioneros fue considerable.
Lo sucedido a partir de entonces constituye
uno de esos episodios deplorables que la historia se empeña en recordarnos sobre
personajes de brillantes biografías.
No son aquellos siglos tiempos de
consideración y generosidad con los vencidos ni con los prisioneros, como no lo
serán tampoco los siglos posteriores; pero en aquellos era la crueldad moneda
corriente, que hoy horroriza y entonces no movía a la compasión por el vencido.
Y Roger de Lauria, hombre de carácter, es ejemplo de esto último.
Separa primero a los más valiosos a fin de
exigir rescate por ellos, mientras que del resto se deshace sin el menor atisbo
de piedad: de los heridos, arrojándolos al mar en aguas del puerto de
Barcelona; y del resto, unos trescientos, enviándolos de vuelta a su campamento
francés, puestos los desgraciados en fila, uno detrás de otro, todos ciegos y
sin vista por haberles sacado los ojos menos a uno que hará de guía de la
columna por dejarle un ojo sano y que así, tuerto, pueda dirigir la columna
hasta sus cuarteles.
No será la última vez que sus enemigos sufran
su carácter violento. Muerto Pedro el Grande y su sucesor Alfonso, Aragón está
bajo el cetro de Jaime, mientras un hermano suyo Fadrique, gobernador de
Sicilia primero, se separa de él, cuando aquél se conviene con el papa
y los angevinos.
Lauria y don Fadrique, perdida la confianza
mutua, se separan también, y el almirante, con su hacienda y bienes italianos perdidos,
y también parte de sus ideales a cambio de nuevos bienes y beneficios en
Aragón, puesto al servicio de don Jaime, sufre una derrota en Catanzaro.
Don Jaime se prepara para el ataque de
Sicilia. Lauria anhela entrar en combate. Con su cuerpo herido, aunque menos
que su amor propio, el almirante se lanza al ataque sobre Sicilia, le apoya
Juan de Lauria, sobrino suyo, pero los mesineses salen al encuentro de Juan,
capturan dieciséis galeras y lo apresan. El joven sobrino de Roger es tenido
por traidor, y como a tal se le trata, siendo decapitado.
El rey don Jaime, ante las pérdidas, ordena
la vuelta a Aragón. El almirante, transforma su furia en odio. Cuando al año
siguiente se prepara una nueva campaña, el almirante no da tregua, la muerte de
su sobrino exige venganza. El 4 de julio de 1399, a la altura del cabo Orlando
las cincuenta y seis galeras de don Jaime avistan las cuarenta de su hermano
don Fadrique. En todos los barcos van gentes de Aragón, y en las dos escuadras
son aragoneses quienes las mandan, y además son hermanos. Pese a todo, muchos
van a morir. Las escenas de heroísmo y entrega por ambas partes son constantes.
Hasta el propio rey don Jaime resulta herido: un dardo ha atravesado su pie,
quedando clavado en la cubierta de la galera capitana sin que el monarca pueda
moverse. Pero sin dar muestra de dolor continúa don Jaime dirigiendo y alentando
a sus hombres con su ejemplo, hasta que la victoria llega para los aragoneses,
que tras esta victoria se retiran, quedando Lauria avenido con el papa y el
rey don Carlos de Nápoles.
Y es entonces cuando, según afirman algunos
autores, pues otros aseguran no haber pruebas que lo acredite, nuevamente el
almirante da muestras de su crueldad. Difícil es asegurar si se dejó llevar por
los crueles sentimientos que se le atribuyen por unos o es leyenda negra que
injuria a los hombres excepcionales, máxime, como se ha dicho, en una época de rudos
comportamientos, y en la que, a modo de ejemplo, a los desertores se les vuelve
a aplicar como castigo la pena que, no muchos años antes, en tiempos de
Carlos de Anjou, se les imponía, cortándoles las manos.
Así pues, muchos de los prisioneros hechos en las dieciséis naves capturadas son ejecutados de la forma más sanguinaria, como lo volverán a ser poco después otros en la última batalla de Lauria en Sicilia, junto a la isla de Ponza. Allí se enfrentan las naves sicilianas apoyadas por algunas genovesas del partido gibelino, contrario al papa Bonifacio, mandadas por Conrado de Oria, buen marino y muy considerado por don Fadrique. Conrado presenta digna resistencia al invencible almirante, pero al final, tras ver incendiada su nave se rinde. Capturada la nave del jefe genovés, Lauria apresa a Conrado y mutila a la mayor parte de la tripulación, cortando las manos de los remeros y sacando los ojos a los ballesteros. A Oria, que es sometido a riguroso cautiverio, se le exige la entrega de su castillo de Francavilla, pero Oria se niega:
Así pues, muchos de los prisioneros hechos en las dieciséis naves capturadas son ejecutados de la forma más sanguinaria, como lo volverán a ser poco después otros en la última batalla de Lauria en Sicilia, junto a la isla de Ponza. Allí se enfrentan las naves sicilianas apoyadas por algunas genovesas del partido gibelino, contrario al papa Bonifacio, mandadas por Conrado de Oria, buen marino y muy considerado por don Fadrique. Conrado presenta digna resistencia al invencible almirante, pero al final, tras ver incendiada su nave se rinde. Capturada la nave del jefe genovés, Lauria apresa a Conrado y mutila a la mayor parte de la tripulación, cortando las manos de los remeros y sacando los ojos a los ballesteros. A Oria, que es sometido a riguroso cautiverio, se le exige la entrega de su castillo de Francavilla, pero Oria se niega:
─ El
castillo es de Sicilia. Fadrique es su Rey, y yo no entrego a los enemigos del
rey lo que es suyo.
Enterado de esto don Fadrique, más inclinado
a salvar la vida del caballero fiel que la posesión de un castillo, ordenó la
entrega de la fortaleza a Lauria.
Al fin, el almirante, alabado por el papa,
que calificó como de “muy agradables”
sus servicios, sin crítica a sus posibles excesos e inclinado a la paz, volverá
a Aragón. Allí se ocupará de los señoríos en las tierras valencianas de Cocentaina,
Alcoy, Muro y otras que los reyes aragoneses desde Jaime El Conquistador le fueron
entregando en premio a sus servicios.