Desde
que a finales del siglo XV fuese inventada la imprenta, hasta que los primeros
libros fueron tenidos en cuenta por el poder como instrumentos del inconformismo, de
la creatividad o simplemente difusor de ideas nuevas, no pasó mucho tiempo. La censura
de los textos, cuando no la destrucción de los libros ha sido desde entonces
empeño constante manifestado por quienes, con autoritarismo intransigente, han
tratado de imponer sus ideas, sin permitir que los demás expusiesen siquiera
las suyas.
No
fue España la única que manifestó prácticas opresoras prohibiendo libros o
reprimiendo a editores o autores de libros críticos. En Inglaterra fueron
muchos los libros prohibidos durante los siglos XVI y XVII. Francia, durante el
reinado de Luis XV, hacía recaer la pena de muerte sobre los autores o editores
que difundieran libros prohibidos también. Más intensa fue la persecución en
Portugal, donde la Inquisición se ocupó de autorizar la publicación de los
libros y corregirlos si no se ajustaban a la ortodoxia imperante.
Pero
donde mayor significado alcanzó la represión impuesta por El Santo Oficio fue
en España. Y esto tuvo muy negativas consecuencias en el desarrollo de un país
que permaneció inculto y cautivo de las ideas impuestas por la Inquisición, en definitiva
atrasado por el temor a manifestar lo que si era escrito podía acabar censurado
o lo que es peor aun: ser pasto de las llamas.
Así
sucedió en 1501 cuando en Granada una enorme pira consumió miles de libros
islámicos y, por orden del cardenal Cisneros, se publicó un edicto ordenando
quemar todos los libros que de dicha materia se encontrasen. Ya antes, en Toledo, el
inquisidor Torquemada había ordenado fueran pasto de las llamas buen número de
libros judíos. Pero como en la voluntad de los que pretenden mandar
sobre las ideas y el pensamiento de los demás no basta destruir lo escrito,
sino también anular las intenciones de los que aún no han hecho nada, los reyes
Católicos aprobaron casi de inmediato una ley por la que ningún libro podría
publicarse sin el permiso real.
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Prensa similar a las utilizadas por Gutenberg.
Museo de la Imprenta. Monasterio de El Puig. Valencia. |
El
Santo Oficio, consciente de su poder y de su destino como director de
conciencias, defensor de la fe y vanguardia beligerante en la lucha contra el
mal, una vez consolidado, nos ha dejado múltiples ejemplos, durante los siglos en
los que actuó, de la persecución a la que sometió a los autores, a los editores
y a los libreros.
En
1523 fue descubierto en Guipúzcoa, en un barco francés, un cajón lleno de
libros protestantes. Fue incautado y se inició una investigación y varios registros
para asegurarse de que ningún ejemplar de aquellas nefandas ideas contaminasen
Castilla. De ahí, a sospechar que los libros prohibidos estuvieran disponibles
para determinado público en las estanterías más secretas de las librerías, y
que por tanto había que registrarlas a fondo no había más que un corto paso. No
era fácil ser librero entonces ─cuándo lo ha sido─, y bien lo supo Vicencio
Millis, librero en Medina del Campo a finales del siglo XVI, que se hallaba
esperando unos paquetes con libros que su padre le había facturado desde Lyon.
Al llegar al puerto de Bilbao, el Santo Oficio se dispuso a inspeccionarlos,
mas la demora era tal que Vicencio no tuvo más remedio que pedir se practicara
la inspección en Medina, y poder disponer de los libros que libres de sospecha
le fueran entregados. Y es que el contrabando de libros prohibidos era tal, que
los funcionarios no daban abasto para cumplir su cometido.
Y
comenzaron las listas, las listas negras. Varias en toda Europa se habían
confeccionado en la primera mitad del siglo XVI, también en España; pero en
1559, el Inquisidor General Fernando Valdés publicó un índice de libros
prohibidos novedoso. No sólo incluía libros de carácter religioso(1) , en la lucha por
impedir el avance de las ideas luteranas, sino todo tipo de textos. El
Lazarillo de Tormes, novelas de Boccaccio y varias comedias profanas figuraban
en la lista de Valdés.
Como
siempre sucede, cuanto más se prohíbe algo, con más ahínco se busca la manera
de burlar el veto. Atravesando los Pirineos, por cualquier puerto o playa, con
nocturnidad o a la luz del día, cualesquiera medios, lugar u hora, eran buenos
para hacer llegar a España las ideas que en otros países menos escrupulosos se
permitían poner por escrito. La demanda era grande, no por parte del gran
publico, no; sino por un pequeño sector social, que buscaban no solo conocer
las nuevas teologías, sino los avances técnicos y científicos, tenidos por
perversas manipulaciones de la obra de Dios. Pero los inquisidores no cedían en
su propósito censor. Si el índice de libros prohibidos de Valdés contenía 699
libros, el de 1583 del inquisidor Gaspar de Quiroga enumeraba 2.315 títulos con
obras de Dante, Maquiavelo, Rabelais, Tomás Moro, Luis Vives, sin olvidar a
Heródoto, Tácito, Platón u Ovidio. Aunque éste índice a diferencia del anterior
de Valdés y de los índices romanos que prohibían el texto completo, era más
meticuloso y procedía a expurgar ciertos títulos, suprimiendo los pasajes más perturbadores y permitiendo en algunos
casos la publicación mutilada de la obra.
El
Enciclopedismo y la Ilustración surgidos en el siglo XVIII multiplicó por el
mismo factor las ganas de leer aquellas nuevas ideas de unos y el empeño de
impedirlo de otros. Obras de Milton, Hume, Locke, Montesquieu, Rousseau o
Voltaire, vieron prohibida su venta, edición, importación, su lectura en fin,
salvo para algunos privilegiados con licencia. Uno de ellos fue don Estanislao
de Lugo, erudito canario, hombre discreto, situado en la corte, profesor en
Cánones, Director de los Reales Estudios de San Isidro, que reunió una
importante biblioteca. Afrancesado como Moratín, con el que charlaba a menudo, tuvo
que exiliarse en Francia, y en 1817 al registrarse su biblioteca fueron
confiscados muchos de los libros que tiempo atrás se le había permitido tener.
Pero
la Inquisición tenía los días contados, los aires ilustrados, difusores de la
cultura, cargados de razones, lograrían barrerla. No ocurriría lo mismo con la
censura y la afición del poder por imponer sus ideas o prohibiendo las de
quienes no compartían las suyas, sin comprender que siempre tendrá enfrente una
nueva "Ilustración" dispuesta a impedir que la oscuridad y la intolerancia se
adueñen de la sociedad.
(1) Entre ellos el Catecismo de
Carranza, que sirvió para encausar al arzobispo de Toledo, y mantener un
proceso largo y penoso del que sólo poco antes de morir vería resulto con su
absolución. Puede ver el índice de
Valdés en el siguiente enlace. En él, en el último lugar de la letra C, de los
enumerados en lengua romance es citado.