Es el espadón por antonomasia, en él casi
todo fue excesivo, incluso cuando, según dicen, antes de morir, en su última
confesión, que duró más de media hora, manifestó que no tenía enemigos por
haberlos fusilado a todos. Y no debe extrañar, pues su excesos comenzaron desde
su llegada a este mundo; porque cuando el 5 de agosto de 1799, Ramón, María de
las Nieves, de la
Santísima Trinidad, José, Joaquín, Juan Bautista, Santiago,
Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, Francisco de Asís, Antonio de Padua
Narváez de Campos nació en Loja, ya parecía encomendado a todos los santos, o a
casi todos.
Su valor o su temeridad están fuera de toda
duda. En 1822, en Castellfollit(1), con desprecio de su vida, fue herido por
primera vez en acto de servicio. Se había incorporado a las fuerzas del general
Espoz y Mina, Capitán General de
Cataluña. Los realistas de la Regencia de Urgel se habían hecho fuertes en la
población. Con ánimo de tomar la plaza fue usada la artillería, pero uno de los
torreones resistió los embates artilleros. Narváez, valeroso, aunque
imprudente, como diría Espoz, aprovechando la oscuridad de la noche, acompañado
de un capitán de artillería, se aproximó hasta el torreón y a hachazos comenzó
a golpear el portón, abrir brecha y facilitar el acceso a los suyos. Los golpes
alertaron a los realistas, defensores de
las murallas, que abrieron fuego sobre los temerarios asaltantes, resultando
heridos y el capitán en trance de caer al foso. Narváez, con desprendido
compañerismo, despreciando el peligro, auxilió a su compañero, poniéndose ambos
a salvo.
Y de su carácter enérgico y su determinación para
hacerse obedecer tampoco se puede dudar, como lo demuestran las palabras que
dirigió a los hombres del regimiento de la Princesa, cuyo mando se le había asignado. Tenía
fama este regimiento de ser uno de los más indisciplinados y Narváez, coronel
por entonces, avisó a sus hombres:
─Sé
que este regimiento tiene fama de ser el más indisciplinado, pero el estado de
las cosas sobre este asunto será diferente a partir de ahora. Yo tengo más
carácter que cualquiera de ustedes y aunque sea por la fuerza cada uno cumplirá
con su deber. Si alguien se ha sentido ofendido por mis palabras, sepa que
desde ahora hasta el toque de diana de mañana no seré su coronel, sino un
compañero más dispuesto a darle satisfacción por las armas a quien me lo
demande.
Resulta fácil suponer que no hubo duelo
alguno y que el regimiento de la
Princesa se convirtió en un ejemplo de disciplina.
De talante liberal, se comportó como un
dictador más de una vez, como cuando reemplazó en el gobierno, en 1848, al
marqués de Salamanca. Eran tiempos revolucionarios en media Europa, de los que
Narváez no quería ni oír hablar para España. No concebía el poder de una manera
distinta al ejercicio del mando, algo que no sólo se manifestaba en él, pues el
resto de los espadones, militares y políticos al tiempo, no diferían mucho de
él en su proceder. Participó como sus compañeros O’Donnell, Serrano o Prim, en
cuantas asonadas hubo; y con otro espadón, Espartero, anduvo siempre en riñas. Su
desembarco en Valencia y su marcha sobre Madrid, hizo huir a Espartero camino
de Londres. Aquello le valió el título de duque de Valencia. Conspiró y derrocó
gobiernos, formó muchos otros, pero siempre con fidelidad incuestionable hacia
la reina Isabel, que perdería el trono nada más morir él y su otro valedor, el
canario Leopoldo O’Donnell fallecido poco antes. Su aspecto y su carácter
vehemente contribuyeron mucho a forjar su imagen de espadón intransigente y violento. Y algo de
eso hubo. Basta recordar el duelo ocurrido en la antecámara de la reina, en el
propio Palacio Real: despachaba don Ramón, a sazón presidente del Consejo, con
su asistente don Joaquín Osorio, cuando se escucharon voces provenientes de la
antecámara de la reina Isabel. Ya estaba la reina encinta en aquel tiempo y se
encontraba esa noche en su alcoba con Enrique Puigmoltó Mayans, un
capitán de la guardia, amante suyo entonces y muy probablemente padre del
futuro Alfonso XII, cuando el rey Francisco de Asís se presentó con la
intención de acceder a los aposentos de su esposa. Acompañaba al rey el general
Urbiztondo, ministro de la Guerra en el gobierno de Narváez y afín a la
camarilla del rey consorte. Los alabarderos habían impedido el paso a los
recién llegados hasta el momento, pero Francisco de Asís insistía:
─Soy el rey y quiero ver a la
reina, mi esposa.
Al momento llegaron Narváez y
Osorio que, prestos a impedir el propósito del rey, habida cuenta la embarazosa
situación que se produciría de permitirlo, se inició una discusión.
─Es imposible, señor, pasar sin
el consentimiento de la reina─ advirtió don Ramón.
─¿Imposible? Es absurdo impedir
el paso al rey─ terció Urbiztondo.
Para reforzar su postura, Osorio
dio un paso al frente mientras colocaba su mano sobre la empuñadura de su
sable, momento en el que Urbiztondo, desenfundando su espada atravesó el pecho
de Osorio.
Inmediatamente fue Narváez quien desenfundó
su acero y comenzó un combate entre el presidente y su ministro. Francisco de
Asís conmocionado por lo sucedido contemplaba horrorizado la lucha que se
desarrollaba ante sus ojos. No estaba hecho su carácter sensible para tales
impresiones.
El combate era feroz, ambos espadachines
resultaron heridos, y al fin Urbiztondo muerto por una estocada fatal.
La intimidad de la reina había quedado a
salvo, el incidente tapado en la corte, y el gobierno informando de dos
muertes accidentales en Palacio.
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Firma del general Narváez. Fotografía tomada del libro España
histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934 |
Bravura tenía, pues, don Ramón, pero no se puede decir, en lo físico, que
fuera un adonis: sin ser corto de talla, no era alto, su sable, de tamaño normal, era de continuo
arrastrado por el suelo, usaba peluquín, o por ocultar su calvicie o una herida
que afeaba aún más su aspecto; y pese a ello tenía cierto éxito con las
mujeres. A los 46 años, en la cima de su
carrera como político, contrajo matrimonio con una joven María Alejandra
Tascher, de veintiún años, hija del conde Fernando Tascher de Pouvray. En
relaciones con ella, el espadón fue invitado al “chateau” del conde en las
cercanías de París. Sentados a la mesa los comensales, don Ramón, así lo cuenta
el general Fernández de Córdoba en sus memorias, requerido por el conde,
contaba sus aventuras contra los franceses de los Cien Mil Hijos de San Luis, y
cómo fue hecho prisionero por los absolutistas de Fernando VII. Asunto tan
delicado dio pie a que un coronel francés retirado, sentado a la mesa, preguntase
al español qué “tunantería” había cometido para que tal sucediera. Y a don
Ramón le venció su carácter. Levantándose bruscamente, haciendo rodar la silla
por los suelos, comenzó a despotricar, en la jerga cuartelera que tan bien dominaba
contra Francia, los franceses, Luis Felipe y cuanto a francés pasase por su
mente alterada; y despachado a gusto, abandonó el palacio del conde. Como en
modo alguno estaba el coronel francés dispuesto a tolerar la afrenta, envío
éste a sus padrinos, pero los de Narváez convencieron al espadón para que
desistiera del enfrentamiento y el duelo no llegó a celebrarse. Pese a todo o
por ello, el caso es que Ramón y María Alejandra se convirtieron en marido y
mujer en febrero de 1846. No sería aquél un matrimonio feliz, del que nació un hijo
que falleció muy pocas semanas
después, y los cónyuges acabaron llevando
vidas separadas, ella en París, él arriba y abajo, de un lugar a otro, como
siempre había sido.
Incapaz de sonreír jamás, tenía una de esas
caras, como dejó escrito Galdós “que no
brindan amistad, que fundan su orgullo en ser antipáticas y en hacer temblar a
quien las mira”; tampoco Baroja lo dejó en mejor lugar cuando lo describe
como “pequeño, violento, de voz dura,
rajada, aire fiero…, y turbulento”.
Pero con todo, la imagen de hombre brusco y
vehemente, que el mismo forjó y la prensa de la época ─pocos personajes se
vieron tan atacados como él─ se ocupó de
difundir, siendo cierta, tiene sus matices. También fue un hombre sensible. Amante
del lujo, había comprado un palacio en Madrid a los condes de Montemar. Su
fortuna, pues su avidez por el dinero era notoria, provenía de sus ganancias en
la bolsa. El marqués de Salamanca, amigo suyo, le aconsejó bien en muchos
negocios, hasta que en una jugada de mala fortuna en la bolsa, don Ramón perdió
mucho dinero y el duque y el marqués dejaron de hablarse:
─Espero verle morir en una buhardilla─, le
dijo encolerizado tras aquel revés el duque al marqués, que respondió:
─Y yo, desde ella, contemple su entierro.
Dos décadas después se reconciliarían.
Se sabe que, separado ya de María Alejandra, tuvo una hija, Consuelo, que falleció a sus diecisiete años y sumió a don Ramón en profunda pena. Encallecida su alma por las contrariedades aún, tras la muerte de O'Donnell, acudió a la llamada, la última, que la reina Isabel le hizo. Enrocado en su autoridad, sin comprender bien el curso de los acontecimientos ni prever los que se avecinaban, Narváez cayó enfermo. Una pulmonía se lo llevó de este mundo el 23 de abril de 1868. Apenas cinco meses después llegaría la revolución que haría salir a la reina de España.
(1) Castellfollit de Riubregós.