Cardenal, Consejero del rey, Grande de España, Julio Alberoni lo consiguió prácticamente todo durante su privanza. Y fue por su inteligencia y empeño que alcanzó tanto reconocimiento, porque hijo de Juan Alberoni y Laura Ferrara, tuvo unos orígenes muy humildes. Permaneció analfabeto hasta los catorce años, ayudando los primeros años a su padre en las labores de jardinería en las que éste se ocupaba, y como campanero en Santa María de Valverde y monaguillo en San Nazario de Piacenza después. Como era muchacho de inteligencia viva y dispuesto a aprender, los frailes lo educaron, siendo ordenado sacerdote por el obispo de Piacenza en 1689.
En
1710, en plena Guerra de Sucesión, Alberoni llega a España. Es por entonces ya,
además de capellán, consejero y secretario del duque de Vendôme, enviado éste,
puede que gracias a la mediación del propio Alberoni, por Luis XIV en ayuda de
su nieto Felipe, rey de España en guerra con los austracistas del Archiduque
Carlos. Pero muerto Vendôme, Alberoni, que había trabado buenas relaciones en
la corte y con varios ministros de Felipe V, recibe el encargo del duque de
Parma de ocuparse de sus asuntos en España. Aceptada esta misión, realiza su
nueva encomienda con notoria eficacia, al tiempo que incrementa sus vínculos
con la corte, en especial con la princesa de los Ursinos. Es esta princesa, conocida
como Ana de Tremoille, francesa de origen y tiene una gran influencia en la
corte. Había venido a España, acompañando a Felipe, cuando
llegaba para ser rey de los españoles.
*
En
febrero de 1714 quedose viudo Felipe V de su primera esposa María Luisa
Gabriela de Saboya, y viendo ocasión propicia Alberoni, influye éste en la de
Ursinos en que sea la sobrina del duque de Parma, Isabel, la elegida para ser
la nueva reina de España. Careciendo el duque Francisco Farnesio de hijos, sería
su sobrina heredera de los ducados de Parma y Piacenza. Esto y que, según le
asegura Alberoni, es mujer poco instruida, de carácter pusilánime, y manejable
por tanto, decide a la princesa a fomentar en el rey el deseo por la “parmesana”,
pues aunque su rostro se halla picado por las viruelas, posee el atractivo de
la juventud. Con ese matrimonio, España puede volver a poner sus ojos en Italia
y ella seguir siendo los de Francia en España.
De
camino hacia España, la futura reina se reúne en San Juan de Pie de Puerto con
su tía Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II desterrada de España por
Felipe V. Sin duda que en la entrevista que mantienen, pone al corriente la
reina viuda a su sobrina Isabel del carácter intrigante de la de los Ursinos, a
la que Mariana culpa de sus desgracias.
Impaciente
como está el rey Felipe por recibir a su futura esposa, envía al abate Alberoni
para impedir cualquier retraso en el viaje. Se une Alberoni a la comitiva en Pamplona y
siguen camino de Madrid. Al llegar a Jadraque, en una gélida noche de diciembre
de 1714, la comitiva es recibida por la anciana princesa de los Ursinos que ha
salido a su encuentro. Acostumbrada como está Ana de Tremoille a hacer su
voluntad, se atreve, engañada como está sobre el carácter de la recién llegada,
a tomarse con la nueva reina confianzas que ni por la diferencia de edad puede
Isabel de Farnesio tolerar. Y resultando la parmesana menos dócil y más
determinada de lo esperado por la francesa, llama al cuerpo de guardia instruyéndolo
de órdenes para que de inmediato, sin mayores preparativos que el enganche de
los caballos al carruaje, ponga rumbo, con la princesa a bordo, hacia la raya con Francia.
Mucho
debió gustar a Felipe su nueva esposa o poco agradaba ya la presencia, durante
tantos años en la corte, al servicio directo de España y solapado de Francia,
de la princesa de los Ursinos, o ambas cosas a la vez, el caso es que su
majestad al ver a Isabel nada dice y nada hace para que la francesa regrese.
Con
esta muestra de astucia política queda Alberoni libre de obstáculos para florecer
en la Corte. Italiano como la reina, se convierte en su secretario. El futuro
cardenal la complace en sus aspiraciones y se sirve de ello para agradar al
rey, que poco a poco, le asigna crecientes funciones. En especial de las
internacionales que el abate dirige tratando de contrarrestar las onerosas consecuencias
del tratado de Utrecht y convenios complementarios, y satisfacer las
pretensiones españolas y de la reina, madre, desde enero de 1716, del infante
Carlos, sobre los antiguos predios italianos. Tampoco olvida Alberoni sus propias aspiraciones
personales. Quiere ser Príncipe de la Iglesia y para obtener el capelo
cardenalicio implica a España en la lucha contra el turco. No gusta al papa
Clemente XI esa especie de trato, que más parece un chantaje que una alianza,
pero cede y Alberoni es creado cardenal. Casi de inmediato la flota se prepara
para hacerse a la mar. Como se le había prometido al romano pontífice zarpan
rumbo al Mar Adriático los barcos españoles. Sin embargo no resulta difícil
imaginar cómo el papa Clemente, sucumbiendo al capital pecado de la ira, rabia
por el engaño del rey de España y su privado, nombrado cardenal pocos días
antes por él mismo, al conocer que la flota comprometida en la lucha contra la
Sublime Puerta se ocupa en la conquista de Cerdeña primero y de Sicilia
después.
A
partir de ese momento, Alberoni, en el clímax de su poder, acomete diversas
iniciativas, a cual más imprudente, al tiempo que en lo personal busca el
beneficio propio.
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Moneda de 50 pesetas con el escudo de Felipe V.
Desde que casó Felipe V con Isabel Farnesio, la influencia de ésta en los
asuntos del reino era patente. Alberoni, primero y Ripperdá después, lo
supieron y a satisfacer sus pretensiones dedicaron sus habilidades. |
Satisfecha
la reina Isabel, y por tanto el rey Felipe, con los avances en el Mediterráneo,
fue cosa dada que el rey, con potestad para el nombramiento de obispos, premie
a Alberoni con la mitra malacitana, cosa que de mala gana es aceptada por Roma;
pero ocurrió que poco después de este nombramiento, queda vacante la sede
episcopal de Sevilla por óbito del cardenal don Manuel Arias. Y queriendo
Felipe V entonces mejorar al privado decide promoverlo a la sede hispalense;
pero las bulas del nombramiento como obispo de Málaga han sido ya expedidas, y
el papa, que exhibe sin disimulo el mayor de los aborrecimientos contra
Alberoni, se niega a conceder nuevas bulas en los sucesivos consistorios. Agria
disputa entre el poder real y el papal se producirá por esta causa, que se
alargará en el tiempo, con reproches continuos, quedando el Cardenal sin la mitra
hispalense.
Pero
pronto las cosas comienzan a torcerse para Alberoni. Lo sucedido en el
Mediterráneo con la conquista de Cerdeña y Sicilia rompe el estado de las cosas
pactado por las naciones europeas. Y por ello el 26 de diciembre de 1717, Inglaterra,
parte de la Cuádruple Alianza formada
con Francia, Austria y Holanda, ésta de modo más nominal que real al principio,
declara la guerra a España. Se enfrenta su flota a la española, a la que vence en Sicilia. Pero se enfrenta también por el apoyo a Jacobo Estuardo
con que Alberoni ha comprometido a España pretendiendo una invasión en Escocia,
a fin de entronizarlo. Una flota con cinco mil estuardistas y soldados
españoles zarpa de La Coruña, pero un tiempo borrascoso la hace naufragar,
dispersándose la escuadra. Apenas unos pocos efectivos logran desembarcar en las
tierras altas de Escocia, siendo derrotados en la batalla de Glenshiel.
No es esa la única torpeza de
Alberoni. Coincidiendo en el tiempo, y por intriga suya, don Antonio José
Giudice, príncipe de Chelamar, embajador en Francia, conspira con el duque del
Maine, más inclinado a favorecer los asuntos de Felipe V que el duque Orleans,
para sustituir a éste en la regencia de Francia. Por testamento de Luis XIV,
estaba Maine, con Felipe de Orleans, destinado a ocupar la regencia conjunta
durante la minoría de Luis XV, pero habiendo logrado el segundo anular esa
disposición testamentaria, se arrogó él solo la autoridad real.
Aprovechando el paso de don
Vicente Portocarrero por París, decide Chelamar emplearlo como correo, para dar
discreto traslado de importantes documentos destinados al Cardenal Alberoni.
Alojado Portocarrero en su camino hacia España en una posada de Poitiers, una
partida de soldados asalta el establecimiento, y penetrando en la alcoba del
español mientras duerme, se incautan de los documentos. Descubierto el asunto,
la casa del embajador Chelamar es registrada y Chelamar retenido. Las
consecuencias de lo que los franceses sospechaban antes, y se ve confirmado es
la declaración de guerra a España el 9 de enero de 1718. En menos de un mes
España se ha quedado sola y con media Europa en guerra contra ella, pasando de
ser invasora a invadida, pues Inglaterra, ya unida a Escocia, tras tomar
Santoña con ayuda francesa envía la escuadra del almirante Mighels, con un
numeroso cuerpo de infantes mandados por Lord Cobhan. Toman Vigo, Redondela,
penetrando también en la ría de Pontevedra, dándose al saqueo y sumiendo en la
desolación las ciudades y villas en las que ponen su bota. Al tiempo, tropas
francesas cruzan la frontera y ocupan Fuenterrabía primero y el puerto de
Pasajes y San Sebastián después, quedando así la provincia de Guipúzcoa bajo dominio francés.
Tampoco los Pirineos se ven libres
de la amenaza exterior. La Seo de Urgel es tomada por los franceses y en el
Golfo de Rosas, es un temporal aliado de los españoles el que frustra la operación francesa, de modo que la misma
suerte que habían sufrido los barcos españoles camino de Escocia meses atrás,
la tienen los franceses en los suyos, fracasando en su intento invasor.
No queda otro remedio que
propiciar la paz. Y Alberoni parece ser el obstáculo, cuya cabeza exigen los
países beligerantes. El 5 de diciembre de 1719 se entrega al Cardenal, escrito
de puño y letra del rey Felipe V, el siguiente Decreto en el que después de
aducir que las razones que lo mueven a tal decisión son la búsqueda de la paz
general y los tratados honrosos y duraderos para el bien público continúa
diciendo que: “(…), he juzgado a
propósito el alejar al Cardenal Alberoni de los negocios de que tiene el manejo
y al mismo tiempo, darle, como lo hago, mi Real orden para que se retire de
Madrid en el término de ocho días, y del Reino en el de tres semanas, con
prohibición de que no se emplee más en cosa alguna del gobierno, ni de
comparecer en la Corte, ni en otro lugar donde yo, la Reina o cualquier
Príncipe de mi Real casa, se pudiese hallar”. Pronto, Alberoni tendrá sustituto: un joven arribista y adulador, el barón de Ripperdá, al que la reina Isabel otorgará su confianza dirigirá los asuntos españoles en el futuro.
Poco después, mientras España se
adhiere a la Cuádruple Alianza, y se inician conversaciones para restablecer el
orden europeo, Alberoni llega a Sestri, en el Genovesado y, aunque tiene
algunos amigos, sus enemigos son más poderosos: Felipe V y sobre todo el papa
Clemente XI, que no olvida el engaño de que fue objeto con la flota prometida
contra el turco. Propone el papa iniciar proceso inquisitorial contra Alberoni,
que los cardenales aceptan, por dicho motivo y por otros, pues lo acusa también
de irregularidades en el nombramiento de obispos por el rey de España, de no
vestir traje talar, ni decir misa en muchos años y no comulgar ni aun en las
fiestas más solemnes, de comportamiento bochornoso de buen cristiano, jurando y
blasfemando, y promover escándalos indignos de su cargo.
Mas el destino juega a favor de
Alberoni, pues el 19 de marzo de 1721 Clemente XI, pasa a mejor vida y su
sucesor Inocencio XIII lo absuelve de todo cargo. Durante los siguientes años se
le encargan diversos asuntos al servicio de Roma. En Piacenza, su ciudad natal, a la que ha vuelto, administra el hospital de leprosos de San Lázaro, pero quedando el hospital en desuso, pide permiso y lo
transforma en un colegio para niños pobres y seminario, y lo engrandece
enormemente, dotándolo de una magnífica pinacoteca, una colección de tapices
flamencos, albergando también una importante
biblioteca de libros raros.
Al morir, el 26 de junio de 1752, Julio
Alberoni dejó como legado al Colegio que lleva su nombre todos sus bienes. Hombre
de sombras y luces, ambicioso pero también leal a quien sirvió, fue denostado
por muchos al caer en desgracia, y su figura disminuida por la historiografía,
pese a ser el hombre más influyente en la política española durante la segunda
década del siglo XVIII.