No
es fácil pasar a la historia, hacerse famoso por lo que se ha sido o hecho, y
menos estar en boca de todos casi a diario, pero algunos lo han conseguido, y
de modo literal.
Cuentan
que cierto día de 1762 John Montagu sentado a una mesa jugaba a las cartas con
unos amigos. La partida era emocionante para los jugadores, que absortos en el juego y
perdida la noción del tiempo no veían la forma de dar término a aquélla. Para
no perder un minuto Montagu se hizo traer dos trozos de pan inglés que,
untados en mantequilla, abrazaron unas lonchas de corned beef. Si no nació así el entrepán, sí le dio nombre, el del
propio comensal, IV conde de Sandwich. La costumbre de poner alimentos entre
dos trozos de pan se extendió a otros países, también a España, bien con el pan
de molde usado por el conde, conservando
el nombre del título del aristócrata inglés, bien partiendo un panecillo
longitudinalmente por su canto, recibiendo
en España el nombre de bocadillo y que tanto éxito ha tenido hasta nuestros días.
No fue Montagu el único
aristócrata que prestó el nombre de su título a la historia de la gastronomía.
El siglo XVII, un siglo pródigo en gastrónomos, vio nacer a Louis de Béchameil.
Era muy rico, desempeñó varios importantes cargos en la corte de Luis XIV, y fue
superintendente al servicio del duque de Orleans, hermano del rey. Era hombre
refinado, de gusto exquisito, amante del lujo y excelente gastrónomo, por lo
que hasta el propio rey le consultaba, guiándose de su buen gusto, por lo que
llegó a estar muy bien considerado. Con esas prendas no es difícil suponer que,
aún sin haberla inventado, tan sólo perfeccionado, a Béchameil, marqués de
Nointel, se le haya atribuido la invención de la salsa bechamel, que según la
hipótesis más extendida, en realidad fue inventada por François Pierre de La
Varenne, cocinero del marqués de Uxelles y autor en 1651 de Le Cuisinier François.
Otra
aristócrata, una condesa, no dio su nombre, pero sí forzó que se inventara y
bautizara con el nombre de carpaccio un plato inventado a mediados del siglo XX
por Giuseppe Cipriani. Era este veronés nacido con el siglo que le tocó vivir
propietario del Harry’s Bar, un local inaugurado en 1931 junto a la veneciana
plaza de San Marcos. Casi desde sus inicios el Bar de Harry adquirió gran
notoriedad. Allí bebieron y comieron personajes de las letras, las artes y
el cine, la alta sociedad y la aristocracia: Hemingway, Braque, Chaplin,
también la reina Guillermina de Holanda, el rey Pedro de Yugoslavia o Alfonso
XIII, cuando ya no era rey de España, ocuparon las mesas del restaurante. El
Aga Khan tenía una especial fijación por comer caviar seguido de raviolis,
Truman Capote era muy aficionado a los Sandwiches
de gambas, y en cierta ocasión Orson Welles consumió dos botellas de Dom Pérignon
durante una de sus visitas.
Uno de los clientes habituales del Bar de Harry era la condesa Amalia Nani Mocenigo que, según se cuenta, por recomendación de sus médicos, o quien sabe si por su capricho, un día de 1950, pidió comer carne cruda. Cipriani, imaginativo como él solo, trató de complacer la solicitud de la condesa y le presentó un plato que resultó de su agrado. Encantada con su sabor, quiso saber el nombre para pedirlo en sus siguientes visitas al restaurante. Giuseppe, haciendo alarde de gran imaginación otra vez, dijo sin pensarlo mucho:
─Carpaccio
de buey, signora.
Así fue cómo nació aquel plato formado por finísimas láminas de carne cruda o semicruda, generalmente de vacuno, aderezada con aceite de oliva, limón y virutas de queso parmesano.
Y así fue también cómo la casualidad quiso que en aquella Venecia, pero cuatro siglos antes, hubiera un pintor famoso entonces y siempre por la abundancia de intensos colores rojos en sus cuadros. Se llamaba este pintor Vittore Carpaccio y nunca pudo suponer que su apellido fuera más popular por un plato de cocina que por sus propios cuadros.
Y así fue también cómo la casualidad quiso que en aquella Venecia, pero cuatro siglos antes, hubiera un pintor famoso entonces y siempre por la abundancia de intensos colores rojos en sus cuadros. Se llamaba este pintor Vittore Carpaccio y nunca pudo suponer que su apellido fuera más popular por un plato de cocina que por sus propios cuadros.