Ir a Peñíscola es hacer un viaje a la historia. Allí, en la villa marinera y hoy turística, murió el penúltimo papa del Cisma de Occidente, refugiado y solo, pero tenaz en su pretensión.
Sirva este corto paseo por Peñíscola para conocer algo de su historia y
como continuación y final de la historia de don Pedro de Luna y del Cisma de
Occidente contado en “Cuando Benedicto se mantuvo en sus trece”.
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Cuando el viajero llega a Peñíscola,
hace casi cien años que dejó de ser isla ocasional. Fue entonces cuando el
cemento invadió el espacio que sólo la arena ocupaba, y le quedó prohibido al
mar, ni aun en los temporales, separar con sus aguas isla y pueblo de la costa.
Hasta la construcción del puerto, en 1925, un camino sobre la estrecha lengua
de arena era la única forma de llegar hasta la población y su castillo. No es
extraño que esto hiciera pensar en aquella roca como un lugar fácil de defender
y seguro para vivir, pues a su estratégico aislamiento unía la existencia de
manantiales de abundante agua dulce.
En 1292, los templarios se
instalaron en Peñíscola y comenzaron a colocar sobre piedras anteriores,
puestas por los árabes, lo que el viajero ve hoy: un imponente castillo que ha
servido para mucho en el pasado.
De su importancia da cuenta el
que fuera corte papal durante el pontificado de don Pedro de Luna, el papa
Benedicto XIII elegido en Avignon, que se refugió en Peñíscola, desde donde se
mantendría como uno de los papas de la cristiandad en los últimos tiempos del
Cisma. Benedicto había recibido Peñíscola de la orden de Montesa, heredera de
la del Temple, cuando ésta fue disuelta e inmediatamente don Pedro ordenó
acometer obras de mejora en sus murallas y de acondicionamiento y
embellecimiento interiores.
Aún no está definitivamente alojado
en Peñíscola, cuando desde Constanza donde se celebra el concilio convocado por
Segismundo, rey de Hungría, hijo del emperador Carlos IV, en el que se intenta
unificar la obediencia papal en la del pontífice romano, se promueve un
encuentro en Perpignan. Allí, en 1415, se tratará, una vez más, de convencer
al anciano don Pedro para que renuncie. Acuden a Perpignan el rey de Aragón,
Fernando de Antequera y Vicente Ferrer, que ya habían tratado de convencer al
papa de lo mismo en Morella, poco antes, sin éxito; y también el propio
Segismundo. Benedicto vuelve a mantenerse en sus trece, pero ahora perderá el
apoyo de Fernando, cuyo reino dejará de someterse a su obediencia, y sobre todo
el de Vicente que también lo abandona. Benedicto deja Perpignan. Dolido, se
queja. Él, que tanto hizo por Fernando en Caspe le reprocha su ingratitud: “Yo
te hice lo que eres, y tú me envías al desierto”. Y vuelve a su roca de la que
ya no se moverá. Tiene ochenta y siete años, pero su espíritu es fuerte y no
piensa rendirse.
El viajero que pasea por la
planta alta del castillo se asoma a la torre del papa Luna, contigua a sus
aposentos, en la que se abre una ventana desde la que se ve el mar. Desde allí
dicen que Benedicto miraba el horizonte, más allá del cual estaba la sede papal
que creía corresponderle.
Los años siguientes son de continua
resistencia. Asediado al principio por el desagradecido Fernando, la presión
disminuye mucho al reinar su hijo Alfonso. La vida del papa transcurre en
Peñíscola con cierta placidez, dedicado don Pedro a sus rezos, sus estudios y defender su causa.
Aún, desde Constanza, donde el
concilio continúa sus sesiones, se hará un último intento. Martín V, el papa
romano, envía a Peñíscola dos mensajeros. Son dos frailes benedictinos. Deben
informar en persona a Benedicto que ha sido declarado cismático y hereje
contumaz. También instarle de nuevo a la renuncia, a cambio, como en anteriores
ocasiones, de grandes rentas y la consideración de segundo papa de la Iglesia. Benedicto
y sus cardenales reciben con gran pompa a los delegados, pero éstos nada
consiguen y regresan a Roma para dar cuenta de su fracaso.
Ya sólo Escocia está bajo su
obediencia, más por oponerse a Inglaterra, fiel a Roma, que por afecto a don
Pedro. También mantiene influencia sobre algún condado de la Gascuña francesa,
donde se halla un seguidor suyo, el francés Jean Carrier. El papa Luna está
casi solo, pero resiste, parece que lo vaya a hacer siempre. En 1418,
Benedicto sufre un nuevo embate de sus enemigos: don Pedro gusta de los dulces,
de los que se ve bien surtido por la población de la roca y las monjas de los conventos
próximos. Se los sirve su camarero Micer Domingo Dalava, y se los sirve
envenenados. Entre él y Fray Palacio Calvet llenan los dulces de arsénico.
Benedicto los come sin darse cuenta de que llevan la muerte dentro, pero don
Pedro es un anciano fuerte, anda ya reseco de carnes, y su resistencia es como
la de la roca en la que habita. Se sobrepone. Los culpables son detenidos,
confiesan e involucran a varias personas, la de más alta categoría un cardenal
italiano, que se hallaba presidiendo un sínodo en tierras leridanas. Nada se puede
hacer contra éste, sí contra los responsables materiales, que son ajusticiados.
Aún vivirá unos años más el
irreductible papa Luna defendiendo sus derechos. Cuando se acerca su hora, antes de morir, Benedicto toma medidas, y al poco, a sus noventa y cinco años don Pedro fallece. No ha
muerto de repente, sino por ancianidad, a finales de 1422. Cuando parte para
el otro mundo, don Pedro ya ha dejado las cosas de éste arregladas. Ha creado cuatro cardenales, tres de los cuales se reúnen en cónclave
y eligen nuevo papa. El nombramiento recae sobre un canónigo de la catedral de
Valencia, Gil Sánchez Muñoz, que es coronado como Clemente VIII.
Gil Sánchez Muñoz había nacido en
Teruel. Cuando fue elegido papa, sucesor de Benedicto XIII, era además de
canónigo en la catedral de Valencia, arcipreste de Teruel y chantre(1) de Gerona y poseía algunas
rentas. Había sido colaborador de los dos últimos papas de Avignon, don Pedro
de Luna y el predecesor de éste Clemente VII y aunque Aragón se sometía a la
obediencia romana, Alfonso V el Magnánimo, al que interesaba oponerse al romano
Martín V, que había excomulgado Clemente, contribuía con rentas suficientes al
mantenimiento del palacio papal de Peñíscola. Así siguieron las cosas durante ocho
años hasta que Clemente, a instancias del rey Alfonso, resueltas sus querellas
con Martín por la cuestión napolitana, se dispuso a la renuncia, aunque no sin
condiciones, sino exigiendo la legitimidad de los nombramientos de Benedicto y del suyo propio. Con sentido práctico así se hizo y con toda solemnidad el 29 de
julio de 1429 Clemente VIII reconoció como único papa verdadero a Martín V,
que lo nombró obispo de Mallorca. El Cisma había terminado(2).
No se olvida el viajero de otro
nombramiento. En Peñíscola está también un joven secretario del rey Alfonso. Ha
mediado mucho a favor de su señor en los asuntos napolitanos y también para
lograr la conclusión del cisma. Hoy recibe de manos del legado papal, en la capilla del
castillo, en la misma en la que ha renunciado Clemente, la mitra de Valencia.
Se llama Alfonso de Borja y llegará a ocupar la silla de Pedro. Con él dará
comienzo la historia de una familia de la que la Historia se ocupará con
mucho interés.
Mucho más sucedería tras los
muros del castillo. En el siglo XIX fue cárcel y algunos presos de importancia
fueron allí enviados por Fernando VII, al que parece faltaban prisiones en las que encerrar a sus enemigos liberales o
simplemente a sus enemigos, como le sucedió a don Juan de Almaraz, el último
confesor de su madre, la reina María Luisa de Parma, y que según algunas
fuentes reveló por escrito, a requerimiento de la arrepentida, la confesión de
la reina acerca de la ilegitimidad de todos sus hijos, lo que provocó la ira de
“El deseado”, cuando ya no lo era tanto, que mandó encerrarlo, pese a lo
avanzado de su edad.
El viajero deja el castillo, baja
y vuelve a subir por estrechas y empinadas callejuelas limitadas por las
blancas casas, muchas de las cuales ocuparon el lugar dejado por los edificios
y palacetes góticos usados por la corte del papa Luna, destruidos en los
bombardeos que sufrió la localidad, puesta del lado de Felipe V, durante la Guerra
de Sucesión. Recorre parte de las
murallas, gran parte de ellas levantadas en tiempos de Felipe II, y en una
placa que hay en una de ellas lee el viajero que por allí anduvo Charlton
Heston haciendo de Cid Campeador, simulando en el celuloide estar ante Valencia,
cuando Rodrigo Díaz la conquistó en 1094.
Cerca, en el puerto, unas
embarcaciones ofrecen paseos rodeando la pétrea mole. El viajero embarca. Quiere
ver la escalera que desde el castillo, dicen se labró, en la roca viva, en un solo día y por la que, durante los asedios, Benedicto recibía las vituallas suficientes para resistir los ataques enemigos.
Desde el mar el viajero cree verlo todo como si el tiempo no hubiera pasado, como si el reloj que lo mide se hubiera detenido, como si la embarcación con la que rodea la antigua isla fuera una de las galeras del papa Luna con las que defendió su "reino" en este mundo.
(1) La dignidad de chantre
estaba relacionada con la dirección del coro en los oficios divinos.
(2)
O casi, porque hay que advertir que aunque Clemente VIII es considerado el
último papa cismático, Jean Carrier, el cardenal creado por Pedro de Luna poco
antes de morir, que no asistió al cónclave del nombramiento de Gil Sánchez, al
enterarse del mismo lo rechazó.
Carrier, que desde tiempo
atrás venía tratando de ganar prosélitos para la causa de Benedicto, tenía el
apoyo del conde de Armagnac y él mismo, como si de una parodia se tratara, ante
los ataques que recibía, como los recibía Benedicto en su roca mediterránea, se
hizo fuerte en su castillo, al que la gente comenzó a llamar Pegniscolette.
Muerto Benedicto, y sabiéndose cardenal, en 1425, nombró papa a su sacristán,
con el nombre de Benedicto XIV, con el enojo de Martín, romano y de Clemente, heredero del aviñonés Luna. Carrier acabaría dando con sus huesos, preso, en el
castillo de Foix, donde moriría en 1433.