El viajero estuvo tiempo atrás en Burgos donde vio las agujas de su catedral. Ahora, en León, encuentra otra catedral, también gótica. Dicen los que entienden de estas cosas que más francesa. Debe ser así, aunque gran parte de lo que el viajero ve se haya construido bastante recientemente, porque la construcción de este templo siempre tuvo problemas.
La catedral tardó unos doscientos años en ser construida en su totalidad. A finales del siglo XV se concluyó la obra. No había pasado medio siglo cuando la bóveda central se desplomó. En lugar de una nueva bóveda se encargó a Juan Naveda que levantase un gran cimborrio sobre el crucero, que fue reforzado unos años después debido a la debilidad de la estructura. No fue suficiente esta medida. En 1743 hubo un nuevo hundimiento y una nueva reparación. Al fin, durante el siglo XIX, se procedió al definitivo asentamiento. Se eliminó el cimborrio, se reforzó el conjunto, se restauraron las vidrieras, y se dejó, no sin críticas, tal como el viajero la ve hoy. Si el viajero ha dicho el nombre del constructor del cimborrio que ya no existe, justo es que escriba los nombres de quienes dejaron la catedral como ahora está: El maestro Enrique, Juan Pérez y Pedro Cibrianez al principio, a partir del siglo XIII; y Laviña, Madrazo, De los Rios y Lázaro durante el siglo XIX, autores de los últimos arreglos.
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Catedral de León. Rosetón |
El viajero sabe que la fama de esta catedral se debe en parte a sus grandiosos ventanales cerrados con vidrieras. Casi dos mil metros cuadrados de vidrieras tamizan la luz, que lo inunda todo. No son muchos los colores empleados, apenas tres, sin embargo consiguen en sus múltiples tonos dar la sensación de ser muchos más. Y sobre todo una grandísima luminosidad, que atrae la mirada hacia lo alto, donde debe dirigirse el espíritu. Hoy el viajero ha podido subir a la altura del triforio, a los pies del templo, justo bajo el rosetón de la fachada principal. Los restauradores de vidrieras tienen instalada una plataforma desde la que se puede ver todo de arriba hacia abajo, al contrario de como los peregrinos suelen ver las cosas. Recibe explicaciones sobre el vitral, los riesgos a los que están expuestas las vidrieras: inclemencia del tiempo, detritus de aves y, en tiempos recientes algún que otro acto vandálico, y los procesos de restauración. Todo muy científico. Desde la plataforma las vidrieras casi se pueden tocar, pero nada iguala la visión ascendente, que desde abajo se puede ver. En la girola el sepulcro de Ordoño II, fundador de la catedral, el rey, que vivió en el siglo décimo y encontró en este sepulcro, adornado con un pétreo y policromado retablo gótico, descanso definitivo.
Pero si de reposo de reyes hay que hablar, no puede el viajero dejar de decir algo sobre el panteón real. Está en la Colegiata de San Isidoro. El rey Fernando I de Castilla y León hizo construir este templo para albergar los restos de San Isidoro, obispo de Sevilla. Había llegado a un acuerdo con el rey musulmán de Sevilla, vasallo del castellano, para la devolución de los restos del Santo. Fue en 1063 cuando una expedición llegada a Sevilla procedió al traslado de los restos de prelado, autor de las Etimologías. También él mismo y los de los que le debían suceder serían enterrados allí. Así se hizo y, allí estuvieron los restos de veintitrés reyes de León y de Castilla hasta el siglo XIX. Sólo tres sepulcros se salvaron de formar parte del rompecabezas óseo que resultó de la llegada de los invasores franceses, durante el siglo XIX, que saquearon el lugar, profanaron los sepulcros y dejaron un “totum revolutum” de huesos que impide saber hoy, con certeza, a que rey pertenece cada hueso. Pero el viajero sabe que es preferible mirar al techo que al suelo. Arriba cubriendo las viejas bóvedas del panteón ve sus coloridas pinturas románicas, conservadas como si estuvieran recién pintadas: un pantocrátor, en el centro; una última cena; Pilatos lavándose las manos; en un arco el calendario agrícola. El viajero no se cansa de mirar. Al fin se va, casi porque le echan.
Al salir en un ángulo de la plaza de San Isidoro ve un palacio. Alberga la Audiencia Provincial, apenas queda de su antiguo esplendor la fachada, pero sabe que allí fue donde nació Guzmán el Bueno. Alonso Pérez de Guzmán nació el 24 de enero de 1256. Fue hijo ilegítimo de don Pedro Núñez de Guzmán, y por ello fue insultado y ultrajado. Ello le impulsó a dejar su tierra leonesa y con la educación militar recibida partió hacia los frentes de guerra que la España de la Reconquista tenía abiertos en el Sur. Sirvió a reyes cristianos y musulmanes, pero a éstos con la condición de no atacar a los cristianos. Al fin se ofreció al rey castellano Sancho IV, que le asignó la defensa de la plaza de Tarifa. Sucedió que el infante don Juan, hermano del rey Sancho, aliado de los benimerines, se enfrentó al rey y trató de conquistar Tarifa, pero viendo las dificultades de la conquista por la férrea resistencia que oponía don Alonso, optó por usar de malas y traidoras artes: raptó al hijo de don Alonso y ante las murallas de la ciudad instó al defensor a que rindiera la plaza si no quería ver degollado allí mismo a su hijo. Guzmán, que desde entonces sería apodado “el bueno”, fiel a su obligación y honor de soldado contestó al infame aquello de “mas vale honra sin hijo, que hijo sin honra” y, arrojando su propio puñal para el degüello de su hijo, mantuvo la plaza sobre la vida del joven Pedro Alonso, su hijo. Vencido el infante don Juan, los benimerines viendo lo imposible de la conquista retiraron el cerco.
El viajero come y descansa algo, y por la tarde da un paseo, tranquilo, por los barrios viejos, la judería, lo que ahora se llama el barrio húmedo, lleno de bares y restaurantes. Llega a la Plaza del Grano, que en el callejero es la de Santa María del Camino, amplia y solitaria, con aspecto de plaza de pueblo, y luego a la Plaza Mayor. De vuelta el viajero sale a la calle Ancha, camino del convento de San Marcos, de anchísima fachada plateresca. Según anda deja a su derecha el palacio de los Guzmanes y el de los Botines, al que siempre se le ha llamado Casa Botines, que ese era el nombre del comercio de telas que tenían los propietarios del edificio que fue encargado a Gaudí a finales del siglo XIX.
Más allá de San Marcos, el León Moderno: grandes edificios administrativos, el Musac, contenedor de arte moderno, que el viajero no ve por dentro, aunque viéndolo por fuera se hace una idea de lo que deja de ver en su interior. El viajero da media vuelta y regresa a la explanada de San Marcos. Se sienta y se queda un rato.