EVOLUCIÓN

     Casi todos hemos oído hablar de Charles Darwin y su famosa teoría de la selección natural. Todo el mundo cree tener, aunque sea, una noción general de la misma, y comprender lo que significa, veamos.

     Charles Robert Darwin nació en Shrewsbury, en 1809, tras ciertas dudas sobre su futuro, en contra de los deseos de su padre, aprovechó la oportunidad que se le ofreció y se enroló en el Beagle, un bergantín de la Real Marina Británica. Durante cinco años se dedicó a la observación de la naturaleza en un viaje alrededor del mundo. De dichas observaciones concluyó una nueva teoría que sería publicada en 1859. Teoría a la que de forma independiente y simultáneamente había llegado otro científico: Alfred Wallace. Pero es a Darwin a quien se le atribuye el mérito de dicha teoría, ahora aceptada, después de décadas de duda, y contaminada, popularmente, por las ideas de un predecesor suyo en estos asuntos de la herencia y la evolución, el francés Lamarck. Para Darwin la selección natural se produce al sobrevivir los individuos más fuertes, mejor dotados, que transmiten sus cualidades a sus descendientes desarrollando, toda la especie, dichas cualidades, ya que los individuos no adaptados acaban pereciendo. Lamack sostenía que las cualidades que mejoran una especie se transmiten por el uso continuado de la función para la que sirven y pasa de padres a hijos consolidando la mejora.

     Siempre se ha puesto el ejemplo de las jirafas para explicar estos fenómenos: Lamarck argumenta que las jirafas tienen el cuello más largo por el esfuerzo continuo de alargarlo un poco más cada vez para alcanzar su alimento; que dicha repetición propicia un alargamiento paulatino del cuello, y que dicha cualidad se transmite a su descendencia. Darwin, al contrario, dice que las jirafas de cuello mas largo son las que más comida alcanzan, desbancando a las de cuello más corto. Es ahí donde se produce la selección natural de la especie. No se transmite por herencia un cuello más largo por el entrenamiento continuo, sino que los ejemplares genéticamente dotados de un cuello más largo desplazan a los de cuello más corto.

     La teoría de Darwin tardó tiempo en ser aceptada. La Iglesia, casi siempre reacia a la novedad, reprobó sus teorías. Eran tiempos los del siglo XIX en los que la Iglesia estaba aferrada al sentido literal de la Biblia; aún lo estaría durante mucho más tiempo. No cabía idea alguna que no fuera la de la creación relatada en el Génesis. Las razas humanas descendían de los hijos de Noe: Set, Cam y Jafet. La posibilidad de que el hombre procediera del mono suscitó polémicas y debates continuos en todo el mundo entre los partidarios de una y otra posición. En España también. Aprovechando la polémica, unos fabricantes de anís decidieron poner cara humana al dibujo del simio que da nombre a la marca del licor. El rostro elegido fue el del discutido Darwin. Aún hoy esta dibujada su cara en las etiquetas de las rugosas botellas de anís de esa marca.


     Habría que llegar a mediados del siglo XX, durante el papado de Pío XII, para que la Iglesia, ya segura de la certeza de la teoría, aceptara las teorías evolucionistas, haciendo compatible ciencia y doctrina.
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UNA HISTORIA IRREAL

    Como tantas veces sucede, hay leyendas que se tienen por verdad. La de Guillermo Tell es una de ellas. Tan real ha sido considerada que hay un museo en el que se conservan dos flechas como las que Guillermo Tell tenía en su carcaj cuando el tirano Gessler le obligó a lanzar hacia la manzana que hizo colocar sobre la cabeza de Walter Tell, hijo del campesino Guillermo.

    Un drama de Schiller y una ópera de Rossini popularizaron la leyenda del libertador. Y es que, aunque la independencia suiza es debida más a la acción conjunta de un pueblo, a su deseo de superar la opresión del Imperio Germánico que a la acción de un solo hombre, en Guillermo Tell, los suizos quieren ver al auténtico héroe de su libertad.

    Los valles suizos estaban bajo el dominio del Imperio Germánico. Gessler era el gobernador que en nombre del emperador sometía la región. Para afianzar su dominio dispuso que se colocara en lo alto de un poste un sobrero tirolés, que representaba el poder del imperio. Todos los súbditos que pasaran por allí debían inclinarse y doblar la rodilla en señal de sometimiento al imperio y al propio Gessler, que desde la ventana de su palacio vigilaba el cumplimiento de tan denigrante orden.

    Cierto día, un campesino de nombre Guillermo Tell se acercó a Altdorf, el lugar donde se había erigido el poste, con la intención de comprar harina. Le acompañaba su hijo, un jovenzuelo espigado que respondía al nombre de Walter. Al pasar por la plaza, Tell y su hijo pasaron ante el poste sin efectuar reverencia alguna. Fue al momento que un guardia apostado junto al lugar los detuvo advirtiéndoles de su falta. El gobernador Gessler también acudió rápido al lugar.

    Tell tenía fama de buen tirador. Era conocida su pericia con la ballesta y Gessler, sin atender a las súplicas del campesino, le observó la falta cometida y propuso un castigo cruel.

    ─Has faltado al mandato, y serás castigado por ello. ¿Quién es este muchacho? ─ preguntó el gobernador.
    ─Es mi hijo Walter.
    ─Bien, colocad al muchacho junto a aquel árbol, atadlo y poned sobre su cabeza una manzana─ dijo el tirano.
    Luego dirigiéndose a Guillermo Tell, le dijo:
    ─Puesto que tienes fama de gran tirador, no te será difícil acertar en aquella manzana─ dijo señalando con su dedo hacia el muchacho atado al árbol.

    Guillermo Tell suplicó en vano que le dejaran libre, que todo había sido un error, pero Gessler, implacable, amenazante, ordenó a Tell disparar. Éste tomo dos flechas, guardó una en su carcaj, y colocó otra en la ballesta. Tembloroso, angustiado, trató de concentrarse. Era la vida de su hijo la que dependía de su acierto. Apuntó con cuidado, disparó y la flecha se clavó en la madera del árbol después de desintegrar la manzana que había sobre la cabeza del joven.


    Gessler, viendo que Tell había superado la prueba, se dispuso a liberarlo, pero antes le preguntó qué destino tenía la segunda flecha, la que había guardado en su carcaj.
    ─Si hubiera fallado, si mi hijo hubiese resultado muerto, ahora vos estaríais muerto también, porque esa flecha estaba destinada a vuestro corazón.
    Al oír esto, el tirano Gessler ordenó apresarlo y mandó llevarlo a prisión. Durante el camino, sucedió una tempestad y Guillermo Tell logró huir. Ya en el bosque se convirtió en un activista por la libertad de su tierra. Durante una emboscada volvió a encontrarse con el tirano Gessler. Esta vez sí uso aquella flecha, y su tierra fue libre.
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ANGELITOS

    Ha conseguido que, por su mala fama, su nombre sea sinónimo de maldad y, aunque durante su reinado se realizaron reformas y sobre todo grandes obras(1), se le conoce especialmente por su lado más siniestro. Se llamaba Herodes, y la Historia le ha apodado como el Grande. Entre sus fechorías más conocidas está la masacre que la Historia Sagrada recuerda como matanza de los Santos Inocentes. No fue la única. Arrimado siempre al poder, primero con Marco Antonio, luego con Octavio, logró que Roma le designara rey de Judea. Reinó durante treinta y seis años, hasta el año cuarto antes de la era cristiana(2), y durante ese tiempo dio claras pruebas de su crueldad. Por una de las mujeres con las que casó, Mariamne, sintió una pasión incontrolable que derivó en celos, y después en odió hacía ella y todo lo que de ella venía. Ordenó primero matar a un hermano de Mariamne, luego la acusó a ella de quererlo envenenar y consiguió que fuera condenada a morir. No contento con esto, fijó su atención en su suegra Alejandra, que corrió la misma y desgraciada suerte de su hija y, en el colmo de su paranoia, dos hijos suyos, tenidos con Mariamna, fueron eliminados: decía que eran unos conspiradores, que se habían aliado en el pasado con su madre para derrocarlo y asesinarlo.

    No fue la familia de su mujer la única víctima del tirano: Salomé, hermana de Herodes, tuvo dos maridos muertos a manos del déspota. Muchos otros murieron por orden suya. Le quedaban apenas cinco días de vida cuando aún tuvo tiempo para una última atrocidad: otro de sus hijos, Antípater, fue asesinado por su orden. Con tales antecedentes no cuesta creer que fuera capaz de decretar el asesinato de todos los niños menores de dos años a fin de eliminar al Mesías, rey de los judíos, que el pueblo esperaba, y que él consideraba podría poner en riesgo su dinastía.

    La catedral de Valencia guarda en su capilla de las reliquias(3) el cuerpo incorrupto de uno de los niños inocentes muertos en tiempos de Herodes, quizá sea por ello por lo que en las imágenes de la Virgen de los Desamparados, patrona de la ciudad, haya a sus pies dos niños, que son la representación de los inocentes muertos, ya sea por Herodes o por cualquier otro tirano. Fueron colocados en el siglo quince, al comprobar la protección que la Madre de Dios dio a dos infantes muertos por una desaprensiva mujer.

El segundo domingo de mayo se celebra en Valencia la fiesta de la
Virgen de los Desamparados. En el traslado, desde su basílica hasta la
catedral, es corriente ver como algunos niños son llevados en volandas
sobre las cabezas del gentío para que alcancen el manto de la Virgen.

    Ocurrió que al morir su esposa, un hombre necesito de los servicios de una mujer para que se ocupara de sus dos hijos de muy corta edad. La mujer, con intenciones de apropiarse de la hacienda, decidió deshacerse de las criaturas, las degolló y las ocultó en un arcón. Al volver el padre y notar la ausencia de sus hijos preguntó a la mujer, pero ésta restando importancia al caso dijo que habían salido a jugar a la calle, que ya volverían. El padre, temeroso, salió en busca de sus hijos. Un presentimiento llegado del cielo le advertía del peligro en el que estaban. Desesperado, entró en una iglesia y pidió ayuda a la Virgen, le rogó que, si les había pasado algo, le permitiera al menos verlos por última vez. Al regresar a casa le recibió la mujer y en ese momento abriéndose el arcón saltaron de su interior los dos niños con su cuello cubierto de sangre, pero llenos de vida.


(1) Reconstruyó, sin reparar en gastos, el templo de Jerusalén, el construido por Salomón mil años atrás. Hoy de aquella colosal obra aún se mantiene en pie el famoso muro de las lamentaciones.

(2) Ya quedó explicado en “
El tiempo pasará” como Dionisio el Exiguo, encargado de hacer la cuenta, realizó los cálculos sin tener en cuenta los cuatro años en los que el emperador Augusto reinó con su propio nombre. Tampoco tuvo cuidado de intercalar el año cero, que en la numeración romana no existe, entre los dos años, anterior y siguiente al comienzo de la nueva era.

(3) La cristiandad está bien surtida de reliquias, que en casi todas las catedrales y grandes templos se guardan en relicarios o capillas destinadas para tal fin y que sirven como objetos de culto para los fieles: pedazos de la Vera Cruz, espinas de la corona de Cristo, fragmentos variados de todos tipo de vestimentas, sangre y hasta leche de la Virgen María son custodiados en iglesias españolas. La Edad Medía fue prolífica en el descubrimiento de objetos sacros, unos auténticos, otros de dudosa procedencia. La jerarquía eclesiástica se servía de ellos que se distribuían por los templos para fomentar la adhesión a la fe.


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¡QUÉ SIEMPRE SEA NAVIDAD!

    El mundo acaba de enfrascarse en una guerra. Cada bando defiende sus posiciones, pero lo cierto es que en una guerra todos pierden: los civiles sufren en retaguardia, pero en el frente los soldados mueren. Así sucedía durante el mes de diciembre de 1914.

    Los soldados están agazapados en sus trincheras. Se protegen del fuego enemigo. Alemanes a un lado, británicos y franceses enfrente. Llevan varios días de combate. La guerra había comenzado apenas cuatro meses antes. Alemania quería resolverla rápidamente. No sabía lo penosa que resultaría para todos. Una guerra relámpago iba a convertirse en una guerra de desgaste. Ahora, en Yprés, se estaba dando uno de los primeros pasos de ese gran desastre que es una guerra, la primera que la Historia ha llamado Mundial.

    El frío es terrible en el día de Nochebuena de 1914. Todo sucede como la víspera, como la antevíspera… Va anocheciendo. De pronto, ya obscuro, alguien de entre los atrincherados alemanes comienza a cantar. Todos lo oyen, los de uno y otro lado. Y todo el mundo conoce la canción. Es un villancico. Se llama Noche de Paz. Ya no se oye el ruido de los disparos. Las únicas luces que se ven en la trinchera no son las de los fogonazos al apretar los gatillos, son los arbolitos de navidad que los soldados alemanes asoman por las trincheras. En plena guerra hay música de paz. Los ingleses tampoco disparan, cantan también. Al fin algunos soldados saltan de las trincheras, pero nadie dispara. Se encuentran. El espíritu navideño ha triunfado. La posteridad ha conocido el caso como la “Tregua de Navidad”, porque no terminó en Nochebuena. Al día siguiente, día de Navidad, la tregua continua. Se entierran los cadáveres que sembraban el campo de batalla, los soldados confraternizan, intercambian recuerdos, llegan incluso a disputar sobre el helado suelo un partido de fútbol.


    Pero lo que estaba sucediendo era sólo cosa de aquellos hombres cansados, sucios, con miedo a morir, fuera de sus hogares, enviados a una guerra, que habían logrado parar sin conocimiento de sus superiores. Y Llegó a oídos del mando inglés lo que sucedía. Un oficial fue encargado de realizar una inspección. Todo le pareció normal. Toda la tropa ocupaba su puesto, pero el silencio reinaba en el frente. No se oían disparos. Al fin, con pésima puntería, se intercambiaron algunos tiros con la intención de fallar. Es la última rebeldía contra la guerra. La tregua terminaba. No lo querían los soldados, pero la realidad se impuso. Los mandos ordenaron el ataque. Los siguientes disparos causarían muertes. La Navidad había terminado. La guerra continuaba.

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. LEÓN

    El viajero estuvo tiempo atrás en Burgos donde vio las agujas de su catedral. Ahora, en León, encuentra otra catedral, también gótica. Dicen los que entienden de estas cosas que más francesa. Debe ser así, aunque gran parte de lo que el viajero ve se haya construido bastante recientemente, porque la construcción de este templo siempre tuvo problemas.

    La catedral tardó unos doscientos años en ser construida en su totalidad. A finales del siglo XV se concluyó la obra. No había pasado medio siglo cuando la bóveda central se desplomó. En lugar de una nueva bóveda se encargó a Juan Naveda que levantase un gran cimborrio sobre el crucero, que fue reforzado unos años después debido a la debilidad de la estructura. No fue suficiente esta medida. En 1743 hubo un nuevo hundimiento y una nueva reparación. Al fin, durante el siglo XIX, se procedió al definitivo asentamiento. Se eliminó el cimborrio, se reforzó el conjunto, se restauraron las vidrieras, y se dejó, no sin críticas, tal como el viajero la ve hoy. Si el viajero ha dicho el nombre del constructor del cimborrio que ya no existe, justo es que escriba los nombres de quienes dejaron la catedral como ahora está: El maestro Enrique, Juan Pérez y Pedro Cibrianez al principio, a partir del siglo XIII; y Laviña, Madrazo, De los Rios y Lázaro durante el siglo XIX, autores de los últimos arreglos.

Catedral de León. Rosetón
Catedral de León. Rosetón

    El viajero sabe que la fama de esta catedral se debe en parte a sus grandiosos ventanales cerrados con vidrieras. Casi dos mil metros cuadrados de vidrieras tamizan la luz, que lo inunda todo. No son muchos los colores empleados, apenas tres, sin embargo consiguen en sus múltiples tonos dar la sensación de ser muchos más. Y sobre todo una grandísima luminosidad, que atrae la mirada hacia lo alto, donde debe dirigirse el espíritu. Hoy el viajero ha podido subir a la altura del triforio, a los pies del templo, justo bajo el rosetón de la fachada principal.     Los restauradores de vidrieras tienen instalada una plataforma desde la que se puede ver todo de arriba hacia abajo, al contrario de como los peregrinos suelen ver las cosas. Recibe explicaciones sobre el vitral, los riesgos a los que están expuestas las vidrieras: inclemencia del tiempo, detritus de aves y, en tiempos recientes algún que otro acto vandálico, y los procesos de restauración. Todo muy científico. Desde la plataforma las vidrieras casi se pueden tocar, pero nada iguala la visión ascendente, que desde abajo se puede ver. En la girola el sepulcro de Ordoño II, fundador de la catedral, el rey, que vivió en el siglo décimo y encontró en este sepulcro, adornado con un pétreo y policromado retablo gótico, descanso definitivo.


    Pero si de reposo de reyes hay que hablar, no puede el viajero dejar de decir algo sobre el panteón real. Está en la Colegiata de San Isidoro. El rey Fernando I de Castilla y León hizo construir este templo para albergar los restos de San Isidoro, obispo de Sevilla. Había llegado a un acuerdo con el rey musulmán de Sevilla, vasallo del castellano, para la devolución de los restos del Santo. Fue en 1063 cuando una expedición llegada a Sevilla procedió al traslado de los restos de prelado, autor de las Etimologías. También él mismo y los de los que le debían suceder serían enterrados allí. Así se hizo y, allí estuvieron los restos de veintitrés reyes de León y de Castilla hasta el siglo XIX. Sólo tres sepulcros se salvaron de formar parte del rompecabezas óseo que resultó de la llegada de los invasores franceses, durante el siglo XIX, que saquearon el lugar, profanaron los sepulcros y dejaron un “totum revolutum” de huesos que impide saber hoy, con certeza, a que rey pertenece cada hueso. Pero el viajero sabe que es preferible mirar al techo que al suelo. Arriba cubriendo las viejas bóvedas del panteón ve sus coloridas pinturas románicas, conservadas como si estuvieran recién pintadas: un pantocrátor, en el centro; una última cena; Pilatos lavándose las manos; en un arco el calendario agrícola. El viajero no se cansa de mirar. Al fin se va, casi porque le echan.

    Al salir en un ángulo de la plaza de San Isidoro ve un palacio. Alberga la Audiencia Provincial, apenas queda de su antiguo esplendor la fachada, pero sabe que allí fue donde nació Guzmán el Bueno. Alonso Pérez de Guzmán nació el 24 de enero de 1256. Fue hijo ilegítimo de don Pedro Núñez de Guzmán, y por ello fue insultado y ultrajado. Ello le impulsó a dejar su tierra leonesa y con la educación militar recibida partió hacia los frentes de guerra que la España de la Reconquista tenía abiertos en el Sur. Sirvió a reyes cristianos y musulmanes, pero a éstos con la condición de no atacar a los cristianos. Al fin se ofreció al rey castellano Sancho IV, que le asignó la defensa de la plaza de Tarifa. Sucedió que el infante don Juan, hermano del rey Sancho, aliado de los benimerines, se enfrentó al rey y trató de conquistar Tarifa, pero viendo las dificultades de la conquista por la férrea resistencia que oponía don Alonso, optó por usar de malas y traidoras artes: raptó al hijo de don Alonso y ante las murallas de la ciudad instó al defensor a que rindiera la plaza si no quería ver degollado allí mismo a su hijo. Guzmán, que desde entonces sería apodado “el bueno”, fiel a su obligación y honor de soldado contestó al infame aquello de “mas vale honra sin hijo, que hijo sin honra” y, arrojando su propio puñal para el degüello de su hijo, mantuvo la plaza sobre la vida del joven Pedro Alonso, su hijo. Vencido el infante don Juan, los benimerines viendo lo imposible de la conquista retiraron el cerco.

    El viajero come y descansa algo, y por la tarde da un paseo, tranquilo, por los barrios viejos, la judería, lo que ahora se llama el barrio húmedo, lleno de bares y restaurantes. Llega a la Plaza del Grano, que en el callejero es la de Santa María del Camino, amplia y solitaria, con aspecto de plaza de pueblo, y luego a la Plaza Mayor. De vuelta el viajero sale a la calle Ancha, camino del convento de San Marcos, de anchísima fachada plateresca. Según anda deja a su derecha el palacio de los Guzmanes y el de los Botines, al que siempre se le ha llamado Casa Botines, que ese era el nombre del comercio de telas que tenían los propietarios del edificio que fue encargado a Gaudí a finales del siglo XIX.

León. La Casa Botines

    Más allá de San Marcos, el León Moderno: grandes edificios administrativos, el Musac, contenedor de arte moderno, que el viajero no ve por dentro, aunque viéndolo por fuera se hace una idea de lo que deja de ver en su interior. El viajero da media vuelta y regresa a la explanada de San Marcos. Se sienta y se queda un rato.
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