Apenas unos trescientos años duró su esplendor. Antes de ese brillante periodo varios siglos de anonimato, después otros varios languideciendo hasta casi desaparecer.
La causa de su final fue una ambición. La antigua Tadmor, asentada en un oasis en medio de resecas tierras, fue creciendo, enriqueciéndose. Era parada obligada de las caravanas en su discurrir entre oriente y los puertos del Mediterráneo. Los griegos comenzaron a llamarla Palmira, y los romanos a darle fama. Helenizada, pero bajo el poder de Roma, tuvo varios reyes dependientes del Imperio, hasta que le llegó el turno a Odenato, un senador romano, al que Roma, por los méritos contraídos a favor del Imperio, concedió el título de Augusto. Odenato desarrolló más aún la economía de la urbe. Caravanas de hasta mil camellos, cruzaban sus puertas. Allí se abastecían, descansaban y dejaban parte de sus mercaderías antes de continuar en su camino hacia poniente. Para fomentar la cultura, llevó a Longín, erudito griego que promovió la cultura en la ciudad y se convirtió en maestro de Zenobia, esposa de Odenato. Palmira era rica, apetecible. Había que protegerla y Odenato ordenó construir una muralla que la defendiese de sus enemigos. Con la muralla Odenato protegía la ciudad, pero sin querer la encorsetaba, limitaba su crecimiento. Aún así era magnífica, poderosa, capital de un reino que abarcaba desde Siria hasta los confines del imperio por oriente.
Y ese poder lo quiso Zenobia para sí. Y lo tomó. En ella se unían la femenina belleza de su físico, que la hacían una de las mujeres más hermosas del Imperio; y la determinación y fuerza de una gobernante implacable. Una nebulosa envuelve los hechos por los que resultó muerto Odenato, pero entre las dudas de lo sucedido se vislumbra la figura de Zenobia. Fuera o no impulsora de la intriga palaciega que acabó con la vida de su esposo, lo cierto es que Zenobia recogió el cetro de Odenato. Vestida con traje imperial reinó, en nombre de sus hijos, con mano de hierro, incluso en contra de Roma. Al principio tímidamente(1), al final en abierta lucha con el propio emperador Aureliano, que acudió a Asia para someter a la díscola Zenobia, que fue capturada y llevada a Roma prisionera.
Un año después, en el año 272 la ciudad se levantó contra el Imperio. Aureliano, benévolo un año antes, fue implacable. Arrasó la ciudad, que languidecería arruinándose poco a poco hasta que los viajeros del siglo dieciocho y las excavaciones del siglo diecinueve advirtieron al mundo del esplendor de una ciudad, perdido por una ambición.
(1) En las monedas acuñadas en Palmira, figuraban las efigies del hijo primogénito de Zenobia y del emperador Aureliano; pero cuando el enfrentamiento fue abierto la efigie del emperador fue sustituida por la de la propia Zenobia.