Hubo una vez un arbolillo, un pequeño e insignificante árbol. Un árbol sin nombre propio, sin frutos deseados. Otros árboles tuvieron nombre propio. Él no. Ésta es su historia.
Los primeros árboles de los que tenemos noticia son los mencionados por Moisés en el Génesis: el árbol de la Vida y el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, aquél del que Adán y Eva tenían prohibido tomar sus frutos si querían mantenerse felices en el Edén; pero comer aquellos frutos prohibidos, ofrecidos tentadoramente por la serpiente a la mujer, y por ésta al hombre les abrió los ojos a dos conceptos opuestos: el bien y el mal, argumentos de cuantas teorías dualistas han sido. Milton en su “Paraíso perdido” nos habló de luchas entre ángeles y demonios; don Juan Manuel en su “Conde Lucanor”, por boca de Patronio, nos habla de la lucha entre el bien, siempre victorioso, y el mal, cuando ambos acordaron convivir: el Mal astuto y pragmático convenció al Bien de que sería conveniente para ambos procurarse algún ganado con el que alimentarse, y propuso criar unas ovejas. Cuando estas dieron corderillos, el Mal propuso repartir los frutos de su negocio y eligiendo primero tomó la lana y la leche de las ovejas, dejando los corderos para el Bien; luego comenzaron a criar cerdos. Cuando estos parieron procedieron al reparto de los frutos y dijo el Mal: “Puesto que antes te quedaste con los corderos, seré yo quien me quede ahora con los lechoncillos y tú te quedarás con la leche y pelo de las cerdas; el Bien aceptó con candidez. Más tarde decidieron que sería bueno tener algunas hortalizas y plantaron nabos. Cuando crecieron el Mal engaño de nuevo al Bien, diciéndole que tomara las hojas, que él tomaría lo que estaba oculto bajo tierra, aún a riesgo de no obtener nada. También plantaron coles y el Mal dijo: “Como fui yo quien me quede con la parte subterránea de los nabos, será justo que tome ahora la parte que se ve de las coles y tú quedes con lo que hay bajo tierra”. El Bien sin rechistar aceptó. Estaban así las cosas cuando decidieron tomar una mujer para que les ayudara. El Mal dejó que el Bien tomara la mujer de cintura para arriba, mientras él tomó para sí a la mujer de la cintura para abajo. La mujer trabajaba durante el día con sus manos y hacía las labores que beneficiaban al Bien y al Mal, pero por la noche era con el Mal con quien convivía maritalmente. Por fin la mujer quedó encinta y le nació un niño. Fue entonces cuando el Bien prohibió que el niño engendrado por el Mal tomara la leche de los pechos de la mujer: “La leche está en la parte de arriba, que me pertenece, y no permito que la tome” dijo el Bien. El Mal desesperado, viendo segura la muerte de su hijo, suplicó al Bien que le permitiera tomar la leche tan necesaria para su hijo, y el Bien le dijo: “Siempre me he dado cuenta de cómo me engañabas, mas nunca dije nada. Ahora te darás cuenta de que siempre el bien prevalece sobre el mal, porque gracias a un bien, dejando que tu hijo mame de los pechos de la mujer, el Bien vence al Mal, pero deberás proclamarlo en alta voz a todo el mundo, para que todos sepan que el Bien vence al Mal con una buena acción.
Otro árbol famoso por sus frutos es el manzano del jardín de las Hespérides. Sus manzanas eran de oro y obtenerlas fue el penúltimo de los trabajos que Hércules necesitaba cumplir para alcanzar la inmortalidad. Para conseguirlas necesitó engañar a Atlas, que era padre de las Hespérides. Éstas eran enormemente seductoras. Entrar en su jardín suponía caer atrapado bajo el hechizo de sus cantos y no poder abandonar su jardín nunca más, pero de esta tentación estaba a salvo el padre de las ninfas. Además el árbol estaba protegido por un terrible dragón, que se hallaba enroscado a su tronco. El titán Atlas cumplía el castigo que los dioses le habían impuesto de mantener el firmamento sobre sus espaldas, no podía abandonar su misión, que le resultaba excesivamente penosa. Hércules acordó con el titán que le liberaría de tan pesada carga durante el tiempo que necesitara para tomas las manzanas de oro. Atlas aceptó, pero le dijo que él era inmune a los cantos de sus hijas, pero no al dragón que custodiaba las manzanas de oro, que sólo iría si le allanaba el camino matando al dragón. Hércules lo hizo y cuando volvió relevó al titán, dispuesto a soportar el peso del mundo colocando sobre sus hombros la bóveda celeste.
Cuando Atlas volvió llevaba las manzanas de oro que Hércules debía presentar a la diosa Hera, y se ofreció a Hércules para ser él mismo quien las llevara y así liberarse durante más tiempo de su penosa faena de sostener el firmamento; pero Hércules logró engañarlo, colocó de nuevo el cielo sobre el titán y huyó con las manzanas de oro.
Pero volvamos a nuestro humilde arbolillo anónimo, que no tuvo nombre, que dio frutos que nadie quiso, pero que tuvo la suerte de tener un amigo que resulto ser un rey: Carlos III. De él dijeron que fue el mejor alcalde de Madrid. Y sabido es que este rey realizó numerosas obras que engrandecieron la capital del reino. No se trata de hacer un inventario de todo lo hecho, pero sí de recordar el respeto que este rey tuvo por la naturaleza.
En el camino de la Capital a El Pardo se iniciaron unas obras, y el mismo rey requirió a los constructores que evitaran la tala de cuantas encinas fuera posible, sacrificando sólo las indispensables. Manos a la obra, así se procedía, y al llegar a una plaza que se abría, se decidió dejar en su centro un solitario árbol a modo de recuerdo, una especie de monumento natural. El rey, al verlo, entre satisfecho y triste, dijo: "Pobrecillo ¿quién te defenderá cuando yo muera?".
Nota: Los temores del rey estaban bien justificados. Unos años después, durante la invasión francesa, el arbolillo fue talado.