CUANDO BENEDICTO SE MANTUVO EN SUS TRECE

    Fue a la muerte de Gregorio XI, el último papa de la conocida "Cautividad Babilónica", cuando la Iglesia sufrió su gran división: el Gran Cisma de Occidente. En realidad las bases para que esto sucediera habían sido puestas unos setenta años antes, cuando Felipe IV el Hermoso logró que se eligiera un papa francés y se instalara en Avignon la sede de la cristiandad.

    Pero el fin de dicha “cautividad" se aproximaba. Ya Urbano V, el antecesor de Gregorio, había estado en Roma. Santa Brígida había logrado que Urbano volviera a la ciudad del Tíber. Se dice que la Santa le avisó que era voluntad de Dios que se mantuviera en Roma, y le advertía que la muerte llegaría pronto para él si la abandonaba; pero la situación en la ciudad era de continuo desorden  y el recién llegado no tuvo más remedio que volver a su trono aviñonés. Fuera por ésta o por otra razón, el caso es que nada más llegar a Avignon Urbano enfermó. Si fue castigado por la desobediencia al mandato divino puesto en boca de Santa Brígida nunca se sabrá, pero sí que, entregado a la voluntad celestial, entregó humilde su vida y al poco tiempo fue enterrado. La iglesia se lo premió y en el siglo XIX fue beatificado.

     A su sucesor, Gregorio, otra futura santa, Catalina de Siena, también logró convencerlo para trasladar la curia a Roma, y Gregorio XI,  sea por temor a seguir los pasos de su antecesor, sea porque creyera que Roma ya resultaba más confortable,  se instaló en la ciudad del Tíber. Estaba equivocado. La situación no era mucho mejor que la encontrada por Urbano y, al fin, doblegada su voluntad por las circunstancias, se disponía a dejar Roma y volver a Avignon cuando la enfermedad, también a él, le sobrevino y conforme con su destino esperó allí, en Roma, su final. Antes, consciente del peligro que su relevo iba a suponer para la Iglesia redactó una bula ordenando la rápida reunión de un cónclave para la elección de su sucesor.

Santa Catalina de Siena exhortando a Gregorio XI.
Azulejo del S. XVIII, Iglesia del Pilar. Valencia


















    Es a partir de ese momento cuando se desencadena la tragedia para la Iglesia. El cónclave se reúne. Hay mayoría de cardenales franceses, y el pueblo de Roma, muy alborotado, deja claro que no está dispuesto a consentir el nombramiento de un papa francés que regrese a Avignon. Continuamente los cardenales son increpados, amenazados, todos, los franceses, los italianos y el único español presente, don Pedro de Luna. Los romanos quieren un papa romano o al menos italiano y al fin lo consiguen. Han ganado la partida. Bartolomé Prignano, obispo de Bari, que ni siquiera es cardenal, será el nuevo vicario de Cristo en la Tierra. Bartolomé es coronado. Ahora es Urbano VI; pero el elegido, que siendo obispo de su diócesis en el sur de Italia había sido correcto en su trato y en su apostolado, muda su carácter. Su primera intención es la creación de varios cardenales italianos. Quiere contrarrestar el peso francés, y los cardenales galos, que, sin querer, obligados por las circunstancias, lo habían elegido, viéndose en peligro tratan de anular la elección.  La lucha es inevitable: se reúnen en Anagni y destituyen a Urbano; pero el papa no se da por depuesto y, a estas alturas, se ha convertido en un peligroso paranoico que les acusa de conspiradores y traidores. Muchos cardenales abandonan su obediencia. La respuesta es la muerte para cinco de ellos y la tortura para otros seis. El camino hacia una ruptura total parece inevitable. Una nueva reunión  termina con el nombramiento de un nuevo papa, Clemente VII, que vuelve a Avignon. La cristiandad tiene dos papas. Naturalmente el demente Urbano VI excomulga al aviñonés que, ni corto ni perezoso, hace lo mismo con el romano.

    Y habiendo dos papas los reinos europeos se ven en la necesidad de reconocer a uno de ellos, y lo hacen según sus intereses, inclinándose por una u otra obediencia, que no por diferentes doctrinas, que de éstas sólo hay una; porque esta división afecta a la Iglesia, pero es obra de hombres; sí, siervos de Dios, pero también señores y amantes de lo terrenal. Así, Francia, Escocia, Saboya y todos los reinos españoles reconocen a Clemente mientras que Inglaterra y Alemania se someten a la obediencia del papa de Roma. Al menos al principio, porque al mantenerse el cisma con las sucesivas elecciones de nuevos papas en una y otra sede papal, los reyes afectos a una obediencia van  cambiando de partido según su conveniencia.

    En 1409, tras treinta y un años de cisma y varios intentos de poner fin a esta situación, se convoca un concilio en Pisa. Manda en Roma Gregorio XII y en Avignon Benedicto XIII, el papa Luna. Es deseo de ambos acabar con el cisma, pero cada uno a su manera. Si el romano está dispuesto a abdicar si hace lo propio Benedicto, éste no tiene tan claro que esa sea la solución. Ninguno de los dos acude a Pisa, pero el concilio se celebra: ambos papas son acusados de cismáticos y herejes, son depuestos y declarada vacante la sede papal. Se elije, por tanto, nuevo papa: Alejandro V. Sin embargo, el concilio de Pisa, lejos de solucionar un problema, complica las cosas hasta lo indecible, porque el depuesto Benedicto no acepta su destitución y siendo así, Gregorio le imita. La Iglesia ha logrado tener tres papas. La cuestión del Gran Cisma sitúa a la Iglesia en una situación insostenible cuando al fallecer el último papa elegido en Pisa, Alejandro V,  antes de terminar su primer año de reinado, parece ser que envenenado, se nombra sucesor suyo a Baltasar Cossa, que adopta el nombre de Juan XXIII.

    Este pontífice merece un aparte en la historia del antipapado. Aunque provenía de familia de aristócratas, su juventud no se puede decir que fuera palaciega. De joven, como pirata, se había dedicado en el mar al abordaje de cuantos barcos avistaba; pero ya cardenal, asentado en tierra firme, no había olvidado su afición a las conquistas, ahora femeninas. Su fama ha crecido tanto en este aspecto que se le atribuyen cientos de  relaciones. No acaban ahí sus actos impropios del cargo que ocupa. Se cree que influyó decisivamente en la elección, en Pisa, de su antecesor Alejandro,  y que su breve reinado se debió también a su decisiva intervención, favoreciendo así su candidatura. Pese a todo durante bastante tiempo goza del favor de muchos. Segismundo, rey de Hungría, hijo del emperador alemán Carlos IV, es uno de sus valedores. No resulta difícil para Segismundo, deseoso de acabar con el Gran Cisma, convencer a Juan XXIII para que convoque y acuda a un nuevo concilio en Constanza.

    Con aspiraciones de ser el único papa, es el único de los tres que tiene la cristiandad que acude al concilio. Aunque de lo que allí le espera recibe, como si de una premonición se tratara, un aviso: cuando se traslada, en pleno invierno, camino de Constanza, su coche vuelca y el papa cae de su asiento. Él mismo, en el suelo, en contacto con la fría nieve, entre maldiciones y blasfemias, piensa si la silla de Pedro dejará de ser suya. No se equivoca. Cuando llega, pese al apoyo de su patrocinador, los cardenales arremeten contra él. Su fama no es buena, le reprochan sus actos de juventud y también los de su madurez. Es acusado de simonía, blasfemo y licencioso. Las cosas no pintan bien para él. Pone pies en polvorosa y disfrazado huye. Piensa que con su marcha el concilio terminará. Se equivoca. El concilio continúa sus sesiones. Después de declarar la superioridad del concilio sobre el propio papa, el 29 de mayo de 1415, en la duodécima sesión, Juan XXIII es depuesto(1). Aún durarán tres años más las reuniones en una ciudad ocupada por varios ejércitos de eclesiásticos, funcionarios, séquitos, comerciantes, soldados y gentes de todo tipo y vivir que se pueda imaginar. Y sin embargo, el objetivo principal del concilio, concluir con el Gran Cisma, no es logrado plenamente.

Peñíscola
















 
    Sí, se había logrado acabar con Jan Huss(2), deponer a Juan XXIII, que Gregorio XII renunciara, nombrar a Martín V, pero, empecinado, Benedicto se mantiene en sus trece. Ni abdica ahora ni lo hará nunca. Se considera el auténtico papa. Su argumentación parece estar bien fundada. Dice don Pedro que son los cardenales los encargados de elegir papa, que él es el único cardenal vivo desde el comienzo del cisma en 1378, cuando había un solo papa y por tanto, no habiendo otros que puedan votar nuevo papa más que él, se vota a sí mismo como papa verdadero.

    Don Pedro seguirá su lucha, y enrocado en el castillo de Peñíscola mantendrá una Corte Papal hasta el final de sus días.


(1) El huido y depuesto Juan XXIII fue detenido. Notificado de su cese, que aceptó resignado, fue encarcelado. Tres años duró su cautiverio en Alemania. Libre ya, se dirigió a Florencia. Allí, ante Martín V, el papa elegido en el mismo concilio que a él le había destituido, postrado a sus pies, le declaró su obediencia y Martín le nombró cardenal de Túsculo.

(2) Jan Huss, rector de la Universidad de Praga, ya había sido declarado hereje, por sus predicaciones, por Juan XXIII con anterioridad a la celebración del concilio de Constanza. Crítico con ciertos aspectos doctrinales y con la corrupción de la Iglesia, predicaba por un seguimiento más ajustado a los Evangelios. Segismundo le facilitó un visado para asistir al concilio y defender sus tesis. Los cardenales le conminaron a retractarse, a lo que se negó, siendo quemado en la hoguera. Tiende a considerársele una especie de proto-protestante. Al morir se cuenta que dijo: “Ahora quemáis un ganso –Huss significa ganso en su lengua bohemia- pero de mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar”, lo que después se interpretó como el anuncio de la llegada de Lutero. 
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LA TRAVESURA DE UN PINTOR

   Seguramente nunca quiso estar allí, pero alguien se empeño en ponerla, y así la vemos hoy, en un cuadro en el que parada sobre la rodilla de la Virgen está. Una mosca. Tal es su perfección que parece que en cualquier momento vaya a emprender el vuelo; y sin embargo lleva quieta,  haciendo compañía a la Virgen, más de quinientos años.

   No debió ser el pintor de la tabla, de nombre desconocido,  quien la puso donde la vemos, sino algún ayudante travieso, tan desconocido como su maestro.  Era frecuente que para impedir que algún insecto se posara sobre el cuadro, con pintura aún fresca, se encargara a algún ayudante del maestro que rondara el cuadro haciendo las veces de espantapájaros o por mejor decir de espantamoscas. Y seguramente el encargado de vigilar esta Virgen, por cuenta propia, decidiera dejar su insignificante gran marca para recordar su cometido.

    Si quiere ver este cuadro de “La Virgen de la mosca” deberá ir hasta Toro. En la sacristía de la colegiata de Santa María la Mayor podrá disfrutar de esta magnífica tabla. ¡Dese prisa! La mosca lleva parada quinientos años, y pudiera ser que, cansada de estar quieta tanto tiempo, decida volar.

    Hay casos en los que más que una travesura lo que vemos es una licencia histórica de un autor consagrado. En el museo del Prado hay un cuadro grande. Es “La familia de Carlos IV”. Fue pintado en 1.800 y en él Goya dispuso a toda la parentela real: al rey con cara bondadosa, a la reina con cara de marimandona y en el centro, al príncipe Fernando, muy jovencito aún, y a su lado el cuerpo de la futura princesa(1); también otros miembros de la familia de menor o casi ninguna importancia. Y es que hay personajes que pasan por la historia de puntillas, casi sin que se sepa lo que hicieron o lo que les correspondió hacer.

La familia de Carlos IV.  Museo de la Ciudad. Valencia.
Aguafuerte y buril (1885), por Bartolomé Maura Montaner





















   Antonio de Borbón es uno de ellos. Había nacido en Nápoles, llegó a España con sus hermanos, cuando su padre, Carlos III, se convirtió en rey de España, y relegado de toda acción política, se dedicó a cazar, pintar, cuidar sus huertas y jardines y realizar bordados, cosa que le entusiasmaba. Ya maduro se casó con su sobrina María Amalia, una muchacha mucho más joven que él de la que poco se puede decir, pues ha sido ignorada por la historia más aún que su anodino consorte.

    De este infante de España no puede decirse que fuera un valiente, ni siquiera un buen patriota, aunque, ocupando el lugar que le tocó en la línea sucesoria, y con el ejemplo dado por su hermano, el rey Carlos y su sobrino Fernando, entregándose a Napoleón, no es de extrañar que él mismo prefiriera continuar con la vida regalada de la que había disfrutado hasta entonces y se pusiera, como el resto de la familia, en manos del Emperador.
Persona “de talentos muy limitados y de muy débil carácter” como diría de él la reina en carta dirigida al general Murat, sólo cuando las tropas francesas rondaban ya España, dijo ser partidario de la resistencia, de permanecer en Madrid. Ningún caso se le hizo, y los reyes y el príncipe tardarían poco tiempo en acudir a la llamada de Napoleón, poniéndose, dóciles, en manos del Emperador.

   Y, sin embargo, es entonces cuando, ya solo, en España, mostró un atisbo del carácter del que careció durante toda su vida: en ausencia de Fernando que, camino de Bayona, corría a la orden de Napoleón para reunirse con sus padres, aceptó la regencia, y después la presidencia de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, título que le duró menos de lo que se tarda en pronunciarlo. Poco más hizo. Reunido con su parentela, en Valençay vivió a cuerpo de rey sin serlo hasta la caída de Napoleón, volviendo a España donde siguió su apacible vida hasta el final de sus días.
 
    Goya quiso dejar que la posteridad lo conociera por su pincel y así lo podemos ver hoy,  como era en 1800, cuando ya viudo, don Francisco no quiso dejarlo solo en el cuadro y puso a su lado a María Amalia, su joven esposa(2), muerta hacía más de un año, cuando a resultas de un parto difícil vino al mundo un niño muerto que además convirtió en viudo al infante.  
 
   Y don Francisco la puso en el lugar que le correspondía, junto a su esposo, aunque no en el tiempo que le tocaba. Quizá por eso sea el único personaje que no mira al frente. Gracias al pintor de Fuendetodos sabemos como él recordaba que era, y por ello debemos darle las gracias.

(1) Al lado del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, Goya pintó una figura femenina con la cabeza girada y sin rostro, que se considera como el retrato futuro de la futura reina de España.

(2) De este personaje situado al lado del infante don Antonio hay discrepancias sobre si se trata de la infanta María Amalia, esposa de don Antonio, o de su hermana Carlota Joaquina, la hija mayor del rey. De la infanta Carlota Joaquina hay que decir que había contraído matrimonio en 1785, cuando contaba diez años con el futuro Joao VI de Portugal. Fue reina, emperatriz de Brasil y no volvió a ver a sus padres, los reyes de España. Tuvo nueve hijos: en 1797 a María Isabel de Braganza, que casaría con Fernando VII de España; en 1798 a Pedro, que sería rey de Portugal y emperador del Brasil,  y en 1800, el año en el que Goya pintó el cuadro, a María Francisca de Braganza. Y aunque seis eran los hijos del rey vivos en 1800, Carlota Joaquina entre ellos, y no María Amalia, muerta un año antes; y seis los infantes pintados, hay autores que apuntan la posibilidad de que fuera ésta la retratada. Que sea el de este personaje el único rostro reconocible que, puesto de perfecto perfil, no mira al frente ha sido argumento para defender esta hipótesis. 

*Del futuro Fernando VIII, varios artículos aquí publicados: “El saber no ocupa lugar”, “La niña que logró ser reina”, “Por la gracia de Dios”, recogen algunas de sus virtudes y miserias. Pocos reyes han tenido tan gran cantidad de motes como este rey.
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SANTILLANA DEL MAR

   Este pueblo de trazado medieval es lugar que casi nadie deja de visitar en Cantabria, y el viajero no iba a ser menos. Cuando llega lo encuentra a rebosar de turistas, así que se mezcla entre ellos y, como uno más, empieza a recorrer sus calles. Aparte de muchas tiendas con recuerdos que distraen la atención de los paseantes, el pueblo es una sucesión de casonas, blasonadas unas, plebeyas otras, y al final de la calle principal, el destino de todo visitante, la colegiata de Santa Juliana.

   Erigida a mayor gloria de esta santa martirizada en la actual Turquía, sus restos se hallan en el crucero del templo. No se sabe muy bien como, pero el caso es que sus huesos fueron llevados a este lugar hará unos mil y pico años y quienes los trajeron construyeron un santuario que, varios cientos de años después, fue convertido en el templo románico que hoy ve el viajero y dieron al pueblo el nombre de la santa traída, que con el tiempo ha quedado como lo pronunciamos ahora. A los pies del sepulcro hay un cartelito que refiere la historia de Juliana: de cómo fue ofrecida por su padre en matrimonio a Eluzo, el prefecto romano, pero que ella, educada en secreto en la fe cristiana, ponía impedimentos continuos a la boda, hasta que exigió para realizar los esponsales la conversión del pretendiente romano y pagano, lo que provocó la cólera del padre, pagano declarado también, que la entregó al no menos rabioso Eluzo, que enajenado ordenó su martirio. A esta historia el viajero añade que la Santa fue enaltecida por su martirio, pero también porque, al parecer, y según otra versión, la de la Leyenda Dorada, tras el martirio, que soportó resignada, salió victoriosa, fue liberada y abandonó su encierro, no se sabe cómo ni porqué con un demonio atado al extremo de un cordel.

Santillana del Mar. Colegiata







 
  Pero Santillana tiene mucho más. Hay un famoso parque zoológico donde el visitante puede ver gran cantidad de animales; aunque el viajero lo que quiere es hablar de otros animales, los que están pintados en los techos de una cueva desde hace catorce mil años: la cueva de Altamira. El viajero no la verá hoy, pero sí contará algo de ella.
 
   Dos casualidades marcan la historia de tan magnífico hallazgo. La primera de ellas ocurre en 1868, año de revolución, cuando Modesto Cubillas Pérez, un cazador, ve a su perro atrapado entre unas rocas, que resultan ser la entrada natural a una cueva desconocida hasta entonces. Modesto libera a su perro y avisa de su descubrimiento, sin que se le haga mucho caso. Mucho no, pero alguno sí, porque el propio Cubillas, que trabaja en la finca de don Marcelino Sanz de Sautuola,  habla a su patrón de la cueva. Es don Marcelino aficionado a la prehistoria y, en 1879, en una excursión en la que su pequeña hija María le acompaña, visita la cueva descubierta once años atrás, y se da la segunda casualidad. Acude allí don Marcelino buscando restos prehistóricos, hachas de silex, huesos… En eso está él, hurgando en el suelo a la luz de las lámparas, cuando María, a sus nueve años, mucho menos interesada en el suelo, mira al techo y avisa a su padre: “Mira, papá, bueyes”.

   La cueva fue cerrada al público a finales de los años setenta, aunque posteriormente su visita, de modo restringido, fue posible. La respiración y el calor generado por la enorme cantidad de visitantes ponía en peligro las pinturas y fue necesaria, a juicio de técnicos que de esto deben saber mucho, la clausura; pero el viajero que ahora está en Cantabria recuerda cuando de niño, poco antes del cierre, estuvo por primera vez en estas tierras y tuvo la suerte de entrar en la cueva. El viajero, pese a los años transcurridos, tiene bien vivo el recuerdo de la visita: el ambiente fresco, las trincheras abiertas en el suelo para poder llegar a pie hasta las pinturas, y no a gatas como hizo su pequeña descubridora, y las lonas colocadas sobre las inclinadas paredes del camino para recostarse a admirar ciervos, caballos y panzudos bisontes. Hoy, el viajero no las ve, pero su recuerdo se mantiene imborrable.
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LA MONJA ALFÉREZ

  Secundona y sin ningún atractivo físico, Catalina de Erauso nace en San Sebastián a finales del siglo XVI. Su familia tiene tierras y negocios pesqueros por lo que Catalina disfruta de una cómoda posición propia de la pequeña nobleza a la que pertenece. Tiene cuatro hermanos, de los que el mayor, Miguel, seguirá la carrera militar, y otras tantas hermanas; y a ella, la menor, como a otras de circunstancias parecidas, el destino le depara una existencia dedicada a Dios, tras los muros de un convento; pero Catalina, que tiene rasgos varoniles, fuerza de hombre y, como se verá, mentalidad masculina, no está por gastar su vida en monótonos ejercicios espirituales ni limitar sus aventuras al corto paseo que hay desde su celda al claustro conventual.

San Sebastián
 
    En cuanto tiene ocasión huye del convento y emprende una carrera que no terminará hasta que cumplidos los 58 años muera en México, después de una vida azarosa llena de aventuras.

    Su desbocada carrera en busca de fortuna le lleva al Nuevo Mundo. Toca tierra en Cartagena de Indias. Vestida de hombre, nadie sospecha que no sea lo que aparenta. Parece que un remedio aprendido de un italiano, que ella misma se aplicó, dio el resultado de secarle los pechos, lo que convenía mucho a su nueva condición. Recorre la América española. Se alista como soldado e interviene en las luchas contra los indios araucanos. Tiene valor, sabe manejar la espada y no le importa matar. Asciende al grado de alférez. Su vida transcurre como la de cualquier rudo soldado y cuando no participa en la lucha dedica su tiempo al juego y a lo que cualquier hombre acostumbra. Una partida de cartas la enzarza en una riña. Catalina mata a un hombre. No es la primera vez que quita una vida. En Trujillo, tiempo atrás, otro hombre perdió la vida por su mano. Una iglesia le dio refugio. Ahora, en la ciudad de Concepción, otra vez es recinto sagrado el que la salva. La iglesia de San Francisco le dará cobijo durante seis meses, hasta que la relajación de la vigilancia le permita huir. Al salir, de nuevo se mete en líos. Con un amigo, sin querer, participa en un duelo. Acude acompañando a un testigo. No es asunto que vaya con Catalina, pero al fin todos acaban empuñando sus aceros. Varios hombres mueren. En la lucha mata a su rival, pero quiere saber el nombre de su víctima. Lo pregunta.
   ─Soy el capitán Miguel de Erauso─ contesta el agonizante.
   Catalina queda paralizada.
   ─¿Y vos, quién sois? ¿Cuál es el nombre de quien se me lleva la vida?─ pregunta Arauso.
  Catalina casi sin habla reacciona al fin. Acierta a mentir: 
   ─Soy el alférez Díaz.
   Ha matado a su hermano.

   Y otra vez es recinto sagrado el que la protege; y otra vez acaba escapando; pero los problemas a Catalina la acompañan siempre, nunca logra dejarlos atrás. En una nueva correría, la penúltima, se hace notar y alguien la reconoce. Tiene cuentas pendientes con la Justicia y sus representantes hacen acto de presencia. Eso y formarse dos bandos empuñando sus armas es cosa de abrir y cerrar los ojos.  Pero un obispo, Agustín de Carvajal, la protege  y por fin descubre su secreto. Catalina, recuperado su género ante el obispo, habla de su servicio a la Corona. Queda redimida, se pone un hábito y se aloja en un convento de Lima. Todo el mundo la llama “La monja alférez”. Su fama crece y ella lo aprovecha. Vuelve a España, y se reivindica como un buen soldado y un buen español, tanto que en un viaje a Roma, donde todo el mundo la admira, cuando un cardenal la alaba y únicamente afea de su persona el ser español ella contesta :
   ─Veo precisamente en ello mi mayor mérito.

   Su futuro, camino de la madurez, será plácido. Se le asigna una renta, se le autoriza a vestir de hombre y ella misma decide serlo para siempre. Como Antonio Erauso embarca rumbo a México. Allí morirá, de muerte natural, conocido con tal nombre la que la historia recuerda como la monja alférez.  
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Y LLEGARON SIGUIENDO UNA ESTRELLA

    Conocidos desde antiguo, los belenes fueron traídos a España desde Italia por los reyes de Nápoles. Representaciones con pequeñas figuras del nacimiento de Jesús en el portal de Belén, algunos son verdaderas obras de arte formados por numerosas piezas mostrando variadas escenas de la tradición cristiana y costumbristas de la Palestina de hace dos mil años.

    En estas maquetas imaginamos unas bestias dando calor con su aliento a la Sagrada Familia, aliviando el frío invernal, por más que las investigaciones y los evangelios no hayan confirmado dicha estación ni determinado la fecha del nacimiento de Jesús, ya que no fue hasta tiempos del papa Liberio, en el siglo IV, cuando se decidió establecer el 25 de diciembre como fecha de  la natividad de Jesús. La declaración festiva de dicho día emana de un decreto de tiempos de Justiniano, el emperador bizantino, que ordenó a un monje escita, Dionisio el Exiguo, que precisara la fecha del nacimiento de Jesucristo para determinar el comienzo de una nueva era(1).

    También hay personajes cuyas figuras se van cambiando de lugar con el correr de los días: son los Reyes Magos. En número de tres, suelen ser colocados, al principio, lejos del portal, junto al palacio de Herodes (2), y se les va acercando, para dar más veracidad a la escena, conforme se acerca la fiesta de la Epifanía.

    Hasta considerarlos como hoy los representamos, según fueron descritos en el siglo VIII por San Beda el Venerable, han debido aceptarse ciertas premisas. Aunque el Evangelio de Mateo habla de unos magos llegados de oriente, la principal fuente sobre los Reyes Magos proviene de los evangelios apócrifos, aquellos no considerados por la Iglesia como auténticos, dudando por tanto de su absoluta veracidad, aunque ello no haya impedido llenar los templos de lienzos con escenas basadas en ellos.

    En el año 313 el edicto de Milán permitió la libertad de culto. Los cristianos dejaban de ser perseguidos. El emperador Constantino refundó en 330 la ciudad que mantuvo el recuerdo de su nombre, Constantinopla, hasta su cambio oficial por el de Estambul en 1930, aunque los turcos, desde su conquista en 1453 ya la llamaban así.  Constantino trasladó la capital hasta allí, dejando Roma, en generosa donación, a la Iglesia. Buena parte de dichas acciones a favor del cristianismo se debían a la influencia que la madre del emperador, Elena, ejerció sobre su hijo. Elena,  santa por aclamación popular, criterio seguido para la canonización de los santos hasta que a partir del siglo XIII fueran aprobadas por los papas, era poco amante de lujos. Contraria a la vida palaciega dedicó su vida a la búsqueda de los lugares santos: en la península del Sinaí, en medio del desierto, localizó, o creyó hacerlo, el lugar en el que Moisés, huyendo de Egipto con el pueblo de Israel, vio arder la zarza. Allí, era el año 327, mandó construir un monasterio, que unos doscientos años después Justiniano ordenó fortificar, y ya en el siglo XIX, Napoleón Bonaparte, durante la campaña de Egipto, reconstruyó. El monasterio de Santa Catalina alberga, después del Vaticano, la mayor biblioteca de manuscritos sobre la cristiandad que se conoce.

    Pero Elena, en su afán por localizar las reliquias de la cristiandad, no se detuvo. Por esa misma época, en Jerusalén, ordenó que se excavara en el monte de los Olivos. Quería hallar la cruz en la que Jesucristo fue crucificado, lo que según la tradición logró; y preparó una expedición para encontrar los cuerpos de los Reyes de Oriente que habían acudido a Belén con oro, incienso y mirra a adorar al niño Jesús.

Adoración de los Reyes. Anónimo S XVI-XVII
Claustro alto del Monasterio del Puig de Santa María. Valencia.

    El éxito acompañó la campaña. La expedición llevó a Constantinopla tres cuerpos que se afirmó eran los de los Reyes de Oriente. Tres siglos después los restos de los Reyes fueron trasladados a Milán. En Italia estuvieron cinco siglos más, hasta que el emperador Federico Barbarroja saqueó la ciudad y, como botín, se apropió de los cuerpos. Al fin, los restos de los Magos se trasladaron a Colonia.

     Tal era el gentío que acudía a venerarlos que se procedió a la construcción de un templo acorde con la importancia de los ocupantes y de la gran cantidad de visitantes que acudían a verlos. Y en ese templo, gótico, único que se mantuvo en pie tras los bombardeos que sufrió la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, están aún hoy, en una gran urna, obra maestra de la orfebrería medieval, los restos de los Reyes Magos que vemos avanzar, en nuestros “belenes”, camino del portal.

(1) De los cálculos hechos por el monje Dionisio se dio cuenta en "El tiempo pasará".

(2) Alguna de las causas por las que se conoce como "un Herodes" a la persona de malos sentimientos fueron contadas en "Angelitos".
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