Fue a la muerte de Gregorio XI, el último papa de la conocida "Cautividad Babilónica", cuando la Iglesia sufrió su gran división: el Gran Cisma de Occidente. En realidad las bases para que esto sucediera habían sido puestas unos setenta años antes, cuando Felipe IV el Hermoso logró que se eligiera un papa francés y se instalara en Avignon la sede de la cristiandad.
Pero el fin de dicha “cautividad" se aproximaba. Ya Urbano V, el antecesor de Gregorio, había estado en Roma. Santa Brígida había logrado que Urbano volviera a la ciudad del Tíber. Se dice que la Santa le avisó que era voluntad de Dios que se mantuviera en Roma, y le advertía que la muerte llegaría pronto para él si la abandonaba; pero la situación en la ciudad era de continuo desorden y el recién llegado no tuvo más remedio que volver a su trono aviñonés. Fuera por ésta o por otra razón, el caso es que nada más llegar a Avignon Urbano enfermó. Si fue castigado por la desobediencia al mandato divino puesto en boca de Santa Brígida nunca se sabrá, pero sí que, entregado a la voluntad celestial, entregó humilde su vida y al poco tiempo fue enterrado. La iglesia se lo premió y en el siglo XIX fue beatificado.
A su sucesor, Gregorio, otra futura santa, Catalina de Siena, también logró convencerlo para trasladar la curia a Roma, y Gregorio XI, sea por temor a seguir los pasos de su antecesor, sea porque creyera que Roma ya resultaba más confortable, se instaló en la ciudad del Tíber. Estaba equivocado. La situación no era mucho mejor que la encontrada por Urbano y, al fin, doblegada su voluntad por las circunstancias, se disponía a dejar Roma y volver a Avignon cuando la enfermedad, también a él, le sobrevino y conforme con su destino esperó allí, en Roma, su final. Antes, consciente del peligro que su relevo iba a suponer para la Iglesia redactó una bula ordenando la rápida reunión de un cónclave para la elección de su sucesor.
Santa Catalina de Siena exhortando a Gregorio XI. Azulejo del S. XVIII, Iglesia del Pilar. Valencia |
Es a partir de ese momento cuando se desencadena la tragedia para la Iglesia. El cónclave se reúne. Hay mayoría de cardenales franceses, y el pueblo de Roma, muy alborotado, deja claro que no está dispuesto a consentir el nombramiento de un papa francés que regrese a Avignon. Continuamente los cardenales son increpados, amenazados, todos, los franceses, los italianos y el único español presente, don Pedro de Luna. Los romanos quieren un papa romano o al menos italiano y al fin lo consiguen. Han ganado la partida. Bartolomé Prignano, obispo de Bari, que ni siquiera es cardenal, será el nuevo vicario de Cristo en la Tierra. Bartolomé es coronado. Ahora es Urbano VI; pero el elegido, que siendo obispo de su diócesis en el sur de Italia había sido correcto en su trato y en su apostolado, muda su carácter. Su primera intención es la creación de varios cardenales italianos. Quiere contrarrestar el peso francés, y los cardenales galos, que, sin querer, obligados por las circunstancias, lo habían elegido, viéndose en peligro tratan de anular la elección. La lucha es inevitable: se reúnen en Anagni y destituyen a Urbano; pero el papa no se da por depuesto y, a estas alturas, se ha convertido en un peligroso paranoico que les acusa de conspiradores y traidores. Muchos cardenales abandonan su obediencia. La respuesta es la muerte para cinco de ellos y la tortura para otros seis. El camino hacia una ruptura total parece inevitable. Una nueva reunión termina con el nombramiento de un nuevo papa, Clemente VII, que vuelve a Avignon. La cristiandad tiene dos papas. Naturalmente el demente Urbano VI excomulga al aviñonés que, ni corto ni perezoso, hace lo mismo con el romano.
Y habiendo dos papas los reinos europeos se ven en la necesidad de reconocer a uno de ellos, y lo hacen según sus intereses, inclinándose por una u otra obediencia, que no por diferentes doctrinas, que de éstas sólo hay una; porque esta división afecta a la Iglesia, pero es obra de hombres; sí, siervos de Dios, pero también señores y amantes de lo terrenal. Así, Francia, Escocia, Saboya y todos los reinos españoles reconocen a Clemente mientras que Inglaterra y Alemania se someten a la obediencia del papa de Roma. Al menos al principio, porque al mantenerse el cisma con las sucesivas elecciones de nuevos papas en una y otra sede papal, los reyes afectos a una obediencia van cambiando de partido según su conveniencia.
En 1409, tras treinta y un años de cisma y varios intentos de poner fin a esta situación, se convoca un concilio en Pisa. Manda en Roma Gregorio XII y en Avignon Benedicto XIII, el papa Luna. Es deseo de ambos acabar con el cisma, pero cada uno a su manera. Si el romano está dispuesto a abdicar si hace lo propio Benedicto, éste no tiene tan claro que esa sea la solución. Ninguno de los dos acude a Pisa, pero el concilio se celebra: ambos papas son acusados de cismáticos y herejes, son depuestos y declarada vacante la sede papal. Se elije, por tanto, nuevo papa: Alejandro V. Sin embargo, el concilio de Pisa, lejos de solucionar un problema, complica las cosas hasta lo indecible, porque el depuesto Benedicto no acepta su destitución y siendo así, Gregorio le imita. La Iglesia ha logrado tener tres papas. La cuestión del Gran Cisma sitúa a la Iglesia en una situación insostenible cuando al fallecer el último papa elegido en Pisa, Alejandro V, antes de terminar su primer año de reinado, parece ser que envenenado, se nombra sucesor suyo a Baltasar Cossa, que adopta el nombre de Juan XXIII.
Este pontífice merece un aparte en la historia del antipapado. Aunque provenía de familia de aristócratas, su juventud no se puede decir que fuera palaciega. De joven, como pirata, se había dedicado en el mar al abordaje de cuantos barcos avistaba; pero ya cardenal, asentado en tierra firme, no había olvidado su afición a las conquistas, ahora femeninas. Su fama ha crecido tanto en este aspecto que se le atribuyen cientos de relaciones. No acaban ahí sus actos impropios del cargo que ocupa. Se cree que influyó decisivamente en la elección, en Pisa, de su antecesor Alejandro, y que su breve reinado se debió también a su decisiva intervención, favoreciendo así su candidatura. Pese a todo durante bastante tiempo goza del favor de muchos. Segismundo, rey de Hungría, hijo del emperador alemán Carlos IV, es uno de sus valedores. No resulta difícil para Segismundo, deseoso de acabar con el Gran Cisma, convencer a Juan XXIII para que convoque y acuda a un nuevo concilio en Constanza.
Con aspiraciones de ser el único papa, es el único de los tres que tiene la cristiandad que acude al concilio. Aunque de lo que allí le espera recibe, como si de una premonición se tratara, un aviso: cuando se traslada, en pleno invierno, camino de Constanza, su coche vuelca y el papa cae de su asiento. Él mismo, en el suelo, en contacto con la fría nieve, entre maldiciones y blasfemias, piensa si la silla de Pedro dejará de ser suya. No se equivoca. Cuando llega, pese al apoyo de su patrocinador, los cardenales arremeten contra él. Su fama no es buena, le reprochan sus actos de juventud y también los de su madurez. Es acusado de simonía, blasfemo y licencioso. Las cosas no pintan bien para él. Pone pies en polvorosa y disfrazado huye. Piensa que con su marcha el concilio terminará. Se equivoca. El concilio continúa sus sesiones. Después de declarar la superioridad del concilio sobre el propio papa, el 29 de mayo de 1415, en la duodécima sesión, Juan XXIII es depuesto(1). Aún durarán tres años más las reuniones en una ciudad ocupada por varios ejércitos de eclesiásticos, funcionarios, séquitos, comerciantes, soldados y gentes de todo tipo y vivir que se pueda imaginar. Y sin embargo, el objetivo principal del concilio, concluir con el Gran Cisma, no es logrado plenamente.
Peñíscola |
Sí, se había logrado acabar con Jan Huss(2), deponer a Juan XXIII, que Gregorio XII renunciara, nombrar a Martín V, pero, empecinado, Benedicto se mantiene en sus trece. Ni abdica ahora ni lo hará nunca. Se considera el auténtico papa. Su argumentación parece estar bien fundada. Dice don Pedro que son los cardenales los encargados de elegir papa, que él es el único cardenal vivo desde el comienzo del cisma en 1378, cuando había un solo papa y por tanto, no habiendo otros que puedan votar nuevo papa más que él, se vota a sí mismo como papa verdadero.
Don Pedro seguirá su lucha, y enrocado en el castillo de Peñíscola mantendrá una Corte Papal hasta el final de sus días.
(1) El huido y depuesto Juan XXIII fue detenido. Notificado de su cese, que aceptó resignado, fue encarcelado. Tres años duró su cautiverio en Alemania. Libre ya, se dirigió a Florencia. Allí, ante Martín V, el papa elegido en el mismo concilio que a él le había destituido, postrado a sus pies, le declaró su obediencia y Martín le nombró cardenal de Túsculo.
(2) Jan Huss, rector de la Universidad de Praga, ya había sido declarado hereje, por sus predicaciones, por Juan XXIII con anterioridad a la celebración del concilio de Constanza. Crítico con ciertos aspectos doctrinales y con la corrupción de la Iglesia, predicaba por un seguimiento más ajustado a los Evangelios. Segismundo le facilitó un visado para asistir al concilio y defender sus tesis. Los cardenales le conminaron a retractarse, a lo que se negó, siendo quemado en la hoguera. Tiende a considerársele una especie de proto-protestante. Al morir se cuenta que dijo: “Ahora quemáis un ganso –Huss significa ganso en su lengua bohemia- pero de mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar”, lo que después se interpretó como el anuncio de la llegada de Lutero.