La guerra de Marruecos de 1859, que trae
honores y gloria para algunos generales, pero muerte y desgracia para miles de
soldados, no es la única acción del gobierno unionista de O’Donnell en el
exterior.
Un año antes de la guerra de África, el
ataque a misioneros católicos en la Cochinchina y la muerte de un dominico español
llevan a Francia a intervenir en la región. La Francia de Napoleón III está
deseosa de engrandecer su Imperio y pone su vista en la península de Indochina.
España, como respuesta al asesinato, pero también para reverdecer laureles de
gran potencia, accede a la solicitud francesa de intervenir en Asia. Desde
Filipinas llega un contingente español que desembarca en Danang y, acompañando al
francés, toma Saigón y se apodera de la Cochinchina , el extremo meridional de Indochina. Después
de cuatro años de presencia en Asia, la firma del tratado de paz pone fin al
conflicto, deja a Francia con una nueva posesión y a España con la honra de una
victoria.
La campaña de Marruecos. Mausoleo del general O'Donnell. Detalle |
Pero es en América donde el gobierno pone el
mayor acento en su afán por protagonizar una “política de prestigio” en el ámbito
internacional que le catapulte al escenario en el actúan las grandes potencias.
En México accede al poder el liberal Benito
Juarez. Ante la precaria situación económica, el nuevo gobierno mexicano
decreta la suspensión de pagos de la deuda externa. Los más perjudicados por
la medida son Gran Bretaña, España y Francia, que
deciden defender sus derechos. Una alianza entre los gobiernos de Londres, Madrid
y París se pone en marcha con el objeto de obligar al gobierno mexicano a la
devolución de la deuda.
Pero pronto ingleses y españoles advierten
las intenciones verdaderas de Francia; y sus ministros, Charles Wike por parte
británica y el general Prim por la española constatan cuáles son los auténticos
propósitos del Imperio de Napoleón III: influir en el continente americano,
contraponiendo un poder de influencia francesa al emergente e imparable de los
Estados Unidos, instaurando una monarquía cuya corona estaría sobre la cabeza
de Maximiliano de Austria.
Las negociaciones dieron como resultado –y
mucho tuvo que ver en ello el buen hacer del general Prim, pese a que un
general, otro peso pesado en la política nacional, circunstancialmente en Cuba
como Capitán General, Francisco Serrano, puso empeño en actuar de manera menos
conciliadora que Prim–, el compromiso mexicano de la devolución de la deuda,
único objetivo de ingleses y españoles, que se retiraron de México, dejando a
Francia sola ante un problema que el propio Prim comprendió muy bien diciendo: "(…) entrarán algún
día en la capital de Méjico, les costará mucha sangre, fatigas y tesoros (…),
pero no crearán nada sólido, nada estable, nada digno del gran pueblo que
representan. No podrán crear una monarquía, porque no encontrarán hombres de opiniones monárquicas, ni podrán siquiera
constituir un gobierno de capricho (…), que cuando un pueblo no quiere a un
monarca, ni otro, el poder del cañón lo impone un tiempo dado, pero no da medio
de hacerse querer".
Mientras España requiere a México el pago de
la deuda, Santo Domingo requiere las energías de España. En realidad las cosas
no han resultado fáciles para Santo Domingo durante el último siglo. Bajo
soberanía española desde su descubrimiento, en 1795 fue francesa por el Tratado de
Basilea, aunque por poco tiempo. Más tarde cuando España lucha contra Napoleón
Bonaparte, Santo Domingo también lucha contra los franceses. Independizada de
Francia, otra vez se hace española hasta que en 1821, con su emancipación, que
no supo ni pudo defender Haití lo ocupa. En 1844 Santo Domingo logra librarse
del yugo haitiano, pero no de su amenaza, que es constante. Tampoco de la
atenta mirada de ingleses, franceses y la apetencia de los Estados Unidos.
La evolución de los acontecimientos, con el
paso del tiempo, no parece mejorar, antes al contrario, parece que Santo
Domingo a la amenaza exterior suma los conflictos internos. Y así las cosas, en
1861, el presidente, el general Pedro Santana, proclama la anexión a la corona
española, que Isabel y el gobierno O’Donnell aceptan sin saber que aquella
aventura no traerá más que problemas.
Santana, que aspira, aunque sea en nombre de
España, a seguir dirigiendo el país, recibe títulos y honores, pero pronto verá
defraudadas sus expectativas. Sí, su poder es grande, pero no del modo omnímodo
que hubiera deseado. Y aquella aventura acabará mal. España, soberana pues,
modifica usos, leyes… haciéndolos españoles; y poco a poco se comprueba la
artimaña de Santana. No todos los dominicanos querían lo que el general
asegurara que deseaban. Cuatro años después, con varios miles de soldados
españoles muertos, la mayoría por enfermedades, una ley sancionada el 1 de mayo
de 1865 por Isabel II pone fin a la presencia española en Santo Domingo. El
general Dulce, Capitán General de Cuba, tras suceder al general Serrano en el
cargo, lo explicó con gran lucidez: “La
anexión no fue obra nacional; fue obra de un partido dominicano, que se impuso
allí por el terror, y que, temeroso por el porvenir negoció con ventaja
exclusiva suya”.
No serían éstas las últimas aventuras
españolas en el exterior, mientras en España la legislatura de los unionistas
de O’Donnell se acerca a su fin, y con ella comenzaba el fin de la propia
dinastía borbónica.