La muerte de Narváez en abril de 1868
convierte al ministro de la
Gobernación , Luis González Bravo, en Presidente. Fue ese
nombramiento, quizás, el antepenúltimo error de una reina a la que se le acaba
el tiempo. González Bravo, nada más asumir el control del gobierno, nombra dos
capitanes generales, negando los nombramientos a quienes por escalafón
corresponden. Las consecuencias son inmediatas. Privados de dichos destinos,
diecinueve generales agraviados con los nombramientos deciden apoyar a Prim, el
general que desde Londres prepara el pronunciamiento definitivo.
Pero el gobierno de González Bravo está
decidido a mantener el orden con autoridad. Sabe lo que se trama y detiene a
los generales sospechosos: Serrano, Dulce –aquél que veintiséis años antes,
siendo comandante, defendió a la reina en la escalera de los leones del palacio
real(1)–, Ros de Olano, Fernández de
Córdoba y otros. Algunos son llevados a Canarias. El fin, apartarlos de la
acción que el gobierno, más que sospecha, sabe se está preparando. También el
duque de Montpensier, esposo de María Luisa, la hermana de la reina, gran
conspirador siempre, es obligado a dejar España. Desde su palacio de San Telmo, en Sevilla,
parte hacia el destierro camino de Lisboa. Es el almirante Juan Bautista Topete,
a la orden del gobierno, el encargado de acompañar a los duques.
De regreso, el almirante, cumplido el mandato, se entrega con gran interés a la conspiración con la que, desde su entrevista con el general Serrano, se había comprometido bajo ciertas condiciones: que no fuera un golpe de partido, sino nacional y que ocurra cuando la reina se encuentre de vacaciones en San Sebastián, para que pueda abandonar España con rapidez, pero sin daño, lo que aceptado por los conspiradores había puesto a Topete y ala Marina
del lado de los revolucionarios.
Palacio de San Telmo. Sevilla |
De regreso, el almirante, cumplido el mandato, se entrega con gran interés a la conspiración con la que, desde su entrevista con el general Serrano, se había comprometido bajo ciertas condiciones: que no fuera un golpe de partido, sino nacional y que ocurra cuando la reina se encuentre de vacaciones en San Sebastián, para que pueda abandonar España con rapidez, pero sin daño, lo que aceptado por los conspiradores había puesto a Topete y a
Hay otro asunto en el que los conspiradores
no dejan de pensar: derrocada la reina algunos se preguntan quién le sustituirá.
Montpensier, ahora en Lisboa, está en el pensamiento de muchos. El propio duque
se ofrece, pero Napoleón III hace llegar a Prim el disgusto que tal caso le
ocasionaría. Topete, por su parte, ofrece a Luisa Fernanda la corona. Sin
entusiasmo, la hermana de la reina, consciente de la impopularidad de Isabel,
acepta a condición que sean las Cortes las que lo propongan y lo aprueben.
Montpensier, a partir de entonces, viéndose rey, aunque consorte, se entrega
sin reservas personal y financieramente, pero Prim y los progresistas se
muestran ambiguos en este asunto, sin comprometerse a nada. Sin decir que no, apelan a la voluntad de las Cortes en su
momento, pero sin dejar de pensar en otros posibles candidatos. Desconoce
Montpensier, como lo ignoran todos, que las cosas no sucederán en este asunto
como espera.
De todo, durante su ausencia de España, Prim
es informado del modo más ingenioso, y de la misma manera el general hace
llegar sus instrucciones a España. Pero don Juan es hombre descuidado, y el
gobierno de González Bravo que quiere conocer los planes de los revolucionarios
tiene espías. Uno, muy próximo al general. El método usado para la comunicación consiste
en el envió de textos escritos en clave, en hojas que son cortadas en tiras
numeradas. Se envían las tiras en sobres separados, las pares por un lado y la impares
por otro. Luego, todas juntas y en poder de Prim, éste las une y descifra el
mensaje. Siempre hace el general igual y siempre acaban los mensajes hechos una
bola en la papelera de su despacho. Descubierto más de una vez en sus
propósitos llegan los golpistas al convencimiento de que hay un infiltrado
cerca del general. Éste como si nada pasase actúa con igual descuido, aunque
ahora intencionado. Por fin Prim descubre al espía. Ha recibido a un colaborador
poco después de haber arrojado a la papelera una bola de papel hecha con los
últimos mensajes. A propósito, se excusa el general, que sale de su despacho.
Cuando vuelve la papelera está vacía.
─ Joven, no le obligaré a vaciar sus
bolsillos, porque no necesito comprobar que es usted un traidor, que trabaja
para el gobierno y que su acercamiento a mí no es para servir a la revolución
que saque España del marasmo en el que se halla, sino para ayudar a una
dinastía que tiene a la Patria
sumida en el pozo de la indecencia─ le espeta don Juan.
El espía, un joven italiano, sorprendido,
apenas balbucea algún gutural sonido solicitando la gracia del general; y Prim,
pragmático, advierte la ventaja que puede sacar del caso.
─ Si es el dinero del gobierno el que le ha
movido a traicionar la amistad que decía profesarme, no lo perderá, pues
seguirá recibiéndolo, porqué continuará enviando las bolas de papel que el
gobierno de la reina espera seguir recibiendo; sólo que a partir de ahora yo
mismo se las daré─ advirtió Prim.
─ Comprendo, mi general.
─Mejor será que así sea, pues no encontrará mejor arreglo que aceptar este
trato, que le mantendrá fuera de toda sospecha mientras sólo usted y yo lo
conozcamos.
A partir de ese momento el embajador español
en Londres, enlace entre el espía y el gobierno de Madrid, y el propio gobierno,
estuvieron engañados según el capricho de Prim, quien al regresar a España
escribió varios mensajes para hacer creer a todos que aún permanecía en Albión.
A mediados de septiembre Prim, Sagasta y Ruiz Zorrilla zarpan desde Southampton rumbo a Gibraltar. Lo hacen tan discretamente como pueden. Sagasta y Ruiz Zorrilla con identidades falsas, haciéndose pasar por chilenos, en primera clase; y el general Prim, en segunda, vestido de librea, como criado de unos amigos aristócratas franceses que viajaban en el Delta. Cuando el vapor llega a Gibraltar clarean las primeras luces del 17 de septiembre. Ese mismo día, Prim se traslada a Cádiz a bordo del Adelia, embarcación de un inglés partidario de la revolución, que la pone al servicio de la causa y el general Prim acepta, por ser el modo más seguro y discreto de llegar a Cádiz, en cuya bahía está fondeada la fragata Zaragoza, y en ella el almirante Topete con quien el general Prim se reúne. Allí esperarán ambos los “gloriosos” acontecimientos del día siguiente.