El XIX. EL REY LLEGA Y YO ME MUERO ¡VIVA EL REY!

   El 27 de diciembre de 1870 hace frío en Madrid. Nieva. Hacia las siete de la tarde el general Prim sale del edificio de las Cortes. Mientras espera el coche que le llevará a su domicilio, se detiene a hablar un instante con varios diputados que forman un corrillo.

   En tres ocasiones, ese mismo día, le han advertido de la posibilidad de un atentado contra su persona. Varios diputados, alguno republicano, le aconsejan que varíe su itinerario habitual. Pero don Juan, que no usa escolta por no dar la sensación de debilidad,  con desdén temerario ignora consejos. ¿No sigue siendo acaso él quien, con indecible valor, bandera en alto, despreciando el fuego enemigo, dirigió su tropa en Castillejos? Sube, pues, a su landó con sus ayudantes Nandín y Moya y se dirige al palacio de Buenavista, su residencia.

   Al llegar a la calle del Turco dos coches se cruzan en el camino del que lleva a Prim y obstruyen su paso. Uno de sus ayudantes se asoma para ver qué ocurre, cuando ve a varios individuos embozados que se dirigen con armas en las manos hacia el coche del conde de Reus. Moya enseguida advierte lo que va a pasar. Casi sin tiempo para reaccionar avisa a don Juan.
   ─Mi general, nos hacen fuego.
  Un instante después, subidos a los estribos del carruaje, varios hombres abren fuego contra el general Prim. Las descargas encabritan a los caballos que atizados por el cochero y medio desbocados se abren paso a duras penas entre los otros coches y se dirigen atropelladamente hacia el ministerio. Cuando se detiene el coche,  doña Paquita, la esposa del general, espera. El trueno de los disparos ha llegado a sus oídos. Prim desciende del coche. Deja un reguero de sangre a su paso. Consciente de la gravedad, quizás más que nadie en ese momento, dice que ha sido levemente herido mientras ordena a un criado que le quite la levita, pues se está desangrando.

   No tarda en llegar el médico de la cercana Casa de Socorro, que le practica las primeras curas. Luego le atiende el doctor Losada, que le extrae siete balas. Tiene una herida en el hombro que le ha destrozado la cabeza de húmero y sangra abundantemente; se le amputa el dedo anular de la mano derecha, que está muy dañada y aunque los primeros partes, sin firmar por los médicos, son optimistas, lo cierto es que las heridas son mortales de necesidad(1).

  Muy poco después del atentado Serrano y Topete acuden al ministerio a ver al general Prim, que pide al duque de la Torre, el regente, que sea el almirante quien se haga cargo del gobierno, del ministerio y acuda a Cartagena a recibir al nuevo rey el día 30. Serrano y Topete, compañeros de Prim en el 68, no comparten con él el nombramiento de Amadeo, pero dadas las circunstancias todo se hace como desea. Tras unos partes médicos esperanzadores, en la tarde del día 30, el día de la llegada a Cartagena de Amadeo de Saboya, se informa de la extrema gravedad del herido, que sintiéndose morir dicen que pronuncia el lamento sobre lo que con tanto anhelo buscó y no podrá vivir: “
El rey llega y yo me muero. ¡Viva el rey!”. Pocas horas después a las nueve de la noche Prim expira. Serrano está con él.


  Amadeo, recién llegado a Cartagena a bordo de la Numancia, recibido por Topete, fue informado de la muerte de Prim. No es hasta el 2 de enero cuando Amadeo llega a Madrid. Acude a la Basílica de Atocha. Allí está instalada la capilla ardiente con los restos de Prim. Amadeo ora durante un rato, luego se acerca hasta doña Francisca, la viuda. Acompaña a Amadeo, el duque de la Torre. Tras dar el pésame a la viuda, le anuncia:
   ─No quedará impune este crimen. Encontraremos a los culpables.
  ─No tendrá vuestra Majestad que buscar mucho a su alrededor  ─contesta doña Francisca.

   Después, a caballo, con gallardía, Amadeo se dirige hacia la Carrera de San Jerónimo. Las Cortes le esperan. Oye la Constitución, que es leída, la jura. Amadeo de Saboya es rey de España; aunque reinar será para él una carga que no podrá soportar.


(1) Pese a las recientes investigaciones que tratan de aclarar las circunstancias del magnicidio, el asesinato de Prim es uno de los grandes misterios de la historia contemporánea española. No sólo las dudas sobre el verdadero momento del fallecimiento del general, dada la gravedad de sus heridas, tiñen de incertidumbre el caso, sino, y muy especialmente, la autoría del crimen que es todavía una incógnita. Las primeras sospechas recayeron sobre José Paul y Angulo, antiguo colaborador de Prim en la hora de la revolución septembrina, luego acérrimo enemigo suyo, que desde el periódico “El combate” arremetía contra el general al considerar que había olvidado ya los principios que inspiraron la revolución. Así lo escribiría años después, desde París, en un documento exculpatorio sobre su participación en la muerte del general.  Hubo más sospechas; y no quedaron libres de ellas ni el duque de Montpesier, siempre presente en cuanta conspiración hubo en España, ni el propio general Serrano, duque de la Torre, al que hay quien piensa se refirió la viuda cuando Amadeo, al darle el pésame por la muerte de don Juan, le dijo que no tendría que ir muy lejos para encontrarlo.
   Las obstrucciones a la investigación fueron constantes y los 18.000 folios de los que se compuso el sumario no lograron esclarecer los hechos. Sorprendentemente a finales de 1877, pocos meses antes de la boda entre Alfonso XII y María de la Mercedes, hija del duque de Montpensier, el fiscal solicitó el sobreseimiento del caso, lo que se logró para los más importantes implicados. Finalmente en 1893, veintitrés años después del atentado, se sobreseyó definitivamente el sumario. 
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SUEÑOS Y REALIDAD

   Los sueños han venido a perturbar la vida de los hombres desde tiempo inmemorial. La tradición yahvista nos cuenta alguno de estos episodios y la literatura ha usado más de una vez de las tradiciones islámicas, recreando hermosos cuentos sobre los sueños y los aconteceres venideros.

 Unos de los primeros sueños conocidos son los interpretados por José, el undécimo hijo de Jacob, su favorito, cuya historia(1), contada en el Génesis, nos relata también como se valió de la acertada interpretación de los sueños para eludir la esclavitud a la que sus envidiosos hermanos le habían condenado.

   Habían éstos decidido matar a su hermano José, pues estaban celosos de que fuera el preferido de su padre. Además, José contó a sus hermanos un sueño que había tenido: les dijo que había soñado que estaban en el campo atando gavillas, cuando de pronto su gavilla se levantó, manteniéndose en pie, mientras las de sus hermanos permanecían postradas en el suelo. Ellos interpretaron que José les decía así que sería su rey y que deberían someterse a él; y le odiaron aún más. Cuando José fue enviado por su padre al campo para averiguar cómo estaban sus hermanos y el ganado que estaban cuidando, lo prendieron y lo arrojaron a un pozo mientras discutían sobre el destino que iban a dar a su hermano. Acertó a pasar por donde ellos estaban una caravana que iba camino de Egipto y aprovecharon su paso para vender a su hermano como esclavo; luego dijeron a Jacob que José había sido devorado por las fieras del bosque y entregaron a su padre la túnica manchada con la sangre de un cordero que habían matado para engañarle.

    Al llegar José a Egipto entró como esclavo en casa de Putifar, un rico oficial de la guardia al servicio del faraón. José por sus habilidades y conocimientos fue encargado por Putifar para llevar la administración de su casa. La esposa de Putifar se fijó en él y trató de seducirlo.
    ─José, ven, acuéstate conmigo.
   Pero José la rehusaba y le decía:
  ─Mi señor, Putifar, tu esposo, ha puesto toda su hacienda en mis manos. No manda ni hace ni deshace en ella, pues confía en mí. Sólo tú, su esposa, queda fuera de mi autoridad.
     Ella dominada por el celo insistía una y otra vez. Cierto día en el que se encontraban solos en la casa, la mujer se acercó a José y volvió a incitarlo:
   ─Yace conmigo, José ─le dijo, mientras lo sujetaba─, pero él rechazándola, se apartó, perdiendo parte de sus vestidos que quedaron en las manos de la mujer.
    En cuanto José hubo salido, la mujer comenzó a gritar, llamó a los criados de la casa y les contó que José había tratado de forzarla, pero que al gritar había huido dejando sus ropas.
    Cuando llego Putifar le contó lo mismo:
    ─ Trajiste un esclavo hebreo, que se ha apoderado de tu casa y hoy ha tratado de violarme, de apoderarse de tu mujer. Mira, éstas son las ropas que dejó cuando comencé a gritar y tuvo que huir.

   Al escuchar Putifar lo que su mujer le contaba, montó en cólera, y mandó prender a José, que fue encarcelado.

   Sin embargo, en la cárcel, al poco tiempo, el jefe de la prisión le encargó del cuidado de los presos. Coincidió estando él allí con el copero y el panadero del faraón, que habían sido encarcelados por ofender al faraón. José servía a estos dos presos y cierto día, cuando José los vio tristes y les preguntó qué les ocurría, le contaron los sueños que habían tenido la noche anterior.

   El copero dijo a José que había soñado con una viña que tenía tres ramas. De las ramas brotaban hojas y flores y al madurar crecieron racimos de uvas. El copero tomó las uvas, las exprimió y puso el mosto en la copa del faraón que la tomó con sus manos. José le dijo: las tres ramas son tres días. Dentro de tres días te llamará el faraón y te repondrá en el cargo que tenías. Luego pidió al copero que cuando fuera libre y estuviera cerca del faraón intercediera por él, pues era injusto que él estuviera allí, ya que no había hecho nada para merecer ese castigo.

   El panadero al ver que el copero salía tan bien parado en la interpretación de su sueño contó a José el que él había tenido. Le dijo que iba caminando y sobre la cabeza llevaba tres cestos de mimbre con pastas, pero los pájaros se acercaban y se las comían. José le dijo: los tres cestos son tres días. De aquí que pasen tres días el faraón te llamará a su presencia y mandará que seas colgado y las aves comerán tu carne.

   A los tres días llamó el faraón a los dos prisioneros, y se cumplió lo que José había dicho. Sin embargo el copero no le habló al faraón de José.

   Pasados dos años, el faraón soñó un día que estaba en el Nilo. Vio que salían del río siete vacas gordas y hermosas y tras ellas siete flacas y feas, y éstas se comieron a aquéllas sin que mejoraran su aspecto, que seguían raquíticas y feas. Otro día,  soñó de nuevo el faraón: vio que nacían de la tierra siete espigas grandes y granadas y después otras siete pequeñas y sin fruto, pero que se tragaron a las primeras. El faraón, preocupado por el significado de aquellos sueños, mandó llamar a todos los magos conocidos, pero ninguno supo interpretar sus sueños. Entonces el copero recordó a José y advirtió al faraón que cuando estuvo en la cárcel había un hebreo que sabía interpretar los sueños, pues a él mismo se los había interpretado con acierto.

   Mandó el faraón traer a José y le contó los sueños que había tenido. José escuchó atento y dijo:
   ─Los dos sueños son una misma cosa. Dios ─porque es él quien me dice lo que sucederá─ anuncia a Egipto que habrá siete años de abundancia y tras ellos siete años de penuria y hambre. Guarda durante los años de abundancia grano y provisiones, pues pronto llegarán los años malos y el hambre asolará toda la tierra.
  
    El faraón conforme con lo dicho por José dijo:
   ─Puesto que es Dios quien te ha dado la sabiduría serás tú quien ponga remedio a la desgracia que se avecina. Serás virrey de Egipto y todos harán lo que tú ordenes.

El Patriarca José. Estuco en la iglesia de los Santos Juanes de Valencia.
Obra de Giovan Giacomo Bertesi (Soresina, 1643-Crémona, 1710).
Forma parte del grupo de estatuas de las doce tribus de Israel que
decoran la iglesia. Muy deterioradas durante la Guerra Civil
Española, fueron restauradas a partir de antiguas fotografías.

   Y así fue como durante los años de abundancia, se llenaron los silos de grano y los almacenes de provisiones, y cómo cuando terminaron y llegaron los siete años de escasez Egipto no pasó hambre, y llegaban gentes de otros países en busca de comida.

                                                  *

   También nos habla de sueños un cuento, basado en tradiciones árabes, publicado por Gustav Weil hacia 1862 y recopilado después por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en su “Antología de la literatura fantástica”.

   Cuenta como un hombre, de nombre Yacub, que había sido un rico hacendado, pero al que la mala fortuna lo había llevado a la miseria, quedó dormido bajo la higuera del patio de su casa. Allí tuvo un sueño que le advertía que volvería a ser un hombre rico. Debía vender lo poco que tenía y viajar a Isfahan, en Persia, donde encontraría su fortuna.

   Al despertar el hombre hizo lo que en sueños se le había indicado y poco tiempo después estaba en Persia, en busca de riquezas. Pero la mala suerte hizo que en las proximidades de la mezquita en la que pasaba la noche unos ladrones asaltaran una casa. Viéndose mezclado en la algarada formada, acabó siendo detenido y llevado ante el juez.

   Éste le preguntó por las razones de su presencia en el lugar, y el magrebí, hombre honrado, dijo al juez:
   ─No soy culpable de nada. Estoy en Isfahan por un sueño en el que se me decía que aquí abandonaría la pobreza y volvería a ser el hombre rico que fui.
   ─Iluso ─le dijo el juez sonriendo y compadeciendo la ingenuidad del hombre─  tres veces he soñado yo la forma en la que me haría rico, encontrando un tesoro en una casa de El Cairo, en la que hay un jardín, en el jardín un reloj de sol y más allá, en el centro, una higuera, bajo la que soñé se halla un gran tesoro. Vaya, buen hombre, a su tierra y resígnese con su destino. No son los sueños los que le sacarán de su pobreza.

   El juez compadecido le entregó unas monedas y le instó a volver a su casa. El hombre volvió a su ciudad y al llegar a El Cairo entró en su casa, llegó al jardín, miró el reloj de sol, tomó una azada, comenzó a cavar bajo la higuera que hay en el centro; y dejó de ser pobre.


(1) Aun con la dificultad que entraña situar en el tiempo los hechos, la mayoría de los estudiosos suponen que la historia de José sucedió en tiempos de la dominación de los Hiksos, intervalo de tiempo especialmente obscuro, pues de él apenas hay escritos ni monumentos que avalen cuanto se ha dicho, con certeza absoluta. La historia de los egipcios, bien documentada hasta aproximadamente el año 1730 antes de Cristo, sufrió un silencio casi absoluto hasta el año 1580. Ciento cincuenta años de los que poco se sabe, y en los que debió vivir José la historia contada en el Génesis. Si bien es cierto que no hay testimonio escrito, salvo la Biblia, de la vida de José  en Egipto y el poder que allí alcanzó, sí que se conserva aún el nombre de Bahr Yusuf, "Canal de José", para designar  un canal que surte de agua el oasis, hoy ciudad de Medinet-el-Raivum, situada unos 130 kilómetros al sur de El Cairo y que, según las antiguas leyendas, fue ordenado construir por el bíblico José, ministro del faraón.
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EL XIX. SE BUSCA REY

   Tras el triunfo de la Revolución, en febrero de 1869 se forman las Cortes Constituyentes. La pugna entre monárquicos y republicanos es el signo que marca el presente y lo hará en el futuro, pero la revolución no la han hecho los republicanos y jamás, ni el almirante Topete ni los generales Serrano y Prim, este último, en realidad,  auténtica “alma mater” de aquella aventura, piensan en una república. Así, la revolución, aunque antiborbónica, tiene vocación monárquica, pese a la tenaz oposición del republicano Castelar y los suyos,  y a nadie extraña que pronto sea presentado un proyecto de constitución que consagra la monarquía como sistema de gobierno, sin perjuicio de su talante liberal, auténticamente liberal.

   Una vez aprobada y promulgada el 1 de junio de 1969 la nueva constitución, Serrano es designado regente y Prim asume la presidencia del Consejo de Ministros. Prim, con Serrano “en jaula de oro”, según palabras de Castelar,  queda con la manos libres.

   A partir de entonces la elección de un rey se convierte en asunto capital, aunque no en el único quebradero de cabeza para Prim: la  supresión de las quintas, cuestión que Prim había enarbolado como bandera del cambio en los nuevos tiempos no se lleva cabo. La necesidad obliga. La guerra en Cuba, iniciada casi al mismo tiempo que la revolución en España,  precisa soldados y Prim, presidente del Gobierno y ministro de Guerra los necesita. Aun así anuncia la presentación de un proyecto de ley que modifique el sistema de quintas, reduciendo el tiempo de servicio y suprimiendo la redención por dinero, que libera de prestar el servicio a los mozos de familias pudientes. Sin embargo, cuando se discute la Ley, dicha exención, finalmente, no es incluida en ella.

  También los carlistas ocupan buena parte de las preocupaciones del conde de Reus. Las guerrillas del pretendiente don Carlos ayudan, y mucho, a deteriorar más aún la ya muy precaria paz ciudadana. De la delicada situación social da cuenta un caso sucedido en Tarragona, ciudad en la que se convoca una manifestación republicana bajo el lema: “Viva la Republica Federal”. La encabeza el general Pierrard, que es medio sordo para su desgracia y diputado para dicha suya. Durante el transcurso de la misma sale al paso de la manifestación  el secretario del Gobierno Civil, don Raimundo Reyes, que para hacerse oír por el sordo Pierrard, se ve obligado a gritar. Interpretadas aquellas voces por algunos exaltados como una discusión, aprovechando la confusión del momento, toman a don Raimundo y le dan muerte. El escándalo es tan grande que se detiene a Pierrard, al que se quiere hacer culpable de los hechos. Su condición de diputado le salvará de sufrir tan engorroso proceso.

   Nadie, ni la oposición ni los partidarios del gobierno ni los carlistas ni otras fuerzas sociales son ajenos al estado de inseguridad. Si los republicanos se echan al monte formando partidas guerrilleras, también partidarios del gobierno forman partidas violentas. La dirigida por un tal Ducazcal recibe el contundente nombre de “Partida de la Porra”. Felipe Ducazcal es propietario de una imprenta, se había significado mucho en el pasado editando octavillas en contra de la reina Isabel. Ahora, bien considerado, recluta en los barrios de Madrid a los integrantes de la banda, que revienta mítines, alborota en las manifestaciones y llega a mayores propinando palizas a ciertos periodistas molestos, alguno de los cuales muere a causa de las heridas producidas en los asaltos.

   Pese a todo la búsqueda de un rey es asunto principal y, desde luego, no es problema menor: “No hay nada más difícil que hacer un rey” dirá Prim en las Cortes un año después de haberse aprobado la Constitución. Descartados los Borbones por el jefe del gobierno en su célebre discurso de los tres jamases comienza la frenética búsqueda de un rey para España.

El general Prim. Grabado. Museo de Historia de Valencia
   
   Muchos nombres se pronuncian durante aquellos meses. Se busca en Portugal. Reina allí Luis, hijo de María II y Fernando de Coburgo,  el rey consorte, y se piensa que éste, viudo y más o menos libre de compromisos, es una buena opción; pero justificada o no la preocupación de una posible unidad ibérica el propio don Fernando rechaza la propuesta, que si adquiere algún compromiso no es otro que contraer matrimonio con la cantante de ópera Elisa Hendler. El desairado rechazo de don Fernando provoca de nuevo la reacción republicana. Otra vez Castelar habla en las Cortes: “En vez de andar por el mundo buscando un amo, y un amo al cual nosotros tenemos que pagarle, busquemos todos aquí de buena fe, lo que todos debemos buscar: la libertad, la prosperidad de la patria…”
  
   Descartado Coburgo, se mira hacia Italia. La casa de Saboya está bien vista en España, al menos entre los progresistas. Se ofrece el trono al joven Tomás Alberto de Saboya, duque de Génova, de catorce años, sobrino del rey Víctor Manuel. En España parece que tras arduas negociaciones cuaja la propuesta, más desde Italia llega la renuncia. Al parecer la madre del pequeño duque recibe noticias sobre la sombría situación española, de lo difícil que resultará para su hijo, de aceptar semejante envite, salir airoso. Rechaza, pues, el ofrecimiento. La inmediata consecuencia es una crisis de gobierno que se salda con la dimisión de los ministros Ruiz Zorrilla y Martos. Tampoco da frutos la opción de otro Saboya, el duque de Aosta, de momento.

   Los fracasos en el extranjero inducen a buscar dentro de España a la desesperada. Imposible o casi, el caso es que se piensa en el anciano Espartero. Retirado en Logroño desde hace años, el duque de la Victoria tiene casi ochenta años. Se habla con él, sin que nadie lo considere una opción seria, ni siquiera él mismo, que halagado declina, como todos esperan, la oferta.

   Inglaterra, Francia, Alemania, todos tienen su mirada puesta en España y en la elección de su futuro rey, todos tratan de obtener influencia o impedir que otros la obtengan en la elección.

   El eterno candidato, el duque de Montpensier, el Orleans casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina destronada, preferido por los unionistas, ha ido ganando apoyos. Serrano, el regente ─en el que también se llegó a pensar como futuro rey(1)─ es uno de sus valedores. Finalmente también Montpensier queda descartado. No por la oposición del progresista Prim ni por la de Napoleón III, sino por la actitud del propio duque que en duelo a pistola dio cuenta de Enrique de Borbón. Había éste insultado al duque llamándolo pastelero francés,  y aquél ni corto ni perezoso retó al Borbón. El 12 de marzo de 1870 en un dramático duelo a pistola, Enrique resulta muerto y don Antonio, debido al escándalo, ve como todas sus pretensiones a lo que siempre aspiró, ser rey de España, se malogran para siempre.(2).

   Hubo otros candidatos: en el mes de junio, el alemán Leopoldo de Hohenzollern-Simmaringen declara su disposición a poseer la corona española. La falta de discreción dará al traste con esta opción. Enterado del asunto Napoleón III ─y también Eugenia de Montijo, que a estas alturas hace valer su opinión como ninguna otra─, presiona hasta conseguir la renuncia del aspirante y una guerra entre Francia y Alemania de la que aquélla saldrá mal parada. Tan mal, que supondrá el fin del Segundo Imperio.

   Por fin, en un nuevo intento, se logra que el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, hijo de Victor Manuel II de Italia, esta vez sí, aunque con algo de ayuda británica, que veía en el príncipe italiano una garantía de paz, acepte la corona y que las cortes aprueben su nombramiento, por mayoría sí, pero sin entusiasmo. Es 14 de noviembre de 1870. España ya tiene rey.


(1) Las dificultades para encontrar rey y el ofrecimiento del trono al general Espartero pudieron hacer nacer en el regente, el general Serrano ─o más bien en su esposa─, la aspiración de ceñir la corona de España.  Era doña Antonia mujer mucho más joven que el general, de gran belleza, ambiciosa y carácter dominante, que no se privó nunca de terciar en los asuntos de su esposo.

(2) Años después verá a María de las Mercedes, sangre suya, casada con Alfonso XII,  como reina de España

Nota: Los detalles del novelesco duelo entre el duque de Montpensier y don Enrique de Borbón fueron relatados en "Le exijo una satisfacción".
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LANUZA, EL JUSTICIA AJUSTICIADO

   En 1578 Juan Escobedo es secretario de don Juan de Austria, el hermanastro del rey, el héroe de Lepanto. Está en España enviado a la corte por don Juan, que permanece en Flandes y se siente desatendido por el rey Felipe. Al llegar, frecuenta los mentideros, escucha, empieza a conocer lo que sucede en Madrid. Descubre que Antonio Pérez, secretario del rey, hombre inteligente y capaz, pero persona de doblez y escasa lealtad ─años después, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino será uno de los difusores de la Leyenda Negra─, mantiene relaciones con la princesa de Éboli, Ana de Mendoza, viuda de Ruy Gómez de Silva, antiguo paje, luego consejero y siempre amigo del rey Prudente.

   Escobedo y Pérez fueron amigos desde niños. Ambos habían estado al servicio de Ruy Gómez; pero las cosas, ahora, son de otro modo;  y sea por envidia, sea por mantener el buen nombre de su antiguo señor o por eliminar al viejo amigo, del que piensa tiene mucho que ver en el abandono en el que el rey Felipe tiene a su hermanastro, amenaza con contar las complicidades que hay entre el secretario Pérez y doña Ana, quien a sus casi cuarenta años y pese al parche que oculta la ausencia de uno de sus ojos, aún posee encantos suficientes para desatar pasiones y motivos bastantes para ganar para sí voluntades con las que lograr sus intereses.

   Las consecuencias de esa amenaza no se hacen esperar. En uno de los episodios más turbios del reinado del rey Prudente, el 31 de marzo de 1578, lunes de Pascua, Juan Escobedo es asesinado. 

   Si fue por mandato real aconsejado por el propio Pérez, que sin escrúpulo alguno, animaba la desconfianza entre el rey y su hermanastro, ahora en Flandes, o por iniciativa del propio secretario ha sido cosa discutida a lo largo del tiempo, gracias a las acusaciones que el Secretario haría en contra de su antiguo señor, incluso afirmando que fue el propio rey quien había mantenido relaciones con la hermosa doña Ana, de lo que no consta prueba alguna.

   Pero lo cierto es que la familia de Escobedo, al poco de su muerte, acusa al secretario del rey de ser el mandante del crimen. Pérez es detenido, pero durante largo tiempo nada se actúa de modo concluyente en su contra. La relajación en el proceso hace que éste se dilate en el tiempo, hasta que doce años después, el juez Rodrigo Vázquez de Arce da una nueva vuelta de tuerca al caso. Pérez, que había pasado los años anteriores en diversas cárceles o en libertad vigilada, es sometido a tortura. Nada claro se obtiene de sus declaraciones salvo la especie de involucrar al propio Felipe II en el asunto. En tan comprometida situación Pérez decide la fuga. El 19 de abril de 1590, disfrazado de mujer, se fuga de la cárcel. Llega a Aragón, vecindad suya, donde la jurisdicción del juez Vázquez no alcanza. En Zaragoza cuenta con el apoyo de los aragoneses y muy especialmente del Justicia de Aragón don Juan de Lanuza, que le hace ingresar bajo la protección de los fueros aragoneses como persona “manifestada”, que así se conoce a quienes quedan bajo la protección foral,  a salvo de las arbitrariedades de otros tribunales.

Juan de Lanuza. Ayuntamiento de Huesca

    Pero en Madrid el juez Vázquez no quiere soltar a su presa. Urde un plan. En connivencia con el Santo Oficio, se acusa a Pérez de hereje ─quizás de lo único de lo que se le acusa sin causa─  y se le condena a muerte. Sin embargo, cuando iba a ser trasladado a la prisión de la Aljafería, dependiente de la Inquisición, una algarada organizada por amigos de Pérez lo impide, y éste aprovecha para huir de nuevo, ahora a Francia.

   Ante el cariz que toman los acontecimientos, Felipe II envía un cuerpo militar a cuyo mando está Alonso de Vargas. Es preciso sofocar la rebelión, afirmar el poder real en Aragón. Lanuza el joven, que ha sustituido a su padre, fallecido poco antes, opone resistencia, aunque escasa y débil. Con un pequeño ejército se enfrenta a las tropas de Vargas. Es derrotado. Aún se ofrece a Lanuza la posibilidad de retractarse. Se niega.  Pronto su cabeza rodará separada del cuerpo y con la suya la de otros nobles aragoneses partidarios suyos, defensores de los fueros aragoneses.
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UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

   En Winchester, Inglaterra, se celebra una gran ceremonia. Es 25 de julio de 1554 y en su catedral, frente al altar, están sus protagonistas. Se celebra la boda de una reina y de un futuro rey. Los contrayentes: María, de treinta y ocho años, soltera, poco agraciada, mellada debido a su afición a los dulces, católica, culta, reina de Inglaterra y muy enamorada; y Felipe, de veintisiete, viudo, atractivo, reservado, católico también, príncipe y, cumpliendo los deseos de su padre, muy resignado, formalizan ante Dios y los hombres un enlace que parece culminar con éxito la política matrimonial del emperador.

   Había sido deseo de Carlos V, el emperador y padre del novio, que aquella boda se celebrara. Los intereses del imperio así lo requerían. Convencido de la dificultad de obtener para su hijo el imperio alemán, pensó que una alianza matrimonial con la Inglaterra de María Tudor dejaría a Francia totalmente aislada, y consolidados y engrandecidos los ducados que Felipe iba a heredar en Flandes y Borgoña.

   Pero el camino hasta llegar allí no había sido precisamente un camino de rosas. La llegada de María, una católica, al trono inglés había contado con una fuerte oposición, pero más aún la tiene ahora el futuro matrimonio con el príncipe español. La propuesta para contraer matrimonio con Felipe le ha llegado a María muy poco tiempo después de ceñir la corona inglesa. Se la transmite, por orden del emperador Carlos, Simón Renard, un borgoñón embajador en Inglaterra. María parece entusiasmada, aunque quiere conocer a Felipe, su pretendiente, antes de aceptar; pero esto es imposible. El emperador no lo consiente. María tiene que conformarse con un cuadro;  aunque no sea un cuadro cualquiera. Cuando llega la pintura a manos de la reina, ésta, dicen, queda locamente enamorada. La apostura de príncipe y la mano de Ticiano han bastado para ello. Y se decide: contra viento y marea dará el sí quiero a Felipe.

Felipe II. Anónimo flamenco. S. XVI.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Las negociaciones hasta la firma de las capitulaciones matrimoniales no son cosa fácil. El embajador Renard y el conde Egmont, hombre de confianza del emperador designado para tal propósito y para otros más discretos y menos confesables, se emplean en conseguir unos pactos beneficiosos para Felipe, pero los ingleses, recelosos de los españoles, temerosos de ver comprometida la independencia inglesa, imponen muchas restricciones al poder del futuro rey consorte, que sólo será rey mientras la reina María viva. También que los hijos del matrimonio, de haberlos, si el príncipe Carlos muere sin descendencia, serán los herederos de la corona española.  Tampoco Francia, permanece ajena: causa en parte de la política de alianzas del emperador, los ingleses no aceptan ser utilizados y se reservan libertad de acción para el caso de que España y Francia entren en guerra.

   Muchas otras condiciones quedan redactadas, pero al fin, superados los obstáculos, obtenida la licencia papal, pues María es tía segunda de Felipe, el plan del emperador Carlos y los anhelos de María Tudor se hacen realidad. Al salir los novios de la catedral de Winchester el rostro de María está radiante y Felipe, en su papel de esposo solícito, hace cuanto puede por complacerla.

   Ese mismo año, en noviembre, se restaura el catolicismo en Inglaterra y casi de inmediato comienza la persecución de los protestantes. El obispo de Gloucester, John Hooper, es arrestado. Había dicho el prelado poco antes que morir ahogado era el mejor final que cualquier sacerdote católico podía encontrar. Como una pesada broma, el destino dispone que sea el fuego el final deparado para los protestantes y que a Hooper sean las llamas las encargadas de consumir su cuerpo. Una hoguera ante su propia catedral pone fin a sus días. No es el único. El arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, el de Worcester, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, obispo de Londres siguieron su misma mala suerte.

   Sin embargo no es Felipe el mayor promotor de la represión protestante, antes al contrario, se muestra condescendiente. La necesidad de congraciarse con el pueblo y los poderes ingleses, sobre todo si la reina muere antes de la cuenta, lo que resulta más que probable, y sin descendencia, lo que parece casi seguro, le obligan a obrar así. Pese a todo, la reina, una mujer madura, de salud precaria, trata de tener un hijo, y Felipe un heredero.

   En la primavera de 1555,  María anuncia que va a ser madre. Los signos de un estado de buena esperanza y un vientre abultado así lo hacen creer; pero el tiempo pasa, la dilatación se reduce y el heredero no nace.  La reina volverá a anunciar lo mismo en más ocasiones y otras tantas veces, la desesperación se instalará en su alma y la decepción en Felipe, que convencido de no obtener un heredero de María, comenzará a pensar en un futuro distinto.

   Con motivo de la abdicación del emperador, Felipe marcha de Inglaterra. Deja desconsolada a María, parte aliviado él. Casi dos años después, en marzo de 1557, Felipe regresa. María no cabe de contento, aún espera, seguramente sólo ella, el milagro de engendrar. Está de nuevo con ella su amado Felipe, pero éste no estará mucho tiempo, sólo el preciso para comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia, aún contraviniendo los pactos matrimoniales, que María no tiene en cuenta, pero el Parlamento sí, e influir en la reina para que su hermanastra Isabel sea designada sucesora, que aunque protestante está más alejada de Francia que la católica María Estuardo. La suerte en lo primero llega en ayuda de Felipe cuando un noble, Thomas Stafford, protestante inglés, exiliado en Francia, cruza el canal, llevando consigo una pequeña tropa de mercenarios, pagados en parte por Francia, toma el castillo de Scarborough, se declara lord protector y trata de encabezar una revuelta. La aventura, sin futuro alguno, tiene un mal final para Stafford, que es detenido y ajusticiado; pero supone para Felipe II, que ya tiene el apoyo de la reina, la suerte de comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia. Cumplido su objetivo deja Inglaterra para no volver y a María a las puertas del peor año de su vida. En 1558 el estado de salud de la reina María empeora, nada alivia su pena. Apenas comienza el año, otra desgracia rompe su corazón: la pérdida de Calais. Entristecida y sintiéndose abandonada escribe continuas cartas a Felipe, que las contesta con frialdad. Llora y pronuncia el nombre de su amado sin cesar, lo llama, implora que vuelva a su lado. Pero Felipe se limita a solicitar que sea Isabel su sucesora. Sola y abandonada, el 17 de noviembre de 1558 María Tudor deja este mundo, junto a su lecho hay un retrato de Felipe; para ella aquél no había sido un matrimonio de conveniencia.
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