Si algo hace falta tener para hablar de Sagunto es
buena memoria, porque para empezar a contar algo de lo que esta población ha
significado para la historia es preciso dar un salto atrás en el tiempo y
recordar lo que allí pasó hace más de dos mil años.
En el año 219 a.C. la
ciudad, que está habitada sobre todo por iberos y griegos, aunque no es romana,
está bajo la protección de Roma. Aníbal, el general cartaginés, espera una declaración de guerra contra Roma, pero el senado cartaginés consta de
muchos e influyentes miembros pacifistas interesados en mantener la paz y sus
buenas relaciones comerciales con Roma, que se verían muy perjudicadas si se
declarase la guerra. No le resulta, pues, al general fácil obtenerla; pero Aníbal, formidable militar, pero también hábil
político, ve en Sagunto, en su asedio, causa para que sea Roma la que declare la guerra a Cartago. Durante ocho meses resulta
asediada hasta que los saguntinos tras heroica resistencia son vencidos y la
ciudad saqueada. Roma ha declarado la guerra, la segunda en la que se enfrenta
a Cartago y Aníbal victorioso en Sagunto, con las espaldas cubiertas y la moral
elevada fija su mirada en Roma. No tendrá un buen final para él la aventura.
Pero no es lo sucedido más allá de los Alpes lo que interesa al viajero, que vuelve
a pensar en la ciudad milenaria que tiene ante sí.
Después, casi enseguida, Sagunto es romana, conoce
tiempos de esplendor, crece, se construye un circo, del que apenas queda algo,
y un teatro, del que quedaba bastante y ahora poco, así que el viajero no dirá
mucho de él. Se construyó en tiempos de los emperadores Septimio Severo y
Caracalla, está apoyado en la ladera de
la montaña a los pies del castillo, y ahora,
dos mil años después, es un espléndido auditorio al aire libre, con
elegantes gradas de mármol y un práctico escenario de ladrillo cara vista, que
permite la representación de tragedias griegas, teatro clásico y conciertos de
jazz.
El brillo de la herencia romana ahoga, en opinión
del viajero, el resto del patrimonio arquitectónico saguntino, salvo el castillo,
que es muy extenso. Está éste en lo alto de la montaña, última estribación de
la sierra Calderona, ya casi asomada al mar que los romanos hicieron suyo y nuestro; y
fue creciendo poco a poco hasta tener casi un kilómetro de longitud. Fue usado
como defensa por romanos, visigodos, musulmanes, cristianos y aún en el siglo
XIX fue baluarte en la lucha contra el francés.
El viajero, ya abajo, en la población, no quiere dejar de
dar un paseo por el antiguo barrio judío, ver algunos portales medievales con
los que imagina bien cómo discurría la vida cotidiana en aquellas estrechas
callejuelas y dos o tres iglesias de cierto valor: la de Santa María sobre todo
ocupa al viajero largo rato; pero es al llegar al ayuntamiento, proyectado a
finales del siglo XVIII, de traza neoclásica, aunque terminado ya en el XX,
cuando al viajero le vienen al recuerdo hechos con los que Sagunto volvió a estar
en punto de mira de los españoles.
Lo primero fue recuperar su antiguo nombre
romano. Casi quince siglos llevaba
Sagunto sin que su nombre romano figurara en más sitios que en el los libros de
historia. Con la dominación musulmana, se le conoció como Morvedre y más tarde
con Felipe V, a cuyo favor luchó la
población durante la guerra de Sucesión, Murviedro. Así la cita el ilustrado
Cavanilles a mediados del siglo XVIII y así siguió hasta que en el siglo XIX,
un siglo de catarsis para España, en el que pasó de todo para seguir todo igual,
o peor, recuperó su nombre romano. El gobierno provisional surgido de la
revolución “Gloriosa” del 68, la rebautizó con el nombre casi olvidado de
Sagunto; y como si su recuperado nombre, de reminiscencias épicas, le diera fuerza,
al doblar la esquina del decenio, en 1874, Sagunto decide dejarse oír de nuevo.
El 21 de diciembre, el
general Martínez Campos proclama rey al joven Alfonso XII. Las consecuencias
para Sagunto de la “Restauración” no se hacen esperar: Sagunto recibe el título
de ciudad. Como si un soplo de vida la
animase comenzaron a llegar inversiones: el carbón de Teruel y los Altos Hornos
crearon riqueza y desarrollaron un barrio: el Puerto. Una iglesia bajo la
advocación de la Virgen
de Begoña, pues mucho tuvo que ver en
aquel proyecto industrial la siderurgia vasca, fue construida en 1929. Sin un
estilo definido, ecléctica, mezcla de varios órdenes, al viajero le gusta verla
presidiendo una plaza, cuyo suelo mojado refleja el azul del cielo, como si fuera un mar en el que el templo, con su fachada como proa de buque, tratase de navegar superando cuantas dificultades se le presenten a una ciudad acostumbrada a vencerlas.