ANTONIO PALOMINO: ALGO MÁS QUE UN PINTOR

   Cuando Acisclo Antonio Palomino de Castro y Velasco pintó esta Inmaculada Concepción de larga cabellera, túnica blanca, con los atributos propios de la Pureza y rodeada de querubines, hacía diez años que gozaba ya del favor real. Nombrado, en 1688, pintor de cámara del rey Carlos II, el último de los Austrias españoles, Palomino había nacido en Bujalance, provincia de Córdoba, en 1655. Cumplidos los veinte años se instala en Madrid. Cuando en 1692 llega a la Corte el napolitano Luca Giordano, Palomino le conoce e influido por aquél, se especializa en la pintura al fresco, campo en el que destacará de manera notable. El cambio de siglo Antonio Palomino lo vivió en Valencia. Había sido pedido permiso al rey Carlos y llamado en 1697 desde la parroquia de los Santos Juanes para decorar su gran bóveda. Así lo hizo y después, en 1701, la muy colorista “Gloria” de la capilla real de la Virgen de los Desamparados, basílica desde 1948.


   Pero no fue el manejo de los pinceles la única inquietud de Palomino; también la pluma ocupó, sobre todo en sus últimos años, buena parte de su tiempo. Fue hombre cultivado, autor de “El museo pictórico y la escala óptica”, una historia del arte y de la teoría pictórica publicada en 1715; y en 1724, una serie de biografías de los pintores y escultores del barroco español bajo el título de "El Parnaso español pintoresco laureado” con las vidas, como dice una edición de 1796, de los pintores y estatuarios eminentes españoles que con sus heroycas obras han ilustrado la nación.


  Palomino murió en Madrid, en 1726. Apreciado más por su condición de tratadista, su reconocimiento como pintor fue tardío, pero hoy indiscutible. Baste admirar esta Inmaculada Concepción, pintada en 1698 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia, para comprender por qué.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SANTANDER

   Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y Santander impresiona ya antes de ver algo de lo mucho que tiene que enseñar. Sin ser una gran ciudad, lo parece. Paseos llenos de gentes variopintas, grandes avenidas, mucho comercio, magníficos edificios y el pintoresquismo que le da la bahía hacen de Santander una ciudad aparentemente cosmopolita en época veraniega, de la que se puede disfrutar incluso en pleno mes de agosto por su agradable temperatura(1). Pero el viajero que ve edificios, monumentos y avenidas, mira también a las gentes y enseguida observa como en el paseo de Pereda es observado por quienes parece han tomado la avenida como observatorio. Y el viajero, que empieza a estar curtido en visitas a algunos lugares, no da importancia al escrutinio al que le someten las miradas locales, es más, ese provincianismo enmascarado por la curiosidad le hace gracia, aunque sólo sea porque el paseo de las miradas, el más concurrido de Santander, lleva por nombre el de un insigne novelista cántabro, José María Pereda, en cuyo número cuatro vivió. Fueron muchos los años que vivió en esa casa, allí escribió Sotileza y otras novelas de corte costumbrista, para lo que sin duda el escritor debió acentuar sus dotes de observación. Hay enfrente, en los jardines abiertos a la bahía, dedicados al mismo autor, monumento en su honor. Fue don Marcelino Menéndez Pelayo el encargado, por delegación del rey Alfonso XIII, de inaugurar el monumento en 1911. Y precisamente de don Marcelino, el gran erudito español, es de quien es obligado hablar. 

Isla de Mouro, guardiana de la bahía de Santander

   Al morir dejó su biblioteca de más de cuarenta mil volúmenes a la ciudad de Santander, que se vio en la necesidad de construir un edificio para albergarla. Se le hizo el encargo a Leonardo Rucabado, que construyó la nueva biblioteca sobre el solar en el había estado la casa en la que don Marcelino tuvo sus libros. De la importancia y mucha consideración que por don Marcelino ha tenido la toda la comunidad hispana no hay mas que ver, en el jardincillo que da acceso a la biblioteca pública de Santander, la gran cantidad de bustos del sabio encargados por la mayor parte de los países americanos o asociaciones culturales de todo tipo, en reconocimiento suyo.

   Su figura abarca mucho en esta ciudad, pues cerca del mar, junto al barrio de los pescadores está la catedral y en ella reposan sus restos en un formidable sepulcro obra de Victorio Macho, cerca de los relicarios con las cabezas de los santos patronos de Santander: San Emeterio y San Celedonio, aquellos mártires muertos en Calahorra, donde fueron decapitados, y en cuya catedral se conservan sus cuerpos descabezados.  De la catedral, a la que los santanderinos llaman también la iglesia de arriba no dirá mucho más el viajero, salvo que está en terrenos en los que hubo abadía primero y colegiata después, y que se apoya en buena parte en la iglesia de abajo, en realidad casi una cripta con su bóveda corta de altura y que, gracias al espesor de sus muros y sus gruesas columnas, sirve de sostén al templo superior.

   Y si ha dicho el viajero que don Marcelino Menéndez y Pelayo abarca mucho, no lo ha dicho por capricho, porque en el otro extremo de la ciudad, asomándose al Cantábrico está la península de la Magdalena, hoy un parque, en cuyo palacio, antes residencia veraniega de Alfonso XIII, está la sede de la  Universidad de verano Menéndez Pelayo, que bien merecida tiene don Marcelino esa dignidad. El palacio fue costeado por suscripción popular y regalado al rey Alfonso. Si tuvo algo que ver la reina Victoria Eugenia en el diseño realizado por Javier Gonzáles Riancho y Gonzalo Bringas Vega es cosa que el viajero no sabe, pero sí que muy pocos años después, se construyeron las caballerizas reales, y que ahí sí que tuvo la reina voz y hasta voto. Y no es de extrañar, pues por el estilo en el que fueron construidas, verlas y sentirse en un pabellón inglés de la época antes que en una antigua provincia de Castilla, cuesta bien poco.

Palacio de la Magdalena

   Y un poco más allá, El Sardinero, con sus playas, su casino, levantado en 1919, sus palacetes de finales del XIX y principios del XX. El viajero da un rápido paseo por este modernizado lugar, heredero de lo que fue esplendoroso hace cien años.

   Y de vuelta al centro  el viajero toma asiento frente a la bahía, en los jardines de Pereda y ve atracado uno de los ferrys que une Santander con Plymouth y Portsmouth, en el muelle de Maliaño, el mismo en el que, en 1892, hizo explosión el buque “Cabo de Machichaco” que cargaba dinamita y chatarra, alcanzando la catedral, muy próxima, causando importantes destrozos. Esto le recuerda al viajero un episodio bastante reciente, un suceso ocurrido en los años cuarenta del siglo XX, causa de que el viajero vea  buena parte del centro como hoy es.


   En la noche del 15 de febrero de 1941, se dijo que a causa de un cortocircuito en una casa de la calle Cádiz, se produjo un incendio que el fuerte viento del sur se encargó de avivar e hizo que se propagara rápidamente. El fuego alcanzó la catedral, que quedó seriamente dañada, y manzana tras manzana acabó, imparable, por devastar casi un tercio de la ciudad. La ayuda tuvo que ser solicitada por radio, por la de los buques atracados en el puerto, ya que el edificio de la radio fue uno de los primeros afectados por las llamas y los cables telegráficos también habían sido inutilizados. El petrolero Plutón prestó este servicio radiofónico y así pudieron ponerse en marcha las ayudas. Primero bomberos, que llegaron de las provincias limítrofes y Madrid; luego alimentos, mantas y todo lo necesario para atender las necesidades de los damnificados.

   Hoy el viajero ve lo que de aquellas cenizas surgió, nuevos edificios, calles, plazas, como la porticada, escenario actual de actividades culturales, una ciudad moderna que, como dice el bolero, sigue siendo novia del mar y difícil de olvidar.

(1) Quizá el verano sea la mejor época del año para visitarla, no en vano los reyes la eligieron como lugar de descanso hasta el verano de 1930.
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LA CONSPIRACIÓN DEL TRIANGULO

   Aunque el complot es conocido como la Conspiración del Triángulo, las precauciones de los conjurados para mantener ese modelo no fueron lo suficientemente estrictas como para asegurar el anonimato de los participantes. Este modelo se fundamenta en que cada uno de los miembros de la intriga sólo conoce a otras tres personas. Gráficamente, se podría representar como un entramado de triángulos. El vértice de cada uno de ellos está ocupado por un miembro de la trama, que sólo conoce los nombres de quienes ocupan  en sentido descendente los dos vértices inferiores de su triángulo y en sentido ascendente el del que ocupa el vértice superior de un nuevo triángulo. Nadie conoce, y nadie, pues, puede delatar más que a esas tres personas a las que conoce, y por tanto rota una cadena, no es posible poner nombre a los restantes vértices y llegar a la cúspide de la pirámide, el vértice superior ocupado por el cabecilla.

   El principal detenido sí conocía a muchos de los implicados, que lograron escapar, cuyos nombres se llegaron a conocer merced a la declaración que bajo tortura se le arrancó. Sin embargo otro de los detenidos, Juan Antonio Yandiola, que resultaría absuelto en el proceso, no aportó gran cosa durante su interrogatorio, quizás por no saber nada pese al trato recibido, que no cabe duda cuál fue al leer la nota escrita por el propio Fernando VII dirigida a José Manuel de Arjona, consejero del rey y alcalde de su real casa: “Palacio, 29 de febrero de 1816. Arjona: Estando Yandiola negativo a todo lo que se le pregunta, te autorizo para que eches mano de los apremios a pesar de haberlos yo abolido (…),  por ser este caso gravísimo y excepcional.”

   Pero veamos los hechos. Dos años lleva Fernando VII en España desde que Napoleón consintiera su regreso a España y aquél llegara el 22 de marzo de 1814. Los españoles ya han empezado a sufrir en sus carnes los efectos de su intolerancia. No resulta raro que el descontento se manifieste enseguida, y así, en 1815, al año siguiente del retorno del rey, se pone en marcha una conspiración contra el rey Fernando, cuya cabeza más visible es Vicente Ramón Richart.

                                                     *

   Vicente Ramón Richart había nacido en Biar.  Abogado, durante la Guerra de la Independencia desempeñó, como él mismo dijo, diversos servicios a favor del Rey y la Patria por tierras castellanas y andaluzas. Fue comisario de guerra y en 1812, al servicio de don Juan Martín, se ocupó de las cuentas de la división militar a cuyo mando estaba “el Empecinado”. En 1813 ya se encontraba en Madrid. Pronto, con Fernando VII ya en España, se conducirá por un camino sin retorno, mezcla de idealismo, por su carácter liberal y aversión al rey tirano; y resentimiento, convencido de merecer mejor suerte en atención a sus méritos.

   Por todo ello Richart decide pasar a la acción. El plan del que él y otros,  mucho más importantes y discretos, son alma, consiste en secuestrar al rey y obligarle a jurar la Constitución de Cádiz.

   Richart pone el marcha el complot. En la calle Leganitos de Madrid hay una barbería. Su dueño es un tal Baltasar Gutiérrez, que no se ha privado en los últimos tiempos de acusar en voz alta al rey felón de todos los males que minan la Nación. Richart y Gutiérrez se reúnen, hablan, primero con recelo, sobre todo Gutiérrez; luego con franqueza. Pide Richart, que sabe de las muchas relaciones del barbero, le ponga en contacto con dos militares para que lleven a cabo el plan. Los quiere Richart alistados fuera de los cuarteles, entregados a la causa y dispuestos a sus planes. Y Gutiérrez cumple. Al poco le presenta a los cabos de la infantería de marina Francisco Leyva y Victoriano Illán.

   Conforme Richart con los militares llevados por Gutiérrez, se entrevista con ellos y les instruye sobre cómo desarrollar el plan.
   ─Conminareis al rey a que os acompañe al carruaje que estará dispuesto para su traslado a palacio─ les dice Richart.

   Nada hacer temer a los conspiradores que el rey pueda resistirse. Su carácter, escaso de valor, como siempre fue, así lo hace creer, pero Richart advierte que si acaso tal cosa sucediera, si el rey se revelara como lo que no es: valiente y bravo, y opusiera resistencia, antes que desistir en el rapto, el rey deberá morir.

Fernando VII

   Al oír a Richart, Leyva e Illán protestan. Una cosa es raptar al rey, están conformes en ello; otra matarlo. Un regicidio es cosa distinta y de gravísimas consecuencias para ellos y para la Nación. Pero Richart se impone autoritario, y los militares callan, y al hacerlo parece que otorgan. Nada más lejos de la realidad. El miedo a ver sus manos manchadas con la sangre de un rey supera el temor que Richart pueda infundirles en el ánimo si no obedecen.

   Francisco Leyva y Victoriano Illán confiesan a sus superiores los planes en los que participan. Ellos mismos, como si trataran con ello de mostrar su arrepentimiento, de purgar su culpa, participan en el arresto de Richart. Mientras, el general O’Donoju, el héroe de la guerra de la Independencia; el mariscal Mariano Renovales o el político Ramón Calatrava ponen pies en polvorosa y logran escapar; a Portugal e Inglaterra la mayoría. Peor suerte corren el zapatero Manuel Montero, el herrero Pedro Montalvo, Manuel Molina, carpintero, Blas Blázquez, tratante de aguardientes o la criada María Fernández, que son detenidos y el  4 de mayo de 1816 condenados a distintas penas de cárcel.

   Richart y el barbero Gutiérrez son condenados a muerte, el primero, con orden de que ejecutada la pena, el verdugo le corte la cabeza y sea ésta colocada en el Camino Real, fuera de la Puerta de Alcalá. Y así sucede. El 6 de mayo de 1816, en la plaza de la Cebada de Madrid, una soga rodea el cuello de Vicente Ramón Richart. Poco después su cabeza es exhibida en el Camino Real, quinientos pasos más allá de la Puerta de Alcalá. 
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CUANDO AMANDINA AÚN NO ERA GEORGE

   “No es posible negarle a la mujer su derecho de escribir (…), pero ese derecho solamente se ejercita con una condición: la de perder el sexo. Comprendiéndolo así, George Sand, Stern y otras escritoras adoptaron seudónimos masculinos”.
Leopoldo Alas, Clarín.

   Porque muchas han sido las mujeres escritoras que, en un mundo de hombres, han necesitado ocultar su identidad y sustituirla por la de un varón. Vieron en ese proceder la única forma, antes que de obtener el éxito, de ser consideradas de un modo serio, cuando no simplemente tenidas en cuenta.
                                                            
   Hoy no tienen las escritoras de nuestro tiempo necesidad de los subterfugios usados por aquellas pioneras. Han ganado derechos que siempre debieron tener: derecho a la educación y la cultura, lo que las ha convertido en lectoras masivas de sus propias letras. Y sin embargo, sin necesidad,  algunas por mero divertimento,  usan de un pseudónimo con el que presentarse en público.

   Diana de Mèridor es una de estas mujeres. Desde sus blogs “De reyes, dioses y héroes” y “Cierto sabor a veneno” atrapa con sus letras al lector, que una vez allí no logra escapar del embrujo de esta escritora, también conocida como “La dame masquée”, de la que, no podía ser de otra manera, vemos publicado uno de sus relatos en un libro de antologías sobre vidas de mujeres escrito por mujeres.




   Mujeres en la historia, editado por M.A.R. Editor, es un libro de relatos cortos. Allí con “El viaje de Amandina” nuestra escritora, esta vez publicando con su propio nombre, demuestra cómo, no sólo en la historia, sino en la ficción, es maestra a la hora de juntar letras. Para ello, en esta primera obra suya editada en papel impreso, ha rescatado la figura de una de aquellas mujeres que sí tuvo que escribir bajo un pseudónimo masculino, incluso, a veces, adoptar formas, comportarse como varón, para acceder al coto cerrado que los recalcitrantes machistas de la época imponían en los círculos culturales.

                                                          *

   Porque George Sand, conocida así y por su relación con el pianista Frédéric Chopin, y mucho menos por su verdadero nombre Amandine Aurore Lucile Dupin fue mujer independiente y enamoradiza. Lo dijo Heinrich Heine cuando la tituló de “Emancimatriz”. Desde su matrimonio con el barón Casimir Dudevant, éste sin las aficiones intelectuales de su joven esposa que hubiera deseado compartir con él y que condujeron al fracaso conyugal, Amandine buscó el amor durante toda su vida. Tuvo amantes, casi todos hombres débiles, enfermizos, con los que parecía desarrollar un carácter maternal y protector: Jules Sandeau, tímido estudiante, al que llamaba “mi pequeño Jules”; Alfred de Musset, un “bon vivant” aficionado al alcohol, el opio y las mujeres; algún otro. Entre medias también a otra mujer, Marie Dorval, una actriz. Aún pasaría algún tiempo hasta que encontrara el amor con el más famoso de sus amantes, el compositor polaco Frédéric Chopin, hombre también enfermizo, con el que mantuvo una relación durante nueve años, difícil saber si de amistad o amor,  en la que lo afectivo se sobrepuso a lo carnal, hasta que también como otras veces la relación quedó rota. Aún una última relación con el escritor Gustave Flaubert, diecisiete años más joven que ella.  Tampoco el roce de la piel es en este trato lo que define esta relación, porque se vieron poco, pero se escribieron mucho; la lectura de las cartas que se enviaron demuestra un íntimo conocimiento de sentimientos, tanto como el que dos amantes pueden descubrir entre sí.

   Una vida llena de amantes y de libros. Escritora prolífica, su obra alcanza las 180 obras e incontable la producción epistolar de una mujer que no pudo llamarse como quería, pero sí vivir como quiso, hasta que en Noant, la finca familiar, falleció el 8 de junio de 1876.

                                                      *



    Pero no es de estos aspectos de los que “El viaje de Amandina” nos habla. El relato nos cuenta, con imaginación basada en el rigor de los hechos, lo menos conocido de la futura escritora: su niñez. Un relato de ficción, como una novela corta, que nos habla de lo que casi siempre olvidan los autores de contar en sus obras, la importante etapa infantil y adolescente en la que se forja la personalidad de los grandes personajes.

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MELANCOLÍAS

   Muchas de sus locuras son bien conocidas: cantar sin motivo, estar en sus aposentos descuidado y sucio, dejando pasar las horas en su cama; deambular desnudo, cuando no lo hacía únicamente arropado con una camisa de la reina porque, según decía, si se ponía una suya moriría envenenado con el contacto de su piel con la prenda, eran sólo una pequeña parte de las fobias y manías que atormentaban al primer Borbón que reinó en España.

   En los momentos de locura sus excentricidades resultaban, en lo personal molestas, pero intrascendentes, mostrando al rey en sus actitudes menos dignas; pero también suponían muchas veces que sus incongruentes actos alteraran la marcha del reino. Así ocurrió cuando después del fallecimiento de su hijo Luis, tras brevísimo reinado como Luis I, asumió de nuevo el gobierno de mala gana y, en uno de sus arrebatos, puede que para demostrar su escasa inclinación a reinar por segunda vez, decidió convertirse en difunto. En la cama, inmóvil, sin moverse ni hablar con nadie, allí permanecía como si no fuese.

   La segunda entronización de Felipe V, tras la muerte de Luis, estuvo sujeto a los intereses de quienes le rodeaban: unos a favor, la reina Isabel Farnesio a la cabeza, a la que naturalmente interesaba mucho, habida cuenta la ascendencia que tenía sobre el rey; otros en contra, y entre ellos grupos de nobles partidarios de Fernando, el príncipe de Asturias, y el confesor del rey, el padre Bermúdez que, para fortalecer su postura, que era la misma que la del rey, convocó un grupo de teólogos para que le dieran la razón.  Y se la dieron, pero en parte: únicamente como regente de su hijo Fernando sería posible.  Aquello no gustó mucho a Felipe al que se le oyó decir: “Ni como regente ni como rey ni como nada”.

   Que Luis hubiera reinado tras la abdicación de su padre suponía para muchos que, a la muerte de aquél, éste debiera recuperar el trono, máxime cuando  Fernando, el príncipe de Asturias, no había aceptado, ni estaba en condiciones, por su edad, de aceptarlo. Naturalmente la reina Isabel Farnesio era de esta opinión. Intrigante, interesada y despótica con su marido, pero también con su hijastro Fernando, no iba a permanecer inmóvil en este asunto, y tampoco estaba dispuesta a ser ignorada, como pretendían algunos opositores. Que Felipe no reinara de nuevo perjudicaba sus intereses y los de sus hijos, y para conseguir su propósito también recurrió a la Iglesia, pero llamando a puertas más importantes que la del padre Bermúdez. Isabel Farnesio pide opinión al nuncio papal. Finalmente, en contra de los deseos del rey, prevaleció que éste debía asumir de nuevo la corona. El 7 de septiembre de 1724, Felipe V da inicio a su segundo reinado, y anuncia, quizás como desahogo, lo único que se le deja decir, que no hacer, pues de esto ya se encargaría la reina de impedirlo: la posibilidad de abdicar en su hijo Fernando cuando alcanzase la edad precisa.

   Los altibajos en la salud del rey Felipe eran constantes. Uno de los momentos de aparente lucidez, que los tuvo y muchos, en los que elucubró grandes propósitos ocurrió a finales de 1728, cuando al enterarse de que su sobrino Luis, rey de Francia, había contraído unas viruelas su mente no concibió otra idea que la de iniciar acciones para reclamar el trono de Francia, si llegado el caso, Luis XV moría de su enfermedad(1). El pasmo y el asombro sacudieron las Cortes francesa y española con la pretensión de Felipe, que no daban crédito a la iniciativa, que finalmente, con la curación de Luis, quedó en agua de borrajas.

   Su estado mental, la obesidad y los disgustos por los reveses que los ejércitos españoles cosechaban en las guerras exteriores parece ser que fueron causa de su progresivo empeoramiento. Como le sucedería a su hijo, la melancolía y, final y súbitamente, un ataque de apoplejía se llevó a Felipe V de este mundo. Fue el 9 de julio de 1746. Una contrariedad para la reina, ahora viuda, que perdida su influencia, hubo de esperar trece años para ver colmados sus deseos.

Fernando VI

   Al morir Felipe V heredaba la corona su hijo Fernando, un rey pacífico y enamorado de su esposa, la portuguesa Bárbara de Braganza.  El fallecimiento de ésta causó una gran depresión en el rey que, como le sucedió a su padre, tampoco logró librarse de una grave enajenación mental. Nada más quedarse viudo comenzó a presentar síntomas de demencia. Ni los trinos de Farinelli, que tan bien habían aliviado a su padre tiempo atrás, lograban devolverlo a la realidad. Cierto día, cuenta el infante don Luis, hijo de Isabel Farnesio, que le acompañaba, dijo sentirse aquejado de la rabia. Con ese convencimiento el rey pretendía morder a todo aquel que se acercase a él. Uno de los que estuvo a punto de recibir la dentellada real fue uno de sus médicos, que vio cómo el rey se apoderaba de una de las mangas de su traje durante el lance.

   Y cuando no trataba de agredir a los demás era hacia sí mismo contra quien dirigía sus manías destructivas. Varias veces intento suicidarse con sus propias camisas; en otra ocasión pidió veneno para poner fin a su vida e incluso cierta vez exigió al capitán de la guardia su arma para lo mismo, a lo que éste se negó advirtiéndole al rey que las armas de la guardia estaban a su servicio para protegerlo y no para ir contra él.

   La demencia condujo al rey a todo tipo de conductas desordenadas, descuidó su alimentación, negándose a comer y así pronto se vio reducido a piel y huesos. Su séquito atendía sus necesidades, cuidaba de él, rezaba por él. Y rezando por el rey estaba el marqués de Villadarias, cuando el monarca lo llamó a su lado. Al decirle los sirvientes que el marqués oraba por su recuperación se le oyó balbucir: “Sí, sí, por mi salud; estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos”.

   Y así transcurría el tiempo, con el progresivo deterioro del cuerpo del rey paralelo al del desgobierno del reino. En los últimos tiempos la debilidad física de Fernando hacía necesarias especiales precauciones para el cuidado de su salud. Una noche de verano, el doctor Purcell, al que correspondía en ese momento el cuidado del rey, recomendó al monarca la mejor forma de cubrirse para evitar sudores y resfriados peligrosos para su salud. El rey enrabietado, puesto boca abajo en la cama, se fingió cadáver y, al cabo de un rato, levantándose, se cubrió con una sábana y convertido en fantasma comenzó a perseguir y golpear al personal de palacio que acudía en su ayuda.

   En los primeros días del mes de agosto de 1759 Fernando VI perdió el habla, ya no se entendería nada de lo que de su boca salía, sólo sonidos que acabaron cesando también. Como diría el ministro Wall el día 9 de aquel mes: “Se haya el rey nuestro señor hecho un tronco, sin dar más señales de vida que un fuerte ronquido, que es efecto preciso del accidente apopléjico que ha poseído a S.M.”. Al día siguiente, el 10 de agosto de 1759, Fernando VI entregaba su alma a Dios. Su hermanastro Carlos, sería el nuevo rey de España. Se cumplía así el sueño de su madre.


(1) En realidad, probablemente, debió ser sarampión la enfermedad padecida por Luis cuando tenía 18 años. Tanto el sarampión como la viruela inmunizan para toda la vida y Luis falleció de está última enfermedad en 1774. El mismo rey, durante la enfermedad que le llevó a la tumba, dudó al principio de que fueran viruelas cuando dijo: “Si no hubiese tenido viruelas a los dieciocho años, pensaría que ahora se trata de eso”, aunque más tarde cuando se miró las pústulas en las manos exclamó: “Es viruela, en ese caso es sorprendente”, refiriéndose a su extrañeza de que se repitiera la enfermedad sufrida en su juventud.
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