“¡Ah, señora! Una mano tan bonita no
necesita adornos”, y deslizaba por el
dedo de aquella mano la sortija objeto de su robo, al tiempo que depositaba
sobre aquélla un beso tan largo y entregado que hacía creer a la dama la
devoción del bandolero por ella y olvidar la pérdida de su joya. Así contó
Próspero Mérimée cómo procedía el bandolero más famoso y querido por el pueblo:
mito, leyenda y rufián.
José
María Hinojosa Cobacho nació un 24 de junio de 1805 en Jauja, una pedanía de
Lucena. Esta Jauja, que nada tiene que ver con otra llamada así, ni con la
abundancia que se le supone a tierra con ese nombre, pues parece recibir el
suyo desde mucho antes que aquéllas, en los tiempos de José María era tierra
de tan solemne pobreza que no era raro que algunos de los que por allí moraban
se echaran al monte.
Por
eso José María, hijo de Juan, al que llamaban el Gamo, y de María, en cuanto
pudo, comenzó a ayudar en las labores del campo. Tenía once años cuando su
padre, dedicado al contrabando y a la caza furtiva, que hacía lo que podía para mantener a su
familia, fue muerto sin que se supiera por quién ni por qué.
Parecía
que la vida del pequeño José María eludiría la marcha por caminos equivocados
cuando el párroco don Julián Moscoso, comprometido por su ministerio en ayudar
a aquella familia maltratada por el destino, tomó al muchacho bajo su
protección. No parecía, sin embargo, que al joven huérfano gustara la rigidez
de la vida religiosa. Ni siquiera la tentación de probar algún sorbo del dulce
vino de consagrar, lo mantenía fiel a su ocupación de monaguillo frente a otras
más excitantes, porque ya mozalbete, queda prendado de Clara, hija del
corregidor don Pedro de Aurioles y Lonforia, a la que ve todos los domingos en
la iglesia cuando don Pedro, con su familia, acude a los oficios. Es un amor
imposible, pero que sirve para abandonar los caminos de Dios y seguir los de
mundo.
Tras
emplearse como guardia en un cortijo y alistarse después en los tiempos de
trienio liberal, de vuelta, entabla amistad con gentes que no le convienen. Un
tal “Chuchito”, que tiene una novia a la que todos conocen como la “Niña de
Oro”, le hace una confidencia que marcará su vida: le habla del asesino de su
padre. Con la sangre encendida, José María venga esa muerte, matando al
asesino, el primogénito de un rico hacendado, y huye. Ya no será más José
María, o lo será, pero ya todos lo conocerán como El Tempranillo, que así le
dijo la Niña de Oro, cuando conoció
la venganza llevada a cabo del que sería mito y leyenda de los bandoleros
españoles.
Las estribaciones de Despeñaperros fueron refugio de los más famosos bandoleros del siglo XIX. |
No gusta mucho al novio de la Niña de Oro que el Tempranillo ande rondando por allí, y el celoso novio así se lo dice a María Fuensanta, que ese es el nombre la moza de los rizos dorados, a la que conmina para que haga abandonar el cortijo en el que ella trabajaba a José María, allí escondido hasta que pase el revuelo del crimen cometido. Pero José María es mozo guapo, valiente y gusta a María Fuensanta, y la Niña de Oro en lugar de echar a José María dice a Chuchito que es él quien debe marchar. Rabioso, el novio se va, aunque el Tempranillo sabe que pronto y no muy lejos tendrán que verse las caras cuando, ambos hombres enfrentados, sus rostros se vean reflejadas en el acero de sus facas.
Durante
la romería de San Miguel tiene lugar el goyesco duelo. Navaja en mano atacante
y protegido el brazo defensor con trapo o fajín, los rivales giran y se mueven
uno alrededor del otro, se miran sin perderse de vista, se estudian buscando el
gesto débil, la forma no de matar, sino de no morir.
Terminada
la riña, el Tempranillo huye. No olvida a la Niña de Oro, pero son dos muertes las que carga ya sobre sus
espaldas y abandona aquellas tierras. Tampoco olvida la Justicia, que lo persigue y aprovecha cuantas facilidades recibe. Y es
que María Fuensanta, aún tiene otro admirador, un tal Celestino, que dice ser
escribano, pero que se dedica al contrabando y otros menesteres impropios de
las buenas personas. Tanta hipocresía le lleva a presidir la cofradía del
Cristo de la mano negra, a la que beneficia con generosas contribuciones y así
dar apariencia de probidad.
Como
la primera de las muertes causada por el Tempranillo lo fue sobre el mayorazgo
de persona muy principal, lejos de olvidarse el asunto, provoca grandes presiones
sobre el corregidor de Montilla, don Pedro de Aurioles, que intensifica las
pesquisas y acciones para detener al criminal, incluso con malas artes. Para
atraerlo, se detiene a la madre de José María el Tempranillo y se la encarcela. Cree el corregidor que así
será más fácil apresar al fugitivo cuando éste intente verla o ejecutar alguna
acción para liberarla. Pero el Tempranillo es listo y valiente. Recuerda a
Clara, la hija de don Pedro, y con nocturnidad la rapta. Ya tiene la moneda con
la que rescatar a su madre.
Al
conocerse los hechos Celestino, el pretendiente de María Fuensanta, decide sacar
partido al asunto: capturará al fugitivo, su rival, o le dará muerte, liberará
a Clara y obtendrá así el agradecimiento del corregidor, y dejará expedito el
camino hacía la Niña de Oro. Contrata,
pues, una partida, y armados todos va en busca de el Tempranillo. Pero las
cosas para Celestino no resultan como planea y es él quien resulta muerto
durante la escaramuza.
Irreductible
el Tempranillo en su refugio, no queda otro remedio a don Pedro que avenirse al
canje de los rehenes. En el barranco de la Bruja se produce el encuentro, se
citan bandolero y corregidor llevando a sus prisioneras que son liberadas. Devuelta
a su padre Clara y libre doña María Cobacho, ambos se retiran. Nace una leyenda
para el pueblo y la pesadilla para los migueletes del rey Fernando VII.