HISTORIA DE ALGUNAS ANIMALADAS

    Se sabe que en el coliseo romano y en otros circos de la época se libraban feroces batallas entre animales. Eran espectáculos de moda que servían para divertir a la masa. Osos, toros, rinocerontes, elefantes, tigres o leones eran enfrentados entre sí, cuando no a gladiadores, para solaz del pueblo embrutecido.

    Sin duda que en tiempos anteriores ya se producían combates parecidos; y desde luego, siguieron sucediendo después hasta tiempos muy recientes.

    En la España de los Austrias también era muy frecuente la lucha entre bestias que competían entre sí hasta morir. Solían celebrarse estas luchas en plazas o cosos, con numerosa asistencia de público y presencia de autoridades. Es conocido un caso sucedido en Madrid. Se organizó en el sitio del Buen Retiro, durante el reinado de Felipe IV, con motivo del cumpleaños del príncipe Baltasar Carlos, el 13 de octubre de 1631.  Se enfrentaron al mismo tiempo un toro, un león, un tigre y un oso. Cuatro bestias de enorme ferocidad de las que resultaba difícil aventurar un ganador. Al final todos, excepto el astado, estaban heridos e impedidos para continuar la lucha. Fue entonces cuando el “Rey Planeta” pidió un arcabuz y de un certero disparo derribó al cornúpeta, ante los vítores y aclamaciones del gentío entregado a su rey.

Madrid. Cuesta de Moyano. 2006
Masdrid. Cuesta de Moyano

    En el siglo XIX también se han promovido espectáculos en los que las bestias han sido víctimas de la violencia humana. En Madrid desde la época de Carlos III hubo un jardín zoológico. Al principio estaba ubicado junto a la cuesta que hoy se llama de Moyano. Dicho parque, mantenido por los reyes, pasó a depender del municipio en el siglo XIX. Los grandes costes y la dudosa gestión desembocaron en la cesión del parque a manos particulares. Una familia de empresarios circenses, los Cavanna, se hizo cargo de él. Durante la gestión de los Cavanna la situación económica mejoró notablemente. En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, Luis Cavanna dirigía el zoológico, que por entonces era llamado “Casa de Fieras” como un verdadero circo: paseaba los animales por la ciudad, los llevaba a abrevar a fuentes y estanques y organizaba luchas entre ellos. Una de estas peleas sucedió en 1904, entre un tigre y un toro. Los animales estaban encerrados en una jaula, en una especie de coso, pero la ferocidad de los animales provocó la rotura de la jaula y la fuga de los animales. Y naturalmente el pánico se apoderó del público. La jornada terminó con un muerto y diecisiete heridos. El incidente supuso la supresión de tales espectáculos.
 
   Casi al mismo tiempo, en 1903, en Nueva York, en la zona de Coney Island, se acababa de erigir “el Luna Park” un circo en el que Topsi, una elefanta africana, había contribuido a construir. Su misión como animal de carga consistió en acarrear materiales. Al tiempo su cruel educador la preparaba para los mas variados y extravagantes números, algo a lo que Topsi, africana, y por tanto indomable y arisca se resistía. Un día su cuidador le colocó un cigarro encendido en la boca y pretendió obligarla a fumar. El animal sintió el dolor que la quemadura, provocada por la brasa, produjo en su boca, y enfurecida arremetió contra su torturador.  De un pisotón fue convertido en algo parecido a un sello de correos. El caso se considero como un asesinato, pues supuso la condena de Topsi. Era peligrosa y por tanto, necesario ejecutarla.

    Se pensó en ahorcarla, pero hubo protestas. Alguien alzó la voz diciendo que ese modo de ejecución resultaría en exceso cruel (1), y se decidió electrocutarla.

   Comenzaba por entonces la expansión masiva del uso de la luz eléctrica. De hecho el propio “Luna Park” estaba iluminado gracias a miles de bombillas de filamento, de las inventadas por Edison, el prolífico autor de más de mil inventos: el fonógrafo, el telégrafo, y… la silla eléctrica; y había una despiadada lucha entre los partidarios del uso de la corriente continua, encabezada por el propio inventor, y los defensores de la corriente alterna. George Westinghouse defendía tenaz este tipo de corriente. Al fin se le propuso a Edison la preparación de la ejecución. No dudó en aprovechar la ocasión para demostrar que la corriente empleada por  Westinghouse era mucho más peligrosa que la de tipo continuo defendida por él, que produciendo los mismos beneficios, decía, era incapaz de matar. Así que, dispuso todo para la ejecución. Una descarga de 6.600 voltios de corriente alterna recorrió el cuerpo de Topsi, que humeante se desplomó, muriendo en apenas quince segundos. La escena(2)completa fue filmada por el propio Edison y ha llegado a nuestros días en perfecto estado. En ella podemos ver lo que aquella mañana del mes de enero de 1903 presenciaron más de mil quinientos espectadores de morbosa curiosidad y ávidos de emociones fuertes.

   Cien años después, en el Coney Island Museum de Nueva York, fue inaugurado un monumento en su recuerdo.


(1) La elefanta Mary no tuvo tanta "suerte". Había matado en un  arrebato furioso a uno de sus cuidadores. Fue colgada de una grúa el 13 de septiembre de 1916.

(2) Ejecución de Topsi. Película de Thomas A, Edison. 1903.

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. DAROCA

   Con unas murallas y un imponente castillo que al viajero se le antojan inexpugnables, y con razón, pues la historia le enseña cómo Daroca fue, y más de una vez, durante la Edad Media, baluarte infranqueable en las apetencias de Castilla por el Reino de Aragón, Daroca recibe al viajero, dándole paso por la Puerta Baja, la más antigua y juzga el viajero que también la más hermosa de las que tiene la ciudad. Cruzar el arco de la puerta, es verse en la calle Mayor llena de comercios y gente que, de principio a fin, es decir, desde la Puerta Baja a la Alta, camina por ella: visitantes o vecinos, unos curiosos, dedicados otros a sus compras y haceres cotidianos. Lee el viajero que antes que calle fue rambla y poco cuesta al viajero creerlo, pues por Daroca pasa el río Jiloca y hacía él discurren cauces de muchos barrancos que, vistos en el mapa, son paralelos a la gran calle. Pero la naturaleza rara vez cede a los caprichos del hombre, y no por ser calle las aguas que bajaban de las tierras altas dejaban de buscar salida por su camino natural, el que ahora los hombres querían para sí. Y si dicen que la necesidad agudiza el ingenio, los darocenses lo desplegaron en poco más de cinco años, eso sí, a base de pico y pala, pues entre 1555 y 1560 construyeron un túnel, La Mina, de más de setecientos metros de largo, seis metros de ancho y ocho de altura, que atraviesa el cerro de San Jorge y canalizaba las torrenciales aguas que hasta entonces amenazaban la ciudad. Y fue tan perfecta la obra que, aunque fueron dos brigadas las que comenzaron a excavar el monte, una a cada lado del cerro, cuando coincidieron en el centro, resultó tan recta la mina que la luz del final del túnel se veía desde cualquiera de las dos entradas.


Daroca. Puerta Baja

   Cerca de la calle Mayor el viajero encuentra la Colegiata de Santa María, templo si no hecho, sí rehecho para la veneración de los famosos Corporales de Daroca. La historia de estos corporales transcurre lejos de Daroca, pero quiere el viajero recordar aquí cómo fue que llegaran hasta Daroca aquellos paños.

   Tras la conquista de Valencia, en 1238, por Jaime I, las tropas cristianas avanzan hacia el Sur. Al año siguiente, guiados por Berenguer de Entenza, tío del rey Conquistador, soldados de Aragón están próximos a Luchente y al castillo de Chío. El 23 de febrero de 1239 se prepara un combate entre cristianos y agarenos. Acompaña a las tropas aragonesas el capellán Mateo Martínez, darocense de la parroquia de San Cristobal, que para obtener la gracia del Todopoderoso oficia una misa. Cuando las tropas de ambos bandos iban a entrar en combate el sacerdote oficiante ocultó las sagradas formas bajo unas rocas para salvaguardarlas de la barbarie infiel, caso de ser capturado. Cuando al terminar la contienda, con victoria cristiana, el prudente clérigo fue a recoger las hostias envueltas en los corporales, éstos teñidos de rojo guardaban ahora convertidas en carne de Cristo los trozos de pan ácimo puestos por el capellán. Comprobado el prodigio, para venerar aquellos milagrosos corporales, unos quisieron que quedasen allí, y que en el lugar de la batalla se levantara una ermita; otros que, como el capellán Martínez, se llevaran a Daroca. El desacuerdo se dejó en manos de la providencia. Se guardaron los corporales en unas alforjas puestas a lomos de una mula y se dejó que fuera ésta la llevara los corporales donde su libre albedrío dispusiera. Y así fue cómo la mula, llegando a Daroca, se detuvo y cayó fulminada. Allí quedaron los corporales, y allí se conservan aún en la colegiata de Santa María.


Daroca. Colegiata de Santa María.

   El viajero queda un poco decepcionado, un sentimiento que cuantifica así, por no emplear el más contundente y absoluto de ver totalmente frustradas sus ganas de ver el templo. Hay veces que hay suerte y las puertas de la Casa de Dios están abiertas, como parece que deberían estar siempre. Otras, encontrándolas el viajero cerradas, acaba entrando: “Llamad y se os abrirá” dijo el evangelista San Lucas; y otras viéndolas cerradas a cal y canto, parece que sean las puertas del cielo, que San Pedro las guarde y al viajero le vete el paso, pues no hay manera de entrar donde el viajero quiere. Y así le sucede al viajero, que San Pedro está de guardia y el viajero se queda con las ganas. No es día ni hora de abrir. Y es que el viajero traía aprendido que hay en la Colegiata capillas, como la de los Corporales, y pinturas murales de cierto interés, que el viajero se queda con las ganas de ver, pero no de avisar de que están y de desear a quien vaya detrás de él que la fortuna le favorezca.

   Se conforma con ver por fuera el templo, que fue remodelado en su anterior fábrica y dejado como hoy está a finales del siglo XVI por el arquitecto Juan Marrón. El viajero pese a todo, no está triste por el contratiempo. Daroca es encrucijada, lugar de mucho paso para otros muchos sitios, y sabe que volverá a pasar por aquí otra vez. Quizás entonces San Pedro, sonriente, le espere con las puertas abiertas.
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EL PASTELERO QUE QUISO SER REY

   Mucho tuvo que ver el destino para que la siguiente historia llegara a ocurrir, pues sus tres protagonistas allí vivían y allí se conocieron; pero aunque el azar los reunió, fueron ellos los que, por el enredo de uno y la ingenuidad y ambición de los otros, escribieron su propia suerte.

                                                       *

   De profesión pastelero, unos dicen que fue concebido en Lisboa, otros que en Toledo, lo que sí se sabe es que fue en esta ciudad donde nació Gabriel de Espinosa, seguramente hacia 1555, aunque fue luego en Madrigal donde vivió, y por tener un obrador donde preparaba pasteles, fue conocido como el pastelero de Madrigal.

   Era Gabriel bien parecido, de cabellos rubios, bien educado y su piel estaba adornada con cicatrices, que decía eran trofeos de su valentía en los campos de batalla. Su parecido con el desaparecido don Sebastián de Portugal era notable. Y es que al morir el príncipe Juan de Portugal y regresar a España doña Juana de Austria, tras nacer el infante don Sebastián, fueron llamados para ocuparse del pequeño príncipe portugués los marqueses de Castañeda. Había en el séquito de estos señores una dama llamada María de Espinosa de tan cautivadora belleza que el rey Juan III, sucumbiendo a sus encantos y a sus propias pasiones, que en estas cosas son siempre dos los que hacen y deshacen, la dejó encinta. Al saber los marqueses de aquel embarazo decidieron alejar a María de Lisboa, enviándola a Toledo, donde nació un niño, que por ser hijo de don Juan III de Portugal era a su vez tío del nacido poco antes don Sebastián, el futuro rey. Sea su gran parecido con don Sebastián por su parentesco o por un azar de la naturaleza, pues lo primero navega entre lo posible y el mito, y lo segundo es mera probabilidad, el caso es que Gabriel de Espinosa no dejará pasar la ocasión cuando se le presente.

                                                       *

   Ana de Austria nació en Pastrana, pero vivió desde niña en Madrigal, si así se puede llamar a su existir encerrada como novicia primero y monja después, sin tener vocación por la vida contemplativa.  Era hija de doña María de Mendoza y don Juan de Austria. Un amor propiciado por la princesa de Éboli, que se tornó pasajero, o al menos intermitente y discreto, pues para evitar el escándalo, doña María fue alejada de la corte al conocer doña Ana, la siempre intrigante princesa de Éboli, el embarazo de su sobrina. A los seis años la niña nacida de aquellos amores ya había ingresado en el Real Monasterio de Nuestra Señora de Gracia el Real de la villa de Madrigal. Allí fue creciendo, estudiando, olvidada de todos y sin afectos. Allí fue donde conoció la desaparición del rey de Portugal don Sebastián y supo de la muerte del hermano del rey don Felipe, don Juan de Austria, el héroe admirado por todos que, sin saberlo, era padre suyo. Y allí fue donde la sobrina del rey Prudente conoció a Gabriel de Espinosa, del que ni rey ni roque, conseguirá otra cosa que enamorarse de él.

                                                        *

   También en Madrigal vivía por entonces fray Miguel de los Santos, un agustino, confesor en la corte lisboeta de don Sebastián de Portugal que, al morir el rey en Alcazarquivir, fue desterrado por Felipe II, pues antes que a favor de su partido por la corona portuguesa, se puso de parte de don Antonio, el prior de Crato, aspirante al trono luso. Hecho el acto de contrición por sus veleidades políticas, lo que le permite estar en una aceptable posición en Madrigal, no parece asumir ningún propósito de la enmienda y sus caprichosas maniobras en contra del rey Prudente vuelven a presentarse en él. Poco más cabe decir de este fraile, como no sea que es el lazo que une a Gabriel de Espinosa y Ana de Austria. Sin él la historia de esta impostura nunca hubiera sido.

                                                       *

   Hacía 1582 llega a conocimiento de Felipe II la existencia de una sobrina suya a la que no conoce. Le dicen que es novicia en Madrigal, y aunque en un primer momento produce irritación en el rey que se le haya ocultado el asunto, pronto se inician algunos trámites para el reconocimiento de la joven como miembro de la casa real, aunque nada se haga para sacarla del estado conventual en el que se encuentra. Así pasan los años hasta que el 12 de noviembre de 1589 Ana de Austria toma los votos en Madrigal. Para entonces el confesor de Ana, Miguel de los Santos, ya conoce a Gabriel de Espinosa. No es extraño de así sea, y tampoco que habiendo sido confesor de don Sebastián en Lisboa, aprecie el gran parecido del pastelero con el mítico monarca luso y comience a urdir un plan para el sosias que la providencia ha puesto en sus manos.

   Comienza el fraile por persuadir a doña Ana de los grandes destinos que en sueños, por designio divino, ha visto para ella: el de ser esposa de don Sebastián y reina de Portugal. La insistencia del fraile en las visiones que dice tener hace fácil la disposición de la monja, que carente de vocación  por las cosas de Dios, cree que los sueños de Miguel de los Santos son anticipo de la realidad. No ha costado mucho tampoco al astuto agustino convencer a Espinosa que su parecido con el rey portugués desaparecido, pero no muerto a decir de todos, puede ser la oportunidad que la vida le ofrece para alcanzar grandes empresas, y que con la ayuda de doña Ana, la sobrina del rey, más deseosa de lucir brocados y sedas que el hábito que aborrece, podrá hacerse realidad. 

   Para dar crédito a ello el falso don Sebastián escribe palabras de amor y promesas de grandeza a la ingenua monja. Doña Ana, enamorada de don Gabriel antes que de Dios, entrega al impostor unas joyas para financiar la empresa, pues lleva Espinosa tiempo exhibiéndose y su fama va creciendo. De ello se ocupa el antiguo confesor real. En Portugal crece la idea de que pronto volverá don Sebastián a ocupar el trono luso que ahora ocupa Felipe II, cuyo fin, dada su edad, creen próximo, como también lo creen los nuevos pretendientes.

Fotografía tomada del libro España histórica de Antonio Cárcer Montalbán.
Ediciones Hymsa. 1934

   Pero tanto alboroto, como es natural, no hace sino llamar la atención de las autoridades y, una vez más, es el azar el que marca el guión de la historia: está Espinosa en Valladolid, cuando una mujer con la que ha hecho cierta amistad, descubre que Gabriel guarda joyas de valor impropias de su condición. Temerosa por verse involucrada con quien pudiera ser incapaz de justificar la posesión de piezas tan valiosas, da cuenta a la Justicia. Tras las primeras indagaciones, se le descubren a Espinosa una miniatura con el retrato de doña Ana, una sortija, con otro retrato, éste del rey don Felipe, relojes y otras piezas variadas. Rodrigo de Santillán, Alcalde de Corte de la Chancillería de Valladolid, le interroga. Dice Espinosa, que es pastelero en la villa de Madrigal y que le fueron entregadas por doña Ana, monja de Santa María, para su reparación o venta. Sospecha don Rodrigo de la versión del pastelero, ordena que se le detenga, y prosigue sus pesquisas, que ahora se dirigen hacia la dueña de las joyas.

   Y hasta el convento llega el alguacil Cerecedo con el aviso para doña Ana de lo sucedido, del rescate de sus joyas y el prendimiento de Espinosa. Doña Ana defiende a éste, y responde que son suyas las joyas y que ha sido ella la que de grado ha entregado a don Gabriel las mismas para su venta.

   Pero Santillán desconfía. Obstinado en conocer la verdad, llega a sus manos una carta de doña Ana y otra de su confesor Miguel de los Santos, dirigida a Espinosa. Las cartas resultan comprometedoras. En ellas, antes que las palabras de amor, alarma al Alcalde comprobar que Espinosa recibe el trato de Majestad por la sobrina del rey. Y aún hay más. Un nuevo personaje, el confesor De los Santos, antiguo conocido del rey don Felipe, entra a formar parte de la enmarañada trama. Santillán se propone penetrar en ella.

   Informa, pues, al rey. Don Felipe ordena que siga preso Espinosa, se confine a doña Ana en el convento y vaya el Alcalde a Madrigal, para conocer en persona detalles de lo que parece traición y delito de lesa majestad. Cuando llega, poco queda en el obrador de Espinosa. Nada que le comprometa, pero pregunta a la gente y escucha que era llegado hacía poco de Nava de Medina, no muy lejos de Madrigal, que sus pasteles no eran buenos y que ni siquiera los hacía él, salvo a veces para disimular, pues otros se encargaban de hacerlos, mientras él lo que sí hacía a diario era oír la misa que de buena mañana daba fray Miguel en el Convento, y pasar el día hablando con doña Ana y con el propio fray Miguel en el locutorio.

   El temor al escándalo alerta al prior de los agustinos, que prohíbe entregar más documentos a don Rodrigo, pero pese a las amenazas de excomunión, don Rodrigo se incauta de toda la correspondencia de doña Ana y ordena quede confinada en su celda. También fuera del convento Santillán, obstinado, busca nuevos documentos comprometedores, los que doña Ana ya había enviado a Espinosa antes.

   Detenido Espinosa, confinada doña Ana, llega el turno de fray Miguel. Reincidente como era en su oposición a Felipe II, nada bueno puede esperar, y no se equivoca. Acusados de alta traición, el juicio transcurre como conviene a los acusadores. Coincidentes al fin por las malas, fray Miguel y Espinosa, tras negarse por las buenas a reconocer la comisión de los delitos, éste, confirmada la sentencia por el rey don Felipe, morirá ejecutado en el mismo Madrigal, tal como anunciaba el pregón el día de su ejecución:   “Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor, y el Alcalde Don Rodrigo de Santillana en su nombre, à este hombre, por traydor al Rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil, y baixo,se havia querido hazer persona Real, le mandan arrastrar, y que sea ahorcado en la plaça publica desta Villa, y desquartizado en ella y su cabeça puesta en un palo: Quien tal haze, que asi lo pague”.

   Fray Miguel no resulta mejor parado, secularizado, queda desprotegido por tanto por el fuero eclesiástico. La horca quebrará su cuello en Madrid. Mejor tratada fue doña Ana, traidora al rey también. El 24 de julio de 1595, el doctor don Juan de Llano Valdés hace pública la sentencia. Será confinada, tratada como una monja particular, sin que pueda hablar con nadie, saliendo únicamente para oír misa los días de fiesta, y comerá sólo pan y agua todos los viernes de los ocho años que durará su encierro. Muerto el segundo de los Felipes, el tercero la liberará y de vuelta a Madrigal, será priora; y luego, en el Monasterio de las Huelgas abadesa. Sin duda fue la mejor parada en este enigmático caso, rodeado de un aura de leyenda y causa y efecto a la vez del sebastianismo.

Nota: El muerte de don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir y el reconocimiento de su cadáver por algunos de los nobles que le acompañaron en la campaña africana fue contada en “El secreto de don Sebastián de Portugal”.
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MUSICA CELESTIAL

   El 21 de mayo de 1469 es fiesta de Pentecostés. Un abigarrado gentío ocupa hasta el último rincón de la catedral de Valencia. Nadie quiere perderse el descenso de “La paloma”, tradición muy antigua en la que una paloma, que representa la venida del Espíritu Santo, desciende desde la altura del cimborrio hasta el presbiterio, entre chispas y llamaradas de artificio emanadas por su cuerpecillo de plata. Todo transcurre con el lucimiento esperado: bengalas, olor a incienso y cantos animan la celebración(1).

   Pero al llegar la noche, vacío el templo de fieles, sucede lo que por falta de prudencia no se pudo evitar. Una chispa errante y viva, que había buscado refugio tras el retablo del altar mayor, se alimenta de la madera reseca para dejar de ser brasa y convertirse en llama. Tan deprisa como el fuego crece se da la alarma. El fuego amenaza con destruirlo todo. Entre los que han llegado al oír los gritos de auxilio y la luz con la que el incendio avisa está Lancelot. Es éste un esclavo negro, propiedad del señor de Perellós. Valiente, Lancelot se acerca al altar y se encarama  con  decisión, aun a riesgo de su vida. Cuando desciende, el retablo es ya pasto de las llamas, pero en sus manos lleva a la Virgen y el niño Jesús. Y tan celebrada fue la proeza de Lancelot por el cabildo, que pagaron a su dueño su libertad y manumitido, se le buscó empleo para una digna y decorosa vida en libertad.

   El resultado de aquel desastre no fue sólo la pérdida del retablo, también las pinturas medievales de la capilla resultaron destruidas. Pero pronto se decide reponer lo perdido, porque casi de inmediato, al año siguiente del desgraciado incendio, Rodrigo Borgia, entonces cardenal, ya estaba decidido a recuperar el esplendor perdido por la capilla mayor quemada, empezando por su cielo, es decir, su bóveda. En 1572 son llamados dos italianos: Francesco Pagano y Paolo de San Leocadio, el primero hombre maduro ya y de precaria salud; el segundo joven, pero maestro en la composición de figuras. Parece que fue el joven San Leocadio quien se ocupó fundamentalmente de la obra, y que Pagano apenas intervino en algunos detalles de la decoración y, eso sí, de cobrar las pagas por los trabajos realizados, guardarlos en una caja y repartirlos con San Leocadio de manera muy poco equitativa, lo que condujo a que entre ambos maestros surgieran diferencias y discusiones a veces agrias.




   También el retablo fue objeto de renovación. Con los casi 250 kilos de plata recuperados tras el siniestro, que se funden, se añade más y se encarga uno nuevo. Se sabe que el orfebre italiano Bernabé Tadeo de Piero di Ponce trabajaba en él durante los últimos años del siglo XV y primeros del XVI y que a su término fueron Fernando de los Llanos y Fernando Yañez de la Almedilla, conocidos como los Hernandos, los encargados de pintar las tablas de las grandes puertas del armario que contenía el retablo.




   Pero los tiempos cambian y el gusto por los frescos renacentistas de Pagano y San Leocadio, con las nuevas modas, deja paso a los nuevos aires del barroco. En el siglo XVII la capilla mayor cambia su aspecto, el yeso lo invade todo, figuras y filigranas doradas de todo tipo ocultan cuanto de gótico había, se ciegan los arcos de la girola abajo, más arriba las vidrieras quedan enmarcadas por adinteladas ventanas y hasta la bóveda, morada de los renacentistas ángeles músicos pintados por Paolo de San Leocadio, se ve cubierta por otra cuyo pan de oro resplandece haciendo olvidar al coro de serafines que allí vive. Se hace el silencio, pues. Durante más de tres siglos no será posible oír las trompetas, laudes, arpas, dulzainas, flautas de aquellos ángeles condenados a la oscuridad de su encierro en una cámara, de unos ochenta centímetros, que separa ambas bóvedas, y que los hace ciegos y mudos del mundo de los hombres al que la mano inspirada de San Leocadio los trajo.

   Aún después, pasado otro siglo, otra capa de yeso cubre lo que falta, ahora dando un aspecto más acorde con los tiempos. Las naves y la girola adoptan un aire neoclásico que oculta cuanto de arte bárbaro quedaba. Nada de la fábrica gótica queda a la vista. Pero a mediados del siglo XX la catedral, como dama que aparta el disfraz de su rostro y muestra su hermosa cara, pierde su máscara, enseñando su faz limpia, dejando a la vista el gótico original de la nave principal, y en el XXI, por una casualidad, como resucitados, aparecen aquellos ángeles olvidados, todavía sus instrumentos en sus manos, heridos por aquellos que los enterraron, sucios por el paso del tiempo, pero tan vivos que no tardan en resplandecer. Juzguen quienes los vean y escuchen, casi.













(1) Este tipo de representaciones, fuese en Navidad, Pascua de Resurreción o Pentecostés eran bastante frecuentes. El concilio de Trento, en su afán normalizador, las prohibió. Hoy quedan vestigios de aquellas tradiciones en actos como el famoso Misterio de Elche. 
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DOMICIANO Y LA DAMNATIO MEMORIAE. HISTORIA DE UNA EXCEPCIÓN.

   Pocos de los que hablaron o escribieron sobre él juzgaron con benevolencia al último emperador de la dinastía Flavia. Si acaso Marcial, el poeta bilbilitano, lo elogió, pero cuando Suetonio le dedicó el último de los capítulos de su “Vida de los doce cesares” no se anduvo con contemplaciones, como tampoco lo hicieron Tácito o Plinio.

   Domiciano era hijo y hermano de emperadores. Su padre, Vespasiano, del que no se tiene mal recuerdo, pues si no murió en la cama fue porque no quiso, no tuvo el indigno final que otros anteriores a él sí alcanzaron. No fue odiado Vespasiano que, cuando le llegó su hora, tranquilo, en la cama, aquejado por el malestar y las fiebres de los cólicos que padecía, se levantó como pudo diciendo: “Un emperador debe morir de pie”, y se murió.

Estatua del emperador Vespasiano en Castrourdiales.
Vespasiano fue padre de los emperadores Tito y Domiciano.

  Su lugar lo ocupo Tito, del que los historiadores romanos tampoco han hablado mal, puesto que se comportó con benignidad, no firmó sentencia de muerte alguna, ayudó al pueblo en las catástrofes que asolaron Roma durante su mandato y realizó muchas obras públicas; y si no hizo más fue porque su reinado apenas duró dos años. Pese a las sospechas de un envenenamiento, parece que en realidad murió, como su padre, de muerte natural. Llorado por el pueblo, no lo fue tanto por su hermano Domiciano, que no había dejado de conspirar en su contra, y que al faltar Tito, se hizo cargo del Imperio.

   Venía, al parecer, Domiciano resentido en su carácter por la predilección que su padre había mostrado siempre por Tito, pero aunque al principio se comportó con prudencia, no tardó mucho en manifestarse su perversidad. Suetonio cuenta con detalle muchas de sus extravagancias. Durante un tiempo tuvo por costumbre encerrarse solo y dedicar su tiempo a la captura de las moscas que revoloteaban en torno a él. Luego, atravesándolas con un alambre una a continuación de la anterior, quedaban ensartadas a modo de repugnante pulsera o collar. Estas actividades pueriles y crueles eran tomadas a befa por quienes las conocían, y así cuando alguien que pretendía hablar con el emperador preguntó si había alguien con él, Vibio Crispo, respondió:
   ─No, ni siquiera una mosca.
   Sus manías no habían hecho más que comenzar, como también el ejercicio arbitrario de su poder, pues junto a justas medidas ordenaba caprichosas órdenes. Mandó matar a muchos hombres, cualquiera que fuera su condición, por las razones más peregrinas. A uno por hacer bromas que no resultaron de su agrado, a otro por creerle aspirante al cetro imperial al nacer bajo el signo de una constelación que predecía malos augurios; a un hombre corriente, en el circo, por opinar que ciertos gladiadores eran mejores luchadores que otros, mandó que fuera arrojado a la arena y se enfrentara a dos perros. Precisamente, durante los juegos se hacía acompañar por un enano, que debía situarse a sus pies, pero con el que mantenía sesudas conversaciones, incluso sobre la política del Imperio. Su egomanía le llevó a cambiar los nombres de dos meses por los suyos propios; pero se convirtió en un ser temeroso de todo y de todos, tanto como los demás le temían a él. En cierta ocasión determinó que se cortasen la mayor parte de las vides de Roma, tras comprobar que había mucho vino y poco trigo, pero entonces leyó un escrito que decía que aunque cortase todas las viñas, aún habría suficiente vino para celebrar su muerte. Tanto le afectó y tal miedo le infundieron aquellas palabras, que desistió de su empeño talador. Epafrodito era secretario suyo. Un día recordó que él había sido quien, veinticinco años atrás, había entregado a Nerón la daga que sesgó su carótida y tuvo miedo de que se le ocurriera hacer lo mismo con él. Ordenó matarlo. Siendo un cobarde, fomentó la delación como medio para protegerse de quienes le odiaban, que eran muchos.

   Más todas las precauciones fueron insuficientes y una conspiración y siete puñaladas, pese a la resistencia que opuso, dieron cuenta del malvado emperador.

   Tras su asesinato, el Senado decretó una damnatio memoriae. Se inició la eliminación de todo rastro físico que recordase la existencia de Domiciano, tratando de hacerlo caer así en el olvido. Se borró su nombre de las inscripciones, se destruyeron cuantas estatuas y bustos de él se conocían y suprimió su nombre de todos los escritos, pero lo cierto es que, como casi siempre, el propósito no le logró del todo, pues hubo una excepción.

   La primera que no permitió que Domiciano quedara en el olvido fue Domicia Longina, su esposa, mas no por su amor a él, sino para dar testimonio de su inicua memoria. Era Domicia de familia noble, respetada y querida, pues no había secundado los actos del emperador. Tras morir Domiciano fue llamada por el Senado, que determinó concederle el favor que desease. La viuda del tirano pidió se erigiera una estatua de bronce y permiso para ubicarla donde ella deseara. Concedido el permiso, cuenta Procopio cómo ordenó recoger los restos del esposo, poco antes cosido a puñaladas y despedazado, unir sus restos y hacer que los escultores hicieran réplica de aquella figura compuesta como rompecabezas con forma humana; y hecha que se instalara en el camino del capitolio como muestra de cómo había muerto Domiciano, el último emperador de la dinastía Flavia.
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