EL REY QUE QUERÍA SER PADRE

   Fue un anhelo constante en su vida, pero su naturaleza desvalida se lo impidió. Para tratar de conseguirlo quienes mandaron en su vida lo casaron primero con María Luisa de Orleans y luego, al morir ésta, con Mariana de Neoburgo. De la primera el valetudinario Carlos II estuvo muy enamorado, pero como de su naturaleza no se podía obtener gran cosa, aunque él no lo supiera y los demás no se lo dijeran, ningún fruto se obtuvo.

    Ignorante de su incapacidad, su empeño era preñar a la reina. Como ese era su deber, así se lo demandaban todos. Tampoco era ajena a esta presión para quedar encinta la reina, que puso cuanto pudo de su parte.

   Que la reina fuera francesa, que llegara con un séquito de damas francesas que hablaban en francés, comían comida francesa y lo impregnaran todo con los modos del país vecino, no hizo más que enfrentar a las cortesanas francesas y a las españolas, y que el pueblo español demostrara, en mayor medida aun, su antipatía por todo lo francés. Tantas ganas tenía el rey por tener un heredero, tan obsesivo se tornó el asunto que, siendo la marquesa de Terranova camarera mayor de la reina, ocurrió lo inevitable.

   Era la marquesa mujer en extremo rigurosa de las costumbres palaciegas, que mantenía la corte en un estado de tedio permanente difícil de soportar. No era la excepción a ese sufrimiento la jovencita reina María Luisa, francesa, alegre y, por lo primero seguro y por lo segundo probable, objeto de las antipatías de la marquesa, a la que todo lo que oliera a francés despertaba el más profundo odio.

   En cierta ocasión, a una de las damas de la reina, francesa naturalmente, la marquesa de Terranova, por quién sabe qué cuestión probablemente baladí, dio un tirón de orejas o parejo castigo. Corrió, pues, la dama a quejarse a su señora por tan impropio castigo, y ésta, indignada llamó a su presencia a todas sus camareras, la marquesa de Terranova a la cabeza, a quien nada más llegar propinó dos sonoros manotazos en el rostro, ante la estupefacción de todas las servidoras. Ahora, quien corría era la marquesa, pero buscando el amparo del desvalido rey Carlos. El pobre, convencido por la camarera, llamó a su esposa. Quería reprenderla por el trato tan cruel dispensado a la marquesa, mas cuando llegó María Luisa, adujo sus razones, que no eran otras que las de habérsele presentado un impulso irresistible, un necesario de satisfacer e imposible de reprimir antojo. Fue oír esta palabra el rey, y olvidar lo que significan otras como imparcialidad o justicia. Qué emoción la del rey, la reina preñada. Y Carlos en su agitación, y para asegurarse del feliz término de lo que él creyó, autorizó a su reina a dar dos nuevas bofetadas a la marquesa.

María Luisa de Orleans, de José García Hidalgo. 1679.
Museo de Bellas Artes de Xátiva, cedido por el Museo del Prado.
Si de alguna mujer estuvo sinceramente enamorado Carlos II fue, sin
duda, de su primera esposa María Luisa de Orleans, a la que invocaba
con frecuencia como "Mi reina". En 1699 quiso el rey visitar, con su
segunda esposa, Mariana de Neoburgo, el pudridero de El Escorial.
Allí estaban su madre, Mariana de Austria, y su primera esposa  María
Luisa. Incapaz de contenerse, no pudo evitar, entre sollozos, gemir:
"Mi reina, mi reina, antes de un año vendré a haceros compañía".

    Por eso, ante la imperiosa necesidad de un heredero, cuando se descubrió que una de las damas de la reina, viuda de un caballero llamado Quentin, y por ello apodada con maldad como “La Cantina” había estado suministrando a la reina, sin que ésta lo advirtiese, un potingue emenagogo el asunto se entendió como muy grave. Si la reina no quedaba en estado y rey moría, quién sabe si la Francia del rey Sol, una gran potencia ya, trataría de convertir España en uno de sus satélites. Se detuvo, pues, a la Cantina, que fue interrogada sin que dijera lo que sus jueces querían oír. Entonces se decidió someterla a tormento. Nada obtuvieron sus verdugos de los estiramientos que se le practicaron en el potro más que ayes y ruegos al cielo, pidiendo la fuerza y la gracia para decir la verdad. Su proclamada inocencia entre lágrimas llevó a sus verdugos a concluir que Dios le había dado fortaleza para resistir y la absolvieron de toda culpa, lo que no la salvó de su expulsión de España.

   Tampoco, lejos ya de palacio “La Cantina”, lograron los reyes su propósito, recayendo sobre la reina, a ojos del pueblo cruel, la mayor parte de las culpas. Varias coplillas se le dedicaron a la reina, el verdadero amor del incompetente Carlos II, pues si algún sentimiento de sincero enamoramiento tuvo el rey, fue precisamente para con la reina María Luisa, a la que nunca dejo de llamar “Mi reina”.
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UN BANQUERO EN FUGA

   Cuando en el mes de febrero de 1846 el general Narváez presenta la dimisión como Presidente del Consejo, se inicia un periodo en el que los gobiernos, a cual más efímero, se suceden.

   En 1847 la reina Isabel II quiso que el marqués de Salamanca fuera ministro de Hacienda. Era José Salamanca un malagueño ducho en los negocios, el hombre más rico de España, casi siempre, que tantas veces se arruinó, como otras tantas resurgió de sus cenizas. Aquel año la reina, por su capricho, por quien sobre su voluntad mandara, o en un raro caso de acertada comprensión de las circunstancias, cesó al gobierno Sotomayor.

   Por dos veces fue el marqués de Salamanca ministro de Hacienda. La primera vez en el gobierno de don Joaquín Francisco Pacheco, el gobierno de los puritanos, aquella fracción de los conservadores, de carácter liberal, que separada de éstos, tampoco se arrimaba a los progresistas. Había logrado Pacheco el gobierno de modo un tanto rocambolesco: el anterior gobierno de don Carlos Martínez de Irujo, duque consorte de Sotomayor, viendo los peligros que para la continuación de su gabinete conservador tienen las influencias que sobre la jovencísima reina Isabel pueden ejercer sus adversarios, de consuno con las camarillas palaciegas, trata de mantener a la reina alejada de todos, sin contacto con quienes puedan predisponerla en su contra. Pero la oposición, incluida parte de los conservadores puritanos, pronto encuentra la ocasión para hacerse oír por la reina.

   De manera un tanto casual, con motivo de la celebración en el Liceo de una fiesta cultural el poeta Ventura de la Vega, sin filiación política clara ni conocida, pero partidario de los puritanos, es recibido en Palacio para cursar invitación a la reina al acto.  Había accedido antes el poeta, a requerimiento del propio marques de Salamanca, a la mediación ante la reina, y así lo hace de la Vega. Habla, pues, el poeta a doña Isabel de los puritanos, de su franqueza y buenos propósitos, y del poder que tiene como reina, pero limitado por las camarillas que la rodean para decidir sobre los gobiernos. El efecto que hacen las palabras del poeta en Isabel II pronto se hace público, al firmar la reina los decretos con el cese de Irujo y el nombramiento de Pacheco. 




   La segunda vez en la que Salamanca fue ministro de Hacienda fue en la continuación del anterior gobierno puritano. Había ofrecido Isabel II a Narváez la formación del gobierno tras el cese de Pacheco, pero insistiendo en que continuara Salamanca como ministro de Hacienda. Mas como se negara el duque de Valencia a ceder al capricho de la reina, ofreció ésta al marqués que fuera él mismo quien se encargara de formarlo. Así lo hizo, pero siendo nominalmente el anciano García Goyena presidente, aunque de facto Salamanca mandamás del gobierno todo.

   Y fue precisamente este gobierno el que debió sufrir en una de sus sesiones, la última, la entrada, como un vendaval, del general Narváez. Había obtenido de la reina el espadón la exoneración del gobierno y por fin el placet para sí mismo para formar otro. Con la firma de la reina en las manos, a su manera, sin llamar, abrió la puerta del Consejo, se plantó ante el gobierno y, autoritario, impertinente, desconsiderado y despótico, arrancó la dimisión de todos.

   Las acusaciones sobre el banquero por parte de su acción al frente del gabinete en asuntos que le beneficiaban y en la bolsa no cesaron. Nada podían hacer los pocos amigos que aún le quedaban entre los puritanos, aquella fracción que con Pacheco, Ríos Rosas, Istúriz, un joven Cánovas del Castillo, entonces empleado de Salamanca, y también algunos militares se habían querido situar entre progresistas y moderados. Pero ahora, nada de aquello parecía subsistir. Narváez parecía empeñado en acabar con el marqués. Eran tiempos revueltos en Europa los de 1848, y Narváez no era hombre condescendiente con los revoltosos liberales, ni con sus enemigos políticos o personales, Salamanca entonces entre ellos.

   Perseguido, no tiene más remedio el marqués que buscar refugio. Primero se esconde en la embajada de Bélgica, pero descubierto el escondite por Narváez, sitúa el general más de cien soldados ante la legación belga impidiendo la fuga del marqués caso de decidirse a salir. Pero no es Salamanca persona que se amilane ante el acoso o las dificultades. Varías veces ha sido rico y otras tantas se ha visto arruinado. No atraviesa ahora su mejor momento, pero tampoco está derrotado.

   Cierto día, ante la sede diplomática refugio del marqués, se detiene un carruaje. El cochero parece esperar a alguien. De pronto, de la embajada, sale un individuo embozado que se introduce en el coche, que inicia la marcha. Alertados los vigilantes, convencidos de ser el banquero quien emprende la fuga en aquel coche, inician su persecución. Es entonces cuando envuelto en su capa Salamanca sale de la legación y se dirige rápido hasta el domicilio del general Fernández de Córdova, que aunque es amigo de Narváez, el perseguidor del banquero, también lo es del marqués, del que había sido compañero en el gabinete presidido por el puritano García Goyena.

   Pero es necesario también salir de Madrid y alcanzar la frontera, cuestión harto complicada, pues don Luis Sartorius, ministro de la Gobernación, ha dado terminantes órdenes de detener al banquero, buscándolo sin desmayo hasta dar con él. Salamanca se mueve con rapidez, cambia de escondite con frecuencia, apenas llega a uno ya está buscando nuevo refugio al que acudir pocas horas después. Su rastro es imposible de seguir o, como dijo el general Fernández de Córdova en sus “Memorias Intimas”, ni “los más finos perdigueros” le hubieran descubierto; y es audaz, y aún tiene amigos. Al día siguiente el general Oribe, Director General de Carabineros, organiza una partida. La manda un capitán y esta compuesta por un sargento, dos cabos y dieciséis soldados, todos pertrechados con sus habituales impedimentas. El grupo se pone en marcha camino de la frontera con Francia, cubriendo las etapas establecidas. Pronto “el sargento “Salamanca” gozará de su libertad en el exilio Parisino. No permanecerá allí mucho tiempo. Pronto volverá a España.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. ZARAGOZA

   Al viajero le gustan las ciudades en las que las altas torres de su iglesia mayor hacen las veces de faro; y a Zaragoza, como a Burgos, le ocurre eso, que desde lejos las torres de su principal templo, la Basílica del Pilar, una de sus catedrales, avisan al viajero de su proximidad.

   Pero no siempre fue así, porque si una de las torres, la llamada Santiago, lleva en pie justo cuando el viajero escribe estas líneas trescientos años, las otras tres torres han sido erigidas en el siglo XX, las dos recayentes a la ribera del Ebro en tiempos tan recientes como 1959 y 1961. Sabe el viajero que estas dos torres también tienen nombre. Las llaman de San Francisco de Borja y de Santa Leonor, y recibieron esos nombres en agradecimiento a sus donantes: don Francisco de Borja Urzáiz y doña Leonor Sala. Murió el esposo antes de estar terminada la obra, pero doña Leonor mantuvo su propósito y en 1961 vio terminada la segunda de las torres por ella financiada, que llevaría su nombre y que la postre sería lugar para su descanso eterno, pues a una sepultura junto a la base de la torre Santa Lucía, la más próxima al Ebro y al ayuntamiento, fueron trasladados los restos del matrimonio.

   El viajero recorre la basílica, ve a la Virgen que da nombre al templo, y detrás de ella el pilar sobre el que se apoya. Aquél en el que la tradición asegura se apareció la madre de Jesús al apóstol Santiago en la más extraordinaria bilocación conocida; pues aún viva María, para animar al desmoralizado apóstol en su misión evangelizadora, le entrega un pilar de jaspe, símbolo de fortaleza, precisamente el que hoy besan los fieles con devoción.

   En la plaza el viajero encamina sus pasos hacia la otra catedral: la Seo. Antes de llegar se entretiene un poco en la Lonja. Es hoy este espacio, antes dedicado al comercio, sala de exposiciones municipal, que no es mal uso, si no fuera porque los paneles usados como sostén de las obras exhibidas impiden al viajero admirar a su gusto el salón de columnas del edificio.


   En la Seo, la otra catedral zaragozana, hoy casi más un museo que un templo, el viajero se entretiene un buen rato. Hay razones para ello, porque además de las muchas maravillas que del arte religioso allí guardado deslumbran al viajero, sucedieron hechos que no pueden dejarse de contar. Tan importantes fueron que hicieron que las autoridades religiosas reservaran un espacio para su recuerdo y los artistas contratados emplearan sus talentos para ensalzar a sus protagonistas.

   Cuando el 4 de mayo de 1484 Pedro de Arbués y Gaspar Inglar fueron encargados por Tomás de Torquemada, el Inquisidor General, de organizar la Santa Inquisición establecida en Aragón, Arbués ya era desde hacía diez años canónigo de la Seo zaragozana. Pedro de Arbués era un reputado filósofo y teólogo que no parece que se aplicara vehemente en el acecho a los herejes aragoneses. Apenas cuatro procesos y dos Autos de Fe se cuentan entre los ocurridos durante su corto tiempo como inquisidor, y no todos iniciados durante su mandato. Desde su comienzo la Inquisición establecida en Aragón es para muchos cristianos viejos y para muchas de las importantes familias de conversos una intromisión en sus fueros, pues no eran los métodos usados conforme a las leyes y usos forales. Pedro de Arbués, como cabeza de la institución, se convirtió en el punto de mira de los descontentos.

   Si fue, además, un peón en la política de Fernando de Aragón, que pudo conocer, tolerar, si no propiciar la situación que condujo al trágico fin de Pedro de Arbués es difícil de asegurar, pero nada descabellado sospecharlo. Los descontentos, entre los que no sólo había judaizantes, sino también cristianos viejos, ante la imposibilidad de reducir la influencia de la Inquisición fueron los que contribuyeron con dinero al complot, para acabar con la vida del inquisidor aragonés y con su osadía a su propia desgracia, pues al ser detenidos, dejaron un poco más libre el camino al rey aragonés en la imposición de sus poderes.

   El 14 de septiembre de 1485 la campana de la iglesia de San Nicolás en la villa de Velilla de Ebro comenzó a sonar por sí sola. No era la primera vez que doblaba por el misterioso impulso de una fuerza oculta, presagio de hechos luctuosos, y es que en la Seo zaragozana pronto iba a sobrevenir la tragedia.

   Desde tiempo atrás estaba avisado Pedro de Arbués de encontrarse su vida en peligro. Había sufrido varios atentados, y por ello, solía ir armado con una lanza de medía asta de la que ya no podía prescindir, y proteger su cuerpo con una cota de malla.

   A punto de clarear las primeras luces del alba de aquel miércoles 14 de septiembre varios hombres entran en la Seo: Juan de Abbadia con algunos más por la puerta principal; Juan de Esperandeu, su criado Vidal Durango y algún otro por la de la Pabostría, a los pies del templo.  Aguardan.

   Pedro de Arbués, se dirige, como de costumbre, a la catedral  de la Seo para el rezo de maitines. Lleva una pequeña lámpara con la que abrirse paso en la oscuridad. Al alcanzar la capilla mayor, en el lado de la epístola, deja a un lado, junto al púlpito, la lanza que siempre lleva consigo y se arrodilla para orar. Es entonces cuando encubiertos por las sombras Juan de Abbadia, que lleva la voz cantante, dice en voz baja, pero enérgica:
   ─Es él, mátalo.
   Al instante las manos asesinas de Vidal Durango hunden su puñal en el cuello de Arbués. Otros, para rematarlo, atraviesan su cuerpo también. Arbués cae al suelo. Los agresores huyen. Las heridas son mortales, pero la agonía del inquisidor larga. Dos días tardará Pedro de Arbués en morir a causa de las heridas.

   El viajero visita la capilla construida bajo la advocación de este inquisidor, mártir y santo,  que no es lo único que a él está dedicado en la Seo. En una lateral del coro un bajorelieve representa los hechos que el viajero a relatado, y frente al presbiterio una lápida señala en el suelo el lugar del crimen. Pero el viajero aún no sale de su sorpresa. Dos capillas más allá, en ese mismo lado de la epístola donde está la de San Pedro Arbués hay otra. Es la dedicada a otro santo, cuyos huesos se veneran en ella. Es la de Santo Dominguito de Val. No va a decir el viajero que el asesinato de este niño santo, patrón de los monaguillos, no sucediera en verdad, como algunos dicen, pero sea leyenda creada para infamia del asesino, fuera martirio real, no contará el viajero los detalles de lo que puede no ser cierto del todo. Y algo de dudas habrá visto la Iglesia en este caso, por mucho que se venga diciendo y escribiendo desde hace más de quinientos años lo que se dice sucedió hace ochocientos, cuando, aun permitiendo la veneración de este santito en los templos, desde hace medio siglo su culto fue suprimido de los libros litúrgicos.


   De entre las muchas cosas que el viajero encuentra en la antigua Cesaraugusta una, quizás la más escondida, le impresiona como pocas. El Patio de la Infanta pese a estar en una zona de la ciudad muy concurrida, es poco visitado. Escondido, más bien protegido, en el interior de un moderno edificio de cristal, sede de una entidad bancaria, montado piedra a piedra en ese lugar, el Patio permite recordar mientras es admirado muchas historias de las ocurridas en sus casi cinco siglos de azarosa existencia. Construido por amor, fue el regalo que don Gabriel Zaporta, un acaudalado negociante aragonés, hizo a su esposa doña Sabina Santángel, y vaya si debió satisfacer a la dama dicho regalo, pues el viajero que lo observa boquiabierto, piensa que no pudo ofrecer mejor joya a doña Sabina. Ni el mejor orfebre del metal habría conseguido las filigranas que en la piedra se tallaron en el más bello estilo plateresco aragonés. No va a describir el viajero los motivos, personajes y escenas representados, pero sí contar que, parece que de pena, don Gabriel murió muy poco después de perder a su esposa y que no tardó mucho en seguirles a la tumba el hijo del matrimonio. Fue a partir de entonces la casa en el que se ubicaba el patio de diversos propietarios, hasta que por habitarlo doña Teresa Vallabriga y Rozas, viuda del Infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, comenzó a ser conocido como “Patio de la Infanta”. Muerta la Infanta los dos siglos siguientes vieron sus piedras como casa y patio era ocupado por diversos negocios, desde una imprenta, hasta una carpintería. En 1894 un incendio arrasa el palacio y en 1903 se derriba, momento que aprovecha Fernand Schultz, un anticuario francés, para llevarse el patio a París, donde piedra a piedra fue montado, causando la admiración en su tienda de antigüedades. Varios compradores apetecieron poseer el patio para su goce particular, pero fue la entidad bancaria española la que logró comprarlo. Así como salió de España, volvió, piedra a piedra, para, aunque de propiedad particular, deleite de todos.

   Alejado un poco del centro el viajero, caminando llega hasta el palacio de la Aljafería. El viajero ya ha dicho que fue sede la Santa Inquisición, y poco más dirá de lo ya es tan conocido, pero sí quiere contar el viajero que si está el palacio como hoy se ve es gracias a la labor hecha por Francisco Iníguez Almech. Y dice el viajero el nombre de este arquitecto, porque le parece de justicia hacerlo, pues dedicó casi la mitad de su vida a devolver al palacio de la Aljafería, en cuarenta años, la belleza que otros durante cuatrocientos años pusieron empeño en afear, al usarlo como cuartel.



   De vuelta el viajero encuentra una plaza. Es la plaza del Portillo. Tiene en uno de sus lados una iglesia y en su centro, como muchas otras plazas, un jardincillo con un monumento. Nada que debiera entretener al viajero más que lo justo para saber en homenaje a quién se erigió, sino fuera porque el monumento es obra de Benlliure, en ese lugar había antaño murallas, una puerta, y fue allí donde una catalana de Barcelona, Agustina Zaragoza, defendió a cañonazos la capital aragonesa del invasor francés. Entregada su vida a la milicia, el general Palafox la admiró siempre y la presentó, terminada la guerra, al rey Fernando, que le concedió una paga vitalicia, por no aceptar ningún otro privilegio; y conoció también a Goya, que le rindió homenaje. Un grabado de la serie Los desastres de la guerra fue realizado por el aragonés universal en homenaje a Agustina, catalana y española de heroísmo sin igual. Puso por título Goya a dicho grabado: “Qué valor”.

   Después de tantas emociones, el viajero encuentra una dulcería. Saben quienes le han acompañado en otros viajes su afición a los dulces, y en Zaragoza no va a ser menos. De paseo por las estrechas calles de El Tubo, dédalo de callejuelas llenas de bares, restaurantes y aún de un famoso cabaret populachero, el viajero halla una con un pequeño escaparate que muestra las famosas frutas de Aragón y las no menos famosas guindas al marrasquino, que forradas de chocolate son tentación insuperable de vencer. El viajero entra. Una amable señora le atiende. Y le da palique. Y le habla de todo un poco, del tiempo en Zaragoza, extremadamente frío en invierno; de la ciudad, y como no, de los dulces que tiene y sus variedades. El viajero charla un rato y con su cargamento se va contento y endulzado. 

   Y aunque sea al final, el viajero  no quiere dejar de decir algo de lo debía haber dicho al principio: hablar de los orígenes de la ciudad, de su nombre romano, Cesaraugusta, y de Augusto, cuya estatua, ha visto ya varias veces durante sus paseos por la capital maña. Ahí, en la avenida que lleva su nombre, junto a los antiguos restos de la muralla romana, después de presidir distintos lugares de la ciudad, parece que ha echado sólidas raíces. Fue esta estatua del primer emperador romano un regalo del gobierno italiano de Mussolini, que el viajero, para su sorpresa, ha averiguado fue pródigo en regalos a sus países amigos entonces de estas esculturas. Sabe que otras iguales a ésta, copia de la famosa estatua de Prima Porta, están en Gijón y Mérida. ¿Cuánto tiene camino queda al viajero por recorrer?
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LA MUERTE DE UNA REINA

   “L’auguste malade s’épuisait de fatigue et d’insomnie, de manque d’appétit”. Así se expresaba al comenzar el mes de abril de 1904 José Haltman, quizás el último hombre en la vida de Isabel II, una reina rodeada siempre de importantes hombres, que si la tuvieron en cuenta como reina los menos, la tuvieron como mujer, pero en su propio provecho, los más.

   José Haltman es su secretario en el palacio de Castilla, y mucho más. En los últimos tiempos se ocupa de las cuentas, de la cocina, de las cuadras, de todo. Aunque no vive en el palacio, como sí lo hacen la duquesa de Almodovar y el conde de Parcent que ocupan unos anejos al palacio, sí pasa casi todo el día allí. Al llegar la cena todos se visten de etiqueta en lúgubres veladas, hasta que retirados la duquesa y el conde, Haltman inspecciona la cocina para luego, acudir a los aposentos de Isabel. Allí despacha Isabel con su eficaz secretario y firma cuantos asuntos procede hasta bien avanzada la madrugada, para que la burocracia del palacio funcione como una seda, para satisfacción de la reina.

   Todo ello, quizás, pasatiempo frívolo de quien un triste destino hizo presa y había ido quedando sola. De las innumerables visitas de generales, políticos y grandes personajes ocurridas durante la restauración ya nada queda. De sus amigos tampoco. De estos antiguos amigos tan sólo Pepe Alcañices parece empeñado en sobrevivirle. Es don José Osorio, marqués de Alcañices y de los Balbases, duque de Alburquerque, Cuellar, Cullera, Fuensaldaña; también conde en una lista interminable; y cómo no, Grande de España: cuatro veces. Fue, además, duque de Sesto, pero hasta 1889. A la muerte de Alfonso XII, la reina María Cristina de Habsburgo lo acusó de estar cobrando indebidamente lo que antes había prestado a la corona en el exilio y a la causa de la Restauración. En pago, caballeroso, entregó a la reina el ducado y sus propiedades italianas, reduciendo muy ostensiblemente su presencia en la Corte. Dedicado a los asuntos públicos siempre, intensificó entonces su actividad política y financiera en aquella España finisecular(1). Tampoco sus espadones estaban ya, hacía años que se habían ido. Algunos siendo aún reina, otros como Serrano, estando ella ya en París(2). También Salamanca había muerto. Cánovas, que había logrado restaurar a su hijo como rey, había sido asesinado durante su retiro veraniego en el guipuzcoano balneario de Santa Águeda. El padre Claret y sor Patrocinio tampoco estaban ya. Ni siquiera su esposo, Francisco de Asís, que vivía en París, había querido sobrevivirle. Al llegar a París, treinta y dos años atrás, liberado de la presión de la etiqueta, la había abandonado formalmente por un hombre, y estableció su nido de amor con Meneses en Épinay. En los últimos años se reunían en ocasiones. Recordaban sin rencor. Pero en 1902 Francisco de Asís la había vuelto a dejar. Y ya no volvería nunca. Isabel se quedaba un poco más sola aún.

Grabado de Isabel II. Museo de la Historia de Valencia.

   A finales de marzo de aquella fría primavera de 1904, se anuncia la visita de la Emperatriz Eugenia. Tan espontánea como siempre, pero formalista, sale a recibir a Eugenia, se desprende del mantón que la abriga y abraza a la amiga que tantos años atrás, siendo emperatriz, la acogió y dio amparo en Francia. Mas no sienta bien el contraste de temperatura y cuando las dos entran de nuevo al caldeado salón Isabel tirita de frío.

   En los siguientes días llegan las hijas de Isabel. A Paz la acompaña su esposo Luis Fernando de Baviera, que es médico, lo que reconforta a la anciana Isabel, mas poco puede hacer por ella.

   El 8 de abril, como presintiendo algo, llama a sus hijas. Quiere verlas, tenerlas cerca. Coge las manos de todas, las abraza. Sin necesidad de decirlo, todos saben que aquello es una despedida. A la mañana siguiente Isabel se siente más indispuesta que de costumbre. Pide que la vistan y la trasladen a un sillón. A su lado está ya su yerno Luis Fernando. Le dice:
   ─Luis Fernando, me encuentro mal. No sé que me pasa, pero no puedo respirar.
   ─Tranquilícese, trate de coger aire, suavemente ─le recomieda el yerno.
  ─No, no puedo coger aire. Siento, siento que me voy a desmayar ─susurra la anciana reina con un hilo de voz.
   ─Cógeme las manos Luis, apriétalas fuerte ─pide Isabel.
   ─Aquí  las tiene, ahora respire, con calma, despacio.
   ─Me desmayo, Luis, creo que me voy a morir… Y su pulso se detuvo.

   Si en sus últimos años vivió aparentemente olvidada, sus funerales en París fueron una gran demostración de la importancia histórica de aquella mujer. Su cuerpo embalsamado, cubierto con hábito franciscano, es llevado en cortejo hasta la estación D’Orsay. Cumplía así su destino, el de todo hombre o mujer,  rey o subdito, libre o esclavo.  Sus restos inician su último viaje,  hacia el pudridero del monasterio de El Escorial.

   Fue el fin de una época, casi de un siglo, el XIX, que ella, como pocos vivió, aunque muchos se atrevieron a decir que no comprendió. Pérez Galdós, que la entrevistó en el palacio de Castilla, tan radicalmente opuesto a ella siempre, al conocer su muerte dijo: “La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida, y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. (…) Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina (…) Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y de beneficios materiales, (…) Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, sin que en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro… Descanse en paz”.

(1) Fue don José Osorio un personaje singular. Falleció a los 84 años, sobreviviendo a la reina Isabel cuatro años. Aquejado de un resfriado, en las elecciones municipales de diciembre de 1909 insistió en ser llevado a votar. El catarro devino en pulmonía y su estado empeoró. El 30 de diciembre se hizo levantar, tomó un caldo y se fumó un puro. Poco después del mediodía Pepe Alcañices dejaba este mundo.

(2) Isabel II estaba en Madrid cuando murió Serrano, pues pocas horas antes había fallecido Alfonso XII. La muerte del rey y sus exequias hicieron pasar inadvertido el fallecimiento del duque de la Torre.

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CUPIDO

   Los siguientes hechos podrían haber sido el argumento de una novela, el guión de una película, el relato de una historia fantástica; pero son reales, ocurrieron en París y fueron contados en forma de gacetilla por el diario “La Iberia” de Madrid, en su número del día 8 de julio de 1881.

   Aquí, de modo algo más historiado, pero respetando con exactitud lo sucedido, lo relataré diciendo que todo comenzó cuando un pintor, Mauricio B., se cruzó en su paseo por el Parque de Chaumond, uno de los grandes parques de París, con una dama de cautivadora belleza. Hizo diana Cupido en Mauricio que, impulsivo e imprudente, manifestó de inmediato a la dama la pasión que sus veintisiete años lo enardecía; y ella, con imprudente disposición, correspondió al pretendiente, pese a no ser libre para administrar sus sentimientos.


   Cerca de la Place de la Republique, en el número 45 de la rue de Notre Dame de Nazareth vivía con su marido la mujer dueña del corazón de Mauricio quien, para escuchar mejor el latir del de su amada, mudó su residencia a lugar muy próximo al de su tormento. Nada, durante los primeros meses, supo el marido de cuantos encuentros se produjeron entre los amantes, pero al fin, la esposa infiel detectó que nacían sospechas en el consorte. Alertó ella a Mauricio y lo previno a guardar prudencia; mas Mauricio sordo a las palabras de la amada, perdida la sensatez, convencido de la candidez del esposo, trata de convencerla de que nada ocurre, a mantener su amor recíproco, sin cortapisas.

   La joven sabe de los peligros que supone continuar con una pasión dañina para el esposo y aun para ella misma, e insiste en concluir la aventura con Mauricio. Lo despide.

   Pero en Mauricio B. no es el desaliento defecto de su carácter. Es pintor, sabe bien cuánta paciencia es preciso tener para hacer realidad un anhelo. No, Mauricio B., piensa, no se rinde.

   Al día siguiente de la despedida Mauricio B. dirige sus pasos hasta el número 45 de la rue Notre Dame de Nazareth. Inmovil, frente a una de las ventanas del inmueble espera ver a su adorada a través del cristal. La larga espera no desfallece al joven pretendiente, espera sin vacilación en su ánimo, y obtiene el premio. La imagen esperada aparece difuminada a través del vidrio y da paso a un intercambio de gestos entre ambos.
   ─¡Baja! ─indica él agitando sus brazos.
   ─¡No, vete! ─contesta ella negando con la cabeza.
   ─¡Ven! ─suplica Mauricio, extendiendo los brazos.
   Ella, inmóvil contempla la escena.
  Insiste él de nuevo. Amenaza con quitarse la vida. Saca un cuchillo y apoya la punta sobre su pecho. Lo clavará en su corazón si no cede a su amor, gesticula.

   Mas, ¡Oh, fatalidad! El golpe involuntario de un transeúnte distraído hunde el cuchillo en el pecho del enamorado. Al momento Mauricio cae sobre un charco de su propia sangre. Y ella, que lo ve todo grita, comienza a perder el sentido, nota que se desmaya. Como Mauricio B., está a punto de caer al suelo, pero el grito ha sido lamento, pero también llamada. Unos brazos la recogen, son los del esposo.
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