AUTORRETRATOS

   Todos admiramos las grandes obras de la pintura, recordamos los cuadros de hechos famosos o los retratos de reyes y personajes protagonistas de la historia. Muchos de los autores de estos grandes cuadros fueron también retratados, cuando no fueron ellos quienes se retrataron a sí mismos, pero también decidieron aparecer con mayor o menor disimulo junto a otros personajes en los cuadros que se les encargaba pintar como testimonio del pasado.
  
   Entre estas raras excepciones, algunas son muy conocidas. Quién no recuerda a don Diego Velázquez, paleta en mano, mirando a los reyes don Felipe y doña Ana, quienes, aunque dentro de cuadro, contemplaban la escena desde fuera, o a don Francisco de Goya, entre sombras, también junto a la familia real, la de Carlos IV o de María Luisa de Parma, que viéndola a ella, más parecía ser ella que el rey quien llevara los pantalones, en lo que Manuel Godoy les dejaba, claro.

   También El Greco decidió dejarnos su rostro en su obra cumbre. Y no sólo él, su hijo, Jorge Manuel, tiene lugar importante en “El entierro del Conde Orgaz”. Algunos artistas han querido pasar a la posteridad de forma algo más anónima, casi de puntillas. En la catedral de Valencia, en la bóveda de la capilla mayor, se descubrieron bajo la capa barroca que los ocultaba unos frescos renacentistas que han resultado la admiración de todos. Si se sabía que estaban allí ocultos nadie desde el síglo XVII había podido verlos hasta llegado el XXI. Son obra de Paolo San Leocadio y Francesco Pagano y representan una serie de ángeles músicos, que desde el cielo, con sus instrumentos, exaltan la gloria de Dios. No quiso San Leocadio, autor material, como quedó dicho en este mismo blog al hablar de estos frescos, pasar inadvertido, y sin decirlo, o sin que alguien lo avisara, allí se retrató a sí mismo, como serafín en la gloria, pues los expertos parecen concluir que uno de aquellos angelicales seres que adornan la bóveda de la catedral valenciana fue una representación del propio San Leocadio cuando, a sus treinta años, realizó tal maravilla.

   Otros pintores no se conforman con compartir su propia obra, y la quieren toda para sí. Autoretratos así los encontramos en Durero, Mengs, pintor palatino de Carlos III, en Artemisia Gentileschi, o en Rembrandt, que se autorretrató en abundantes obras individuales, como hizo también Van Gogh; en  Picaso, Frida Kahlo o Edward Hoppe. La lista sería casi interminable. Sus razones tendrían para hacerlo, comunes a todo individuo: perpetuar su recuerdo, quizás.

   Meng tenía un alto concepto de sí mismo, y su fama ha llegado a nosotros como la de un eminente artista gracias al texto de su amigo José Nicolás de Azara sobre las obras de Antonio Rafael Mengs y el relato de algunas noticias de su vida.  Casi una hagiografía, cuya visión no compartía Giacomo Casanova, que lo conoció y trató en España e Italia. Decía el veneciano del pintor bohemio muchas cosas, y casi ninguna buena. Lo tachaba de borracho, celoso de todos; ignorante, aunque queriendo parecer docto; y lúbrico, pero simulando virtud. Si bien le reconocía ser trabajador, le reprochaba la alta consideración que de sí mismo tenía. Contó que en cierta ocasión le advirtió que quienes se negaban a llamarlo con sus dos nombres de pila le agraviaban, siendo él pintor, pues no le reconocían los méritos que él mismo atesoraba de los genios de los que su padre había tomado nombres para él: Antonio Correggio y Rafael Sanzio.

Autorretrato de Mengs. Copia de Rafael Ximeno i Planes.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

  Conviene, no obstante, saber que la mala opinión que de Meng se formó Casanova, con ser objetiva, nació cuando el pintor amonestó a Casanova, alojado en su casa durante la estancia en España del aventurero italiano. No había acudido Casanova a los oficios pascuales, a causa de una enfermedad, y el párroco al observar la ausencia, desconociendo la razón, publicó en la puerta de su iglesia la lista de los incumplidores de sus obligaciones con el cielo, entre los que se hallaba el nombre del veneciano, reprendiendo a su vez a Meng por dar hospitalidad a un ingrato a Dios. El pintor no sólo reprochó a Casanova su acción, sino que le conminó a buscar alojamiento en otro lugar. Vamos que le echó de ella. Como es natural Casanova no encajó bien la afrenta, justificó ante el cura su ausencia y al pintor le recordó aquellas palabras de Ovidio, tan llenas de intención: “Es más vergonzoso expulsar a un huésped que no acogerlo”.

   Pero otros pintores mucho menos famosos hoy también dejaron su huella casi macabra para la posteridad, a costa de sí mismos, como fue el caso del pintor rumano Victor Brauner, que fruto de una premonición convertida en obsesión, nos dejó su retrato de hombre tuerto siete años antes de que la desgracia se abatiera sobre él. Pertenecía Brauner al círculo de los existencialistas que revolucionaban París en el periodo de entreguerras. Allí se reunía con frecuencia con los españoles Oscar Domínguez, Esteban Francés y Remedios Varo. Cierto día de 1938 se hallaban reunidos en el estudio que Domínguez tenía en el Boulevard Montparnasse. Remedios Varo, pintora como sus compañeros, era una mujer atractiva a sus treinta años, separada de su marido, liberal y desinhibida, como sus compañeros. Francés, al parecer, en un momento dado le reprochó ese comportamiento que no veía censurable en él mismo, y Domínguez, el anfitrión salió en defensa de Varo. La discusión se tornó acalorada y las voces dieron paso a los gritos primero, convirtiéndose en pelea entre los dos hombres después. Los asistentes trataron de separarlos, pero Francés, revolviéndose, antes de dar por concluida la riña, arrojó un vaso contra Domínguez, con tan mala suerte que impactó en el rostro de Brauner, que se interponía entre los contendientes. El rumano se desplomó, mas cuando acudieron en su ayuda los demás y giraron su cuerpo, vieron horrorizados que uno de sus ojos se hallaba fuera de su cuenca. Y dicen que al verse reflejado en el espejo, comentó ver ante aquel cristal su autorretrato pintado en 1931.

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NOTICIA LITERARIA

   Aunque no es frecuente en este blog de historia dar noticia de novedades editoriales, hoy quiero hablar de una que reúne en un volumen los puntales sobre los que este blog se apoya:  la historia y la literatura. En el caso de este blog, por ser mera afición; en el caso de la novela de la que les voy a hablar, por ser ambas, junto a su autora, causas de su excelencia.



   Acaba de ser publicado y ya se encuentra en las librerías la novela “La leyenda del enmascarado” de nuestra querida Montserrat Suáñez. No es una novela más ésta que ahora sale a la luz, pues el libro ha sido galardonado con el premio “Alexandre Dumas” de novela histórica, en su cuarta edición, otorgado por M.A.R Editor, todo un aval para los amantes de la literatura y la historia, como digo.

   Dejo a continuación el enlace a la entrada que sobre su novela ha publicado la autora, con los detalles de la publicación y modo de conseguir la obra, que por lo demás se encuentra disponible en la pagina de la editorial, MAR Editor y, por supuesto, en las mejores librerías.

http://themaskedlady.blogspot.com.es/2016/05/acaba-de-publicarse-la-leyenda-del.html

LA FUENTE DE CELLA

   El viajero, en su camino por tierras de Aragón, se desvía de su camino para ver una fuente al decir de unos, al de otros pozo, que sabe está en Cella. Durante mucho tiempo se ha tenido, y aún hoy, aunque estrictamente no lo sea, por el nacimiento del río Jiloca, un tributario del Jalón que las mezcla con las suyas, para entregarlas al Ebro.  

   Como en tantas ocasiones ocurre, la leyenda invade el terreno de la historia cuando ésta carece de certezas y detalles. Se cree que fueron los templarios quienes excavaron el pozo, y que más tarde, cuando la importancia, el gusto por lo bello y los recursos dieron para ello, se construyó el pretil que lo rodea; pero aún siguen vivas las leyendas que hablan del afloramiento de las aguas que riegan los campos de Cella y sus alrededores.

   Y a falta de una son dos las leyendas que se confunden y toman una cosas de la otra y ésta se apoya en la primera para fraguar la memoria de lo irreal.








   Una nos habla de Zaida, la hija de alcaide que, pretendida por Melek, hijo del rey moro de Albarracín, y por don Hernando, conde de Abuán,  caballero cristiano acompañante del Cid Campeador, que hizo de aquella tierra punto de encuentro en la toma de Teruel, se inclinó por el amor del cristiano, lo que despertó los celos del sarraceno y fue causa de trágico final para ambos.

   Y es que por no querer contrariar a Abú Meruán, el padre de Melek, puso a su hija como premio para aquel de los pretendientes que lograra cumplir el cometido que les encomendaba. Solo el vencedor lograría la mano de su hija, la hermosa Zaida. Tres años fue el plazo dado y duro el trabajo encargado. A Melek el de reconstruir el acueducto que los romanos, siglos antes, habían trazado desde Albarracín a más de cinco leguas, llevando a Cella las aguas del Guadalaviar; a don Hernando, más difícil si cabe, el de encontrar agua y hacerla aflorar en la misma población o sus alrededores.

   Quiso la fortuna que fuera el conde de Abuán quien diera con un pozo antes de cumplirse el plazo. La alegría de Zaida fue incontenible, y gozosa, se acercó al manantial donde, con sus propias manos, recogió cuanta agua cabía en sus palmas y la ofreció al esforzado conde, momento en el que acertó a pasar por allí Melek que, viéndose derrotado y celoso por las atenciones que la dama prodigaba a su rival, ciego por la ira, se abalanzó sobre don Hernando, que en defensa propia, dio muerte al príncipe moro. Triste y rabioso, Abú Meruán, para vengar la muerte de su hijo, concedió la libertad a un preso de la peor calaña al que pagó generosamente para que diera muerte a don Hernando. Y así fue como muerto también el conde, Zaida murió de pena y su espíritu sigue buscando en el fondo del pozo abierto el cuerpo de su enamorado.

   La otra, trágica como la anterior, habla de muerte y venganza también, en tiempos de Alfonso I el Batallador. De Cella era uno de los caballeros que acompañaban al rey en su avance hacia Teruel. Era casado con una hermosa dama que despertaba la admiración de todos, pero impuros deseos en un viejo y acaudalado vecino que, aprovechando la ausencia del esposo, cierto día que la encontró a su paso, dedicó deshonestas palabras a la mujer. El viejo, al verse despreciado en sus atenciones la empujó y cayendo sobre unas rocas resultó muerta. En ese instante el esposo en un estado próximo al de la clarividencia, retornó a Cella con ánimo vengativo, encontrando a su esposa fallecida y al viejo culpable de su muerte aún en el lugar. Sin vida también el lúbrico y rico anciano, se tuvo el lugar donde había acaecido el doble crimen por lugar maldito y se decidió levantar una ermita, mas al amanecer de cada día se encontraba deshecho lo construido durante el día anterior. Si era el espíritu maligno del viejo rico, quien cada noche desmontaba lo erigido durante día nadie lo sabía. Así día tras día, hasta que un peregrino de paso por Cella, escuchando la historia, advirtió que sólo con agua bendita lo construido por la mañana permanecería tras caer la noche. Se bendijo el lugar y, en la madrugada de aquel día, se desató una tormenta terrible y un rayo cayó donde se bendijeron las piedras. Y allí mismo, donde dicen hoy está la fuente de Cella, comenzó a brotar agua.











   Pero en realidad el origen de esta fuente, el mayor pozo artesiano de Europa, es muy otra y nada tiene que ver con leyendas y sí con los fenómenos naturales que supieron aprovechar los templarios, que excavaron el pozo, cuando Alfonso II, el Casto, entregó la futura villa ─fue Jaime I quien concedió dicho  título─ a dicha orden de caballeros. El caudal que es abundantísimo y proviene del gran acuífero que desde Cella alcanza el subsuelo de Molina de Aragón, se distribuye gracias a acequias que desde los dos cárcavos de la fuente riegan los campos de la comarca. Pero lo que más llama la atención del viajero es el pretil elíptico que, con sus ciento treinta metros de perímetro, cierra el manantial y le evita el peligro de caer al pozo que alcanza una profundidad de doce metros, y el templete que de manera tan armoniosa sirve para forma uno de los túneles de desagüe. Sobre la puerta de entrada una placa fechada en 1929 recuerda el bicentenario de la construcción del pretil y de esta capilla puesta bajo la advocación de San Clemente de Alejandría, al que se invoca para la obtención de aguas limpias y puras, como así le parece al viajero, viendo el cielo reflejado en ellas.
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LIBROS. INQUISICIÓN Y CENSURA

   Desde que a finales del siglo XV fuese inventada la imprenta, hasta que los primeros libros fueron tenidos en cuenta por el poder como instrumentos del inconformismo, de la creatividad o simplemente difusor de ideas nuevas, no pasó mucho tiempo. La censura de los textos, cuando no la destrucción de los libros ha sido desde entonces empeño constante manifestado por quienes, con autoritarismo intransigente, han tratado de imponer sus ideas, sin permitir que los demás expusiesen siquiera las suyas.

   No fue España la única que manifestó prácticas opresoras prohibiendo libros o reprimiendo a editores o autores de libros críticos. En Inglaterra fueron muchos los libros prohibidos durante los siglos XVI y XVII. Francia, durante el reinado de Luis XV, hacía recaer la pena de muerte sobre los autores o editores que difundieran libros prohibidos también. Más intensa fue la persecución en Portugal, donde la Inquisición se ocupó de autorizar la publicación de los libros y corregirlos si no se ajustaban a la ortodoxia imperante.

   Pero donde mayor significado alcanzó la represión impuesta por El Santo Oficio fue en España. Y esto tuvo muy negativas consecuencias en el desarrollo de un país que permaneció inculto y cautivo de las ideas impuestas por la Inquisición, en definitiva atrasado por el temor a manifestar lo que si era escrito podía acabar censurado o lo que es peor aun: ser pasto de las llamas.

   Así sucedió en 1501 cuando en Granada una enorme pira consumió miles de libros islámicos y, por orden del cardenal Cisneros, se publicó un edicto ordenando quemar todos los libros que de dicha materia se encontrasen. Ya antes, en Toledo, el inquisidor Torquemada había ordenado fueran pasto de las llamas buen número de libros judíos. Pero como en la voluntad de los que pretenden mandar sobre las ideas y el pensamiento de los demás no basta destruir lo escrito, sino también anular las intenciones de los que aún no han hecho nada, los reyes Católicos aprobaron casi de inmediato una ley por la que ningún libro podría publicarse sin el permiso real.

Prensa similar a las utilizadas por Gutenberg.
Museo de la Imprenta. Monasterio de El Puig. Valencia.

   El Santo Oficio, consciente de su poder y de su destino como director de conciencias, defensor de la fe y vanguardia beligerante en la lucha contra el mal, una vez consolidado, nos ha dejado múltiples ejemplos, durante los siglos en los que actuó, de la persecución a la que sometió a los autores, a los editores y a los libreros.

   En 1523 fue descubierto en Guipúzcoa, en un barco francés, un cajón lleno de libros protestantes. Fue incautado y se inició una investigación y varios registros para asegurarse de que ningún ejemplar de aquellas nefandas ideas contaminasen Castilla. De ahí, a sospechar que los libros prohibidos estuvieran disponibles para determinado público en las estanterías más secretas de las librerías, y que por tanto había que registrarlas a fondo no había más que un corto paso. No era fácil ser librero entonces ─cuándo lo ha sido─, y bien lo supo Vicencio Millis, librero en Medina del Campo a finales del siglo XVI, que se hallaba esperando unos paquetes con libros que su padre le había facturado desde Lyon. Al llegar al puerto de Bilbao, el Santo Oficio se dispuso a inspeccionarlos, mas la demora era tal que Vicencio no tuvo más remedio que pedir se practicara la inspección en Medina, y poder disponer de los libros que libres de sospecha le fueran entregados. Y es que el contrabando de libros prohibidos era tal, que los funcionarios no daban abasto para cumplir su cometido.

   Y comenzaron las listas, las listas negras. Varias en toda Europa se habían confeccionado en la primera mitad del siglo XVI, también en España; pero en 1559, el Inquisidor General Fernando Valdés publicó un índice de libros prohibidos novedoso. No sólo incluía libros de carácter religioso(1) , en la lucha por impedir el avance de las ideas luteranas, sino todo tipo de textos. El Lazarillo de Tormes, novelas de Boccaccio y varias comedias profanas figuraban en la lista de Valdés.

   Como siempre sucede, cuanto más se prohíbe algo, con más ahínco se busca la manera de burlar el veto. Atravesando los Pirineos, por cualquier puerto o playa, con nocturnidad o a la luz del día, cualesquiera medios, lugar u hora, eran buenos para hacer llegar a España las ideas que en otros países menos escrupulosos se permitían poner por escrito. La demanda era grande, no por parte del gran publico, no; sino por un pequeño sector social, que buscaban no solo conocer las nuevas teologías, sino los avances técnicos y científicos, tenidos por perversas manipulaciones de la obra de Dios. Pero los inquisidores no cedían en su propósito censor. Si el índice de libros prohibidos de Valdés contenía 699 libros, el de 1583 del inquisidor Gaspar de Quiroga enumeraba 2.315 títulos con obras de Dante, Maquiavelo, Rabelais, Tomás Moro, Luis Vives, sin olvidar a Heródoto, Tácito, Platón u Ovidio. Aunque éste índice a diferencia del anterior de Valdés y de los índices romanos que prohibían el texto completo, era más meticuloso y procedía a expurgar ciertos títulos, suprimiendo los pasajes más perturbadores y permitiendo en algunos casos la publicación mutilada de la obra.

   El Enciclopedismo y la Ilustración surgidos en el siglo XVIII multiplicó por el mismo factor las ganas de leer aquellas nuevas ideas de unos y el empeño de impedirlo de otros. Obras de Milton, Hume, Locke, Montesquieu, Rousseau o Voltaire, vieron prohibida su venta, edición, importación, su lectura en fin, salvo para algunos privilegiados con licencia. Uno de ellos fue don Estanislao de Lugo, erudito canario, hombre discreto, situado en la corte, profesor en Cánones, Director de los Reales Estudios de San Isidro, que reunió una importante biblioteca. Afrancesado como Moratín, con el que charlaba a menudo, tuvo que exiliarse en Francia, y en 1817 al registrarse su biblioteca fueron confiscados muchos de los libros que tiempo atrás se le había permitido tener.

   Pero la Inquisición tenía los días contados, los aires ilustrados, difusores de la cultura, cargados de razones, lograrían barrerla. No ocurriría lo mismo con la censura y la afición del poder por imponer sus ideas o prohibiendo las de quienes no compartían las suyas, sin comprender que siempre tendrá enfrente una nueva "Ilustración" dispuesta a impedir que la oscuridad y la intolerancia se adueñen de la sociedad.

(1) Entre ellos el Catecismo de Carranza, que sirvió para encausar al arzobispo de Toledo, y mantener un proceso largo y penoso del que sólo poco antes de morir vería resulto con su absolución.  Puede ver el índice de Valdés en el siguiente enlace. En él, en el último lugar de la letra C, de los enumerados en lengua romance es citado.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. TORDESILLAS

   Por Tordesillas se puede pasar o se puede ir, que siendo lo mismo son dos cosas distintas; aunque el viajero las hace ambas: pasa, porque va hacia otros lugares, pero va porque, cómo puede dejar de mirar el sitio en el que vivieron reyes y reinas, donde amaron unos o enloquecieron otras, también de amor o desamor, que como el pasar o el ir, siendo lo mismo son cosas distintas.

   Porque si hay persona de la realeza que habitara Tordesillas durante más de media vida sin ser la villa capital del reino, esa fue doña Juana, primera reina de Castilla y de España con ese nombre. No dirá el viajero cómo el apelativo con el que ha pasado a la historia, en parte no se le atribuya con razón. Aunque si de razones hubiera que hablar, no escaparían de parte de la culpa su esposo don Felipe, duque de Borgoña, que la volvió loca de amor, sin que él la correspondiera en sus sentimientos; su padre, don Fernando, rey de Aragón, que desconfiando de las intenciones del yerno, nada contribuyó al bienestar de la hija; y su hijo don Carlos, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Todos aprovecharon la debilidad de la reina para enclaustrarla a orillas del Duero hasta el fin de sus días en 1555. Allí estuvo confinada durante más de cuarenta años la hija de los Reyes Católicos. Cautiva, con la única compañía de su hija Catalina, hasta que ésta partió para ser reina de Portugal. Vivió doña Juana, entre locuras y corduras, víctima primero de las desconfianzas entre su esposo y su padre primero, luego en Tordesillas, siempre vigilada, y a veces con dureza, por sus linajudos carceleros que, por mandato de los suyos, la querían mansa y dócil. Y lo consiguieron. Ni los comuneros, presentados ante ella lograron sacarla de su incertidumbre vital.

Estatua de Juana I en Tordesillas
   
   El viajero ve en Tordesillas un palacio, no el que habitó doña Juana construido por Enrique III, desaparecido en tiempos de Carlos III,  sino otro, o lo que queda de él,  convertido en convento y ocupado por monjas clarisas. Pedro I, justiciero para unos, para otros cruel, lo acondicionó finalizando lo que su padre Alfonso XI había comenzado. Pero allí lo que el rey castellano hizo fue amar. En ese palacio quiso a María de Padilla, a la que declaró su esposa tras su muerte. Y allí estuvo también, a finales de diciembre de 1808, Napoleón Bonaparte que ocupó algunas estancias del convento e hizo buenas migas con la abadesa María Manuela Rascón, que logró convencer al general corso para que perdonara la vida a dos españoles que habían sido capturados, disfrazados de frailes,  espiando los movimientos de las tropas francesas. En la Navidad de 1808 despartieron la amable abadesa y el emperador. Preguntó aquélla por sus gestas al dueño de media Europa, contó éste historias de sus hazañas, ofreció café a sor María Manuela, y finalmente la dulzura de la monja se vio premiada con el título de abadesa emperatriz, lo que rehusó ella para cambiar dicha gracia por otro favor: la libertad de los cautivos que, a regañadientes, pero rendido a la bondad de la abadesa, Napoleón concedió.

   Deja el viajero de momento estas viejas piedras, a las que volverá más tarde, cuando se abra el torno, para cumplir el encargo que él mismo se ha impuesto, y adquirir unos dulces de los que elaboran las clarisas que aún profesan en el convento, pues de los paladares que los degusten ya trae nota el viajero.

   Y caminando por los miradores que se asoman al río Duero el viajero ve unas casas blasonadas. Son las casas del Tratado. Porque allí fue, en aquel, hoy apartado e insignificante lugar, donde España y Portugal, las dos potencias marítimas de la época, se repartieron el Nuevo Mundo que se acababa de descubrir. Juan II de Portugal desde Setúbal, los Reyes Católicos en la propia Tordesillas, estaban atentos a las negociaciones. Aceptado por el portugués cambiar la línea horizontal, siguiendo los paralelos, que partiendo desde las islas Canarias dividían la mar océana, por otra vertical coincidente con un meridiano, el 7 de junio de 1494 ambas monarquías firmaron el Tratado que llevaría el nombre de la villa donde se firmó. Hubo sus más y sus menos, deslizando la raya de las 100 leguas al Oeste de las islas Azores, según la propuesta del papa Alejandro VI,  hasta las 370 leguas después. Era lo que Isabel y Fernando, a la vista de los informes entregados por Colón, podían ceder, quedando Portugal conforme al asegurar sus posesiones y rutas africanas y España lo descubierto por Colón por occidente.

Tordesillas. Casas de los Tratados.

   Con los dulces de las clarisas en sus manos el viajero se despide,  dando un último paseo por la villa, se asoma al Duero, su puente medieval uniendo las orillas; enfila junto a la iglesia de San Antolín el camino de la plaza Mayor, porticada y sobria, ni grande ni pequeña, bien conservada, como si el tiempo se hubiera detenido en el siglo XVI, y llega a su alojamiento. Ha acogido bien la villa al viajero, no la olvidará en el futuro cuando, camino de otros destinos precise de parada y fonda.
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