De
Vicente López Portaña se puede decir que al nacer su destino profesional venía dado por la familia. Su padre, pintor,
le instruyó desde bien pequeño en el manejo de los pinceles, y aunque a los
seis años quedó huérfano, se hizo cargo de él su abuelo Cristóbal que, pintor
también, viendo la afición del muchacho y sus dotes, estimuló muy probablemente
al joven Vicente. Quizás por ello, en 1786, a sus trece años, ya vemos el nombre de López en el Registro de
la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, su ciudad natal. A
partir de entonces comienza una carrera de éxitos. Galardones, contratos, el traslado
a Madrid pensionado por la academia valenciana, su ingreso en la madrileña de San
Fernando, donde con Maella, otro valenciano, y pintor de cámara, no deja de
aprender. Es en Madrid donde es nuevamente premiado, regresando a Valencia con
notoria fama. Le llueven los contratos, las iglesias se llenan de sus frescos,
los palacios de sus retratos. En 1802 la familia real visita Valencia. López es
encargado por la ciudad, la Academia y la Universidad de homenajear al rey con
un retrato de familia. Debe gustar a Carlos IV el cuadro, pues al poco recibe
el pintor la alegría de ser nombrado Pintor Honorario de Cámara. Pero la
situación en España es difícil. Carlos IV abdica, su hijo Fernando es retenido
por Napoleón, quién sabe si a la fuerza o por su gusto, en Francia; España es
ocupada, y muchos españoles, algunos de los más linajudos, se manifiestan
favorables al rey José Bonaparte. Mientras, Vicente López sigue pintando en la
Ciudad de Turia, hasta que, terminada la guerra, vuelto a España el Deseado, éste,
de paso por Valencia, lo confirma como Pintor de Cámara. Fernando VII, tan
humildemente entregado al Bonaparte, el dueño de Europa; tan encandilado por su
personalidad, por su carisma; tan sumiso a los deseos del francés, tan manso
ante su poder en el pasado, se torna furiosamente antifrancés ahora. Hipócrita,
al volver espeta a Goya: “Debería
ahorcarte por tus coqueteos con los franceses, pero te perdono. Me harás un
retrato”. Y lo hizo, pero pronto, opuesto al absolutismo más recalcitrante,
se alejaría de la vida pública.
La
llegada de López a Madrid, al que se le perdonan los “coqueteos” con los
franceses en Valencia, donde retrató al mariscal Suchet, supone el relevo de
Maella, su antiguo maestro, al que, a éste sí, el rey no perdona los retratos
hechos en la corte de José Bonaparte. López es encumbrado como pintor del rey.
Ya no abandonaría el puesto hasta que en tiempos de Isabel II, Madrazo le
sustituya. Famosos serán sus retratos de la reina María Cristina de Borbón, de
Goya, quizás el mejor que del genio aragonés hay, y en sus últimos tiempos el de cuerpo entero de un
general Narváez en su apogeo.
La Última Cena, de Vicente López. Museo de Bellas Artes de Xátiva (Valencia) |
De
los lienzos de su primera época, encargos de carácter religioso muchos de ellos,
el que hoy podemos ver fue destinado al refectorio del Convento de Santa Clara
de Xátiva. Es un enorme cuadro de más de cuatro metros de largo y dos de alto evocación
de la Última Cena de Jesús con los doce apóstoles y la conmemoración de la Pascua
Judía, celebrando el fin de la esclavitud y la liberación de Egipto; y para los
cristianos, institución de la eucaristía.
Así, vemos sobre la mesa el cordero pascual, el pan y el vino, y en
torno a Jesús, sentados once apóstoles, y a Judas, el apóstol traidor, ante la
mesa, de pie con la causa de su traición en su mano izquierda.