El
viajero camina por tierras de Castilla la Vieja. Ha llegado a Medina del Campo,
villa que fue de mucha importancia en el siglo XV y comienzos del XVI, pues
hubo reyes que nacieron en ella o establecieron la corte allí, y la beneficiaron mucho. En Medina la reina
Isabel la Católica vio el fin de sus días y en recuerdo de su vida y muerte allí,
hay efigie suya en la Plaza Mayor. De la medida de su grandeza como villa
entonces habla la magnitud de lo que el viajero ve.
Con
los pies en el centro de la Plaza Mayor que hoy, sin perder ese nombre, es
llamada también de la Hispanidad, el viajero la contempla inmensa. Nada extraño
si tiene en cuenta que desde que en tiempos de Fernando de Antequera se
comenzaran a celebrar ferias, era preciso espacio grande para ubicar a los
mercaderes que acudían a la villa. El
viajero abandona el centro de la plaza a la vera de la estatua de la Reina
Católica y yendo hacía el lado Sur de la Plaza va viendo en el pavimento de la
plaza las placas que recuerdan la ubicación de los feriantes según el ramo de
actividad al que se dedicaban: joyeros, especieros, laneros…, todo un mundo
mercantil.
Pero
no es lo único grande que hay allí a la vista. En la esquina meridional del
recinto el viajero ve la Colegiata de San Antolín. Aunque desde tiempo atrás
hubo templo en ese lugar, consta que en tiempos del de Antequera, que tanto
miró por su villa natal, se fundó parroquia, con la pretensión de ser colegiata
o aun catedral. Como no se consiguiera, los reyes Católicos estando la corte de
Isabel y Fernando en Medina, en 1480, lo intentaron de nuevo ante el papa Sixto
IV. No concedió el papa la sede episcopal para Medina, pero sí una colegiata, y
aunque a falta de pan, buenas son tortas, no sabe el viajero si complació
suficiente, pues lo que se erigió llevando el nombre de colegiata, tomó
hechuras casi de catedral. Lo que hoy hay es de fábrica de ladrillo, comenzó a
levantarse a principios del siglo XVI, e hizo falta casi dos siglos para
terminarla. El viajero se acerca al templo. Conforme llega ve con detalle el balcón
de Nuestra Señora del Pópulo, que se abrió a la plaza para desde él decir misa
en los días de feria y mercado sin que los comerciantes tuvieran que abandonar
sus puestos.
En
viajero entra en el templo, no a oír misa, pero sí a conocer sus tesoros artísticos,
que son muchos. Desde lo arquitectónico, con su bóveda de crucería, hasta lo
suntuario. Mientras mira, escucha las explicaciones que un medinense, que movido
por la vocación se dedica a este menester en tiempos libres, da al minúsculo
grupo de personas que se han interesado por ver el templo. Es suerte del
viajero haber coincidido con él, pues es persona erudita que cuenta muchas
cosas, explica con gusto y avisa de lo
que de no estar atento el visitante apresurado podría perderse: de la imagen de
San Hermenegildo, de quien los medinenses aseguran fue paisano suyo; de la
hermosa capilla de Nuestra Señora de las Angustias; o de que San Vicente Ferrer
anduvo por estas tierras hacia 1411 y fue por predicación del taumaturgo
valenciano que los penitentes que desfilaban en el interior del templo
saliesen al exterior, iniciándose en Medina que las procesiones penitenciales
discurrieran por las calles, y que poco
a poco se extendiera esa costumbre por toda España.
Al
salir el viajero admira el ayuntamiento bajo cuyos arcos pasa, justo al lado
del lugar donde estuvo el palacio real, del que no queda apenas nada y que hoy
llaman “Testamentario”, pues fue en ese lugar, ahora recreado, donde testó y
murió Isabel la Católica, o eso dicen quienes no defienden que lo hiciera en el
Castillo de la Mota, al que luego se asomará el viajero. Fueron aquellos tiempos
con la Corte en Medina los que han permitido que, por la pluma del cronista,
nos llegue el relato de hechos, que de no ser parte, aunque en poco, la reina,
hubieran caído en el olvido. Lee
el viajero el caso que divulgó Garibay sobre un suceso en el que la reina
intervino.
Vivía
en Medina un hombre rico y codicioso, al que no bastaban sus riquezas, y quiso procurarse
las de otros. Se llamaba Alvar Yáñez de Lugo y conociendo a un vecino rico como
él, tramó en connivencia con un escribano al que se atrajo un engaño para
apoderarse de su fortuna. Pero una vez consumada la estafa, el cómplice se
volvió incómodo para Yáñez y éste decidió dar cuenta de él e impedir así una
delación o algún posible chantaje. Aprovechando que ambos hombres se hallaban
solos lo asesinó, enterrándolo en el patio de su casa. Sin embargo la esposa
del asesinado al ver desaparecido a su marido como por ensalmo, dio parte de su
ausencia. Llegó la noticia a oídos de la reina Isabel y hubo indagaciones
muy cabales, a resultas de cuales Yáñez fue descubierto y detenido, confesando
su crimen. Mas viéndose en grave peligro, siendo rico y atrevido, ofreció mucho
dinero a la reina. Cuarenta mil ducados ofreció el criminal para salvarse. Era
esa cantidad tan importante que mucho y bien podría servir para la lucha contra
los moros, por lo que había quienes aconsejaban a doña Isabel que aceptase, mas
la reina castellana se mantuvo fuerte en sus principios, negándose a tomar oro
que estuviera manchado con sangre; y juzgado el asesino, fue degollado.
No
se olvida el viajero de hablar, como avisó, del otro gran monumento de Medina:
su castillo. César Borgia estuvo preso en él. En Italia, a la muerte del papa
Alejandro VI, su padre, habíase apoderado de él don Gonzalo Fernández de
Córdoba, el Gran Capitán y, trasladado a España, confinado primero en el
castillo de Chinchilla y en éste de La Mota, después. Como si el viajero lo
viera en presente imagina cómo en 1506 gracias al Conde de Benavente, y a su
propia audacia, César Borgia logra escapar de su cautiverio en una fuga
novelesca en su desarrollo, pero real en sus hechos. Limando los barrotes de su
celda, se descuelga merced a unas cuerdas que el capellán del castillo, hombre
al servicio del conde, le facilita; pero resultando cortas las sogas tiene que
desasirse hiriéndose en la caída. Pese a su estado, cubierto por los disparos
de los ballesteros del conde que le protegen, logra cruzar el foso, ponerse a
salvo y recuperarse de las heridas. Deja para otra ocasión el viajero las
peripecias finales del aguerrido soldado Borgia, su final en Viana, y la insólita
odisea de sus restos.
No
fue este episodio el único de los ocurridos en el castillo que el viajero
recuerda. También que en él vivió, o prisionera o alojada, pero como si
estuviera cautiva, Juana de Castilla. Dicen de ella que en cierta ocasión la
pena que la invadía por la ausencia de su amado Felipe, la llevó a la
chifladura de instalarse en una de las incómodas garitas del castillo, pues
decía en ese lugar se hallaba más cerca de donde se encontraba su esposo.
Callejeando, el viajero va viéndolo todo, palacios, iglesias, la estatua de Bernal Díaz del Castillo, soldado que acompañó a Cortés en la conquista de México, al que se atribuye una “Historia Verdadera de la conquista de Nueva España” y al que por ser nacido en Medina sus paisanos, en tiempos recientes, han querido recordar con efigie en bronce, igual que a la reina Isabel, ya vista en la Plaza Mayor que, aunque no nació en la Villa, vivió y murió en ella, ya lo dijo el viajero. Del que no ha visto, ni verá, es copia en metal o piedra de su nieto, el rey Carlos. Puede el viajero suponer por qué. Y es que cuando llegó a España y se declaró el conflicto de las Comunidades, se solicitó de Medina del Campo la entrega de la artillería existente en la villa. No aceptó el pueblo de Medina la exigencia, pues las armas se pedían para sofocar la resistencia comunera en Segovia, y la respuesta no se hizo esperar. El 21 de agosto de 1521 las tropas del rey incendiaron algunas casas, el fuego se propagó y buena parte de la población quedó reducida a cenizas. Comenzó entonces un declive lento, pero prolongado de la villa, hasta que en el siglo XIX, fue recuperando parte de su primitivo esplendor, una mínima parte del cual hoy ha compartido el viajero aquí.