AMOR CIEGO

    Aunque su padre le llamó tonto y posiblemente eso fue lo que hizo durante toda su vida, seamos benévolos y, en cuanto a lo que de amores se trata, supongamos que fue una ceguera de amor lo que llevó a Carlos IV a soportar, ignorante, lo que se cocía ante sus narices.

    Y es que sobre la simpleza del príncipe de Asturias, su padre, el ordenado Carlos III ya dio aviso, porque se sabe lo sucedido en una tertulia entre ambos: hablaban sobre la infidelidad que torturaba a cierto aristócrata al conocer que su esposa lo engañaba con otro. El joven Carlos, que aguardaba colocar el ordinal cuarto tras su nombre, inocente entonces, como lo sería siempre, dijo a su padre:
    ─Tú, como rey, y yo, que lo seré, tenemos una gran suerte: nuestras mujeres no podrán engañarnos nunca.
    Asombrado el padre, preguntó al infante cómo podía ser eso.
    ─Padre, es imposible. Estamos en lo más alto. No hay nadie por encima de nosotros con quien puedan hacerlo.

    Era pronto para saber que un guardia de Corps, Manuel Godoy, llegado desde abajo, acabaría estando por encima de Carlos, gobernando España al lado de la reina, y que Carlos, además, tonto de capirote, como le dijo su padre en aquella charla, presenciaría, sin darse cuenta, cómo el ministro era el amante de María Luisa, llegando él mismo a sentir gran afecto por Manuel.

    Porque, esto de los engaños, debía pensar Carlos, no iba con él. No sería hasta el final de su vida, cuando Carlos, informado durante su exilio en Italia por su hermano Fernando, el rey de Nápoles, caería en la cuenta de la traición de su amada esposa María Luisa con su querido y fiel Manuel.

    Así que, cuando la reina, durante una temporada de tibios afectos con Godoy, calmó sus ardores con un tal Mallo, que frecuentaba palacio con cierta asiduidad para ciertos despachos, exhibiendo nuevas cabalgaduras en cada visita y haciendo ostentación de riquezas, el golpeado en su corazón no fue el rey, sino Godoy, o al menos en apariencia, porque el cariño de Godoy siempre debió ser interesado.

Palacio Real de Madrid

    Para el rey, ajeno a todo, confiado, lo que no paso desapercibido fue el derroche y el lujo con el que Mallo se exhibía en palacio. Cierto día, estando con la reina, preguntó a Godoy, que les acompañaba, qué pasaba con el tal Mallo, que parecía tan rico como ellos mismos.
    Godoy contestó:
    ─No es rico sino por su amante, una vieja fea que le paga los lujos con el dinero del marido.
    Carlos, que llevaría el apodo de simple sino se lo hubiera arrebatado, siglos atrás un rey francés, rió bobalicón lo dicho por Godoy.
    ─¿Qué te parece, María Luisa, lo que cuenta Manuel?
    ─Calla, calla, Carlos, ya sabes lo bromista que es Manuel a veces.

    Lo que puede parecer una escena de celos, de despecho, durante una temporada de desafecto, probablemente no fuera más que una más de sus actuaciones, porque su verdadero amor fue Pepita Tudó, a la que mantuvo en su lecho antes y durante el matrimonio que la reina, con intención de apartarla de la rival, convino para su favorito con Teresa de Borbón, futura condesa de Chinchón; matrimonio desgraciado donde los haya, hasta el punto de que Carlota, la hija habida de este matrimonio fue tutelada por la reina, ya que la madre, por no recordar al padre, la despreció siempre. Y no es raro que así fuese, porque Godoy mantuvo a Pepita, de la que tuvo dos hijos, y a Teresa bajo el mismo techo en más de una ocasión. Tras la muerte de la condesa de Chinchón en Toledo, también fallecida la reina, Godoy, en el exilio italiano, contrajo matrimonio con Josefina Tudó, su amor de siempre.
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LA LOCA DE MONTCALM

    Fue a principios del siglo XIX, cuando en el sur de Francia, en la región del Sabarthès, cierto día de 1807, fue vista por unos cazadores una mujer desnuda, corriendo por los montes cercanos a la localidad de Suc.

    Estas regiones de la Occitania son cuna de fantásticas leyendas y mitos, pero también de hechos ciertos que han alcanzado rango de epopeya. Patria de visigodos, que establecieron su capital en Toulouse antes de retirarse a Barcelona y luego a Toledo, después fue hogar, hace casi mil años, de los cátaros, seguidores de una doctrina llegada de regiones balcánicas, que a su vez habían recibido la influencia del maniqueísmo persa. Eran los “bonnes homes”. Recorrían la región humildemente vestidos, con el evangelio de San Juan colgado de la cintura; pero acabaron resultando incómodos a la jerarquía de la Iglesia. Podrían haber tenido un final similar al de algunas órdenes religiosas, ya que practicaban las buenas obras, dando ejemplo con su humilde vida, y predicaban el evangelio, pero no se integraron en el engranaje romano. Las distintas posturas doctrinales, quizás, lo impidieron. A los que sí lo hicieron se les consintió la fundación de órdenes, y se les concedió cierta autonomía. A una de ellas, se le designó, mediante bula papal, para tratar la conversión de los cátaros, declarados herejes. Simón de Monfort fue el brazo armado encargado de dicha tarea. Las circunstancias de su muerte, en el asalto a la ciudad de Toulouse, contribuyeron al mito creado en torno a los albigenses. El caballero de Monfort murió de una pedrada. Muy llorada su muerte por los católicos fue un alivio para los cátaros que sufrieron su fanatismo y crueldad: se cuenta que el obispo de Toulouse, Foulques, muy odiado por sus fieles, estaba predicando durante una homilía. Comparaba a los cátaros con lobos que atacan indefensos corderos católicos. Uno de los oyentes alzó la voz y, descubriendo su rostro desfigurado, ciego y mutilado por la falta de nariz y labios, dijo: "¿Ha mordido así, alguna vez un cordero a un lobo?", señalándose a sí mismo. Foulques contestó que Monfort había sido un buen perro.

    En el siglo XIII, uno de los últimos reductos cátaros fue arrasado. El castillo de Montsegur fue incendiado. Sus defensores fueron apresados y quemados vivos en el mismo patio del castillo. Aún quedaron pequeños grupos cátaros escondidos en los bosques. Al menor peligro se refugiaban en las profundas cuevas que existen en las montañas pirenaicas del sur francés. Peligrosísimas, estas cuevas llamadas “spulgas" son muy profundas y están muy ramificadas. Muchas de las galerías son trampas que terminan en profundísimas simas. Una de las más famosas es la “spulga de Bouan”. Tiene su entrada protegida por un muro almenado. Todavía hoy se puede ver. Cuando se circula en dirección a Tarascon sur L'Ariège, desde Aix les Termes, no hay más que levantar la vista hacia la parte media de las montañas que se extienden por el lado izquierdo de la carretera, en un tramo recto próximo a Tarascon. En estas cuevas aún resistirían durante casi un siglo pequeños reductos de albigenses.

    Después quedaría el halo de misterio, que se agranda con el tiempo, y acompaña lo desaparecido.

Castillo de Foix
Castillo de Foix

     No es difícil comprender que hubiera quien dijera que aquella mujer vista, que corría desnuda y libre por los montes fuese descendiente de los últimos herejes. Se alertó a la población y se organizó una batida para capturarla. Participaron gentes de Suc y de Montcalm. Se logró apresarla y fue conducida a la casa parroquial de Suc. Se le vistió, se le dio de comer, pero a la mañana siguiente había escapado. Pasó cierto tiempo. En la primavera siguiente fue vista correr, de nuevo, por las cumbres de las montañas. Las autoridades deciden intervenir y aclarar el misterio. La guardia enviada en su busca logra capturada. El juez de Vicdessos le pregunta como sobrevivía en las montañas. Ella contesta que los osos son sus amigos, que le dan de comer. Pasa el tiempo y enferma. Es trasladada a Foix, al hospital. Se recupera y escapa. De nuevo capturada, se le vuelve a llevar a Foix .

    Esta vez, a la prisión del castillo. Allí muere el 29 de octubre de 1808 sin desvelar el secreto de su existencia la que es conocida como “La folle du Moncalm”.

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SALAMANCA.

    El viajero cuando llega a Salamanca sabe que le faltará tiempo para conocerla bien. Tantas obras han construido los hombres y tantas historias han sucedido en ellas que el viajero se ve prisionero de una frenética actividad. Incapaz de relajarse, se lanza voraz sobre una ciudad que lleva siglos así, que no tiene prisa. Por ello el viajero, que de natural es tranquilo sabe que por Salamanca no puede pasar como un meteorito lo hace sobre el cielo, y por fin, sereno, se dirige a la plaza Mayor. Comenzada su construcción por Alberto Churriguera, que vivía en Salamanca en aquel tiempo, como lo demuestra su firma de piedra en los monumentos que se le encargaron, fue terminada por Andrés García de Quiñones.

    Cuando el viajero llega a la plaza, toda porticada, llenos sus soportales de tiendas y bares, la tarde está avanzada, pero no tanto como para que el sol haya dejado de iluminar la fachada donde está el ayuntamiento, lo más mirado y admirado de la plaza, que fue hecho por García de Quiñones y le dio mayor fama y gloria de la que ya tenía.

Salamanca. El ayuntamiento

    La piedra usada en la construcción de la plaza Mayor, y otros monumentos de la Ciudad, es una arenisca, que llaman “franca”, traída de las cercanas canteras de Villamayor, que se va endureciendo con el tiempo y adquiriendo el tono dorado que el viajero ve cuando el sol dirige sus rayos hacia las barrocas piedras de la plaza. El viajero dedica un rato a mirar los medallones que adornan las enjutas de las arcadas. Sabe que la colocación o supresión de los personajes en las medallas es cosa de mucha discusión en la comisión que se dedica a ello. El viajero va mirando los medallones. Es una pequeña historia de España en piedra que sigue atento al caminar cuando, casi sin darse cuenta, está en la otra esquina de la plaza.

    Sale por el portal que da a la calle Prior y se dirige al Palacio de Monterrey. Es propiedad privada, de la Casa de Alba, y no puede visitarlo, pero sí la contigua iglesia de la Purísima que ve a su lado. El viajero no sabe nada de ella, pero entra. Allí encuentra sin buscarlo lo que muchas veces buscando no ve. En el altar mayor hay una luminosísima Inmaculada pintada por quien dedicó la mayor parte de su arte a lo sombrío, Ribera, un maestro del tenebrismo. El viajero introduce una moneda en la máquina que dosifica la luz que alumbra el altar, se sienta en un banco y mira. Se quedaría horas contemplando este cuadro, pero fuera está casi todo por ver. Sale y muy cerca ve una casa, que tiene un rótulo que la titula “del regidor” y una placa en la que se advierte que en ella vivió y murió Miguel de Unamuno. Se puede decir que murió don Miguel de un disgusto o de pena, o de ambas cosas, que sólo él lo supo.

    Es don Miguel rector de la universidad salmantina cuando los españoles se baten irreconciliables en una guerra civil que acaba de comenzar. Salamanca está en la zona nacional. El 12 de octubre de 1936 se celebra en el paraninfo de la universidad un acto conmemorativo del Día de la Raza. Asisten el 0bispo de Salamanca Enrique Plá y Deniel, el escritor José María Pemán, el general Millán Astray y… la esposa de Franco, Carmen Polo. Como es natural no falta el rector, que preside el acto.

    Se suceden varios discursos. En uno de ellos se critica con dureza el nacionalismo de vascos y catalanes. Se dice que es el cáncer en el cuerpo de la Nación, que el fascismo será el escalpelo que corte del cuerpo de España ese tumor. Por fin el rector decide tomar la palabra. Con éstas o con palabras parecidas don Miguel habla.
    ─Ésta que nos asola es una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo convencer. El general Millán es un inválido(1), como lo fue Cervantes, pero… hay diferencias…, eso es lo que quiere el general Millán: una España a imagen y semejanza suya. España se verá llena de inválidos. 
    El general Millán Astray, que está sentado en su butaca, incontenible, dicen que echando la mano al cinto, casi pistola en mano, se alza. Contesta al rector al estilo de su condición de militar, fundador de la legión y novio de la muerte.
    ─Muera la inteligencia. Viva la muerte.
    El revuelo es enorme. Queriendo quitar hierro al asunto, Pemán, también en pie, grita:
    ─La inteligencia no, los malos intelectuales.
    Ahora todo el mundo está en pie. La confusión es grande. Es imposible saber qué va a pasar. En ese momento Carmen Polo toma del brazo al viejo rector y lo conduce al exterior, les acompaña el obispo. Todo ha terminado. Bueno, todo no, don Miguel vuelve a su casa. Desde entonces apenas saldrá a la calle. Poco más de dos meses después, el último día del año, a sus setenta y dos años moría Unamuno.

    El viajero termina la jornada, un poco de descanso le viene bien, vuelve por donde ya estuvo y ve la plaza Mayor iluminada, algo húmedo su suelo por unas gotas de lluvia que cayeron cuando el viajero miraba la Virgen de “El Españoleto”. Saca su cámara y hace la última fotografía del día.


Salamanca. La Plaza Mayor. 2006


    Un nuevo día pone los pies del viajero en la calle. Andando, llega a la casa de las Conchas, que con relieves con esa forma tiene adornados sus muros exteriores: adornos y anuncio de que el dueño de la casa era caballero de la orden de Santiago y peregrino. El viajero entra en el interior. Sólo el patio ya merece la visita.

    Al salir mira hacia lo alto, mira las torres de la iglesia de los jesuitas, y ve decenas de cigüeñas, espectadoras del trajín humano. El viajero sigue caminando, llega a la catedral, se sitúa ante la fachada principal, un gran arco que enmarca lo que si fuera en tela sería un tapete del mejor encaje. Mientras mira, a su lado, una señora de mediana edad hace lo mismo, pero con ventaja. Tiene unos prismáticos, supone el viajero que para ver todo con detalle, pero no. La señora se decide a preguntar sin interrogantes:
    ─Estoy buscando el astronauta(2).
    El viajero, que sabe donde ésta, que lo ha visto hace un rato, le dice donde podrá encontrarlo. Contenta, la señora se va, y el viajero también, ella a ver el astronauta, y él a ver el interior de las catedrales, porque Salamanca en su exhuberancia ofrece al viajero dos catedrales al mismo tiempo y en el mismo lugar, una junto a la otra, comunicadas, medio superpuestas, la vieja, románica de aspecto bizantino, aunque los arcos de su interior sean ojivales, y la nueva, gótica. Luego sube a las terrazas. Entre gárgolas y pináculos, rodeando la torre del gallo de la catedral vieja, vuelve a entrar. Si las catedrales góticas se elevan para facilitar desde el suelo que la mirada suba acercándose a la grandeza de Dios, el viajero hoy no debe hacer ese esfuerzo. Está en lo alto, a la altura del triforio y desde allí la visión es otra: ve nuestra pequeñez.

Salamanca

    Y de allí a la universidad, la misma en la que pronunció Unamuno sus últimas y explosivas palabras y en la que cuatro siglos antes Fray Luis de León, como si el tiempo dejara de pasar según su voluntad, pronunció su célebre frase “Decíamos ayer…” al dirigirse a sus alumnos, tras ser detenido y encausado en un largo proceso inquisitorial debido a una atrevida, para los tiempos que corrían, traducción del Cantar de los Cantares(3)

    El viajero se asoma al aula en la que esto sucedió, donde un cordón impide el paso y protege los viejos bancos del aula. El viajero da una vuelta por el claustro y sale, porque al entrar no se fijó mucho, y es obligación hacerlo, en la portada plateresca mil veces fotografiada. Muchos son los que como el viajero miran, algunos como ya vio en la catedral buscan. Aquí es una rana. Está sobre una de las calaveras labradas en una de las pilastras de la derecha. Por suerte nadie pregunta al viajero por el batracio y puede disfrutar tranquilo de lo que lleva ahora hecho quinientos años no se sabe por quien.

    Van pasando los días y al viajero comienzan a resultarle familiares calles y monumentos. No conoce aún, y allí se dirige, la iglesia de San Esteban. Sabe el viajero que tiene mucho arte e historia entre sus muros. Al llegar el viajero ve el gran arco de la fachada principal, no desmerece nada al que vio en la catedral. Ya dentro, en el claustro ve el pequeño confesonario de Santa Teresa, la santa abulense que murió en la vecina Alba de Tormes, y una sala, resto del claustro antiguo, en la que se reunía el capítulo. Allí se debatió mucho sobre los proyectos de Colón, que contó con el influyente apoyo de los dominicos dueños del convento. En la iglesia un esplendido fresco de Antonio Palomino decora el coro alto. El viajero sube a verlo. Estaba avisado de su valía y no queda defraudado.

    El viajero ahora pasea tranquilo, vuelve a la plaza Mayor, sube por la señorial calle Zamora y alcanza la iglesia de San Marcos. Llama la atención del viajero su forma circular y su aspecto de iglesia románica, pero dentro pierde toda redondez, y salvo los ábsides con arcos de medio punto, tres naves de arcos bien apuntados la convierten en gótica. El viajero sigue paseando y piensa que no puede dejar Salamanca sin ver el río que la cruza, el Tormes, y a la vez pasar a la otra orilla por el puente romano, construido en tiempos de Domiciano. Una riada, en el siglo XVII, se lo llevó por delante, aunque no todo, y hubo de ser reconstruido. Quince de los arcos que aún hay son originales, del siglo I, y desde la calzada que hay sobre ellos el viajero mira el río Tormes, igual que el verraco que colocado a la entrada del puente parece mirarle a él.

(1) El general Millán Astray había perdido su brazo izquierdo y el ojo derecho en la campañas de Marruecos de los años veinte.
(2) El viajero que lo ha visto y fotografiado habla de él y lo muestra en “El poder del cincel”.
(3) Algo de Fray Luis y de sus problemas se puede leer en “Palabras”.

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EL PUNTO FINAL

    “Díjome el demonio anoche que el rey se halla hechizado maléficamente para gobernar y para tener hijos. Se le hechizó cuando tenía catorce años con un chocolate en el que se disolvieron los sesos de un hombre muerto para quitarle la salud, envenenarle los riñones y corromperle. Los efectos del bebedizo se renuevan cada luna y son mayores cuando las lunas son nuevas”.
   
    Estas fueron las palabras que en 1697, cuando a su majestad ya le quedaba poca cuerda, dijo fray Antonio Álvarez de Argüelles al ser preguntado si era cierto que el rey estaba hechizado. Y es que fray Antonio, muy listo, dijo lo que quien le preguntaba quería oír. Tenía fama este fraile de poseer la facultad de entrar en comunicación con el demonio, el dueño del mal; y muchos males eran los que aquejaban al rey Carlos desde que nació. Así que a él acudió el inquisidor general, creyente en estas supercherías, como todos por aquel entonces, para conocer de primera mano la causa de lo que tantísimo preocupaba en la corte: la falta de heredero.

    Una preocupación que su padre, Felipe IV, no tuvo, aunque no confiara demasiado en la aptitud de su hijo ni en una larga supervivencia, porque al nacer se le presentó de la peor manera con la que se puede describir a un bebé. Feo era a los ojos de su padre, el rey Planeta, que se supone que a pesar de mirarlo con los ojos del cariño paterno poco bueno dijo de él. No estaría muy orgulloso cuando durante el bautizo permitió que apenas se le viera algo más que un ojo y una ceja por lo tapado que lo llevaban; y feísimo y enfermizo era a los ojos de los embajadores extranjeros en la corte española, poco amantes de lo nuestro y por lo tanto en extremo duros con el recién nacido, y agoreros al hablar de su futuro.

    Todos tenían algo de razón. Todos pensaron que no viviría mucho. Se equivocaron. A trancas y barrancas logró sobrevivir hasta los treinta y nueve años.

    Las descripciones que se hicieron de él al morir, durante la autopsia llevada a cabo por los médicos, no pudieron ser más aterradoras. Según ellas cuesta creer que el rey hubiera sido capaz de vivir tantos años. El cadáver seco, sin gota de sangre, con un corazón del tamaño de un grano de pimienta, las vísceras putrefactas, y en lo que atañe a lo necesario al ejercicio de sus funciones reales: arriba, la cabeza llena de agua y abajo, un solo testículo, negro como el carbón.

    Lo cierto es que pese a ser tachado de débil mental y estéril, en lo primero, algún atisbo de lucidez e ingenio tuvo, como lo demuestra la conversación que cierto día tuvo con su hermanastro don Juan José. Tenía la costumbre el rey, queda la duda de saber si por voluntad propia del desaliñado o por seguir la moda francesa de los cabellos largos(1), de llevar una melena lacia que caía hasta sus hombros. En cierta ocasión estando con su hermanastro éste le llamó la atención sobre la falta de pulcritud de tales greñas. No es la respuesta de un idiota la que Carlos II le dio: “Hasta los piojos no están seguros de don Juan”.

    Sobre su falta de capacidad para engendrar hijos, los hechos demostraron que así fue, pero la espantosa descripción de los órganos necesarios para ello, dada por los médicos, no deben hacernos pensar que Carlos estaba carente de apetitos. De su primera esposa, María Luisa de Orleans, francesa y sobrina de Luis XIV, estuvo francamente enamorado, la frecuentaba bastante y al fin logró consumar el matrimonio. Tal fue su alegría cuando lo consiguió que proclamó por todas las dependencias de palacio su proeza, y fuera de él, por Madrid, a los cuatro vientos. Nadie pensó entonces en la incapacidad del rey para asegurar la corona, y las culpas cayeron en María Luisa que fue obsequiada por el pueblo con estos ripios:

                                 Parid, bella flor de lis
                                 que en aflicción tan extraña
                                 si parís, parís a España
                                 si no parís, a París.

    Ahora, cuando se vislumbra el final, después de tantos años de intrigas, de gobierno y desgobierno, la preocupación por la ausencia de un príncipe se hace cada vez mayor.

    Atrás quedaba la pésima política del padre Nithard, incapaz de comprender España, llevándola de derrota en derrota, hasta que el hermanastro del rey, don Juan José, se presentó a las puertas de Madrid amenazando: “Si el lunes no sale el confesor por la puerta, el martes entraré yo y lo sacaré por la ventana”. No hizo falta, la reina cesó al jesuita y Juan José, conformado, se retiró a Aragón hasta que harto volvió a Madrid para echar a Valenzuela, conocido como “el duende de palacio”, un advenedizo que había conseguido la privanza. Tales eran sus tejemanejes, que por sí solo daría para escribir muchas páginas: forzó su propio nombramiento como Grande de España, llenó sus bolsillos cuanto pudo y al fin colmó la paciencia de la nobleza y del propio don Juan José, que, tras echar a Valenzuela, confinó a la reina en Toledo.
    

Catedral de Gerona
   La monumental escalinata de la catedral de Gerona se construyó durante el reinado de Carlos II, casi al mismo tiempo en el que la ciudad era ocupada por las tropas de francesas de Luis XIV

   
     Pero don Juan José duró poco, apenas dos años se mantuvo su gobierno. Prematuramente muerto, no se supo ni se sabrá de qué; aunque hay quien, entonces y aún ahora, sospecha que no se murió solo.

    Y atrás quedaban también los engaños de Mariana de Neoburgo, la segunda esposa del rey, fingiendo tantos embarazos como decepciones entre nobleza y pueblo al saber que no había heredero.
   
    Confirmado el hechizo, no queda mucho tiempo. Al rey se le va la vida. Carlos tiene treinta y siete años y no hay tiempo que perder. Se llama a un exorcista. Se llama Mauro de Tenda, es italiano y tan listo y falto de escrúpulos como fray Antonio. Tras las grotescas ceremonias celebradas, el rey sigue igual de mal y, al fin, el italiano cae en desgracia. La cárcel será su casa durante algún tiempo.

    Tan disminuido, con la libertad mermada por ausencia de una voluntad firme, no resulta extraño que fuera un ser fácilmente influenciable que permitiera hacer sobre sí cuantas ocurrencias salían de sus cuidadores, los del cuerpo y los del alma, porque… ¿Qué puede esperarse del inquisidor que persigue al demonio, personificación del mal, y al mismo tiempo lo cree por boca de fray Antonio?

    Pero la influencia sin interés es estéril, y el interés está en la cuestión sucesoria. En su último testamento Carlos II legó la Corona a Felipe de Anjou, y Luis XIV, que ya había hincado el diente en los territorios españoles en los años anteriores, no estaba dispuesto a ceder a las pretensiones del archiduque austríaco, convencido también de sus derechos dinásticos. La lucha estaba servida entre dos grandes potencias en forma de guerra civil, y en la dinastía austríaca de España puesto el punto final.

(1) Carlos II, ya no usó la tan frecuente golilla que vemos en sus antecesores.
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Nota: Encontrarán una enorme fuente de información sobre este rey, el último de los Austrias españoles, y el devenir historico de España durante su reinado en el blog http://reinadodecarlosii.blogspot.com/

DOS HERMANAS

    No llegaron a ser tan famosas como su padre, pero casi. Se llamaban Adela y Baldomera y tuvieron unas vidas dignas del ejemplo que su progenitor les dio. Su padre era Mariano José de Larra, el escritor y articulista romántico y atormentado, que se descerrajó un tiro por desamor. Adela fue la que, sin comprenderlo bien, descubrió el cuerpo sin vida de su padre exclamando: “Papá se ha caído de la silla”(1). Tenía seis años.

    Fruto del matrimonio de Mariano con Josefina Wetoret, las dos hermanas darían mucho que hablar. De pequeñitas, como si el destino las preparara para ello, hacían progresos en lo que más tarde, de mayores, les iba a servir; Adela, la mayor, aprendía música y baile; Baldomera, la menor, que no fue reconocida por su padre, se aficionó a los números.

    Ambas tuvieron mucho que ver con los tiempos en los que reinó Amadeo de Saboya, aquel italiano al que España, después de despedir a Isabel II de su oficio de reina, le ofreció la corona española, y que también acabó siendo despedido, o mejor dicho él mismo se despidió poco después sin comprender a la nación sobre la que debía reinar, y sin que ésta hiciera mucho por comprenderle a él.

    El nuevo rey llega a España por mar y nada más hacerlo sufre su primer revés. Su principal valedor, el general Prim, ha sido asesinado, la víspera de su llegada, en la calle del Turco de Madrid. Solo, sin amigos, con muchos enemigos, busca consuelo, hasta la llegada de su esposa, en una guapa madrileña de nombre Adela, conocida por su belleza y los tirabuzones que cuelgan sobre sus orejas. Por ello se le conoce como “la dama de las patillas”. Tres meses tardó en llegar la reina a España, tiempo en el que el rey acudía oculto bajo una capa española a la residencia de la señora de García Noguera, que ese era el nombre del rico marido de Adela.

La Cibeles
La diosa Cibeles fue testigo de las idas y venidas del rey, camino
del palacete en el que vivía Adela en el Paseo de la Castellana.

    Poco después, antes de cumplirse los dos años de reinado, Amadeo volvió a Italia. La marcha de Amadeo dejó sin trabajo a un hombre, médico de profesión. Su nombre era Carlos de Montemayor y su cliente el rey a cuyo servicio estaba. Ahora sin trabajo abandona España y a su mujer Baldomera. Ésta comienza a verse en dificultades económicas, se ve en la necesidad de pedir, y lo hace a una vecina suya. Le pide una onza de oro y le promete devolverle dos en el plazo de un mes. Baldomera cumple lo prometido. La operación se repite una y otra vez, su fama crece. Funda la “Caja de Imposiciones”. Recibe dinero, cada vez en mayores cantidades, y lo remunera puntualmente, ahora con un rédito del treinta por ciento con los recursos que no deja de ingresar. Adela es simpática, amable, con don de gentes y admirada. La avaricia alcanza a todos, pobres y ricos. Al fin sucede lo inevitable. La pirámide que ha construido, de la que ella es única gestora, está a punto de desmoronarse. Tiene mucho dinero pero ya no entra el suficiente para mantener el engaño. Un cliente pide se le devuelva el capital, y sucede lo inevitable. Baldomera pone pies en polvorosa. Sube a un tren que le lleva a Francia, llevándose consigo todo el dinero que puede. Por fin es detenida y entregada a la justicia española, que la trata con benevolencia, en parte porque sus propias víctimas la perdonan y abogan por ella. Una condena de seis años y un rápido indulto la dejan en libertad.

    Hay incertidumbre sobre su final. Unos la sitúan en Cuba, otros en Argentina, puede que permaneciera en España bajo el amparo de su hermano Luis Mariano. Estuviera su final en uno u otro lugar, fue libre aunque pobre, tan pobre como era cuando pidió prestada su primera onza de oro.

(1) Sobre la atormentada vida de Larra y su suicidio se puede leer el artículo "Locuras... de amor".

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