El viajero cuando llega a Salamanca sabe que le faltará tiempo para conocerla bien. Tantas obras han construido los hombres y tantas historias han sucedido en ellas que el viajero se ve prisionero de una frenética actividad. Incapaz de relajarse, se lanza voraz sobre una ciudad que lleva siglos así, que no tiene prisa. Por ello el viajero, que de natural es tranquilo sabe que por Salamanca no puede pasar como un meteorito lo hace sobre el cielo, y por fin, sereno, se dirige a la plaza Mayor. Comenzada su construcción por Alberto Churriguera, que vivía en Salamanca en aquel tiempo, como lo demuestra su firma de piedra en los monumentos que se le encargaron, fue terminada por Andrés García de Quiñones.
Cuando el viajero llega a la plaza, toda porticada, llenos sus soportales de tiendas y bares, la tarde está avanzada, pero no tanto como para que el sol haya dejado de iluminar la fachada donde está el ayuntamiento, lo más mirado y admirado de la plaza, que fue hecho por García de Quiñones y le dio mayor fama y gloria de la que ya tenía.
La piedra usada en la construcción de la plaza Mayor, y otros monumentos de la Ciudad, es una arenisca, que llaman “franca”, traída de las cercanas canteras de Villamayor, que se va endureciendo con el tiempo y adquiriendo el tono dorado que el viajero ve cuando el sol dirige sus rayos hacia las barrocas piedras de la plaza. El viajero dedica un rato a mirar los medallones que adornan las enjutas de las arcadas. Sabe que la colocación o supresión de los personajes en las medallas es cosa de mucha discusión en la comisión que se dedica a ello. El viajero va mirando los medallones. Es una pequeña historia de España en piedra que sigue atento al caminar cuando, casi sin darse cuenta, está en la otra esquina de la plaza.
Sale por el portal que da a la calle Prior y se dirige al Palacio de Monterrey. Es propiedad privada, de la Casa de Alba, y no puede visitarlo, pero sí la contigua iglesia de la Purísima que ve a su lado. El viajero no sabe nada de ella, pero entra. Allí encuentra sin buscarlo lo que muchas veces buscando no ve. En el altar mayor hay una luminosísima Inmaculada pintada por quien dedicó la mayor parte de su arte a lo sombrío, Ribera, un maestro del tenebrismo. El viajero introduce una moneda en la máquina que dosifica la luz que alumbra el altar, se sienta en un banco y mira. Se quedaría horas contemplando este cuadro, pero fuera está casi todo por ver. Sale y muy cerca ve una casa, que tiene un rótulo que la titula “del regidor” y una placa en la que se advierte que en ella vivió y murió Miguel de Unamuno. Se puede decir que murió don Miguel de un disgusto o de pena, o de ambas cosas, que sólo él lo supo.
Es don Miguel rector de la universidad salmantina cuando los españoles se baten irreconciliables en una guerra civil que acaba de comenzar. Salamanca está en la zona nacional. El 12 de octubre de 1936 se celebra en el paraninfo de la universidad un acto conmemorativo del Día de la Raza. Asisten el 0bispo de Salamanca Enrique Plá y Deniel, el escritor José María Pemán, el general Millán Astray y… la esposa de Franco, Carmen Polo. Como es natural no falta el rector, que preside el acto.
Se suceden varios discursos. En uno de ellos se critica con dureza el nacionalismo de vascos y catalanes. Se dice que es el cáncer en el cuerpo de la Nación, que el fascismo será el escalpelo que corte del cuerpo de España ese tumor. Por fin el rector decide tomar la palabra. Con éstas o con palabras parecidas don Miguel habla.
─Ésta que nos asola es una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo convencer. El general Millán es un inválido(1), como lo fue Cervantes, pero… hay diferencias…, eso es lo que quiere el general Millán: una España a imagen y semejanza suya. España se verá llena de inválidos.
El general Millán Astray, que está sentado en su butaca, incontenible, dicen que echando la mano al cinto, casi pistola en mano, se alza. Contesta al rector al estilo de su condición de militar, fundador de la legión y novio de la muerte.
─Muera la inteligencia. Viva la muerte.
El revuelo es enorme. Queriendo quitar hierro al asunto, Pemán, también en pie, grita:
─La inteligencia no, los malos intelectuales.
Ahora todo el mundo está en pie. La confusión es grande. Es imposible saber qué va a pasar. En ese momento Carmen Polo toma del brazo al viejo rector y lo conduce al exterior, les acompaña el obispo. Todo ha terminado. Bueno, todo no, don Miguel vuelve a su casa. Desde entonces apenas saldrá a la calle. Poco más de dos meses después, el último día del año, a sus setenta y dos años moría Unamuno.
El viajero termina la jornada, un poco de descanso le viene bien, vuelve por donde ya estuvo y ve la plaza Mayor iluminada, algo húmedo su suelo por unas gotas de lluvia que cayeron cuando el viajero miraba la Virgen de “El Españoleto”. Saca su cámara y hace la última fotografía del día.
Un nuevo día pone los pies del viajero en la calle. Andando, llega a la casa de las Conchas, que con relieves con esa forma tiene adornados sus muros exteriores: adornos y anuncio de que el dueño de la casa era caballero de la orden de Santiago y peregrino. El viajero entra en el interior. Sólo el patio ya merece la visita.
Al salir mira hacia lo alto, mira las torres de la iglesia de los jesuitas, y ve decenas de cigüeñas, espectadoras del trajín humano. El viajero sigue caminando, llega a la catedral, se sitúa ante la fachada principal, un gran arco que enmarca lo que si fuera en tela sería un tapete del mejor encaje. Mientras mira, a su lado, una señora de mediana edad hace lo mismo, pero con ventaja. Tiene unos prismáticos, supone el viajero que para ver todo con detalle, pero no. La señora se decide a preguntar sin interrogantes:
─Estoy buscando el
astronauta(2).
El viajero, que sabe donde ésta, que lo ha visto hace un rato, le dice donde podrá encontrarlo. Contenta, la señora se va, y el viajero también, ella a ver el astronauta, y él a ver el interior de las catedrales, porque Salamanca en su exhuberancia ofrece al viajero dos catedrales al mismo tiempo y en el mismo lugar, una junto a la otra, comunicadas, medio superpuestas, la vieja, románica de aspecto bizantino, aunque los arcos de su interior sean ojivales, y la nueva, gótica. Luego sube a las terrazas. Entre gárgolas y pináculos, rodeando la torre del gallo de la catedral vieja, vuelve a entrar. Si las catedrales góticas se elevan para facilitar desde el suelo que la mirada suba acercándose a la grandeza de Dios, el viajero hoy no debe hacer ese esfuerzo. Está en lo alto, a la altura del triforio y desde allí la visión es otra: ve nuestra pequeñez.
Y de allí a la universidad, la misma en la que pronunció Unamuno sus últimas y explosivas palabras y en la que cuatro siglos antes Fray Luis de León, como si el tiempo dejara de pasar según su voluntad, pronunció su célebre frase “Decíamos ayer…” al dirigirse a sus alumnos, tras ser detenido y encausado en un largo proceso inquisitorial debido a una atrevida, para los tiempos que corrían, traducción del Cantar de los Cantares(3)
El viajero se asoma al aula en la que esto sucedió, donde un cordón impide el paso y protege los viejos bancos del aula. El viajero da una vuelta por el claustro y sale, porque al entrar no se fijó mucho, y es obligación hacerlo, en la portada plateresca mil veces fotografiada. Muchos son los que como el viajero miran, algunos como ya vio en la catedral buscan. Aquí es una rana. Está sobre una de las calaveras labradas en una de las pilastras de la derecha. Por suerte nadie pregunta al viajero por el batracio y puede disfrutar tranquilo de lo que lleva ahora hecho quinientos años no se sabe por quien.
Van pasando los días y al viajero comienzan a resultarle familiares calles y monumentos. No conoce aún, y allí se dirige, la iglesia de San Esteban. Sabe el viajero que tiene mucho arte e historia entre sus muros. Al llegar el viajero ve el gran arco de la fachada principal, no desmerece nada al que vio en la catedral. Ya dentro, en el claustro ve el pequeño confesonario de Santa Teresa, la santa abulense que murió en la vecina
Alba de Tormes, y una sala, resto del claustro antiguo, en la que se reunía el capítulo. Allí se debatió mucho sobre los proyectos de Colón, que contó con el influyente apoyo de los dominicos dueños del convento. En la iglesia un esplendido fresco de Antonio Palomino decora el coro alto. El viajero sube a verlo. Estaba avisado de su valía y no queda defraudado.
El viajero ahora pasea tranquilo, vuelve a la plaza Mayor, sube por la señorial calle Zamora y alcanza la iglesia de San Marcos. Llama la atención del viajero su forma circular y su aspecto de iglesia románica, pero dentro pierde toda redondez, y salvo los ábsides con arcos de medio punto, tres naves de arcos bien apuntados la convierten en gótica. El viajero sigue paseando y piensa que no puede dejar Salamanca sin ver el río que la cruza, el Tormes, y a la vez pasar a la otra orilla por el puente romano, construido en tiempos de Domiciano. Una riada, en el siglo XVII, se lo llevó por delante, aunque no todo, y hubo de ser reconstruido. Quince de los arcos que aún hay son originales, del siglo I, y desde la calzada que hay sobre ellos el viajero mira el río Tormes, igual que el verraco que colocado a la entrada del puente parece mirarle a él.
(1) El general Millán Astray había perdido su brazo izquierdo y el ojo derecho en la campañas de Marruecos de los años veinte.
(2) El viajero que lo ha visto y fotografiado habla de él y lo muestra en “El poder del cincel”.
(3) Algo de Fray Luis y de sus problemas se puede leer en “Palabras”.