Una sola vez ha estado el viajero en Sevilla,
en una visita larga para verla, pero corta para conocerla, ya que de esta
ciudad, capital de Andalucía, podría el viajero comenzar a decir y no encontrar
final a sus palabras. Porque un país, una ciudad, un lugar se visita caminando,
sí; pero también leyendo lo que otros caminaron y contaron a los demás.
No guardará el viajero, como en otras
ocasiones ha hecho, un orden cronológico, porque aunque la flecha del tiempo
transcurre lineal, en Sevilla, el viajero lo percibe todo como un algo inmenso
y sin orden. Primero, porque cuando al poco de llegar, en uno de los primeros
paseos por la ciudad, por el barrio de Santa Cruz, se encuentra, más por
casualidad que por otra cosa, la primera sorpresa: una calle corta, solitaria, con una pequeña, humilde y vieja casa, aunque bien cuidada, con sus ventanas enrejadas y bajo
una de ellas una plaquita con tres palabras escritas: Velázquez, casa natal. El
viajero sonríe. No es la primera vez que encuentra estos lugares escondidos y
apartados fuera de las rutas turísticas y apenas visitados. Y no será su casa
natalicia lo único que vea el viajero del genial pintor de nuestro Siglo de
Oro, porque en la plaza del Duque de la Victoria, en la que el viajero espera encontrarse con el general Espartero, es con don Diego, pincel y paleta en manos, dispuesto a pintar el mundo de su época, a quien vuelve a ver.
Poco después el viajero vuele a sonreír. De
nuevo la suerte se alía con él, porque no muy alejado de los lugares donde los
turistas, como un ejército de cazadores con sus armas convertidas en cámaras fotográficas, se agolpan en busca de instantáneas que llevar como recuerdo, el
viajero encuentra otro lugar, regalo para la vista y remanso de paz: la plaza
de Santa Marta. Camino de la catedral el viajero se fija en una persona que
sale de un estrecho callejón, su entrada pintada de blanco, el pasillo que se
abre blanco también. De haber ido distraído, y resulta muy fácil estarlo con la
vista de la Giralda ante los ojos, es probable que el viajero hubiera pasado de
largo, pero la curiosidad le puede y se adentra por el estrecho pasillo, dobla un
par de veces al llegar a sendos recodos del camino y, tras cruzar un pequeño
portal, llega a la plaza que al viajero le hace el efecto de ser un resumen de
la Andalucía tradicional: muros encalados, rejas, naranjos, una cruz. Y otra
vez, el viajero está solo en ese lugar. A quince metros la agitación de los
turistas es frenética. A pie, en carruaje, la gente va de un lado a otro,
vuelve, regresa otra vez: de la catedral, al palacio arzobispal, del Archivo
General de Indias a los Reales Alcázares; pero allí sólo se escucha el
silencio.
El viajero durante este magnífico desorden
que supone su trajinar por Sevilla vuelve a verse donde ya estuvo, en la plaza
del Duque. Ha estado antes, muy cerca de allí, en el palacio de Lebrija y al salir,
dispuesto a dar un paseo por la famosísima calle de las Sierpes, el viajero, de natural
goloso, va a dar satisfacción a lo que más le gusta. Sabe que son famosos en
Sevilla unos pastelitos que llaman yemas de San Leandro, y sabe también que se
elaboran en el convento que hay bajo la advocación de este Santo. No los
comprará en el convento, porque la impaciencia le hace sucumbir a la tentación
donde más cerca las tiene, que es en el número uno de la calle de las Sierpes. Allí,
en la famosa confitería “La Campana”, tras guardar turno pacientemente, compra
una cajita de las famosas yemas que llevan el nombre del Santo, que fue obispo
de Sevilla y hermano de otro más famoso aún y sevillano de adopción también:
San Isidoro, autor de sus famosas Etimologías, compilación del saber de la
época.
El viajero dirá algo de San Leandro ─y de
su hermano─, que no está bien tomar sus dulces, sin contar algo de lo que hizo
y le llevó a los altares. Aunque parece que nació en Cartagena, como su hermano
menor Isidoro, pronto se trasladó a Sevilla. Influyó mucho en la conversión de
los godos arrianos al catolicismo, sobre todo de Hermenegildo, que abrazó la fe
cristiana siendo, o apunto de serlo Leandro obispo de Sevilla. No estuvo solo en tal propósito. La esposa de Hermenegildo, Ingundis, una princesa franca y católica, tuvo también mucho que ver en ello. El caso es que convertido Hermenegildo, acabó revelándose contra su padre Leovigildo, arriano, proclamándose rey y provocando una guerra entre los godos españoles, en la que llevarían la peor parte, primero la ciudad de Sevilla, sometida a asedio por Leovilgildo, que acabaría tomándola el año 583; y después Hermenegildo y su familia. Él, porque fue capturado y, en una obscura y enigmática trama, asesinado en la cárcel de
Tarragona donde estaba preso sin abjurar de su recién adquirido credo, lo que
le valió la santidad cuando, en el siglo XVI, el papa Sixto V lo canonizó; y su esposa e hijo, que, aunque habían sido puestos a salvo, eso creía Hermenegildo, bajo la custodia de los bizantinos, dominadores del sureste español, tendrían un futuro incierto: Ingundis parece que murió en el viaje, camino de Constantinopla, puede que en África, al decir de unos, en Sicilia, según otros; y Atanagildo, su hijo, del que sí parece que llegó a la capital bizantina, pero del que poco o nada se sabe.
Pero no es de estas cosas de las que el
viajero quiere seguir hablando, porque Sevilla aún no ha hecho más que comenzar
a contarle cosas, y el viajero debe dar un paso más en su recorrido.
Los dos hermanos, obispos y santos, tienen
capillas en la catedral sevillana de mucha importancia, casi tanta como todo lo
demás que el viajero verá en ella, una de las más grandes de la cristiandad. El
viajero sube a la Giralda con mucho menos esfuerzo del esperado. Una rampa
continua le lleva casi sin darse cuenta casi hasta la terraza. La vista de la
catedral a sus pies, y toda la ciudad casi hasta el horizonte retienen un buen
rato al viajero; sin embargo, cuando vuelve a bajar, al salir del templo, pero sin abandonar la
catedral, evoca una historia fantástica que leyó hace tiempo, la de un amor que no
pudo ser. Cuando el viajero accede al Patio de los Naranjos desde el interior,
ve suspendidos del techo por medio de unos cables dos cosas que parecen fuera
de lugar. Son un colmillo de elefante y un cocodrilo, que pasan desapercibidos
para la mayoría de los visitantes que acceden al Patio por la puerta llamada
del Lagarto. Al parecer, según Ortiz de Zúñiga, allá por el año 1.260, durante
el reinado de Alfonso X el Sabio, el sultán de Egipto pidió al rey castellano
la mano de su hija Berenguela, de las legítimas, la mayor. Entre los presentes
que ofreció al rey para ganarse una decisión favorable incluyó un cocodrilo,
que una vez muerto fue disecado. El paso del tiempo, que no perdona y todo lo
convierte en polvo, deshizo el cuerpo seco del reptil y se tomó la decisión de
hacer una copia del mismo en madera. Naturalmente Berenguela no partió hacia
Egipto como hubiera deseado el sultán. Sabe el viajero que por ese mismo
tiempo, Berenguela había sido ofrecida como esposa a Luis IX de Francia, pero la
prematura muerte del novio dejó a la infanta castellana para vestir santos, a
lo que se dedicó con verdadero interés, fundando conventos y profesando en el
monasterio de Las Huelgas en Burgos.
No puede el viajero dejar de acercarse al río
que cruza la ciudad. De lo que hay asomado a sus orillas el viajero guarda en
su memoria todos los detalles que puede; pero además de la plaza de toros de La
Maestranza y la Torre del Oro, en su margen izquierda, gusta mucho al viajero el
puente de Triana, primero de los puentes que de obra hubo y que en realidad
tiene por nombre el de la reina que por entonces, mitad del siglo XIX, regía
los destinos españoles: Isabel II. Ha leído el viajero en algún lugar que fue
encargado a unos ingenieros franceses, que se inspiraron en otro existente en
París, el del Carrusel, con el diseño que tuvo antes de ser sustituido por el
actual de hormigón. Al viajero, al que éste de Sevilla le ha gustado mucho, lo
ve sólido y firme y le alegra pensar cuánta vida ha pasado sobre él, y cuanta
pasará sobre sus arcos en los próximos siglos.
Nuevamente, en este discurrir a salto de mata
por la ciudad y el tiempo, el viajero se encuentra ante los Reales Alcázares.
De lo mucho que el viajero admira allí dirá poco, porque ya tiene aprendidas
desde hace tiempo aquellas palabras de Voltaire en las que aseguraba que el
secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo, y el palacio, o mejor
dicho los palacios son tan magníficos que el viajero está seguro de no
encontrar adjetivos suficientes para exaltar el esplendor del patio de las Doncellas,
el salón de Embajadores o los jardines, remanso
de paz en los que el viajero apurará todo el tiempo que se le permite estar en
ellos, hasta que la luna empiece a vencer al sol, y por fuerza deba volver al ruidoso ajetreo exterior.
De un palacio a otro. Si terminó el día
anterior en los Reales Alcázares, comienza el nuevo con la vista de otro,
también importante. Porque los muros del de San Telmo también concentran mucha
de la historia de Sevilla, y de España. El viajero que no ha podido resistir la
tentación ha pasado por delante de su fachada, del hotel Alfonso XII, de la
antigua fábrica de tabacos, llegado al parque de María Luisa y asomado a la
plaza de España subido en un carruaje. Tantos tiene Sevilla, que no le ha
resultado difícil tomar uno cerca del ayuntamiento. Le parece bien al viajero
comenzar así el día, y además le resulta agradable escuchar el sonido de los
cascos de la bestia sobre el asfalto. Al cruzarse su landó con otro repleto de
turistas, se ve reflejado. Nunca ha renegado de serlo él también. Hace tiempo
que dejó de preocuparse por la gruesa línea, que separa o funde, quién sabe, la
actitud del viajero de la del turista. Al que ahora está en Sevilla le gusta
ser las dos cosas. Ve a la velocidad del trote equino un poco de todo, que le
ha dejado la sensación de de haber visto un mucho de nada, así que por la tarde
vuelve a pie. Tranquilo, admira lo que ya miró por la mañana y en el parque de
María Luisa encuentra un buen sitio donde sentarse un rato. Está ante el
monumento a Gustavo Adolfo Becquer. Esta allí desde 1911 y está dedicado al
poeta y, como no, al amor. Fue por iniciativa de los hermanos Quintero que se
esculpiera, y bien que lo hizo el escultor don Lorenzo Coullaut. Allí sentado,
a la sombra de la frondosa vegetación, el viajero piensa en lo acogedora que
ha sido la ciudad para las gentes de otros lugares. Ya dijo algo de San Leandro
y San Isidoro al principio, y como ellos otros muchos ha ido llegando y quedándose.
En el cercano palacio de San Telmo, también
vivieron unos ilustres moradores.
A mediados del siglo XIX el Estado,
propietario del edificio, lo vendió a María Luisa de Borbón, esposa de don
Antonio de Orleans, duque de Montpensier, aquel infante francés, que lo sería
también de España, y que no dejaría de serlo, pese a los muchos esfuerzos que hizo
por poner sobre su cabeza la corona de España. Cuando en 1848 la revolución se adueña de
Francia, el duque, hijo menor del rey francés Luis Felipe, con su esposa, la infanta
María Luisa, hermana de la reina española, se refugian en España. Deciden
instalarse en Sevilla, en los Reales Alcázares, donde les nace la primera de
sus hijas; pero los duques, quieren casa propia, y San Telmo les parece un buen
lugar. No es el duque hombre que pueda estarse quieto. Inteligente, culto y
ambicioso, conspira mucho y más de una vez él y su familia tienen que abandonar
su palacio. Los duques, entre idas y venidas, convierten San Telmo en una nueva
corte. Reciben visitas. Una de ella es la de una mujer de edad avanzada
llamada Cecilia, nacida en Suiza, pero que vive en Sevilla, muy cerca de San
Telmo, en el patio de Banderas de los Reales Alcázares, gracias a la mediación
de los duques y la decisión de la reina Isabel, que le ayudan ante el estado
de necesidad en el que ha quedado tras el fallecimiento de su esposo, el
tercero de los que tuvo, mucho más joven que ella, al que una tuberculosis se
lo llevó antes de hora. Cecilia Böhl de Faber y Larrea, que utiliza un pseudónimo masculino “Fernán Caballero” en sus
escritos, acude con frecuencia a San Telmo. Sabe escribir historias y también
contarlas, y en el palacio sevillano hace las delicias de los duques y sus
hijos, entre ellos de María de las Mercedes, llamada a ceñir la corona de España,
pese a todas las rencillas familiares que obstruyen su relación con Alfonso XII.
El viajero, aún sentado ante el monumento a Becquer, mira las figuras femeninas
del monumento, alegorías del amor que llega, que vive y que muere; y piensa que
así fue el de María de las Mercedes y Alfonso. El viajero, por fin, se levanta y deja el
jardín, donación de la duquesa a la ciudad, pues pertenecían al palacio, el
cual también donó, éste a la Iglesia, que lo convirtió en seminario.
De vuelta, el viajero está a punto de terminar
su visita; aún hecha una última mirada. Allí en lo alto ve el Giraldillo,
símbolo de la fe. Con otra virtud, con la esperanza de volver, el viajero marcha. Aún tiene Sevilla muchas historias que contarle.
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