EL XIX. ANTEVÍSPERAS DE UNA REVOLUCIÓN

   La vuelta de Narváez al poder, una vez más, se produce cuando el agotamiento de la Unión Liberal de O’Donnell es un hecho; pero no se produce de manera tan inmediata como él desea, porque al duque de Valencia la reina Isabel va a tardar todavía un año y medio en pedirle la formación de un nuevo gobierno. Cuando esto sucede, en 1864, la situación es ya muy difícil y Narváez incapaz de resolver los problemas que el régimen tiene. Muy rápidamente, todo está tomando un cariz muy negativo para la reina.

   Con O’Donnell recién apartado del gobierno y Prim conspirando sin pausa, es la reina la que contribuye aún más a deteriorar su propia y complicada situación. A ello se aplica y lo hacen, ella y su camarilla, con tan gran eficacia que pronto será tarde para cualquier solución.

   Está gobernando ya Narváez cuando a los pocos meses, viendo la reina que la situación de la Hacienda Pública es de gran precariedad, decide enajenar determinados bienes del patrimonio real. De lo obtenido con la venta Isabel aparta para sí una parte, y del resto hace donación al erario público. Narváez, como no, valora dicho gesto como de gran desprendimiento, pero no todos entienden aquello como un rasgo de liberalidad y generosa entrega a la patria. Castellar desde su diario “La Democracia” arremete contra la reina. La acusa de lucrarse con parte de la venta de lo que ella dice ser suyo y en realidad es patrimonio de España. El gobierno gestiona la crisis reprimiendo las críticas. Castelar es desposeído de su cátedra, idéntico castigo al que sufren otros compañeros suyos que le apoyan. El clamor en contra del gobierno es imposible de enmudecer y Narváez acaba dimitiendo.

   Pero la situación no hace más que empeorar. La bonanza económica habida durante el gobierno largo de O`Donnell ha llegado a su fin. Las importaciones de algodón, necesarias para la industria textil, son inexistentes a causa de la guerra de Secesión norteamericana, que tiene paralizadas las cosechas en el sur de los Estados Unidos; tampoco el tiempo ayuda mucho. Una pertinaz sequía y unas malas cosechas producen el encarecimiento de las materias primas y el desabastecimiento. La consecuencia de todo ello es un clima de descontento propiciado por la necesidad, en otras palabras por el hambre que comenzaba a apretar.

Mausoleo de Leopoldo O'Donnell. Iglesia de las Salesas Reales. Madrid
















   Isabel, recurre otra vez a O’Donnell, qué remedio, única baza disponible para una reina cuyo reinado está sumido en el más absoluto descrédito. El duque de Tetuán, título que ostenta también O’Donnell, por habérselo concedido la reina tras la campaña de África de 1859, al que ya era conde de Lucena, trata de dar una capa de maquillaje a un régimen desprestigiado. Modifica la ley electoral, permitiendo así multiplicar casi por tres la base del electorado respecto a la convocatoria hecha apenas un año antes por Narváez. Ahora, para una población de casi dieciséis millones de habitantes, son unos 418.000 los individuos que pueden ejercer el derecho de voto(1). Prim, que ya era conde de Reus, también hecho marqués de Castillejos, por méritos en la misma guerra que O’Donnell, vive en una frenética sucesión de pronunciamientos. Uno de gran trascendencia por sí mismo y por sus consecuencias es el conocido como Pronunciamiento de San Gil, la célebre rebelión de los sargentos, justo al comenzar el verano de 1866. El golpe, aunque cuesta al gobierno y a las fuerzas leales sofocarlo, y en el que Narváez resulta herido en un brazo, al fin es controlado. En la toma del cuartel de San Gil, foco de la rebelión, por parte del general Serrano, varios cientos de muertos y buen número de sargentos fusilados por orden del gobierno de O’Donnell son el resultado de una intentona preludio de la que iba a ser definitiva, nuevamente liderada por el general Prim, esta vez con la ayuda de Serrano, personaje contradictorio y tornadizo en sus lealtades, salvo en la que siempre tuvo con el conde de Lucena.

   La dimisión de O’Donnell supone en la lógica de la reina, como no puede ser de otro modo, el retorno de Narváez, lo que, igual que había sucedido dos años antes, no sirve para mucho. Los acontecimientos, a partir de ese momento, se precipitan de manera vertiginosa, porque tras morir O`Donnell, en Biarriz, al parecer por una intoxicación tras comer un plato de ostras; y poco después, de una pulmonía, Narváez, el hombre que al confesarse, en el postrer momento de su vida, dijo no tener enemigos por haberlos fusilado a todos, los hechos se suceden de modo fatalmente inexorable para la reina.

 (1) La siguiente convocatoria, ya triunfante la revolución e Isabel en el exilio francés, con una nueva modificación de la ley electoral, permitirá votar a cerca de cuatro millones de personas.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE SAN JUAN DE LA PEÑA A SAN SALVADOR DE LEIRE

   El viajero a medida que asciende por la sierra ve como la vegetación se espesa. Al poco, el viejo ve el monasterio de San Juan de la Peña a la sombra del monte Pano. Desde que fuera construido a principios del pasado milenio, su existencia ha pasado por multitud de circunstancias. Quizás una de las más trágicas fue el pavoroso incendio que a finales del siglo XVII le causó enormes daños. Las llamas dejaron tan maltrecho el viejo cenobio que se hizo preciso la construcción de un nuevo monasterio al que se trasladaron los monjes, dejando los restos del viejo a cargo de unos pocos monjes que se ocuparon de su mantenimiento. Del nuevo, restaurado hoy, en la explanada de San Indalecio, apenas a un kilómetro de distancia del original, poco dirá  el viajero sino es que tiene su mayor interés en las tres portadas barrocas de su fachada. Abandonado en 1.835  durante las exclaustraciones decimonónicas, su estado no hizo más que empeorar tras el daño hecho por el francés veinticinco años antes.

   El viejo, que es por el que el viajero tiene más interés, está en la cueva de Galión. Tiene justa fama de ser pieza única del arte románico aragonés. Dos capillas se edificaron en los siglos del gótico y del barroco, aquélla importante, ésta mediocre. Las dos en ángulos opuestos del claustro: la gótica, florida, ninguneada por su vecindad con los capiteles labrados por el “Maestro de San Juan de la Peña”, la barroca, cubierta con una cúpula para protegerse del pétreo paladar que cubre todo el claustro, porque sabe el viajero que en cierta ocasión se desprendió un fragmento del techo rocoso, que fue a caer sobre el abad del monasterio que paseaba por el claustro, hiriéndolo de consideración en un hombro. Tras su recuperación, mandó levantar esta capilla en la que, a falta de interés externo, tiene en su interior un lienzo de Juan Galván con la representación del descubrimiento por el joven Voto del cuerpo momificado de Juan de Atarés junto al de la cierva a la que perseguía y que, despeñada desde lo alto del monte Pano, cayó en la entrada de la cueva, antiguo cubículo del eremita. Voto, luego canonizado, conmovido por el descubrimiento hecho junto a una capilla dedicada a San Juan Bautista, vendió todos sus bienes y junto a su hermano Félix se recluyó en existencia ascética.



    El monasterio  tiene un panteón real con las lápidas en las que figuran los nombres de los reyes aragoneses enterrados en el monasterio; casi todos hasta Pedro I, cuyos restos no están allí sino en otra sala de techos ennegrecidos por el humo producido por el horno en el que los monjes fabricaban su pan. También hay muchos nobles sepultados en el monasterio. Allí están, en otra sala, los nichos de todos ellos, hasta el último que decidió reposar allí, el conde de Aranda(1), ilustrado aragonés, que se encargó de la construcción del panteón de los reyes, obra barroca , que el viajero ya vio.


     El viajero antes de abandonar el monasterio ve una réplica del Santo Cáliz. Aquí estuvo casi doscientos años puesto a salvo durante la invasión sarracena, que se apoderaba de España y aún pretendía de Europa. Había estado antes en Huesca, llevado por San Lorenzo, y en Huesca volvió a estar cuando ésta retornó a la fe cristiana. En el siglo XV, Alfonso V el Magnánimo mandó llevarlo a la catedral de Valencia, donde actualmente se le venera.
    El viajero continúa camino hacia el poniente, deja atrás el embalse de La Yesa, y llega a una encrucijada: a la izquierda está el Castillo de Javier, a la derecha, al norte, el monasterio de San Salvador de Leire. Allí quiere ir el viajero.
    Cuando el viajero llega al monasterio lo encuentra restaurado, en perfecto estado, con hospedería y restaurante; pero no siempre estuvo así. Fue levantado a principios del pasado milenio por los primeros reyes navarros, y albergó monjes de Cluni primero y del Cister después. En la época de las exclaustraciones decimonónicas resultó abandonado. La cripta, situada bajo la nave principal del cenobio, fue usada por pastores que guardaban allí sus rebaños y por peregrinos que hacían el camino de Santiago. Cuando en 1950 los técnicos iniciaron la restauración los muros estaban encalados; así se obtenía una mínima higiene que los usuarios disfrutaron sin haberlo buscado y dotaban a la cripta de una luminosidad extra al reflejar las blancas paredes la paupérrima luz que entraba por los minúsculos ventanucos. Esto, cuando no estaban parcialmente oscurecidos por el humo de los fuegos que tanto pastores como peregrinos hacían en su interior. La cripta ya ha dicho el viajero que está bajo la iglesia, y dicen los expertos que las ciclópeas columnas, sin basas, con capiteles enormes unidos unos con otros con toscos arcos de medio punto, son su soporte.



    Al lado de la cripta, el viajero ve un largo pasillo al que no puede entrar. Una puerta de forja le impide pasar, pero no ver. Es el pasillo de San Virila, y lo que ve es la imagen del Santo, que fue abad del monasterio y del que se cuenta una historia, para unos leyenda, tradición para otros, acerca de la eternidad y la fugacidad de la naturaleza humana: Virila, siendo abad del monasterio, caminaba por el bosque cercano al cenobio, meditabundo y preocupado sobre la vida eterna y nuestro breve paso por este mundo, cuando escuchó el canto de un ruiseñor. Quedó el religioso absorto escuchando los trinos del pájaro, y al despertar de su ensimismamiento regresó al convento donde para sorpresa propia y de los demás frailes, ni conocía a quienes allí estaban ni los que estaban allí le conocían a él. Él declaraba ser el abad y llamarse Virila. Tal insistencia puso en ello, que los frailes, hurgando en los archivos, descubrieron que trescientos años atrás el monasterio había tenido un abad con dicho nombre. Hoy, además del famoso pasillo, el abad da nombre a una fuente de los alrededores, de la que se dice mana agua milagrosa.

  (1) El décimo Conde de Aranda, que yace en el panteón de los nobles del Monasterio de San Juan de La Peña, fue tres veces ministro de Carlos III. Debió ser hombre de carácter y comportamiento despóticos. Heredó del noveno Conde de Aranda la fábrica de porcelanas de Alcora.
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EL XIX. LA AVENTURA EXTERIOR

   La guerra de Marruecos de 1859, que trae honores y gloria para algunos generales, pero muerte y desgracia para miles de soldados, no es la única acción del gobierno unionista de O’Donnell en el exterior.

   Un año antes de la guerra de África, el ataque a misioneros católicos en la Cochinchina y la muerte de un dominico español llevan a Francia a intervenir en la región. La Francia de Napoleón III está deseosa de engrandecer su Imperio y pone su vista en la península de Indochina. España, como respuesta al asesinato, pero también para reverdecer laureles de gran potencia, accede a la solicitud francesa de intervenir en Asia. Desde Filipinas llega un contingente español que desembarca en Danang y, acompañando al francés, toma Saigón y se apodera de la Cochinchina, el extremo meridional de Indochina. Después de cuatro años de presencia en Asia, la firma del tratado de paz pone fin al conflicto, deja a Francia con una nueva posesión y a España con la honra de una victoria.

La campaña de Marruecos. Mausoleo del general O'Donnell. Detalle

   Pero es en América donde el gobierno pone el mayor acento en su afán por protagonizar una “política de prestigio” en el ámbito internacional que le catapulte al escenario en el actúan las grandes potencias.

   En México accede al poder el liberal Benito Juarez. Ante la precaria situación económica, el nuevo gobierno mexicano decreta la suspensión de pagos de la deuda externa. Los más perjudicados por la medida son Gran Bretaña, España y Francia, que deciden defender sus derechos. Una alianza entre los gobiernos de Londres, Madrid y París se pone en marcha con el objeto de obligar al gobierno mexicano a la devolución de la deuda.

   Pero pronto ingleses y españoles advierten las intenciones verdaderas de Francia; y sus ministros, Charles Wike por parte británica y el general Prim por la española constatan cuáles son los auténticos propósitos del Imperio de Napoleón III: influir en el continente americano, contraponiendo un poder de influencia francesa al emergente e imparable de los Estados Unidos, instaurando una monarquía cuya corona estaría sobre la cabeza de Maximiliano de Austria.

   Las negociaciones dieron como resultado –y mucho tuvo que ver en ello el buen hacer del general Prim, pese a que un general, otro peso pesado en la política nacional, circunstancialmente en Cuba como Capitán General, Francisco Serrano, puso empeño en actuar de manera menos conciliadora que Prim–, el compromiso mexicano de la devolución de la deuda, único objetivo de ingleses y españoles, que se retiraron de México, dejando a Francia sola ante un problema que el propio Prim comprendió muy bien diciendo: "(…) entrarán algún día en la capital de Méjico, les costará mucha sangre, fatigas y tesoros (…), pero no crearán nada sólido, nada estable, nada digno del gran pueblo que representan. No podrán crear una monarquía, porque no encontrarán hombres  de opiniones monárquicas, ni podrán siquiera constituir un gobierno de capricho (…), que cuando un pueblo no quiere a un monarca, ni otro, el poder del cañón lo impone un tiempo dado, pero no da medio de hacerse querer".

   Mientras España requiere a México el pago de la deuda, Santo Domingo requiere las energías de España. En realidad las cosas no han resultado fáciles para Santo Domingo durante el último siglo. Bajo soberanía española desde su descubrimiento, en 1795 fue francesa por el Tratado de Basilea, aunque por poco tiempo. Más tarde cuando España lucha contra Napoleón Bonaparte, Santo Domingo también lucha contra los franceses. Independizada de Francia, otra vez se hace española hasta que en 1821, con su emancipación, que no supo ni pudo defender Haití lo ocupa. En 1844 Santo Domingo logra librarse del yugo haitiano, pero no de su amenaza, que es constante. Tampoco de la atenta mirada de ingleses, franceses y la apetencia de los Estados Unidos.

   La evolución de los acontecimientos, con el paso del tiempo, no parece mejorar, antes al contrario, parece que Santo Domingo a la amenaza exterior suma los conflictos internos. Y así las cosas, en 1861, el presidente, el general Pedro Santana, proclama la anexión a la corona española, que Isabel y el gobierno O’Donnell aceptan sin saber que aquella aventura no traerá más que problemas.

  Santana, que aspira, aunque sea en nombre de España, a seguir dirigiendo el país, recibe títulos y honores, pero pronto verá defraudadas sus expectativas. Sí, su poder es grande, pero no del modo omnímodo que hubiera deseado. Y aquella aventura acabará mal. España, soberana pues, modifica usos, leyes… haciéndolos españoles; y poco a poco se comprueba la artimaña de Santana. No todos los dominicanos querían lo que el general asegurara que deseaban. Cuatro años después, con varios miles de soldados españoles muertos, la mayoría por enfermedades, una ley sancionada el 1 de mayo de 1865 por Isabel II pone fin a la presencia española en Santo Domingo. El general Dulce, Capitán General de Cuba, tras suceder al general Serrano en el cargo, lo explicó con gran lucidez: “La anexión no fue obra nacional; fue obra de un partido dominicano, que se impuso allí por el terror, y que, temeroso por el porvenir negoció con ventaja exclusiva suya”.

   No serían éstas las últimas aventuras españolas en el exterior, mientras en España la legislatura de los unionistas de O’Donnell se acerca a su fin, y con ella comenzaba el fin de la propia dinastía borbónica.
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ARTE Y FE

   Dice el libro de Job: “El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de miserias, brota como una flor y se marchita, huye como sombra y no subsiste”.

   Es el sino del hombre y los artistas de todo tiempo lo han reflejado en su obra. De los novísimos, los actos que esperan al hombre al fin de su vida terrenal y de la intercesión por las almas, independientes ya del cuerpo que las alojó, también se han ocupado. 


    Federico Zúccaro nació en 1542 o 1543 en Sant Angelo del Vado. Se dedicó, como su hermano Tadeo, a pintar y lo hizo tan bien que viajó por toda Europa, dejando con sus lienzos recuerdo de su paso. En España, en 1586, Felipe II lo hizo llamar, lo hizo pintor de la corte y le encargó la decoración de El Escorial. Después, otra vez en Italia, siguió pintando. Hacia 1600, se le atribuye haber realizado “El purgatorio”, ejemplo de la pintura religiosa que por entonces se hacia en la ciudad de los papas. El cuadro se trajo a España y hoy decora una capilla en la iglesia del Patriarca de Valencia. En él se representa, según el gusto de la época, el purgatorio y la intercesión de la Virgen por las Almas que allí esperan su liberación.
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9 DE TERMIDOR: LA CAÍDA DE ROBESPIERRE

   Sería muy arriesgado asegurar que Teresa Cabarrús, amante de Tallien, prisionera en la Bastilla y autora de una desesperada nota dirigida a su amante(1), fuese la causante de la caída de Maximiliano Robespierre, pero quizás no tanto de que eso sucediera aquel 27 de julio de 1794, más conocido en la historia por su fecha en el calendario de la República como 9 de termidor del año II.

  La vida de Teresa pende de un hilo. Puede que la desesperación le hiciera soñar o, simplemente, que sirviera para agudizar su ingenio hasta conmover el ánimo del único que podía y estaba dispuesto a hacer algo por ella: Jean Lambert Tallien.

   Al fin y al cabo las cosas están decididas: Robespierre debe ser neutralizado. Nadie está seguro con él salvo Saint Just y unos pocos más. Sus ideales están por encima de la sangre, que está siendo derramada en demasía. Ni siquiera muchos de los suyos están ya con él.

   El 9 de termidor se reúne la Convención. Sant Just trata de hablar, pero los gritos y el presidente de la mesa, Collot d’Herbois, lo impiden. Todos saben que si habla él y sobre todo Robespierre, que también lo intenta, están perdidos. La víspera, el Incorruptible sí había hablado, y había amenazado, aunque sin dar nombres. Cualquiera cosa puede suceder. El terror paraliza Francia; y ni los miembros del Comité de Salvación Pública ─muchos están ya en contra del tirano─, están seguros.

   La voz de Sant Just queda ahogada por los gritos y los sones de la campanilla que Collot agita vehemente. Robespierre trata de ganar la iniciativa, pide hablar, pero Tallien se le adelanta, y el presidente Collot le da el turno. Maximiliano protesta, pero Tallien saca un puñal, se lo enseña amenazante a Robespierre mientras lo acusa ante la asamblea:
   ─ Robespierre quiere ser el amo de Francia a toda costa. No importa cuántos deban morir, a cuántos deba matar este nuevo Cromwell.
   De pronto se escucha en voz alta:
   ─ ¡Abajo el tirano! ¡La sangre de Danton te ahoga!
  Quien lo ha dicho ha sido Garnier de l'Aube, enemigo de Robespierre, como muchos otros desde que Danton fuera eliminado. El alboroto continúa. Se habla mucho, se grita más. Por fin se propone votar. Y se decide detener a los partidarios de Robespierre: Couthon, Le Bas, también Saint Just. 

   La confusión se hace dueña de la asamblea. Robespierre, que se ve acorralado, intenta hablar. Ahora es Thuriot, un dantonista, el presidente. Sustituye a Collot en la mesa, pero no su postura frente al tirano. Thuriot da la palabra a Tallien otra vez.

   Al fin el representante Louchet, otro dantonista, reclama el arresto de Robespierre. Éste busca ayuda. Perdido el apoyo de los suyos en la Montaña, en los escaños inferiores de la Llanura tampoco lo encuentra. Son muchos los muertos de este grupo y odian a Robespierre, tanto como los jacobinos le temen. Al fin se detiene al tirano.

   Pero Robespierre aún tiene partidarios. Y algunos están en la tribuna, que la abandonan y salen en busca de auxilio.  Cuando la guardia nacional llega, a cuyo mando está Hanriot, Robespierre es liberado y se refugia en el ayuntamiento, y con él Sant Just, Couthon, Le Bas, Agustín Robespierre, hermano de Maximiliano, y el alcalde de París Fleuriot-Lescot.

   La Convención declara a Robespierre fuera de la ley y los soldados que custodian el ayuntamiento, enterados de esto, indecisos o temerosos, abandonan sus puestos.

    Es el momento de Barrás, otro de los conjurados, y llamado a protagonizar el futuro, quien al mando de un grupo de gendarmes asalta el ayuntamiento. A partir de ese momento los acontecimientos adquieren carácter de tragedia.


    Entre los hombres que acompañan a Barrás hay un soldado apellidado Merda. Es él quien entra primero en el salón en el que se encuentra Robespierre con los suyos, y es él quien asegurará, en declaraciones posteriores, que al encontrar a Robespierre a punto de firmar un manifiesto instando a la insurrección, le descerrajó un tiro, que hiriéndole en la cara le destrozó la mandíbula. Si fue este hombre o el propio Robespierre quien se disparó a sí mismo es cosa que puede no llegue a saberse nunca. Sobre Merda, personaje de fácil recuerdo por su apellido, recae la sospecha de haberse atribuido el hecho para promocionar su carrera; pero lo cierto es que se conserva el documento que Robespierre estaba a punto de firmar. En él está su firma incompleta, con apenas las dos primeras letras de su apellido, lo que no favorece, aunque no invalida, la hipótesis de que fuera el propio Maximiliano quien dejara la pluma sin haber acabado de firmar el documento, para tomar un arma y dispararse a sí mismo en lugar tan delicado, sin conseguir matarse.

   Y no la invalida porque no se puede asegurar que, viéndose sorprendido y perdido en su intento ,desistiera al fin en su firma y tratara de suicidarse, fracasando en lo que más le valdría no haber errado.

    Los compañeros de Robespierre no salen mejor parados: Agustín, el hermano del tirano, se arroja por una ventana, rompiéndose una pierna, Le Bas, éste sí, se suicida. Los restantes son detenidos: Saint Just, sin oponer resistencia; Hanriot, al ser encontrado herido en un patio; Couthon, al ser descubierto cuando, haciéndose el muerto, esperaba la ocasión para escapar.

   Al día siguiente Pablo Barrás, ya dueño de la situación, ordena el aplazamiento de todas las ejecuciones previstas por el Tribunal Revolucionario para esa jornada. Quienes iban a morir ese día verán sus vidas a salvo; serán quienes ordenaron sus muertes los que ocuparan su lugar en el patíbulo. Cuando a Robespierre, su cara desfigurada y cubierta con una venda que oculta su herida, le trasladan camino del cadalso son las cinco de la tarde. Van con él veintiún seguidores que compartirán su destino. Se dice que, cuando le despojaron de la venda que cubría su rostro, lanzó un alarido de dolor que se alzó por encima del griterío de los presentes, postrera y aterradora exhibición de energía de quien sabe que aquellas son sus últimas fuerzas, que lejos de impresionar a la multitud congregada no hizo más que exacerbar una borrachera de rencor.

   Muchos saldrían de las cárceles en los días siguientes. Teresa Cabarrús también. Su sueño se había hecho realidad.  

  (1) La nota decía: “El administrador de Policía acaba de salir de aquí; ha venido a anunciarme que mañana compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que he tenido esta noche pasada: Robespierre ya no existía y las cárceles estaban abiertas de par en par, pero gracias a tu insigne cobardía no habrá pronto en toda Francia nadie capaz de hacer realidad mi sueño”. 
Algunas de las peripecias vitales de Teresa Cabarrús fueron contadas en "Una francesa de Carabanchel".
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