A
Pablo López le hubiera gustado combatir al francés en la Guerra de la
Independencia; pero una cojera, nunca se ha sabido si de nacimiento o
adquirida, lo incapacita para defender la Patria. Se dedica pues, a cumplir con
su profesión de sastre en el pueblo de Coín, donde reside con su familia. Si no
puede combatir, al menos ayudará en lo que mejor sabe hacer con sus manos:
uniformes. La Junta de Málaga le hace responsable de la confección de uniformes
y tiendas de campaña. Es hombre muy conocido en la ciudad, y cuando los
franceses cruzan Despeñaperros y tienen Málaga a tiro de cañón, la huída se
hace necesaria. Con otros malagueños, en varias embarcaciones, llevando 137.000
pesos fuertes, para su entrega a los españoles patriotas más próximos, se hacen
a la mar. Pero entre los embarcados hay traidores. Los encargados del capital
transportado deciden regresar a Málaga. El dinero es entregado al general
Sebastiani, y López, que es delatado como buen español, tiene que huir.
Tras
sufrir más de una peripecia y peligros, llega a Cádiz. A estas alturas López
parece cumplir su sueño, luchar contra el francés más activamente. Mientras su
mujer, Antonia, queda en Gibraltar al servicio del cónsul de Cerdeña, Pablo
deja la aguja y las tijeras y realiza funciones de correo, o se le encargan
ciertas intendencias. También acude a las sesiones de las Cortes en Cádiz;
allí, desde la tribuna pública, aflora sin recato su voz estentórea, su gracejo
malagueño, adulador para los que le complacen, cáustico para quienes con sus
palabras le disgustan. Se gana fama de alborotador, que ya no perderá nunca; y
se hace popular, pero acaba teniendo menos seguidores que enemigos.
Cuando,
el 5 de enero de 1814, la regencia llega a Madrid, “el cojo de Málaga” sigue al
cortejo que la acompaña. La caridad del mariscal, diputado americano, don
Antonio Suazo, lo ha hecho posible. En la calle Cava Baja, número 6, cuarto 3º,
de la capital, encuentra alojamiento. También es la caridad, ahora de una
viuda, Manuela Merino, la que le da techo, hasta que se muda a una posada de la
calle Peligros.
Y
peligros son los que debe afrontar el alborotador malagueño. De espíritu
liberal, opuesto al partido de los serviles, grita por las calles de Madrid
vivas a la Constitución y acude a las sesiones de las Cortes. Como en Cádiz, se
hace oír. En una de las sesiones expone un diputado los preparativos para el
regreso de “El deseado”. La voz de López se escucha clara y potente:
─Fuera, fuera, fuera ese pícaro que después
de haber derramado tanta sangre por lograr nuestra libertad, quiere sujetarnos.
En la Puerta del Sol congrega a la gente a
la que habla de libertad e igualdad. Luego, con trescientas personas y con una
banda de música se dirige a las casas de algunos diputados al grito de “Viva la
Constitución”.
Monumento a "El deseado", en la calle Arganzuela de Madrid |
Llegado
el rey, disuelta la regencia, pleno el régimen absolutista del rey Fernando,
López, el alborotador espejo del populacho contrario a la majestad real es detenido.
Aunque el fiscal solicita la pena de muerte, el tribunal sólo encuentra como delito
suficientemente probado un desmedido amor por la Constitución derogada, y lo
condena a diez años de prisión. Pero no es suficiente.
Cuenta
el Marqués de Villaurrutia, que fue entonces cuando en el expediente aparece
“un papelito”. Dice éste: “Palacio, 11 de
noviembre de 1815. No me conformo; vuélvase a ver esta causa y sentencien los
jueces como deben en conciencia y con arreglo a las leyes”. Viene dicho
papelito con la rubrica del rey, pero renuentes a prevaricar los jueces, pese
al mandato real, contestan: “La facultad
de imponer la pena de muerte, cuando no está comprendida en la Ley, solo reside
en vuestra V.M., en uso de su soberanía, si lo juzga oportuno para el bien del
Estado”. Mas como la soberbia del
rey absolutista es pareja a su miseria moral y falta de caridad, en otra nota
ordena: “Es mi voluntad que se imponga la
pena de muerte a Pablo López y que para ello se comuniquen las órdenes
correspondientes al Gobernador de la Sala y a la Hermandad de la Paz y la
Caridad”.
Todo
parece decidido para Pablo López. El día 20 se le comunica su fatal destino:
una soga rodeará su cuello dos días después. Esa es la voluntad del rey. Es
fácil suponer la angustia del reo al recibir el anuncio. Pero dos días es mucho
tiempo, suficiente al menos para sir Henry Wellesley, el embajador inglés en
España.
Sir
Henry ya era embajador meses atrás, cuando a la llegada de “El deseado”, quiso
éste ajusticiar a los presos liberales contrarios al imperio absolutista con el
que se imponía sobre la Nación. Y fue entonces cuando comunicó al rey que él
mismo abandonaría España y la embajada sería retirada si cumplía unos
propósitos, tanto más crueles por innecesarios, que no comprometían la
seguridad de su monarquía. Cedió entonces el monarca, y ahora debió sir Henry
recordar aquellas exigencias, y como en el pasado, ceder de nuevo el rey; como lo haría en el futuro, cuando su indignidad le supusiera alguna ventaja.
Se hallaba pues, a las puertas de la prisión el desgraciado López, camino del patíbulo, cuando
llega la orden del perdón real. Y el “inocente” López, que a nadie había
matado, cuya culpa, si acaso, había sido la de ser “capataz y jefe asalariado de los revoltosos galeriantes de las llamadas
Cortes ordinarias y extraordinarias”, mientra vuelve a su celda, la
emprende a voces, aliviado su pesar, con vivas a favor de quien lo había
condenado con iniquidad y ahora lo perdonaba, no por la magnanimidad del
poderoso, sino por indignidad de quien humilla al débil y cede ante el
poderoso.
Dos
apuntes más para terminar la historia de Pablo López: cinco años después,
durante el trienio liberal, su gobierno liberó al “cojo de Málaga” y la
Comisión de Premios de las Cortes le concedió la propiedad de una casa en
Málaga para su habitación, y otras fincas que le rentaran ocho mil reales para
su sustento. Pero su destino parecía oscilar entre la dicha y la desgracia; y tres años después, Pablo López, nuevamente Fernando VII en el poder, gracias a la
intervención de los Cien mil hijos de San Luis, tuvo que exiliarse en Londres.