EL COJO DE MÁLAGA

   A Pablo López le hubiera gustado combatir al francés en la Guerra de la Independencia; pero una cojera, nunca se ha sabido si de nacimiento o adquirida, lo incapacita para defender la Patria. Se dedica pues, a cumplir con su profesión de sastre en el pueblo de Coín, donde reside con su familia. Si no puede combatir, al menos ayudará en lo que mejor sabe hacer con sus manos: uniformes. La Junta de Málaga le hace responsable de la confección de uniformes y tiendas de campaña. Es hombre muy conocido en la ciudad, y cuando los franceses cruzan Despeñaperros y tienen Málaga a tiro de cañón, la huída se hace necesaria. Con otros malagueños, en varias embarcaciones, llevando 137.000 pesos fuertes, para su entrega a los españoles patriotas más próximos, se hacen a la mar. Pero entre los embarcados hay traidores. Los encargados del capital transportado deciden regresar a Málaga. El dinero es entregado al general Sebastiani, y López, que es delatado como buen español, tiene que huir.

   Tras sufrir más de una peripecia y peligros, llega a Cádiz. A estas alturas López parece cumplir su sueño, luchar contra el francés más activamente. Mientras su mujer, Antonia, queda en Gibraltar al servicio del cónsul de Cerdeña, Pablo deja la aguja y las tijeras y realiza funciones de correo, o se le encargan ciertas intendencias. También acude a las sesiones de las Cortes en Cádiz; allí, desde la tribuna pública, aflora sin recato su voz estentórea, su gracejo malagueño, adulador para los que le complacen, cáustico para quienes con sus palabras le disgustan. Se gana fama de alborotador, que ya no perderá nunca; y se hace popular, pero acaba teniendo menos seguidores que enemigos.

   Cuando, el 5 de enero de 1814, la regencia llega a Madrid, “el cojo de Málaga” sigue al cortejo que la acompaña. La caridad del mariscal, diputado americano, don Antonio Suazo, lo ha hecho posible. En la calle Cava Baja, número 6, cuarto 3º, de la capital, encuentra alojamiento. También es la caridad, ahora de una viuda, Manuela Merino, la que le da techo, hasta que se muda a una posada de la calle Peligros.

   Y peligros son los que debe afrontar el alborotador malagueño. De espíritu liberal, opuesto al partido de los serviles, grita por las calles de Madrid vivas a la Constitución y acude a las sesiones de las Cortes. Como en Cádiz, se hace oír. En una de las sesiones expone un diputado los preparativos para el regreso de “El deseado”. La voz de López se escucha clara y potente:
  ─Fuera, fuera, fuera ese pícaro que después de haber derramado tanta sangre por lograr nuestra libertad, quiere sujetarnos.
   En la Puerta del Sol congrega a la gente a la que habla de libertad e igualdad. Luego, con trescientas personas y con una banda de música se dirige a las casas de algunos diputados al grito de “Viva la Constitución”.

Monumento a "El deseado", en la calle Arganzuela de Madrid

   Llegado el rey, disuelta la regencia, pleno el régimen absolutista del rey Fernando, López, el alborotador espejo del populacho contrario a la majestad real es detenido. Aunque el fiscal solicita la pena de muerte, el tribunal sólo encuentra como delito suficientemente probado un desmedido amor por la Constitución derogada, y lo condena a diez años de prisión. Pero no es suficiente.

   Cuenta el Marqués de Villaurrutia, que fue entonces cuando en el expediente aparece “un papelito”. Dice éste: “Palacio, 11 de noviembre de 1815. No me conformo; vuélvase a ver esta causa y sentencien los jueces como deben en conciencia y con arreglo a las leyes”. Viene dicho papelito con la rubrica del rey, pero renuentes a prevaricar los jueces, pese al mandato real, contestan: “La facultad de imponer la pena de muerte, cuando no está comprendida en la Ley, solo reside en vuestra V.M., en uso de su soberanía, si lo juzga oportuno para el bien del Estado”. Mas como la soberbia del rey absolutista es pareja a su miseria moral y falta de caridad, en otra nota ordena: “Es mi voluntad que se imponga la pena de muerte a Pablo López y que para ello se comuniquen las órdenes correspondientes al Gobernador de la Sala y a la Hermandad de la Paz y la Caridad”.

   Todo parece decidido para Pablo López. El día 20 se le comunica su fatal destino: una soga rodeará su cuello dos días después. Esa es la voluntad del rey. Es fácil suponer la angustia del reo al recibir el anuncio. Pero dos días es mucho tiempo, suficiente al menos para sir Henry Wellesley, el embajador inglés en España.

    Sir Henry ya era embajador meses atrás, cuando a la llegada de “El deseado”, quiso éste ajusticiar a los presos liberales contrarios al imperio absolutista con el que se imponía sobre la Nación. Y fue entonces cuando comunicó al rey que él mismo abandonaría España y la embajada sería retirada si cumplía unos propósitos, tanto más crueles por innecesarios, que no comprometían la seguridad de su monarquía. Cedió entonces el monarca, y ahora debió sir Henry recordar aquellas exigencias, y como en el pasado, ceder de nuevo el rey; como lo haría en el futuro, cuando su indignidad le supusiera alguna ventaja.

   Se hallaba pues, a las puertas de la prisión el desgraciado López, camino del patíbulo, cuando llega la orden del perdón real. Y el “inocente” López, que a nadie había matado, cuya culpa, si acaso, había sido la de ser “capataz y jefe asalariado de los revoltosos galeriantes de las llamadas Cortes ordinarias y extraordinarias”, mientra vuelve a su celda, la emprende a voces, aliviado su pesar, con vivas a favor de quien lo había condenado con iniquidad y ahora lo perdonaba, no por la magnanimidad del poderoso, sino por indignidad de quien humilla al débil y cede ante el poderoso.

   Dos apuntes más para terminar la historia de Pablo López: cinco años después, durante el trienio liberal, su gobierno liberó al “cojo de Málaga” y la Comisión de Premios de las Cortes le concedió la propiedad de una casa en Málaga para su habitación, y otras fincas que le rentaran ocho mil reales para su sustento. Pero su destino parecía oscilar entre la dicha y la desgracia; y tres años después, Pablo López, nuevamente Fernando VII en el poder, gracias a la intervención de los Cien mil hijos de San Luis, tuvo que exiliarse en Londres.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. AVEIRO

   Quizás no sea Aveiro uno de esos lugares cuya historia haya marcado el devenir del mundo. Conocida desde hace unos mil años, fue titulada villa en el siglo XIII. Hoy rodeada de agua y penetrada por un canal, es una de esas ciudades que sin perder su nombre, se conoce también por el de otra, y vive mucho del turismo. A ésta, como a Amsterdam o San Petersburgo, las del norte, también se le conoce como la Venecia portuguesa y el viajero no puede dejar de reconocer que le cuadra bien el nombre, quizás mejor que a cualquier otra, porque hasta las embarcaciones recuerdan a las célebres góndolas venecianas. Aquí se llaman “moliceiros”. Eran usadas para la extracción de algas y el transporte de sal, actividades principales de la zona, aunque hoy sirvan, como ocurre cuando el turismo y los servicios sustituyen a las industrias extractivas -y bien cerca hay ejemplo con los “rabelos” en Oporto-, para el traslado y paseo de turistas.

   El viajero se dirige hasta el canal principal. Allí radica el mayor atractivo de la pequeña ciudad. Los multicolores moliceiros en el canal y los cuidados edificios Art Nouveau levantados a principios del siglo XX, en el paseo João Mendonça, adornan la orilla de aquél. El viajero pasa por delante de la Cámara Agraria, el Museo de la República, la oficina de turismo y llega, casi sin darse cuenta, a un local algo destartalado. Sobre el dintel de su puerta un rótulo tiene escrito: "Ovos moles". El viajero entra y comprende enseguida. Está de suerte. Muchas veces se ha reconocido goloso y estos ovos moles parece que van a dar satisfacción a su gusto. Estos dulces preparados a base de yema de huevo y una oblea que la envuelve, lee el viajero que tuvieron su origen en los conventos de monjas de la zona, y que, aunque ya desaparecidos, las sores transmitieron la receta a mujeres de la ciudad que supieron hacer buen uso de ella. Hoy son servidos en pequeños toneles de madera decorados con pinturas hechas a mano, con motivos pintorescos de la región. El viajero, sucumbe a la tentación y compra alguno de estos tonelitos, tras advertirle la vendedora que los dulces aguantan sin especiales cuidados hasta quince días. Más contento que unas pascuas el viajero se lleva tres.

Aveiro. Moliceiros en el canal principal
















    Luego, un paseo por el antiguo barrio de los pescadores, de calles estrechas, pero pulcras, y una comida, con el imprescindible plato de bacalao, mantiene al viajero en reposo y le permite leer algo de la historia, que no es mucha, de esta pequeña ciudad. Aprende el viajero que Aveiro tuvo la condición de ducado. Aunque no se sabe con absoluta certeza la fecha en la que fue otorgado el título a don Juan de Lencastre, primer duque de Aveiro,  probablemente durante el reinado de Juan III, sí se sabe que la familia lo retuvo durante apenas dos siglos. En 1759 fue suprimido por orden real y resolución judicial, acusado el 8º duque de Aveiro, don José Mascarenhas da Silva e Lencastre, del delito de lesa majestad, y ser ejecutado.

   Reinaba en Portugal José I y la gobernaba don Sebastiao Carvalho e Mello, futuro marqués de Pombal, ilustrado y efizaz ministro que reconstruyó Lisboa tras el terremoto de 1755, pero despreciado por su origen por la alta nobleza lusa y odiado por el mucho poder alcanzado. Y entre los enemigos de don Sebastiao, se hallaban los Távora.

   A esta familia de tan grande raigambre pertenecía doña Teresa de Távora, esposa de don Luis de Távora, primo suyo, y amante del rey José. Al carecer de descendencia masculina el rey, se despertaron ciertas ilusiones entre algunos nobles, uno de ellos el duque de Aveiro, que contó con el apoyo de los Távora.

   Mientras regresaba de un encuentro con su amante, el rey fue atacado por varios hombres, resultando herido, pero salvando su vida. Logró detenerse a los autores del intento regicida, que confesaron o se les obligó a confesar que la conspiración estaba respaldada por la familia Távora, a favor del duque de Aveiro. Implacable, don Sebastiao actuó contra sus enemigos, que fueron sometidos a proceso y ejecutados con la mayor crueldad, despedazados sus cuerpos y quemados.

   La ejecución del duque y la supresión del ducado llevó al otorgamiento de otro título, el de la conversión de la villa en ciudad, ese mismo año de 1759,  pero con el nombre de Nueva Braganza. No sería hasta el reinado de doña María, cuando la ciudad recuperaría su anterior nombre, en 1777.
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UN MENTIROSO RECALCITRANTE

   Tuvo tanto nombres como veces fue bautizado. Es difícil acertar dónde nació, e imposible saber a que edad murió. Para evitar enredos, hágase el lector la idea de que Henrico, Pablo, Manuel, Fernando…, o que Hartman, Rosemberg o Wiperman son el mismo individuo protagonista de estas letras; el sujeto del que ni la Santa Inquisición logró averiguar con certeza absoluta su identidad, pero sí suficiente de lo que hizo, para darle alimento y habitación en las cárceles del Santo Oficio.

   Personaje peculiar, debió tener una buena cultura, don de gentes, simpatía, un gran poder de convicción y sin duda una colosal desvergüenza para embaucar a grandes señores, aristócratas y prelados que le proporcionaban dinero para su sustento, cuando no le facilitaban morada y mantenían de balde.

   Cuando se supo quién era, qué había hecho y por qué, era ya muy anciano. Decía tener ochenta y nueve años, pero viendo su pertinaz mendacidad, pudo ser una argucia más para inspirar la clemencia de sus jueces.

   Parece ser, o así declaró y consta en el legajo número 3725 del expediente del Santo Oficio conservado en el Archivo Histórico Nacional que Juan Henrico Hartman, que así dijo llamarse, nació en una familia católica de la diócesis de Padreborna. Bautizado en la fe de sus padres,  allí vivió hasta cumplir los 21 años, sin que se sepa muy bien si anduvo vagando por Europa completando sus estudios en Praga, Viena y Mónaco, como dijo al principio o viajó a Dresde, donde los luteranos lo ayudaron, dándole comida, vestido y sustento suficiente, enviándole después a Wittemberg. Era esta ciudad cuna del luteranismo, por ser en las puertas de la iglesia de su palacio donde Lutero clavó sus 95 tesis, y allí, Henrico parece que abrazó la fe protestante. Su conversión agradó a los luteranos que le acogieron y le permitió obtener donativos con las que cursar estudios y llevar una vida suficientemente cómoda, hasta que decidió seguir por el largo camino que iba resultar su vida. Estuvo primero en Leipzig, Berlín y Londres. Como ese medio de vida le resultaba suficiente, viajó, viajó mucho y, como el mismo contó, pasó termporadas en Amsterdam, Utrech, Nimega, Amberes, Nuremberg, Stutgart, hasta que llegó a Suiza. Primero a Berna, Zurich y Ginebra, para terminar en Lucerna, cantón católico.

   En Lucerna trató con el nuncio apostólico, y puesto que si de algo carecía Henrico era de escrúpulos, le manifestó su deseo de abandonar la iglesia luterana e integrarse en la católica. El nuncio conmovido le dio dinero y envió a Roma, y como viera el desvergonzado que sus mañas le otorgaban réditos jugosos, decidió continuar multiplicada la impostura que tan buenas ganancias le procuraba.


Actual Palacio Arzobispal de Valencia, construido a mediados del siglo XX.
En la portería del anterior palacio, ubicado en el mismo lugar vivió  Henrico
Hartma hasta ser detenido por el Santo Oficio.

   Tras una primera conversión en Bolonia, debió pasar de largo al llegar a Roma, pues lo siguiente que sabemos, si es que es cierto, es que en Nápoles se convirtió al catolicismo de nuevo, y para dar mayor apariencia, pidió ser bautizado. Apadrinado por el duque Carachuli, eso dijo, que pagaba todos sus gastos, recibió catequesis y partió de Nápoles para llegar a Perusa, donde se convirtió otra vez y fue bautizado de nuevo, esta vez por el obispo. Así, de ciudad en ciudad, iba conociendo las pilas bautismales de Parma, Génova, Turín y Lyón, hasta que llegó a París.

   En París el desahogado Henrico no logró ser bautizado. Declaró abjurar del luteranismo que profesaba, pero al solicitar un nuevo bautismo, le fue negado por considerar que el recibido bajo fe luterana era válido. Sin embargo no fue de balde su paso por París, pues recibió muchas limosnas e hizo ejercicios espirituales.

   En el colmo de su impudicia no le importó cambiar de credo otra vez. Cuando desde París llegó a Amsterdam, conoció a unos rabinos que le ofrecieron pagarle por enseñar lenguas y convertirse al judaísmo. Fue circuncidado, pues; aprendió hebreo y rezó en las sinagogas hasta que casando siguió su camino. Volvió a París, donde antes se le negó el bautismo. Ahora, como judío, volvió a pedir su conversión, y ser bautizado. Esta vez consiguió que el propio cardenal Noailles rociara su frente con agua bendita. Y enseguida, a viajar. Otra vez en Italia, las pilas bautismales eran su destino y los donativos que obtenía su objetivo. Sería tedioso enumerar las ciudades en la que fue bautizado en Italia, España, Portugal, otra vez Francia y de Nuevo Italia antes de recalar en España y ser detenido. Durante toda su vida dijo ser bautizado, si la memoria no le hurtaba el recuerdo de alguna, veintiuna veces,  y quien sabe si fueron más. En su primer viaje por España, pasó por Murcia. Allí fue bautizado en la iglesia de San Miguel por el jesuita Juan Dumbar que le impuso el nombre de Juan Julián. Era el 15 de febrero de 1730 y cruzando España llegó a Lisboa. Tomando rumbo Norte visitó Galicia, Asturias y Vizcaya. Y vuelta a empezar. Otra vez París, otra vez Roma, y otra vez España. Se sabe, y no sólo porque lo dijera él, como otras que dijo y no se puedon comprobar, que en 1746 estuvo en Granada. En la ciudad de Darro dio muestras de su gran desfachatez. Al llegar dijo ser Fernando Rosemberg, haber sido bautizado bajo el rito luterano, estar convencido de ser la fe católica, la única verdadera, y pedir que se le bautizara conforme a la revelación que le inspiraba. Un jesuita crédulo, el padre Salazar, lo hizo cambiando su nombre por el de Manuel Salvador seguido de una larga lista de nombres unidos a los anteriores, y además de limpiarle del pecado original, le impuso como penitencia rezar el rosario a diario durante dos años. Como en tantos sitios antes, trató con las personalidades más eminentes de la ciudad, de tal manera que tres días de la semana vivía a costa del marqués de Lugros, otros tres días era el marqués de Blanquies quien atendía el sustento y habitación del bribón y los domingos el marqués de Campoverde, que además era corregidor de Granada, se ocupaba de que el espabilado anciano viviera como ellos mismos. Pero cansado de vivir como un marqués al final abandonó Granada y recaló en Cádiz. El 2 de septiembre de 1748, ante el comisario del Santo Oficio, declaró ser alemán, tener ochenta años, haber seguido la fe luterana desde niño y haber sido bautizado por el rito de dicha fe, pero haberse convertido a la católica, la auténtica y única verdadera. Se le llevo entonces ante el padre Dueñas, dominico, que lo vio instruido en la doctrina católica y quiso tranquilizar su espíritu.
    ─No temas, hijo mío. Tu bautizo es válido. Hace apenas unos cuarenta años, mucho después de que fueras bautizado, cambió la liturgia bautismal luterana. Administrar de nuevo el sacramento es innecesario y contrario a la Ley.
    Pero puesto a recibir, Pedro Rosemberg, que así se hacía llamar en su vistita a Cádiz, además de las limosnas del hospicio en el que se alojaba, recibió los sacramentos de la penitencia y la eucaristía antes de poner pies en polvorosa y partir hacia otra ciudad donde ser bautizado y llenar sus bolsillos.

    Mas la suerte no siempre se muestra favorable; a veces se torna adversa. Rosemberg la tentó durante años y en España el azar quiso que a la Inquisición española llegara el aviso de lo que a ella correspondía indagar.

    Llegó por aquel tiempo a Cádiz, cuando todavía estaba fresco el recuerdo de aquel anciano personaje alemán, luterano, convertido a la fe romana y desparecido como por ensalmo, el provincial de los Agustinos. Oyó el religioso el caso y vino a su recuerdo otro del que supo había ocurrido en Granada unos años antes, muy sonado también y muy coincidentes las circunstancias del personaje con las del huido de Cádiz. Otro agustino, el padre Gallardo que escuchó el relato de su provincial, poniendo en relación ambos casos puso el caso en conocimiento de la Inquisición. Al fin y al cabo era un caso del Santo Oficio indagar cualquier ilícito intento de repetir un sacramento de los que imprimen carácter. Y puesto que en Granada, Rosemberg o cualquiera que fuera su nombre, sí había sido bautizado y en Cádiz lo había intentado también, el Santo Oficio tomó cartas en el asunto.
Las pesquisas y estudio de los informes llegados a Sevilla desde Granada y Cádiz llevaron a la conclusión de que ambos ancianos debían ser el mismo hombre. Sólo faltaba encontrarlo.

   Después de ser bautizado unas cuantas veces más, llegó a Valencia. El 9 de febrero de 1751 recibió las aguas bautismales por manos del sobrino del arzobispo y arcediano de la catedral valentina. Fue, según su memoria, la vigesimoprimera vez, y sería la última que recibió el sacramento del Bautismo. Cuando la Inquisición dio con él, estaba alojado en la portería del palacio arzobispal de Valencia. Al ser interrogado dijo tener ochenta y nueve años, lo que seguramente no era cierto, puesto que tres años antes, en Cádiz, dijo contar con ochenta; llamarse Andrés Francisco Wiperman, lo que pudiera ser con gran probabilidad falso, pues en Cádiz, en Granada y otros lugares fue Rosemberg, de nombre Fernando unas veces, Pablo en otras, y aun después dijo ser Hartman su apellido, nacido en Bourgentica. Eso si es que no era natural de Wittemberg , Magdeburgo o Cassel, como también dijo.

Antiguo azulejo conservado en el zaguán
 del actual Palacio Arzobispal de Valencia.

   Acusado de judaizante y relapso, se defendió argumentando su estado de necesidad; que sus coqueteos con otros credos lo eran por el vestido y habitación, limosnas y donativos que seguían a sus conversiones, pero que siempre en su alma estuvo arraigada la fe católica. Inútil hubiera sido negar su apostasía, pues el examen médico al que fue sometido reveló que presentaba “una cicatriz de cortadura semicircular en la parte derecha de la membrana que cubre el prepucio o glande, que no podía haberse hecho para remedio de ninguna enfermedad en tal paraje”.

   También los sucesivos bautismos fueron causa de la acusación inquisitorial. Su imaginación y desparpajo para justificarlos no tenía límites. Argumento primero que como su primer bautismo había sido bajo el ceremonial luterano, éste, siendo él ferviente y convencido católico, era falso y por tanto, su segundo bautismo, el católico, bueno. De nada sirvió. El tribunal adujo que el primero era tan válido como cualquier otro y que por tanto el segundo, prohibido y sujeto a pena. Pero sus problemas no habían hecho más que comenzar. Para justificar los restantes bautizos no tuvo mejor idea que declarar nulos todos menos el último. Decía el anciano que, puesto que el Sacramento del Bautismo tenía por fin la limpieza del pecado original, nunca conseguía expulsar el demonio de sí, el cual, por las noches, se le aparecía en sueños, le hablaba y mortificaba. Y puesto que cada bautismo al que se sometía se demostraba ineficaz, siempre se veía obligado a intentar con otro posterior la limpieza de su alma. Cuando sus jueces le advirtieron que por el exorcismo, la Iglesia podía haberlo librado de sus sufrimientos, el lo negó, aduciendo que un exorcista podría haberle librado del diablo, pero no limpiarle del pecado original. 

   Condenado por el tribunal, “él” continuo declarándose inocente. Encerrado en una celda, privado de la libertad de movimiento de la que en su larga vida disfrutó, pronto emprendió su último viaje. Constan en su expediente, como cierre, las siguientes palabras: “En este estado, murió impenitente”.
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EL DOCTOR VELASCO. HISTORIA DE UN DELIRIO

   El siguiente hecho acaeció en el siglo XIX, ¿en qué otro tiempo podría haber sucedido, sino en el siglo del Romanticismo, de las pasiones arrebatadas, de los amores sentimentales, en los que muchas veces el corazón cerraba el paso a la razón; el siglo en el que los arquitectos volvían a mirar el cielo, tratando de alcanzarlo con nuevas agujas, ahora de hormigón; los escritores se expresaban por medio de cartas y los poetas se placían observando el cielo con negros nubarrones.

   Porque, aunque de finales del siglo anterior, ya Cadalso, autor de “Las Cartas Marruecas”, empezó como ilustrado, terminó como un romántico, o al menos como un precursor de tal espíritu que, desde luego, parece que era el que albergaba su corazón. Dígame, si no, el lector, cómo es posible escribir “Las noches lúgubres”, narrando la intención del enamorado que quiere exhumar el cuerpo de su amada del sepulcro parroquial en el que yacía, en lo que para unos fue leyenda y otros pretendieron fuera cierto. Dígame, si no, el lector, cómo la muerte de María Engracia, la novia querida, que sumió la autor en gran depresión y lo movió a escribir la obra, no es acaso un arrebato de enajenación romántica. 

   Con antecedentes así, las experiencias del siglo XIX no podían sino aumentar el carácter patético de ciertos lances del siglo: fue la centuria en la que Larra se descerrajó un tiro en la sien por Dolores Armijo o en la que la poetisa Carolina Coronado convivió durante veinte años con la momia de Horacio Perry, su amor.

                                                       *

   Y fue el tiempo en el que vivió nuestro protagonista don Pedro González Velasco, personaje de gran importancia, médico de renombre y fundador del Museo Antropológico, aunque oficialmente inaugurado por Alfonso XII con el nombre de Anátómico, en 1875.

   El camino recorrido hasta alcanzar el reconocimiento general no fue fácil, pues había nacido en 1815 en una familia de condición humildísima, en Valseca, pequeño municipio segoviano próximo a la capital. Su madre y cinco hermanos quedaron sin padre cuando Pedro era muy niño y la precaria situación familiar lo obligó desde muy pequeño a ocuparse de labores en el campo y estar al cuidado de los animales. Pero a los doce años logró ingresar en el seminario de Segovia y más tarde en el convento de los carmelitas descalzos, donde llegó tomar las órdenes menores y ser tonsurado. Estudió Teología, y su mente despierta y carácter curioso le impulsaron a estudiar la filosofía aristotélica y, cuando ya en Madrid, para subsistir formaba parte de la servidumbre de algunas casas, se matriculó en Cirugía primero y Medicina después, obteniendo el doctorado.

   Es en aquel tiempo cuando con Engracia Pérez Cobo tuvo a María Concepción, su única hija, la que causaría a su muerte, en 1864, la más profunda pena y desvarío en el insigne doctor.

   Hasta entonces sus estudios y aportaciones en los campos de la anatomía no cesaron. Con otros colegas formó grupos de estudio. Viajó al extranjero donde aprendía y enseñaba. En España, su fama de cirujano crecía, al tiempo que estudiaba y trabajaba en el Hospital General, en la Universidad. Diseccionaba, preparaba, embalsamaba, estudiaba la anatomía de los cuerpos. Nombrado catedrático de Anatomía Quirúrgica, creo la Asociación Española de Antropología, fundó una Escuela Práctica de Medicina y Cirugía, con la colaboración de varios de los más conspicuos profesores de la época y al año siguiente, con asistencia del rey el Museo Antropológico, que además tenía dependencias propias para habitar y constituyeron el domicilio de don Pedro. La casa-museo costeada de su peculio particular, fue encargada al marqués de Cubas y albergó todos los recuerdos, especímenes científicos y estudios del doctor hasta formar un esplendido museo y al tiempo gabinete de curiosidades, tan propio del siglo XIX.
                                              



    Pero nada de esto curaba la amargura en el corazón del doctor Velasco por la pérdida de su hija, más de diez años antes, cuando contaba apenas quince años, y de la que parecía sentirse culpable.

   Concepción había contraído unas fiebres tifoideas. No se conocía entonces la etiología del mal y se procuraba paliar sus efectos en la medida de lo posible con medidas higiénicas, a la espera de un restablecimiento espontáneo del paciente. Así lo hacía don Mariano Benavente, el médico amigo de don Pedro, que atendía a la joven enferma. Pero la enfermedad se alargaba, y el doctor Velasco, impaciente y desesperado, decidió, como a veces se hacía en ese tipo de afecciones, contra la opinión de Benavente, administrar un vomitivo o un laxante para provocar una crisis en la enferma que condujera a un rápido restablecimiento. Lo sabemos porque don Jacinto, el hijo del doctor Benavente, años después, refirió lo escuchado a sus padres sobre el caso. Las consecuencias de tan infeliz decisión fueron unas hemorragias repentinas y la muerte de la pobre Concepción.

   El propio doctor Velasco se ocupó de embalsamar el cadáver de su hija y dos días después del óbito, el cuerpo de la desdichada Concepción era inhumado en el nicho que la familia poseía en la sacramental de San Isidro.

   Pero pasaban los años y el éxito profesional del doctor no aliviaba su pena ni le permitía olvidar el recuerdo de su hija querida. Cuando en 1875 quedó inaugurado el Museo por él fundado, solicitó los permisos civiles y eclesiásticos pertinentes y, obtenidos, se extrajeron los restos de Concepción para ser trasladados al recién estrenado museo de Antropología.  El cuerpo, cuyo aspecto al ser exhumado parecía incorrupto, fue sometido en la casa-museo a un controlado proceso de momificación por el doctor Velasco, tras el cual dio comienzo la más demencial y exagerada parte de esta historia. Lo primero por el extraño comportamiento del doctor Velasco, y lo segundo porque al difundirse los hechos tan agrandados en cuanto a la realidad, parecía confirmarse la veracidad de lo ocurrido.

   El doctor don Ángel Pulido, compañero de Velasco, contó como en el otoño de 1875 contrató el afligido padre a una modista para que vistiese la momia de su hija con vestido de raso blanco, calzando sus pies a juego y cubriendo las manos con guantes. Adornó las muñecas con pulseras, puso en la cabeza una peluca y maquilló la acartonada cara de la difunta, haciéndola parecer más dormida que muerta.

   Si así sucedió lo contado por el doctor pulido, no parece tan cierto que fuera sentada a la mesa durante el almuerzo, como una comensal más, que fuera paseada en un landó por los Paseos del Prado y Recoletos, o llevada a los toros; aunque de ello se hicieran eco, sin fundamento, sólo movidas por las habladurías, algunas publicaciones de la época, que aseguraban había sucedido aquello de lo que muchos hablaban, pero nadie había visto.

   Al morir don Pedro en 1882 su cuerpo embalsamado por el doctor Pulido permaneció en el museo, pero no como deseaba al lado de su hija, pues doña Engracia, siempre en desacuerdo con el proceder de su esposo, ordenó que los restos de la desdichada Concepción volvieran al cementerio de San Isidro, al que en 1943, con motivo de unas reformas llevadas a cabo en el museo, serían trasladados también los del doctor Velasco, al que es justo recordar por sus logros científicos y su obra, hoy viva, en el Museo Nacional de Antropología.


(1) El uso de María Concepción de los apellidos completos del padre antepuestos al de la madre, como así consta, además, en la esquela publicada en el Diario de Avisos de Madrid del día 14 de mayo de 1864, se debe a que solo hasta un año antes a la muerte de la joven, sólo era reconocida por los apellidos del padre, pues no le estuvo permitido el uso del apellido materno, hasta la dispensa de los votos tomados por don Pedro en su juventud.

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EL PODER DEL CINCEL

    Si los pintores se han atrevido, a lo largo de los siglos, a ejercer su poder en los lienzos dando salida a sus venganzas, burlas, pasiones o caprichos, los escultores, pese a los inconvenientes del material con el que trabajan, no han sido menos osados en la expresión de su genio.

    Del genio de Miguel Ángel no cabe la menor duda; de su mal genio tampoco(1). Cuando Miguel Angel esculpió el Moisés, que podemos ver, aún hoy, en Roma, en la iglesia de San Pietro in Vincoli, quedó tan conforme con el resultado de su obra, tan satisfecho con la perfección de la figura que, tomando el mazo del que se había servido para esculpirlo, golpeó una de las rodillas de la escultura y ordenó: “Habla”. Quienes visiten San Pedro todavía podrán ver la muesca que produjo el golpe.

    Desde mucho antes de que Miguel Angel esculpiera su Moisés, los canteros de la Edad Media ya habían dejado señal de su obra en los sillares que pulían para la construcción de grandes monumentos. Signos extraños, misteriosos, que han despertado la imaginación de generaciones posteriores atribuyéndoles significados mágicos o de transmisión del conocimiento. No es imposible que tuvieran ese propósito; aunque probablemente no fueran más que señales contables, indicaciones para la construcción o las firmas de los autores.

    Pero además de los albañiles y sus toscas señales había otros artesanos de la piedra: los maestros. Se dedicaban a la ornamentación, y han dejado Europa plagada de capiteles, en los que muestran su genialidad. También su osadía. Es difícil encontrar una catedral europea en la que no sea posible ver algún personaje irreverente en algún capitel o en las jambas de las puertas de los templos. Junto a representaciones de escenas bíblicas han reproducido todo tipo de figuras ajenas al propósito de los religiosos que los contrataron: dragones, animales feroces, sátiros en actitudes procaces.


  

   En la catedral de Santa María de Ciudad Rodrigo existe un magnífico coro obra de Rodrigo Alemán. Tardó unos cuatro años en terminarlo, los dos últimos del siglo XV y los dos primeros del XVI. La belleza de la talla es bien reconocida. Está adornado con detalles florales y geométricos, a excepción hecha de asiento episcopal, en cuyo respaldo se puede ver un relieve de San Pedro, y del brazo de uno de los asientos laterales. Discretamente el artista talló un hombre. Parece un mendigo. Esta agachado, haciendo sus necesidades. No sabemos qué razones tuvo para colocar esa figura. Sí sabemos que no fue el único que hizo algo parecido.

   En tiempos modernos también los escultores han querido dejar huella. El siglo XX ha sido tiempo de curiosidades. La catedral de Salamanca luce en una de sus puertas laterales y, a no mucha altura, asequible a la vista de todos, la figura de un astronauta. Fue puesta en una de sus últimas restauraciones, para dejar constancia de nuestro tiempo, dicen.

   La de Palencia tiene la figura de un fotógrafo. Se colocó durante la restauración que llevó a cabo, a principios del siglo XX, el arquitecto Jerónimo Arroyo, como homenaje a José Sanabria, famoso fotógrafo local; y para que el pétreo observador pudiera cumplir con su tarea, se le colocó en lo alto, asomado, con su cámara, haciendo fotografías, y desaguando las aguas pluviales, desde su doble oficio de fotógrafo y gárgola.

(1) Miguel Angel dio prueba de su carácter en otras muchas ocasiones. Una de ellas se puede leer en “El Poder del pincel”.
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