Tuvo
tanto nombres como veces fue bautizado. Es difícil acertar dónde nació, e
imposible saber a que edad murió. Para evitar enredos, hágase el lector la idea
de que Henrico, Pablo, Manuel, Fernando…, o que Hartman, Rosemberg o Wiperman
son el mismo individuo protagonista de estas letras; el sujeto del que ni la Santa Inquisición logró
averiguar con certeza absoluta su identidad, pero sí suficiente de lo que hizo,
para darle alimento y habitación en las cárceles del Santo Oficio.
Personaje
peculiar, debió tener una buena cultura, don de gentes, simpatía, un gran poder
de convicción y sin duda una colosal desvergüenza para embaucar a grandes
señores, aristócratas y prelados que le proporcionaban dinero para su sustento,
cuando no le facilitaban morada y mantenían de balde.
Cuando
se supo quién era, qué había hecho y por qué, era ya muy anciano. Decía tener
ochenta y nueve años, pero viendo su pertinaz mendacidad, pudo ser una argucia
más para inspirar la clemencia de sus jueces.
Parece
ser, o así declaró y consta en el legajo número 3725 del expediente del Santo
Oficio conservado en el Archivo Histórico Nacional que Juan Henrico Hartman,
que así dijo llamarse, nació en una familia católica de la diócesis de Padreborna. Bautizado en la fe de sus
padres, allí vivió hasta cumplir los 21
años, sin que se sepa muy bien si anduvo vagando por Europa completando sus
estudios en Praga, Viena y Mónaco, como dijo al principio o viajó a Dresde,
donde los luteranos lo ayudaron, dándole comida, vestido y sustento suficiente,
enviándole después a Wittemberg. Era esta ciudad cuna del luteranismo, por ser
en las puertas de la iglesia de su palacio donde Lutero clavó sus 95 tesis, y
allí, Henrico parece que abrazó la fe protestante. Su conversión agradó a los
luteranos que le acogieron y le permitió obtener donativos con las que cursar
estudios y llevar una vida suficientemente cómoda, hasta que decidió seguir por
el largo camino que iba resultar su vida. Estuvo primero en Leipzig, Berlín y
Londres. Como ese medio de vida le resultaba suficiente, viajó, viajó mucho y,
como el mismo contó, pasó termporadas en Amsterdam, Utrech, Nimega, Amberes,
Nuremberg, Stutgart, hasta que llegó a Suiza. Primero a Berna, Zurich y Ginebra,
para terminar en Lucerna, cantón católico.
En
Lucerna trató con el nuncio apostólico, y puesto que si de algo carecía Henrico
era de escrúpulos, le manifestó su deseo de abandonar la iglesia luterana e
integrarse en la católica. El nuncio conmovido le dio dinero y envió a Roma, y
como viera el desvergonzado que sus mañas le otorgaban réditos jugosos, decidió
continuar multiplicada la impostura que tan buenas ganancias le procuraba.
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Actual Palacio Arzobispal de Valencia, construido a mediados del siglo XX.
En la portería del anterior palacio, ubicado en el mismo lugar vivió Henrico
Hartma hasta ser detenido por el Santo Oficio. |
Tras
una primera conversión en Bolonia, debió pasar de largo al llegar a Roma, pues
lo siguiente que sabemos, si es que es cierto, es que en Nápoles se convirtió
al catolicismo de nuevo, y para dar mayor apariencia, pidió ser bautizado.
Apadrinado por el duque Carachuli, eso dijo, que pagaba todos sus gastos,
recibió catequesis y partió de Nápoles para llegar a Perusa, donde se convirtió
otra vez y fue bautizado de nuevo, esta vez por el obispo. Así, de ciudad en
ciudad, iba conociendo las pilas bautismales de Parma, Génova, Turín y Lyón,
hasta que llegó a París.
En
París el desahogado Henrico no logró ser bautizado. Declaró abjurar del
luteranismo que profesaba, pero al solicitar un nuevo bautismo, le fue negado
por considerar que el recibido bajo fe luterana era válido. Sin embargo no fue
de balde su paso por París, pues recibió muchas limosnas e hizo ejercicios
espirituales.
En
el colmo de su impudicia no le importó cambiar de credo otra vez. Cuando desde
París llegó a Amsterdam, conoció a unos rabinos que le ofrecieron pagarle por
enseñar lenguas y convertirse al judaísmo. Fue circuncidado, pues; aprendió
hebreo y rezó en las sinagogas hasta que casando siguió su camino. Volvió a
París, donde antes se le negó el bautismo. Ahora, como judío, volvió a pedir su
conversión, y ser bautizado. Esta vez consiguió que el propio cardenal Noailles
rociara su frente con agua bendita. Y enseguida, a viajar. Otra vez en Italia,
las pilas bautismales eran su destino y los donativos que obtenía su objetivo.
Sería tedioso enumerar las ciudades en la que fue bautizado en Italia, España,
Portugal, otra vez Francia y de Nuevo Italia antes de recalar en España y ser
detenido. Durante toda su vida dijo ser bautizado, si la memoria no le hurtaba
el recuerdo de alguna, veintiuna veces, y
quien sabe si fueron más. En su primer viaje por España, pasó por Murcia. Allí
fue bautizado en la iglesia de San Miguel por el jesuita Juan Dumbar que le
impuso el nombre de Juan Julián. Era el 15 de febrero de 1730 y cruzando España
llegó a Lisboa. Tomando rumbo Norte visitó Galicia, Asturias y Vizcaya. Y
vuelta a empezar. Otra vez París, otra vez Roma, y otra vez España. Se sabe, y
no sólo porque lo dijera él, como otras que dijo y no se puedon comprobar, que
en 1746 estuvo en Granada. En la ciudad de Darro dio muestras de su gran
desfachatez. Al llegar dijo ser Fernando Rosemberg, haber sido bautizado bajo
el rito luterano, estar convencido de ser la fe católica, la única verdadera, y
pedir que se le bautizara conforme a la revelación que le inspiraba. Un jesuita
crédulo, el padre Salazar, lo hizo cambiando su nombre por el de Manuel
Salvador seguido de una larga lista de nombres unidos a los anteriores, y además
de limpiarle del pecado original, le impuso como penitencia rezar el rosario a
diario durante dos años. Como en tantos sitios antes, trató con las
personalidades más eminentes de la ciudad, de tal manera que tres días de la
semana vivía a costa del marqués de Lugros, otros tres días era el marqués de
Blanquies quien atendía el sustento y habitación del bribón y los domingos el
marqués de Campoverde, que además era corregidor de Granada, se ocupaba de que
el espabilado anciano viviera como ellos mismos. Pero cansado de vivir como un
marqués al final abandonó Granada y recaló en Cádiz. El 2 de septiembre de
1748, ante el comisario del Santo Oficio, declaró ser alemán, tener ochenta
años, haber seguido la fe luterana desde niño y haber sido bautizado por el
rito de dicha fe, pero haberse convertido a la católica, la auténtica y única
verdadera. Se le llevo entonces ante el padre Dueñas, dominico, que lo vio
instruido en la doctrina católica y quiso tranquilizar su espíritu.
─No temas, hijo mío. Tu bautizo es válido.
Hace apenas unos cuarenta años, mucho después de que fueras bautizado, cambió
la liturgia bautismal luterana. Administrar de nuevo el sacramento es
innecesario y contrario a la Ley.
Pero puesto a recibir, Pedro Rosemberg, que
así se hacía llamar en su vistita a Cádiz, además de las limosnas del hospicio
en el que se alojaba, recibió los sacramentos de la penitencia y la eucaristía
antes de poner pies en polvorosa y partir hacia otra ciudad donde ser bautizado
y llenar sus bolsillos.
Mas la suerte no siempre se muestra favorable;
a veces se torna adversa. Rosemberg la tentó durante años y en España el azar
quiso que a la Inquisición
española llegara el aviso de lo que a ella correspondía indagar.
Llegó por aquel tiempo a Cádiz, cuando
todavía estaba fresco el recuerdo de aquel anciano personaje alemán, luterano,
convertido a la fe romana y desparecido como por ensalmo, el provincial de los
Agustinos. Oyó el religioso el caso y vino a su recuerdo otro del que supo
había ocurrido en Granada unos años antes, muy sonado también y muy
coincidentes las circunstancias del personaje con las del huido de Cádiz. Otro
agustino, el padre Gallardo que escuchó el relato de su provincial, poniendo en
relación ambos casos puso el caso en conocimiento de la Inquisición. Al
fin y al cabo era un caso del Santo Oficio indagar cualquier ilícito intento de
repetir un sacramento de los que imprimen carácter. Y puesto que en Granada, Rosemberg o cualquiera que fuera su nombre, sí había sido bautizado y en Cádiz
lo había intentado también, el Santo Oficio tomó cartas en el asunto.
Las
pesquisas y estudio de los informes llegados a Sevilla desde Granada y Cádiz
llevaron a la conclusión de que ambos ancianos debían ser el mismo hombre. Sólo
faltaba encontrarlo.
Después
de ser bautizado unas cuantas veces más, llegó a Valencia. El 9 de febrero de
1751 recibió las aguas bautismales por manos del sobrino del arzobispo y
arcediano de la catedral valentina. Fue, según su memoria, la vigesimoprimera
vez, y sería la última que recibió el sacramento del Bautismo. Cuando la Inquisición dio con
él, estaba alojado en la portería del palacio arzobispal de Valencia. Al ser
interrogado dijo tener ochenta y nueve años, lo que seguramente no era cierto,
puesto que tres años antes, en Cádiz, dijo contar con ochenta; llamarse Andrés
Francisco Wiperman, lo que pudiera ser con gran probabilidad falso, pues en Cádiz,
en Granada y otros lugares fue Rosemberg, de nombre Fernando unas veces, Pablo
en otras, y aun después dijo ser Hartman su apellido, nacido en Bourgentica.
Eso si es que no era natural de Wittemberg , Magdeburgo o Cassel, como también
dijo.
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Antiguo azulejo conservado en el zaguán
del actual Palacio Arzobispal de Valencia. |
Acusado
de judaizante y relapso, se defendió argumentando su estado de necesidad; que
sus coqueteos con otros credos lo eran por el vestido y habitación, limosnas y
donativos que seguían a sus conversiones, pero que siempre en su alma estuvo
arraigada la fe católica. Inútil hubiera sido negar su apostasía, pues el
examen médico al que fue sometido reveló que presentaba “una cicatriz de cortadura semicircular en la parte derecha de la
membrana que cubre el prepucio o glande, que no podía haberse hecho para
remedio de ninguna enfermedad en tal paraje”.
También
los sucesivos bautismos fueron causa de la acusación inquisitorial. Su
imaginación y desparpajo para justificarlos no tenía límites. Argumento primero
que como su primer bautismo había sido bajo el ceremonial luterano, éste,
siendo él ferviente y convencido católico, era falso y por tanto, su segundo bautismo,
el católico, bueno. De nada sirvió. El tribunal adujo que el primero era tan
válido como cualquier otro y que por tanto el segundo, prohibido y sujeto a
pena. Pero sus problemas no habían hecho más que comenzar. Para justificar los
restantes bautizos no tuvo mejor idea que declarar nulos todos menos el último.
Decía el anciano que, puesto que el Sacramento del Bautismo tenía por fin la
limpieza del pecado original, nunca conseguía expulsar el demonio de sí, el
cual, por las noches, se le aparecía en sueños, le hablaba y mortificaba. Y
puesto que cada bautismo al que se sometía se demostraba ineficaz, siempre se
veía obligado a intentar con otro posterior la limpieza de su alma. Cuando sus
jueces le advirtieron que por el exorcismo, la Iglesia podía haberlo
librado de sus sufrimientos, el lo negó, aduciendo que un exorcista podría
haberle librado del diablo, pero no limpiarle del pecado original.
Condenado por el tribunal,
“él” continuo declarándose inocente. Encerrado en una celda, privado de la libertad
de movimiento de la que en su larga vida disfrutó, pronto emprendió su último
viaje. Constan en su expediente, como cierre, las siguientes palabras: “En este estado, murió impenitente”.