Cuando
en agosto de 1921 don Juan Picasso recibió el encargo de instruir la causa
sobre las luctuosas jornadas rifeñas, desconocía el general que terminada la
misma el expediente sería conocido por el apellido de su instructor. Había ordenado
la investigación don Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, a la sazón,
ministro de Defensa en el gobierno de don Manuel Allendesalazar, un liberal que
había sustituido al presidente
asesinado Eduardo Dato el marzo anterior. Y
aquel informe, encargado por orden de 4 de agosto, cuando el
desastre de Annual
había conmovido el corazón de los españoles, ni Eza ni el propio Picasso
sabían que tendría también que recoger la hecatombe del
Monte Arruit.
La
popularidad de don Juan Picasso no era tan notoria como la de algunos de los
jefes actores de los hechos que tuvo que instruir, ni desde luego como llegaría
a serlo su sobrino Pablo Ruiz. Don Juan aunque era un héroe de guerra, que
había recibido la Laureada por una memorable galopada en Melilla en 1893, para
la que se ofreció voluntario, y alcanzó el grado de general, era un hombre
discreto y sobre todo honesto. A diferencia del general Berenguer, Picasso no
quiso ser ministro de la Guerra.
En
1919 es presidente del Consejo de Ministros el conde de Romanones. En el mes de febrero Romanones ofrece el
ministerio de la Guerra a Picasso. Éste, que no lo esperaba, responde al conde:
“Pues se lo agradezco mucho, pero mire,
prefiero seguir trabajando en lo mío y ser lo que soy, un militar honrado”.
Y
como militar honrado se comporta Picasso ante la tragedia en el Rif. Apenas ha
tenido tiempo de comenzar la instrucción cuando recibe indicaciones para dejar
al margen de su investigación las actuaciones del Alto Mando. Las recibe del
recién nombrado ministro de la Guerra La Cierva primero, por dos veces, y por
Berenguer, el propio jefe del Alto Mando después. Picasso, incorruptible,
quiere saber la verdad, para eso se le ha nombrado, y se expresa con claridad.
Con sutileza advierte al ministro de su voluntad de dimitir si se trata de
doblar su voluntad:
─Sabrá
que, por mi cargo de representante de España en la Sociedad de Naciones, he
sido citado por la Comisión Consultiva para el próximo día 4 de septiembre. Si
considera que mi servicio a España será de mayor provecho en Ginebra, me
someteré a su criterio.
Pero
La Cierva no quiere que Picasso dimita. El general estará en Melilla preparando
su informe los siguientes cinco meses.
Pese
al inmediato comienzo de la “reconquista” del Protectorado, la herida causada
no cicatriza. Junto al expediente Picasso, en las Cortes se forman las
comisiones de los Diecinueve y de los Veintiuno, así conocidas por el número de
diputados que las componían, para determinar las responsabilidades de lo
ocurrido. Pero en la calle, el pistolerismo envenena el clima social: víctimas
de los atentados eran tanto los obreros, como los patronos. En Zaragoza el
arzobispo Soldevilla muere asesinado; en las instituciones, la sensación de impunismo en la depuración de las
responsabilidades por el desastre en el protectorado marroquí crispa las
relaciones entre militares y civiles y, en general, la intransigencia envilece
el clima político. En el verano de 1923, a cuenta del suplicatorio solicitado para
procesar al general Berenguer, senador vitalicio por designación real, se
produce un incidente en el Senado. Son protagonistas del mismo el general
Aguilera y el jefe del partido conservador, señor Sánchez Guerra. Ya venía el
ambiente caldeándose desde que el día 30 de junio, por otro incidente, el
general había enviado una nota al señor Sánchez de Toca en términos rayanos en
la impertinencia, cuando no claramente ofensivos, pero de los que no pensaba
retractarse, que así fue escrita: “Muy
Sr. Mío: En el diario de sesiones del Senado del jueves 28 de este mes de
junio, he leído su discurso, en el que falta a la verdad; en él se dice que el
suplicatorio del Sr. Berenguer, no se había mandado a usted, en aquella época
Presidente del Senado, con arreglo a las costumbres establecidas y por conducto
del Ministro de la Guerra, empleando adjetivos muy suyos. Como esta maldad de
usted va dirigida contra mi persona, como Presidente del Consejo Supremo de
Guerra y Marina, maldad muy en armonía con su moral depravada, he de
manifestarle que la repetición de este caso u otro análogo, me obligará a
proceder contra usted con el rigor y energía que se merecen los hombres de su
calaña”.
Trata
el conde de Romanones, Presidente del Senado, de convencer al señor Sánchez de
Toca para que desista de su intención de leer la carta en la Cámara, pero el
señor Sánchez, inconmovible a los ruegos del Conde, no cede. La carta más que
un ataque a él, es una afrenta a toda la Cámara, dice; y ésta debe conocerla.
En la sesión del día 3 de julio, a la que no acude el general Aguilera, toma la
palabra el señor Sánchez. Explica cómo un ayudante del general lleva a su
domicilio la carta, que a continuación lee a los senadores presentes. La
impresión causada en la Cámara es colosal. Los rumores iniciales dan paso a
voces de protesta en contra del ofensor. Bien lo supo otro senador, el general
don José Villalba, que alzando su voz en defensa del ausente Aguilera, recibió
tan sonora oposición que debió sentarse sin pronunciar palabra.
El
día 5 de julio hay nueva sesión en el Senado. Momentos antes de comenzar están
en el despacho del Presidente de la Cámara el presidente del Consejo de
Ministros, señor García Prieto, y el general Aguilera. Ha sido llamado éste por
el conde de Romanones para conocer la verdad sobre unas declaraciones de la que
se ha quejado el jefe del partido conservador, el señor Sánchez Guerra, que
espera en la antesala del despacho del Conde. Al terminar la reunión, se
encuentran Aguilera y Sánchez Guerra. Dice el primero al segundo:
─Los militares estamos hartos del gobierno
y de los civiles, tan responsables como nosotros en el asunto de Marruecos, con
la diferencia de ser nuestro honor virtud incomparable.
─Tenga cuidado, general, con lo que dice
─replica Sánchez Guerra─, el honor no es patrimonio privativo de los militares.
Pertenece al hombre sin distinción de clase, sea militar o civil.
Alterado, Aguilera reacciona con violencia
y alarga un manotazo sobre el rostro de Sánchez, que responde de igual modo.
Varios senadores presentes los separan y, al momento, el conde de Romanones
hace pasar a los contendientes a su despacho, donde bajo la autoridad del
Presidente se disculpan.
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Don José Sánchez Guerra pintado por Julio Romero de Torres. |
Mas, como responder al airado luego, es echar leña en
el fuego, al poco, comenzada la sesión, el general Aguilera, recordando la
carta al señor Sánchez Toca trata de defender al Consejo Supremo de Guerra y
Marina que él Preside. De nuevo se oyen rumores, el Presidente trata de
acallarlos con la campanilla. De pronto, se percibe un gran alboroto proveniente
del fondo de la sala. Dos señores la emprenden a bastonazos entre sí. Algunos
ujieres y varios senadores que abandonan sus escaños acuden para separarlos.
Incluso se informa al Presidente que uno de los contendientes porta un arma. El
Presidente agita la campanilla pidiendo orden, pero el escándalo es monumental
y apenas se le escucha. Si no fuera porque los hechos pueden ser dramáticos,
parecerían grotescos, viendo desde el fondo de la sala al Conde agitar la
campanilla como si no tuviera badajo y mover sus labios como si careciera de
voz. Por fin, aquietada la situación y calmados los ánimos, habla el
Presidente:
“Señores senadores, es
lamentable el espectáculo que se está dando, y yo ruego a todos que guarden
orden. Los debates los dirige la Presidencia y en ningún caso las imposiciones
de la fuerza material. Yo ruego a los señores Senadores que se sienten…”
Dos meses después, el Capitán
General de Cataluña, general Primo de Rivera declaraba el estado de Guerra y se
trasladaba a Madrid para formar un Directorio Militar.
*
Tuvo
tiempo Picasso, pues falleció en 1935, de ver como su informe sería buscado por
aquellos que querían ocultar su verdad o apoderarse de ella. El expediente fue registrado
y protegido por quienes quisieron que la justicia prevaleciese. El director de
la Escuela Especial de Ingenieros Agrónomos, y diputado liberal en las Cortes,
don Bernando Sagasta, sospechando que Primo de Rivera, en cuanto llegase a
Madrid, buscaría el expediente, acude al archivo de las Cortes. Como presidente
de la Comisión de los Veintiuno, retira el expediente(1), en realidad parte de él, y lo entrega a Enrique
Jiménez Girón, un compañero suyo de la Escuela de Ingenieros, para que lo
esconda y guarde. No tarda mucho el general Primo en averiguar que es cosa de
Sagasta no encontrar el informe donde debía estar, y a él acude don Miguel para
tener lo que desea. Pero Sagasta nada dice, salvo que él ya no lo tiene y que
no sabe donde está. Mas nada hizo el general contra Sagasta, y Primo de Rivera,
empeñado, no sólo en buscar responsabilidades de lo ocurrido en Annual y
jornadas posteriores, sino en establecer un juicio histórico de lo hecho por
España desde 1909 en Marruecos desde los tiempos de la Semana Trágica y El
barranco del Lobo, que depure responsabilidades, civiles y militares, y
regenere la Nación del marasmo en el que se halla, buscará otros caminos.
Una
nueva comisión, ésta de los once, se forma para investigarlo todo. Parte de algunos
de los papeles de Picasso de los que Sagasta no dispuso, de informes a los
ministerios, que se solicitan, pero que considerados como reservados, no se
encuentran o su solicitud se pierde en un lento y tortuoso camino burocrático, o
de documentación de otros archivos militares. Se solicita, pues, mucho material,
pero poco se aporta al fin. El asunto languidece y en 1929, la comisión se
disuelve. Abandonado Primo de Rivera por
el rey, en enero 1930 presentó su dimisión al monarca y se retiró a París. Allí
moriría pocas semanas después.
Pero
no era tiempo aún de volver el expediente a su archivo. Sustituía a la
dictadura del general Primo, la “dictablanda” del general Berenguer,
precisamente uno de los protagonistas del expediente Picasso, y después el
gobierno del Almirante Aznar, hasta que con el nuevo régimen republicano, vio
Sagasta el momento de restituir el expediente al archivo de las Cortes.
Había
pasado el tiempo y las penas, si no olvidadas, iban a ser eclipsadas por otras
aún peores que llegaron años después. Y aquello que tanto revuelo causó, ya no
parecía ser si no una más de las desgracias que la historia depara a los
pueblos.
(1) Así quedó
recogido, con independencia de cualquier otro registro, en uno de los legajos,
una anotación del funcionario, a lápiz de color rojo, indicando: “Se los llevó
el señor Sagasta”.