Los ceses que sucedían por mandato de quienes estaban por encima del destituido también eran frecuentes. Y no siempre estos ceses nacían de la incapacidad de los cesados. En estos casos, a veces, se producían avisos espontáneos que alertaban al desprevenido, como sucedió en 1834 cuando se produjo el relevo en la presidencia del Consejo.
En los últimos meses del reinado de Fernando VII era jefe del gobierno don Francisco Cea Bermúdez. Había sido nombrado este político y diplomático malacitano, a la vuelta de su embajada londinense, para hacer frente al pretendiente Carlos María Isidro.
En septiembre de 1832
disfrutando el rey del periodo estival en la Granja, enfermó de gravedad. Fernando VII había tenido con su cuarta esposa María Cristina de Borbón dos hijas, Isabel y
Luisa Fernanda, y considerando casi imposible un nuevo vástago varón a la vista
del achacoso estado del monarca, el ministro Calormarde, afecto a don Carlos,
pretendió con la firma del moribundo rey la derogación de la Pragmática Sanción. Se privaba así,
para el futuro, a la pequeña Isabel del trono, para evitar, decían, una guerra
segura por la posesión de la corona de España. Pero el intento fracasó, en
episodio que la histografía ha difundido profusamente por su bizarría, y tanto
don Carlos como Calomarde fueron alejados de Madrid.
Al morir el rey el 29 de septiembre de 1833, la reina María Cristina confirmó en el cargo a Cea Bermúdez. Trató Cea, fiel a la reina, de oponerse tanto a los liberales, libres de la persecución ya, como al Pretendiente, que desde el manifiesto de Abrantes, aún caliente el cuerpo de su hermano, y otros decretos posteriores, se hacía llamar Carlos V y reclamaba para sí el título de rey. Apenas un día después del manifiesto hubo un levantamiento carlista en Talavera de la Reina, al día siguiente fue Bilbao la que se pronunció. Después Navarra, Logroño y otras regiones y ciudades se alzarían en favor del Pretendiente. Comenzaba una guerra civil entre Cristinos y absolutistas carlistas.
Mientras, Cea, de pensamiento absolutista, se había mostrado condescendiente con Miguel, el rey de Portugal, al contrario que con don Pedro, mejor visto por los liberales y por la propia María Cristina. Miguel había estado prestando ayuda a don Carlos, desterrado en aquel país entonces, y María Cristina, tras consultarlo con su consejeros más próximos, tomó la decisión de sustituir a Cea en la presidencia del Consejo.
Determinada la reina al cese, pero sin saberlo aún Cea, alguien debió filtrar las intenciones de María Cristina, y una noche en la que se celebraba en el palacio de Villahermosa un baile de disfraces, concurrieron al mismo tres personajes disfrazados de arlequín. Cada uno de ellos llevaba escrito en la espalda una de las letras que componen el apellido del Presidente. Y mientras evolucionaban los participantes en la fiesta al son de la música, los arlequines, en un paso del baile, se aproximaron formando la palabra CEA, para en el siguiente, cambiar su posición y dejar que todo el público pudiera leer la palabra CAE. El caso fue sonadísimo, tanto por la audacia de los protagonistas como al conocerse las identidades de alguno de los atrevidos arlequines, pues entre ellos se encontraban Ventura de la Vega y José de Espronceda.
Pero hubo un tiempo en que las dimisiones de los políticos españoles no se hacían esperar tanto. El genio que exhibían al ejercer sus cargos, la dignidad de los dimisionarios o el escaso apego al sillón, causas ahora inimaginables, los hacía renunciar con una frecuencia que hoy nos parece asombrosa, quien sabe si convencidos de que en el futuro nuevas oportunidades se les presentarían.
Una dimisión debida al temperamento sanguíneo del protagonista la encontramos en el general Narváez, personaje principal en la historia de España durante buena parte del siglo XIX.
El 30 de diciembre de 1850 se celebra sesión en el recientemente inaugurado Palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo. Habla don Juan Donoso Cortés, amigo personalísimo, pero disidente con la forma de llevar los asuntos públicos, de Narváez, jefe del Consejo del Ministros. Aunque ya era víctima el duque de Valencia de anteriores críticas, el discurso del amigo hirió profundamente al presidente. Salió en su defensa Martínez de la Rosa, reconocido orador, que se creyó vencedor en aquel duelo de la palabra; mas cuando al cabo quiso confortar a don Ramón de la puñalada recibida, diciéndole: “La victoria ha sido nuestra”, el ánimo del presidente estaba tan afectado, aunque su genio tan vivo como siempre, que no tuvo por respuesta más que un “Pues disfrútela usted, porque esta misma noche presento mi dimisión a la Reina”. No era ésta la primera dimisión de don Ramón, ni sería la última, como tampoco de las que se le presentaron y no aceptó.
No mucho después, tras la Vicalvarada, pronunciamiento que puso fin a la década moderada, que sacó al veterano Espartero de su retiro logroñés para inaugurar, como presidente del Consejo, un bienio progresista con el liberal Leopoldo O’Donnell, se produjo otra sonada dimisión. No encajaban bien el duque de la Victoria y el conde de Lucena. En el mes de julio de 1854 habían aparecido juntos en el balcón del alojamiento del duque, dándose ambos generales un fraternal abrazo, cuando tan poco tenían en común, salvo su condición de espadones. Conforme pasaba el tiempo las diferencias se hacían más patentes. Tampoco la reina se hallaba cómoda. Ni gustaba a la soberana la desamortización de Madoz, que a regañadientes había firmado, ni los enfrentamientos entre moderados y progresistas.
El general Espartero. Anónimo siglo XIX. Museo Palacio de Cervelló (Valencia) |
Quedó dicho al principio que también ha habido dimisiones que presentadas no se llegaron a producir. La protagonizada por el general Narváez, de cuyo carácter ya sabemos, es de las más conocidas.