TAPIA DE CASARIEGO

   Cuando el viajero llega a Tapia de Casariego encuentra un pueblo marinero, limpio, asomado al mar Cantábrico y lleno de turistas. El puerto a rebosar de gente durante la subasta de la pesca recién llegada anima aún más las calles. El comercio se realiza a las puertas de la casa que fue del marqués de Casariego, un benefactor del municipio en tiempos en los que algunas de las grandes fortunas favorecían los lugares que les habían visto nacer.

   Porque, aunque no tiene Tapia de Casariego una historia que trascienda sus contornos, y resulta difícil encontrar sucesos que en un manual de historia general ocupen alguna página, sí tiene paisanos que por sus méritos difundieron el nombre de la villa por los cuatro vientos.

   Y el marqués de Casariego fue uno, si no el que más, hijo por su villa natal. No fue el marqués un indiano de los muchos que a finales del siglo XIX y principios del XX regresaron a España, desde la América a la que habían acudido pocos años antes en busca de fortuna. A diferencia de estos, vueltos a España marcados con el marchamo de triunfadores, don Fernando Fernández Casariego y Rodríguez Trelles, marqués de Casariego y vizconde de Tapia emprendió sus negocios en suelo patrio, y rico por el éxito de sus empresas, quiso devolver parte de sus réditos a la misma sociedad que se los había entregado.

   Nació don Fernando en Tapia, el año 1792, en humilde familia de hijosdalgo venidos a menos. Ayudó en su primera juventud en tareas agrícolas, y cuando las tropas francesas de Napoleón pisaron tierra hispana, se incorporó a las guerrillas que hacían frente al ejército invasor. Desde tiempos de otro ilustre asturiano, el ministro Campomanes, se había producido un incipiente desarrollo de la industria textil, y el joven Fernández Casariego, en cuanto pudo, terminada la guerra, emprendió el negocio de la venta de telas. Casa por casa, primero por su Asturias natal y Galicia, luego en Madrid, fue prosperando merced a su habilidad, don de gentes y perspicacia para los negocios. A la muerte de Fernando VII su floreciente negocio ya contaba con varios empleados. Supo fomentar las relaciones con personajes relevantes de la política y la economía y, durante la Primera Guerra Carlista, un contrato de suministro del ejército Cristino supuso el espaldarazo definitivo a sus empresas.

   Su influencia y elevada posición social lo llevaron a ostentar cargos de importancia en empresas de seguros, banca e industriales de las que fue socio, siendo, además, senador vitalicio.

   Sobrado de dinero, pues era uno de los tres mayores contribuyentes del Madrid de su tiempo, no olvidó su tierra natal. Tapia era una pequeña población perteneciente al concejo de Castropol y por su influencia, junto con otras parroquias segregadas de Castropol y El Franco se constituyó como Concejo independiente. De su peculio particular dotó y embelleció a un tiempo la población con el edificio del Ayuntamiento, el instituto y las escuelas en torno a lo que el viajero conoce como Plaza de la Constitución, y los tapiegos de tiempos pasados Campo Grande. No solo eso, el puerto, tan importante para cualquier villa marinera del Norte, se vio impulsado con los diques que bajo su patrocinio resguardaría desde entonces las arenas del municipio de los furiosos embates del Cantábrico. Muerto el marqués, el pueblo, que no olvidó sus obras en el concejo y las ayudas constantes al hospicio y hospital provincial, se lo agradeció. En 1916, el concejo cambió su nombre por el Tapia de Casariego y el ayuntamiento en 1930 erigiría monumento en imperecedero bronce del marqués, obra del arquitecto y escultor asturiano Arturo Sordo.

   De poco parece haber servido el intento del Principado de Asturias por suprimir por Decreto, el apellido del marqués en la toponimia del Concejo, contra la voluntad del pleno municipal de mantener la doble denominación de Tapia y Tapia de Casariego, supone el viajero que en recuerdo del marqués o en el deseo de los tapiegos de llamar a su pueblo como ellos mismos decidan y no otros, y por la fuerza.

   También tiene en Tapia su monumento otro de sus insignes personajes, aunque en sentido estricto podría decirse que fue hijo de Castropol: don Fernando Villaamil Fernández-Cueto, que nació en 1845 en la parroquia de Serantes, en esa época parte del Concejo de Castropol. Aunque sin antecedentes familiares vinculados con el mar, desde muy niño se siente inclinado por una vocación marinera, pues con apenas doce años decide iniciarse en los estudios de matemáticas necesarios para ser piloto, y a los dieciséis ya ha aprobado las oposiciones para su ingreso en la Marina. Pero Villaamil, que surca todos los mares conocidos, que fue persona inquieta en lo intelectual e inventor del buque que las armadas de todo el mundo conocerán como “destructor” es recordado sobre todo por su condición de héroe en Santiago de Cuba. En 1898, a bordo del destructor “Furor”, fue alcanzado por la artillería de la flota norteamericana, pereciendo junto con el resto de la tripulación.

Monumento a Fernando Villaamil en Castropol

   Terminar este paseo por Tapia recordando a los ilustres tapiegos que que ha dado el concejo y olvidar a otros, anónimos, pero tan recordados como aquellos por los vecinos de Tapia, sería injusto. Lo demuestra el monumento, adornado por las flores permanentemente iluminado por los cirios, que el mismo pueblo que erigió la estatua del marqués levantó en honor y recuerdo de los seis marineros muertos en el naufragio del “Ramona López” el 9 de noviembre de 1960. 

   Si dicen que la muerte iguala los hombres, piensa el viajero que nombrarlos aquí, aunque sus nombres consten en la inscripción que hay junto al monumento que les recuerda, es justo y ayuda a ello. Fueron estos marineros: Baldomero Fernández Blanco, Enrique Pérez Marqués, José Antonio Pérez Fernández, Julio Vijande Rivas, Ramón Noceda Lanza y Santiago Rodríguez Amado.

   Se despide el viajero de este pequeño pueblo, cuyos principales hitos están representados en su escudo, en cuyos cuartos pueden verse la Cruz de los Ángeles y el escudo de Castropol, como muestra de sus orígenes territoriales, y los escudos de armas de los Villaamil y Casariego, las dos familias que han dado fama y gloria a la villa.

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LANCES

  De los desafíos, los retos y los duelos no es la primera vez que se dice algo desde estas páginas. Algunos de los más memorables fueron contados como parte circunstancial de historias aquí recordadas, como aquel en el que el general Narváez atravesó con su sable el pecho del general Urbiztondo, ministro de la guerra de su propio gabinete, en la antecámara de la reina Isabel, o el que por dos veces enfrentó a pistola a dos de los diputados más notorios del siglo XIX, don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas.

   Que ambos casos sucedieran durante el convulso siglo XIX no resulta extraño, pues aunque desde muy antiguo hubo lances para satisfacer ofensas, fue en el siglo XIX cuando los duelos se democratizaron. Desafíos entre escritores, periodistas, políticos o militares se sucedían ante el ultraje más peregrino.

  También desde tiempos lejanísimos estuvo prohibido o se trató de limitar tales prácticas. Los Reyes Católicos proscribieron este tipo de justicia personal. Lo mismo hizo Felipe V con la promulgación de una Pragmática contra el duelo. Los sucesivos Borbones siguieron en la misma línea: tratar de castigar lo que no había forma de contener.

   Y como siempre fue así, de uno u otro modo se trató de regular la arraigada costumbre de resolver injurias y disputas personales por medio del duelo. Ya el Fuero Viejo de Castilla regulaba estas disputas. Era una forma de reconocer la existencia de una práctica difícil, si no imposible, de frenar.

   Los siglos transcurrían. Los reyes seguían penando los duelos y sus consecuencias; la Iglesia, en el Concilio de Trento, que los consideraba “artificios del demonio”, también, excomulgando a los partícipes.

   El Barroco fue época de espadachines. En Francia, mientras Richelieu prohibía los duelos, los desafíos proseguían y los duelistas, deseosos de resolver sus ofensas en el campo del honor, concebían la infracción de la ley como un estímulo. Decía Hercule-Savinien Cyrano, de Bergerac, que “el honor mancillado sólo se lava con sangre”, él, que en la época de los espadachines participó en varios duelos, aunque eso sí, según reconoce, solo como padrino o second, dispuesto únicamente a batirse con sus iguales en el lado opuesto.

   Pero fue el siglo XIX, el siglo del Romanticismo, el que vio elevarse hasta la sinrazón el número de duelos entre caballeros. Desde la Revolución Francesa, los burgueses y las clases medias no quisieron ser menos que los nobles, y los duelos se hicieron populares, se democratizaron. Cualquiera podía exigir una satisfacción a cuenta de la más insignificante ofensa. Bien con espadas, sables o pistolas, los duelos se sucedían por la menor afrenta. Cuenta Saint-Foix que en cierta ocasión se hallaban dos individuos sentados uno junto al otro en un teatro. De repente, uno de ellos se dirigió al otro rogándole abandonara su plaza y ocupara un lugar varios asientos más alejado de él. No pudo por menos que molestar al intimado la petición que, irritado, pidió al impertinente la causa de su requerimiento. Se negó este, aduciendo razones de urbanidad para no herir sus sentimientos, mas como insistiera el otro, viose obligado a exponer los motivos de lo que parecía insolente orden.     ─Caballero, es que usted apesta. Apestan sus pies, apesta su sobaco y apesta su aliento.                                ─Me ofendéis, y mañana se presentarán a usted mis padrinos para la elección de las armas.                                     ─Pero caballero, pensadlo bien. ¿Veis en vuestro mal olor razones para un duelo? ¿qué conseguiríais? Si me matáis seguiríais oliendo igual de mal, si os mato, oleríais peor aún. 


 


   Fuera como fuese, el caso es que, a la continua sucesión de lances, en toda Europa y también en España se redactaron códigos que, aunque no siendo legales lo parecían, regulaban todo lo relacionado con los duelos.

   En España fue don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del Monte, el autor de ese Código, que recibió el título de “Lances entre Caballeros”. Había nacido don Julio en 1860 en el seno de una aristocrática familia y tras una frustrada carrera militar que debió abandonar apenas comenzada a causa de una enfermedad, estudió la carrera de Derecho, que le permitiría desarrollar una brillante carrera pública. Recuperada su salud, se ejercitó en varios deportes, hasta lograr ser un notable jinete y esgrimista. Y no solamente: su actividad deportiva le llevó a practicar también la gimnasia y el ciclismo, y a ser miembro del primer Comité Olímpico Español. Hombre cabal y honesto, en 1895, siendo jefe de Administración en el Ministerio de Hacienda, denunció la corrupción que afectaba a determinados concejales del ayuntamiento de Madrid. Atañían las acusaciones a unos negocios sobre diversas obras en la capital y sobre algunos solares en la céntrica calle de Sevilla, de la que Cabriñana era copropietario y por los que los regidores denunciados habían ofrecido pingües ganancias, al proponerle la compra por el ayuntamiento a precios sobrevalorados. Irritó mucho a los denunciados la acusación, que alcanzaba incluso al ministro de Fomento Sr. Bosch. Todos trataron de defenderse negándolo, y en esas maniobras estaban cuando una noche, saliendo el marqués de la casa de su tío don Guillermo Moreno, en el número dos de la calle de Felipe IV, sufrió el atentado de dos individuos que le vigilaban. Le esperaban apostados tras una caseta de telégrafos, y al verle aparecer a la altura del Museo del Prado le dispararon. Una de las balas atravesó la capa del marqués. Este, que portaba un arma para su defensa, pues rumores sobre un posible ataque se venían oyendo los últimos días, disparó a su vez sobre los agresores, que huyeron cada uno por un lado. Cabriñana corrió en persecución de uno de los criminales, que huía en dirección al Jardín Botánico. Acompañaba al marqués en la persecución un sirviente de su tío y un sereno que al oír los disparos su unió a ellos, pero el agresor, como alma que lleva el diablo, se escabulló entre la espesura de los jardines próximos. Como no se descubrió a los autores, a nadie se pudo acusar, aunque en la mente de muchos estaba de quién era el impulso. La indignación por el atentado, en persona denunciante de hechos corruptos, fue enorme, y poco después dimitió el ministro Bosch, y una manifestación de más de cincuenta mil personas discurrió por las calles de Madrid, en desagravio del marqués. Poco más resultó de aquel asunto en el que todo quedó en agua de borrajas. El ministro dimitido seguiría su carrera política y muchos de los concejales, acusados lo mismo, serían elegidos diputados en las siguientes legislaturas.

   También don Julio Urbina logró su escaño en las Cortes. Fue en 1898. Dos años después fue nombrado Director General de Correos y Telégrafos, y ese mismo año, recién comenzado el siglo XX, fue cuando se publicó el Código ya dicho, “Lances entre Caballeros”. Para mayor empaque de su obra el marqués apuntaba que el libro estaba corregido y anotado por varios ilustres nombres, de los que citados a guisa de ejemplo podemos señalar a don José Echegaray, al duque de Tamames y a los marqueses de Heredia, Vallecerrato  y Alta Villa; varios militares con grado de Jefes y los profesores de esgrima Sanz y Carbonell, maestros del rey Alfonso XIII.

   Considerado un experto en la materia y su libro una “biblia” para duelistas, recogía este entre reseñas históricas, compilaciones de la legislación penal o anécdotas sobre duelos del pasado, todo un código a seguir por los caballeros ofensores u ofendidos.

   Del caso que se hacía de la obra de Cabriñana da cuenta el duelo que no llegó a ser entre los diputados don Indalecio Prieto y don Juan Vitórica, vizconde de los Moriles. Es cosa sabida que el verbo furioso de Prieto le granjeo más de una enemistad, y precisamente acres palabras del diputado ovetense, que hirieron el sentir del vizconde, motivaron que este enviase sus padrinos a Prieto. Enterado don Miguel Villanueva, presidente de las Cortes, del lance, llamó al diputado socialista para que, en evitación del duelo, ofreciera en la tribuna satisfacción a las demandas del vizconde. En respuesta ofreció Prieto firmar un documento en el que declaraba “no ser caballero, carecer de esa clase de honor (…/…), bastando con que usted muestre mi declaración a los ofendidos para que todo concluya, pues el Código de Cabriñana establece que no se puede ni se debe reclamar a quienes no sean auténticos caballeros y, en mi caso, ninguna prueba mejor que mi propia confesión”. Rechazó el Presidente la extravagante idea, que en tan mal lugar podría dejar a Prieto, y lo despidió, resolviendo el asunto como pudo el Presidente con el vizconde de los Moriles.

   Diversos cargos más ocupó don Julio, hasta que en 1930, a sus setenta años ya cumplidos, dimitió de todos sus cargos. Durante la Segunda República permaneció alejado de la escena política, pero su prestigio fue grande y el recuerdo persistente. Cuando estalló la Guerra Civil, vivía el marqués en la calle Goya de Madrid. Hasta allí llegó una partida anarquista, Dios sabe con qué intenciones, pero al saber que era Cabriñana quien vivía en el inmueble, al que consideraban amigo del pueblo, se dispuso un retén de milicianos para protegerlo a él y a su familia. Y allí, en su casa madrileña falleció don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del Monte. Era el 11 de septiembre de 1937, y tenía 77 años de edad.

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EL NIÑO JESÚS DE PRAGA

   Cuando en 1555 doña María Manríquez de Lara, dama al servicio de la emperatriz María, hija de Carlos V, contrajo matrimonio con Vratislao de Pernsteins, noble checo en la corte del emperador Maximiliano, quiso aquella tener consigo la preciosa imagen de un Niño Jesús que se guardaba en la casa cordobesa de su familia. La imagen, según la tradición, había sido modelada en cera por un fraile, reproduciendo la visión que del propio Niño se le presentaba, y en la que anunciaba al fraile su destino en la casa los Manrique de Lara y su posterior traslado a tierras de Bohemia.

   Así se cumplía, pues doña María, al tiempo de su boda, recibió de su madre, como regalo, la imagen del niño Jesús, a la que prestó gran devoción durante toda su vida, para recibirla después la hija de doña María, Polixena, también como regalo de bodas, quien custodió la imagen familiar con el mismo celo empleado por su madre.

   Mas en la Bohemia de 1618, nobles protestantes se alzaron contra el rey Fernando. Dos funcionarios reales fueron arrojados por una de las ventanas del castillo de Praga. Era una pugna entre Reforma y Contrareforma, que daba origen a una guerra que iba a durar treinta años, aunque su devenir no solo se iba sustentar en sus iniciales antagonismos religiosos.

   En 1620 vencieron las tropas imperiales a los reformistas recuperando Praga, y el emperador Fernando II el trono de Bohemia. Para conmemorar aquella victoria en la batalla de la Montaña Blanca, el emperador cedió a la orden del Carmelo el convento e iglesia de la Trinidad, que los frailes descalzos rebautizaron con el nombre de Beatísima Virgen María de la Victoria.

   Fue a ese convento al que Polixena, casada, en sus segundas nupcias, con el canciller de Bohemia, el príncipe Von Lobkowitz, decidió entregar la imagen tan querida recibida de su madre.

Donación de la imagen del Niño Jesús de Praga. Ricardo Verde. Capilla de la Comunión
La princesa Polixena donando la imagen del Niño Jesús de Praga.
Ricardo Verde. Capilla de la Comunión de la Parroquia
de Nuestra Señora del Carmen de Valencia.
                

   Pero el conflicto en Bohemia no tenía fin. Praga fue asaltada, el convento abandonado y la imagen del Niño Jesús olvidada en un trastero del templo de Nuestra Señora de la Victoria, contiguo al convento.

   Se sucedieron años de abandono, pero cuando en 1635 la firma del Tratado de Praga puso fin al Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, la calma volvió a la capital bohemia. Los carmelitas volvieron a su convento, y uno de ellos, el padre Cirilo, encontró la imagen del Niño. Estaba rota y le faltaban las manos. Como al fraile que más de cien años atrás se le apareció el Niño Jesús, ahora se le manifestaba al padre Cirilo. Pedía al fraile carmelita que arreglara sus manos, pero el convento apenas disponía de lo necesario para su subsistencia, y su prior, acaso más dado a otras necesidades, negaba el peculio preciso para la reparación. No desfallecía, sin embargo, el padre Cirilo, y cuando este recibió una limosna por las atenciones dadas a un enfermo que sanó con sus cuidados, corrió con el dinero al prior para solicitar que parte de él fuera destinado al arreglo de la imagen, pero nada consiguió. Juzgó el prior más conveniente destinar la mayor parte de lo recibido a otros usos y con la otra parte adquirir una nueva imagen antes que reponer las manecitas de la imagen mutilada. Mas fuera por milagro o fruto del azar, un candelabro de los que estaban fuertemente sujetos se desprendió de su soporte, cayó sobre la nueva imagen e hízola pedazos.

   Pero ni esas advertencias ni las constantes súplicas del padre Cirilo lograban que se restaurase la imagen del Niño Jesús. Tampoco el nuevo prior del convento cedía a las pretensiones del fraile, hasta que cierto día el Niño Jesús habló a Cirilo.

   ─Llévame hasta la entrada de la sacristía. Alguien se apiadará de mí.

   Así lo hizo Cirilo, y así, al poco, un desconocido, reparando en la falta de brazos del niño, se ofreció a restaurar la pieza. Fue hacerlo y cambiar la suerte del benefactor, que ganó un pleito. La fama del Niño Jesús de Praga fue creciendo, su culto en aumento propició súplicas y, en respuesta a ellas, que los milagros se sucedieran por intercesión del Niño-Dios. 

   Ese mismo año, la esposa del Conde de Kolowrat, se hallaba en trance de muerte. Era la moribunda prima de la princesa Polixena, y en su desesperación el conde, que había oído hablar del Niño Jesús guardado por los frailes carmelitas, pidió al padre Cirilo presentara la imagen del Niño ante su esposa. Consintió el religioso y al acercar la imagen a la agonizante, abrió esta los ojos, y extendiendo los brazos trató de besar al Niño, quedando curada de sus males.

   Otros hechos milagrosos ocurrieron, extendiendo el culto al Niño Jesús, que aunque modelado en España, se asentó en Praga de donde, al parecer, según la tradición no quería salir. Otro hecho extraordinario parece confirmarlo: cierta señora de la aristocracia acostumbrada a tener todo cuando a su antojo se presentaba, conociendo las virtudes taumatúrgicas de la imagen pretendió obtenerla para sí a todo trance. Se presentó en el templo dicha señora y sin ser vista por nadie escondió la imagen del Niño y pretendió la huida en su carruaje, mas aunque el tiro estaba formado por seis briosos caballos, una fuerza sobrenatural impedía a las bestias abandonar el lugar. Comprendiendo la dama la voluntad de Niño Dios, devolvió la arrepentida la imagen, quedando liberado el carruaje de la invisible fuerza que lo mantenía sujeto al suelo.

   Siguió pues a cargo de los Carmelitas Descalzos la custodia del Niño Jesús de Praga y de la difusión de su culto por el mundo entero, constituyéndose cofradías y elevándose altares por todo el orbe donde los fieles solicitan sus beneficios.


   La imagen que hoy pueden ver aquí del Niño Jesús de Praga corresponde a la que se adora en la capilla de la Comunión de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Valencia, obra del imaginero José Burgalat, y sirve como felicitación navideña para todos los seguidores de este espacio con mis mejores deseos de paz y bien.

EL PEQUEÑO MISTERIO DE LA TIRANA

   Si durante los siglos del barroco la escena teatral se desarrollaba en los corrales y espacios abiertos, a partir de la mitad del siglo XVIII, dichos espacios fueron transformándose. Los patios de butacas se fueron cubriendo, en los escenarios fueron apareciendo los telones pintados con escenas y se construyeron edificios exclusivamente destinados al arte de Talía y Melpómene. Algunos de aquellos teatros, obras del arte arquitectónico, han llegado a nuestros días. Y en aquellos templos de la interpretación actuaban las grandes figuras de la escena. En los últimos años del siglo XVIII destacó María del Rosario Fernández Ramos, que ganó fama con el sobrenombre de “La Tirana”. Había nacido esta cómica en Sevilla en 1755, pero con apenas dieciocho años se trasladó a Madrid, donde se presentó a José Clavijo(1), director de los teatros de los Reales Sitios. Al cerrarse estos teatros se empleó en Barcelona, hasta que de nuevo en Madrid, se incorporó en la compañía de Juan Ponce como actriz sobresaliente, y más tarde en la de Manuel Martínez.

   Lograda cierta notoriedad, la Tirana comenzó a codearse con la gente importante de su tiempo. Tuvo la protección de la duquesa de Alba, para la que actuaba y de la que era maestra en el arte de la interpretación. Cuando, por el retraso en llegar desde Barcelona los baúles con parte de la ropa que la Tirana precisaba para algunas de sus actuaciones, la duquesa, bien fuese por hacerle la gracia, bien por exhibir en tan magnífica percha sus vestidos, le prestó alguna de sus prendas y joyas, para orgullo de la actriz y regocijo del público.




   Célebre como era, Goya la pintó, y en dos ocasiones. El cuadro que se muestra aquí, con la actriz de cuerpo entero, es algo más que un recuerdo para la posteridad, como podía serlo el retrato que de medio cuerpo también Goya pintó de la cómica en 1794. Este que vemos parece ser más bien una afirmación de su importancia como personaje. Pero aparte los detalles de la pintura, la postura del personaje, su atuendo, su aire augusto, casi digno de una reina ─no era muy distinto el porte de la reina María Luisa en los cuadros de Goya─, el cuadro encierra un pequeño misterio: el de la fecha de su ejecución.

   El cuadro, primero de los que la Real Academia de San Fernando tuvo de Goya, fue donación de la prima de la Tirana, que lo había recibido por herencia de la retratada. Tiene escrita en el ángulo inferior izquierdo la inscripción “La Tirana por Goya 1799”, y aunque durante mucho tiempo y por varios autores se tuvo dicha fecha como la de ejecución del cuadro, a partir de la mitad del siglo XX surgieron opiniones de ser apócrifo dicho apunte y haber sido pintado el lienzo antes de aquella fecha.

   A favor de la primera tesis se apuntan, además de la inscripción, la similitud en la técnica de Goya con las obras de finales del siglo XVIII, como los frescos de San Antonio de la Florida o los retratos de la reina María Luisa guardados en el Palacio Real.

   La segunda se basa en la biografía de la actriz. La actriz cayó enferma de tuberculosis hacia 1787, se retiró de la escena en 1794, fecha en la que la retrató Goya en el cuadro de medio cuerpo antes citado y falleció en 1803. Se aduce por los defensores de esta hipótesis que la Tirana, enferma, pues, desde tiempo atrás, debía estar muy desmejorada en 1799, cosa que no se aprecia en el cuadro. Esto hace pensar a algunos críticos que el cuadro pudo pintarse entre 1790 y 1792, cuando la salud de la actriz aún no era tan mala, aunque no a todos; teniendo en cuenta que con motivo de su retirada de la escena en 1794 fue pintado el cuadro de medio cuerpo de la actriz, resulta razonable para muchos críticos que el de cuerpo entero, un homenaje al personaje, que vemos en la Academia de San Fernando, fuera pintado con posterioridad a aquel, puede que en 1799, fecha de la inscripción en el cuadro, y que la mano de Goya, como hizo con la poco agraciada reina María Luisa, fuera la causante de un generoso retoque en su muy probable enfermizo aspecto.

   (1) El lanzaroteño José Clavijo y Fajardo fue un personaje propio de la Ilustración. Periodista, naturalista, letrado, teólogo, trató de alcanzara el conocimiento en muchos campos del saber. Tradujo al conde de Buffon, fue bibliotecario del Real Gabinete de Historia Natural y director de los Teatros de los Sitios Reales, pero su fama principal la alcanzó, sin querer, por el conflicto que tuvo con Pedro Agustín de Beaumarchais, escritor y muchas cosas más, en el Madrid de la Ilustración, a causa de la incumplida promesa de matrimonio que Clavijo hizo a una hermana del francés. La historia de aquellos hechos plagada de desafíos, trampas e intrigas fue contada en este mismo blog en "Beaumarchais, un hermano entrometido".

VIAJES EN TERCERA PERSONA. OVIEDO

   Con Oviedo, al viajero, a diferencia de la mayor parte de las ciudades que visita, a las que conoce de golpe y se da un atracón, la conoce por haber ido paseándola poco a poco en varias visitas.

   Y todas las veces ha partido siempre, en su corretear por la muy noble, leal y algunos atributos más, desde el Campo de San Francisco, parque mediano en su tamaño, que parece conformar una enorme plaza, aunque no tenga tal nombre, en cuyo septentrional lado discurre la señorial calle Uría. Es la calle Uría hermosa y aristocrática vía, pero que en su creación tiene el pecado original de haber sido causa de la tala en 1879 de El Carbayón, que fue majestuoso roble, de cuya memoria queda recordatorio en el lugar en el que estuvo y en el nombre que coloquialmente reciben los ovetenses. Por esta calle Uría y por su continuación, la del rey asturiano Fruela, camina el viajero en dirección al cogollo de la ciudad.


   En los alrededores del mercado de El Fontán el bullicio es constante. Calles llenas de puestos variados hacen parecer las calles más estrechas de lo que son, que se ven adornadas con multitud de los artículos exhibidos para su venta: plantas y flores, vestidos, juguetes, todo cabe en este mercadillo que en parte crece al socaire de antiquísimos porches, en parte a la sombra del edificio del mercado. Éste fue erigido a finales del siglo XIX y su construcción liberó la contigua plaza de El Fontán, patio columnado, que fue corral de comedias y cumplió como mercado al aire libre mientras fue necesario. En la plaza, en uno de sus bancos, desde no hace mucho, hay estatua sedente de la bella Lola, título también de la famosa habanera, a cuya protagonista esta figura representa. Cuando Oviedo y Torrevieja quedaron hermanadas por un convenio entre sus ayuntamientos, el de la ciudad alicantina, difusora universal de este género musical por su famoso festival, donó la escultura. No tiene mar al que mirar esta bella Lola, a diferencia de su original instalado en el paseo marítimo torrevejense, pero el viajero que sabe que esta tierra tuvo tantas Lolas esperando el retorno de los indianos y sus haciendas durante tanto tiempo, piensa si sería esa la razón para tan destacado obsequio.

   Un poco más allá, apenas a unos metros, en la plaza de la Constitución, el viajero ve el ayuntamiento. Es de finales del XVII y se aprovechó la antigua muralla y la puerta de Cimadevilla. Por ello un arco que se abre en su fachada, debajo de la torre, que fue añadida en los años cuarenta del siglo XX, da paso a la calle que hoy lleva el de la antigua puerta. El viajero cruza por este arco. Al final de la calle le espera una de las joyas ovetenses: la catedral de San Salvador. Es de estilo gótico y comenzó su construcción a finales del siglo XIV, aunque como tantas veces ha sucedido en otros lugares, se erigió sobre los restos de lo que ya había sido construido antes, en tiempos de Fruela, posiblemente arrasado por infieles, y de los templos levantados por su hijo Alfonso II el Casto, después. Y es tan imponente, aun con una torre, que el viajero queda pensativo, al saber que un templo de esa magnitud fuera construido cuando Oviedo apenas llegaba a los tres mil habitantes a principios del siglo XVII, cuando la catedral ya llevaba varios decenios construida.

   La historia y tesoros de esta catedral darían al viajero motivo para extenderse hasta el agotamiento del lector. Ya dijo Voltaire que el secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo. Ahorrará el viajero contar muchas cosas y hablará tan solo de dos de los elementos más representativos del templo, de la torre por fuera y la cámara santa y sus tesoros en el interior.

   La torre, que iba a tener compañera, empezó a crecer sola. Quizás por ello lo hizo con tanto ímpetu que alcanzó los ochenta metros, convirtiéndose en uno de los símbolos de la ciudad. Atalaya sobresaliente desde el que personajes reales o ficticios han avistado el suceder de Oviedo, comenzó su construcción con planos del arquitecto Juan de Badajoz, que conviene aclarar que es el conocido por el Viejo, para no atribuirle el mérito al hijo que, aunque también tuvo buena fama, sería injusto que éste llevara la gloria de lo que hizo su padre.

   En 1524 era obispo de Oviedo don Diego de Muros. Fue este obispo, personaje controvertido por los conflictos que mantuvo con señores y parte del clero. Con estos por las costumbres licenciosas de algunos religiosos de su diócesis; con aquellos por criticar el trato que dispensaban a los menesterosos. Llegó a darse el caso de mantener pleito con el corregidor don Diego Manriquez de Lara, a cuenta de un suceso ocurrido en lugar santo. Sucedió que un delincuente se acogió a sagrado en la Iglesia de San Vicente. El corregidor, que perseguía al desgraciado, sin consideración al lugar sagrado ni a la piedad humana, arrojó un perro contra el refugiado, arrastrándolo fuera y siendo ajusticiado. Se rebeló el obispo por tan inicuo proceder y denunció al corregidor que, para defenderse, hizo uso de malas artes, desacreditando al prelado por medio de la difamación. Creyó al principio estas falacias el gobernador, que decretó la expulsión de don Diego de Muros del Principado. Como muchos no estuvieron de acuerdo con el castigo, algunos trataron de defender por la fuerza al obispo, pero éste no lo consintió por evitar disturbios y otros males aun peores. Dejó entonces Oviedo don Diego para refugiarse en el castillo de Noreña, pero hasta allí le persiguió el corregidor, y tuvo el obispo de nuevo que huir. Desde León, donde se instaló, proseguía el prelado su defensa y censuraba al corregidor, hasta que finalmente, conocida la verdad, se rehabilitó a don Diego, que procesionó hasta su sede junto a sus antiguos perseguidores, que en penitencia, descalzos sus pies y portando cirios, acompañaron al prelado, salvo el corregidor que, expatriado y excomulgado, terminó sus días en Perpignan. Y fue este obispo el que en 1524 diera seiscientos ducados para acabar los trabajos en la torre, lo que debió ser insuficiente teniendo en cuanta que las obras se alargarían todavía durante sesenta años, hasta su remate con la aguja de Rodrigo Gil de Hontañón.

   Y si del exterior maravilla al viajero la fachada con su torre, en el interior, la Cámara Santa, continente pétreo del siglo IX de los tiempos de Alfonso II el Casto, le hace sentir la emoción de encontrarse en otro tiempo. Los medallones de algunos de los primeros reyes asturianos decoran la antecámara, y en la cámara la Cruz de los Ángeles y la de la Victoria, enseñas de la ciudad y del Principado.

   De la primera, un halo taumatúrgico rodea su origen. Cuenta la tradición que saliendo el rey Casto de oír misa, avisado de ser orfebres dos peregrinos que se hallaban en el lugar, les preguntó si fabricarían para él una cruz con el oro y piedras preciosas que pondría a su disposición. Aceptaron los extranjeros, con la sola condición de tener lugar tranquilo donde poder aislarse del bullicio. Y así se hizo. Pero ante la insistente desconfianza de parte de la corte, que alertaba a don Alfonso del peligro de poner en manos de desconocidos tan gran cantidad de joyas sin saber nada de ellos, permitió el rey fuesen unos criados a comprobar el estado del encargo. Cuando llegaron estos enviados, vieron los postigos cerrados. Sólo un perturbador resplandor parecía haber en el interior, sin que nadie respondiera a sus requerimientos.

      Avisado el rey de lo sucedido, se dirigió él mismo con mucha gente al lugar cedido a los peregrinos. Y abriendo las puertas del aposento, lo hallaron únicamente lleno del resplandor que provenía de una cruz, que todo lo inundaba, sin haber rastro de los extranjeros. Llevada la Cruz por el mismo rey, se la llamó de los Ángeles, pues no otra cosa podían ser los misteriosos orfebres.


     De la segunda, la de la Victoria, sólo puede decir el viajero que es auténtico emblema del Principado, que fue donada a la catedral en 908 por Alfonso III el Magno y que se trata de una preciosa joya de orfebrería, de madera de roble forrada de oro, con esmaltes y gemas preciosas con un gran valor histórico, artístico, sentimental y material.

   Quizás por alguna de estas razones su existencia, y también la de las otras joyas de la Cámara Santa, no haya sido apacible, en especial en los últimos tiempos.

   Repasa el viajero, pues, hechos recientes, si tenemos en cuenta la larga vida de la ciudad fundada hace casi mil trescientos años, y retrocede al Oviedo de 1934. Si alguna vez todo lo visto por el viajero estuvo en peligro, ese momento fue mayor cuando en octubre de ese año la huelga general convocada en todo el país adquiere tintes revolucionarios en muchos lugares. Especialmente graves fueron los sucesos ocurridos en Asturias. El día 6 los sublevados, armados y con gran cantidad de explosivos procedente de la cercana cuenca minera controlan Oviedo. La Delegación de Hacienda, la Universidad, el Palacio Arzobispal, el Convento de Santo Domingo, el Banco Asturiano, el Hotel Covadonga, muchos edificios, palacios y viviendas arden en llamas o arderán los siguientes días, algunos destruidos a causa de las explosiones provocadas, y muchas personas morirán víctimas de la violencia revolucionaria. Sólo el Gobierno Civil y la Catedral, donde se han refugiado las escasas fuerzas públicas de la ciudad, resisten los embates revolucionarios. En la catedral, el día 9 guardias de asalto, leales a la república, resisten desde la torre de la catedral, que es cañoneada y se convierte en objetivo principal de los insurrectos, hasta que en la noche del día 11, con las tropas del general López Ochoa entrando en la ciudad, se culminó la barbarie. Varios dinamiteros lograron acceder desde el claustro hasta la cripta de Santa Leocadia, piso inferior a la Cámara Santa. En la catedral los destrozos causados por la deflagración fueron enormes, las hermosas vidrieras flamencas quedaron hechas añicos, y en la Cámara Santa, la devastación fue absoluta, pese al gran grosor de los muros.  Aunque muchas de las piezas custodiadas quedaron arruinadas, como el Arca Santa, milagrosamente algunas de las más importantes, aunque con desperfectos, fueron recuperadas: el Santo Sudario se pudo salvar y las Cruces enterradas entre los escombros, también. No sería hasta después de la guerra civil, cuando todo, continente y contenido, fue restaurado: la Cámara Santa y la Cripta, con los restos del derrumbe, tras ardua clasificación por el arquitecto don Luis Menéndez Pidal y el escultor don Víctor Hevia.

   Aún una última tribulación para el tesoro catedralicio. En 1977, un ratero, parece que con la intención de robar los cepillos de la catedral, se ocultó cuando cerraban las puertas del templo. Puede que en su deambular por la catedral descubriera la Cámara Santa, y puede que ignorante, a sus 19 años, del embrollo del que no le sería fácil salir, y cegado por el brillo de las joyas asturianas, despojó las Cruces de su oro, esmaltes y piedras preciosas, dejando sus almas de madera desnudas y rotas. Detenido el ladrón, y recuperado parte del ornamento robado, costó años lograr la restauración, que pudo con gran esfuerzo por fin culminarse en 1986.

   El viajero sube por unas calles, baja por otras, ve palacios, conventos, y al fin da con la Plaza del Paraguas. Sabe que es escenario de conciertos, suponiéndola abarrotada de público, pero las veces que la ha visitado, la ha visto vacía o casi, durante la mayor parte del tiempo, aunque no siempre fue así. Allí acudían las lecheras con sus cántaros a vender la leche y para protegerlas de las lluvias tan habituales por estos pagos y del sol en verano, se atreve a pensar el viajero, en 1929 se construyó el paraguas de hormigón que aún perdura. No es esta estructura lo único que llama la atención del viajero. En un rincón de la plaza hay una pequeña placa de azulejos ya descoloridos. Avisan que en esa casa vivió el insigne novelista don Armando Palacio Valdés, entre 1864 y 1870. Y ha sabido el viajero que esa casa era de sus abuelos, y habitó allí el joven Armando durante los años que cursó el bachillerato.


   Queda, y el viajero no quiere dejar de ver antes de abandonar la ciudad, por visitar, a las afueras, las iglesias del arte prerrománico del monte del Naranco, la fuente de Foncalada. Si no por su fama ni por su grandiosidad, el viajero la admira por su antigüedad. Se construyó en el siglo IX, cuando era rey Alfonso III el Magno. El paso de los siglos la ha enterrado casi dos metros bajo el nivel actual del asfalto de la calle, y está tan bien conservada que hasta una porción de la calzada sobre la que se levantó aún es visible.
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