Allá por el año 855 ocurrió un hecho, que hasta el siglo XVII fue considerado histórico por la Iglesia. Fue elegido Papa, con el nombre de Juan VIII, una mujer. Nadie supo que lo era hasta que un parto, en el momento menos oportuno, descubrió el embarazo que había logrado ocultar durante nueve meses.
La protagonista de esta historia había nacido en el año 822 en un pueblo alemán próximo a Maguncia. Una versión de la leyenda dice que el padre, monje, crió a su hija en un ambiente de estudio y fervor religioso, por lo que la pequeña Juana se convirtió en un modelo de virtud y sapiencia. Acompañando a su padre en el peregrinaje entre monasterios, Juana se instruía en todas las disciplinas, algo infrecuente entre las mujeres; otra, apunta a que acompañó a un amante, estudioso y viajero, al que imitó en el aprendizaje. No habría conseguido mantener dicho tipo de vida nómada y de formación de no haber adoptado, desde un principio, una indumentaria y modos masculinos. Viajo a Constantinopla y Atenas. Estuvo en Tierra Santa y, por fin, regresó a Europa. A mediados del siglo IX llegó a Roma. La Ciudad Eterna era un hervidero de disputas entre las familias más poderosas. Juana, culta y aparentemente virtuosa, no tardó en introducirse en los círculos pontificios. Ocupó varios cargos hasta obtener el cardenalato y, tras la muerte del Papa León IV fue elegida para ocupar la silla de Pedro. Poco más de dos años duró su reinado. Su virtud y santidad no debían estar reñidas con la lujuria. Juana quedó encinta. Sus mantos, casullas, túnicas y sobrepellices, que tan bien habían ocultado su género, disimularon igualmente su preñez; pero durante una procesión que presidía montada a caballo y discurría entre San Pedro y San Juan de Letrán ocurrió el parto. La gente primero atónita, luego enfurecida por el engaño, dio cuenta de ella lapidándola.
La historia comenzó a difundirse en el siglo XII. Juan de Mailly, un monje dominico, y Martín el Polaco son dos de los principales divulgadores de la misma. Cada uno de ellos la sitúa en un tiempo histórico diferente; pero en esencia el relato, con mínimas diferencias, es el mismo. La propaganda que se hizo del caso fue considerable, y dio lugar a que la Iglesia la diera por cierta. A dicho convencimiento de certeza se ha debido la existencia de obras de arte, losas con inscripciones y esculturas que conmemoraban el hecho: en la catedral de Siena, en los bajorrelieves situados en el techo que representan a los Pontífices habidos hasta hoy, hubo un busto de la papisa situado entre León IV y Benedicto III.
La leyenda también ha dado lugar a otros bulos. Se dice que a partir de dicho engaño la Iglesia comenzó a utilizar los sillones perforados. Son éstos unos asientos fabricados de pórfido o mármol con un orificio central, abiertos por la parte delantera que, las lenguas maledicientes se ocuparon de afirmar que eran usados para comprobar la masculinidad de los Papas. Quedan dos de ellos: uno está en Roma, el otro, llevado a Francia por Napoleón, está en el museo del Louvre. La mayoría de los estudiosos convienen en que dichos asientos no son otra cosa que sillones de alivio.
Todo este cúmulo de fantasías, fueron en un principio usadas para desprestigiar al Papado Romano en una época de desorden. Se dice que el ficticio relato de la papisa Juana fue inventado por la Iglesia de Oriente, que no hacía mucho se había separado de Roma con el Cisma de Miguel Cerulario en 1054, y que la invención probablemente fue traída a occidente en el trasiego de Las Cruzadas. La Iglesia —y también la Historia— consideran hoy el caso como una leyenda. Una más de las muchas historias que, siendo inciertas, han pasado durante siglos como auténticas, y que, aún hoy, hay quien las quiere suponer así.