MORELLA

    No es muy grande, ni en tamaño ni en población, pero es enorme su historia. Sus calles rodean la parte baja de la muela en cuya cúspide está el castillo, pero el viajero antes de subir a la fortaleza corretea por sus calles: la de Blasco de Alagón, toda porticada, llena de tiendas y restaurantes, es de mucho provecho para el viajero. Allí comerá más tarde. Callejeando, el viajero busca una casa a la que llaman Rovira. Está en la calle de la Virgen y en la fachada tiene unos azulejos con la representación de un milagro, de los muchos que San Vicente hizo, que dicen sucedió allí. San Vicente tenía ya gran fama. Una familia se encargó de alojar al Santo. El cabeza de familia pidió a su mujer ofreciera lo mejor de la casa para agasajar al célebre taumaturgo; ésta quiso preparar al Santo el más exquisito plato y, perdido el sentido común, no le vino otra cosa a la cabeza que matar a su hijo, degollándolo, y guisarlo para ofrecérselo al invitado. Aun, para asegurarse de que el guiso estaba en su punto tomó un dedo del infante cocinado y lo probó. San Vicente con la clarividencia de quien está tocado por la gracia de Dios, sin que nadie le advirtiera, supo lo sucedido y tomando los trozos del niño lo devolvió a la vida, eso sí, sin el dedo que la demente madre se había comido.
                                            


    Y fue por este tiempo cuando hubo en Morella un importantísimo encuentro. En él se trató de dar solución al cisma de occidente, que mantenía a la Iglesia Católica dividida entre las obediencias romana y aviñonesa, y aún de una tercera: la pisana, porque poco antes, tratando de solucionar el problema de la bicefalia en el gobierno de la Iglesia, se organizó un concilio en Pisa para elegir un papa que sustituyera a los dos existentes con sedes en Roma y Avignon. El resultado no pudo ser más desafortunado: la existencia simultánea de tres papas. En Morella se reunieron Fernando de Antequera, el rey aragonés entronizado por el Compromiso de Caspe, Benedicto XIII, el papa Luna y San Vicente Ferrer. Las conversaciones no dieron el fruto deseado, pero sí una frase para la posteridad. Benedicto no abdicó, y desde entonces la testarudez mantenida por alguien contra toda adversidad se conoce como “mantenerse en sus trece”, el número romano que don Pedro de Luna llevaba tras su nombre papal, y del que nunca estuvo dispuesto a prescindir.

    El viajero sigue paseando. Hay en Morella muchos monumentos que el viajero va viendo, pero de todos la basílica arciprestal de Santa María es el que mayor arte atesora. Fue declarada monumento nacional en 1931, y con razón piensa el viajero, porque ya por fuera, el viajero admira sus dos portadas: la de los apóstoles y la de las vírgenes, una al lado de la otra, las dos góticas. Sobre ellas hay una leyenda que asegura fueron construidas simultáneamente, que los constructores fueron un padre y su hijo, y que mano a mano, uno al lado del otro, rivalizaron en la construcción de ambas entradas al templo. No está claro, de ser cierto, cual de los dos resultó vencedor en tal desafío, pero el viajero, puesto en el trance de ser juez no habría sabido que partido tomar.(1)


    Dentro del templo, a los pies del mismo, el viajero ve el coro y su escalera de acceso, magnífica ésta, llena su baranda de tallas hechas por el morellano Antonio Sancho y el italiano Jussepe Beli.

    Con los ojos bien abiertos el viajero sigue mirando puertas, murallas, conventos, como el de San Francisco, y el castillo, que lo domina todo y desde el que se protegía a la población.

    El castillo, hecho y rehecho varias veces, fue bastión de Ramón Cabrera, el general que tomó partido por el pretendiente Carlos Isidro, que se hizo fuerte allí en 1838, hasta que otro general, Baldomero Espartero, dos años después, tomó Morella por la fuerza, después de que Cabrera se negara a aceptar el fin de la primera guerra carlista, tras la firma de Convenio de Vergara firmado por el propio Espartero y Maroto.

    No es de extrañar que Cabrera, como casi cuatrocientos años antes había hecho el papa Luna, se mantuviera en su posición: en 1836 potenció la guerra de guerrillas, fueron capturados varios alcaldes isabelinos, y ejecutados. La respuesta, llena de venganza, no tardó en llegar: la madre de Cabrera fue detenida y fusilada en Tortosa. Los ecos de tal barbarie sonaron en toda Europa. La sinrazón campaba en la mente de los combatientes. Varias mujeres inocentes fueron asesinadas por las tropas de Cabrera. Al fin, la superioridad de las fuerzas isabelinas mandadas por Espartero puso en fuga a Cabrera, que pasó a Francia, hasta la segunda guerra carlista, en la que también participó.

    El viajero termina satisfecho su visita. Entró en Morella por la puerta de San Miguel, ahora sale por la de San Mateo, y se dirige a otros lugares.

(1) En 1840, durante el saqueo al que Morella se vio sometida durante el asalto del general Espartero, un incendio destruyó el archivo municipal donde se conservaban los documentos sobre la construcción de ambas puertas.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEGOVIA

    El viajero entra en Segovia, atardeciendo, por la avenida del Padre Claret, desde la que ve, a contraluz, la silueta del acueducto. Aquí, como en ningún otro lugar puede ver como los romanos hicieron obras para durar. Hace casi dos mil años empezaron a colocar piedra sobre piedra, de modo que cada una de ellas sujetara a la siguiente, o a la anterior, porque el viajero no está seguro de cual es la piedra que hace que todo se mantenga así desde que, en tiempos de Domiciano, se alzasen sus arcos hasta los veintiocho metros de altura en la popular plaza del Azoguejo. El viajero cruza los arcos en un sentido y en otro varias veces. Toca los bloques de granito, casi megalíticos, que son la base del monumento. Comprueba, como ha leído, que no hay nada que una unas piedras con otras y comienza a subir por la calle Cervantes, que más adelante se llama Juan Bravo y siguiendo Infanta Isabel. Al principio, en la de Cervantes el viajero ve la casa de los Picos, nombre más noble para la que antes fue llamada Casa del Verdugo o del Judío; más adelante el torreón de Lozoya y cerca la iglesia de San Martín, en un ensanche de la calle, con un atrio porticado, bajo la mirada permanente desde hace más de ochenta años de un Juan Bravo vaciado en bronce, por el escultor Salinas en 1921, que ese nombre y tiempo son los que figuran al pie de la obra. Tiene el comunero, a su mayor gloria, además de estatua, calle y teatro en la plaza Mayor; y muchos comercios también le rinden homenaje rotulando los establecimientos con su nombre.










   En la plaza Mayor está el ayuntamiento, herreriano, con soportales, como todos los edificios de la plaza. Allí, el viajero se refresca en una de las terrazas que la ocupan. Sentado junto a una columna de los porches del ayuntamiento ve el ábside de la catedral. La llaman “la dama de las catedrales” y lo hacen con acierto, porque difícilmente se puede ver mayor coquetería que la que exhibe su gótico florido. No será aquí donde el viajero le prive, por no decirlo, de dicho título, que bien ganado lo tiene. Fue la última gran catedral gótica construida, cuando ya el arte ojival había perdido toda austeridad y se manifestaba como un exuberante ramillete de piedra tallada: pináculos, gárgolas, arbotantes; así terminó el gótico, así le sucedería el arte renacentista que le siguió, que acabó degradándose hasta lograr tener su propio nombre: Barroco.

    El viajero deja para otro momento la mirada del interior. Entra en un restaurante. Sirven cochinillo, cordero, todo tipo de asados, judiones de la Granja. Pide judiones. El plato lleva morcilla, chorizo de Cantimpalos, magro y algo de tocino de cerdo y, judiones; luego toma un asado de cordero. Reposa un rato, y sale a la calle.

    El viajero una vez visto el interior de la catedral se dirige al alcázar. En sus jardines ve el edificio del laboratorio de química. Entre este y otro instalado en Madrid, dotados de todos los medios que en la época había, Joseph Louis Proust, eminente químico francés, traído a España por Carlos IV, impartió clases y enunció la ley de las proporciones definidas.

    El viajero entra en el alcázar, lo recorre todo y se asoma a las terrazas. Mira al norte y ve lejos, en lo alto de una loma, un pueblo. Es Zamarramala. El día de Santa Agueda es día de fiesta en dicho lugar. Se elije alcaldesa y mandan las mujeres por un día. Mas cerca, el viajero ve una pequeña iglesia. Tiene planta dodecagonal y una torre cuadrada. Es la iglesia de la Vera Cruz. El viajero va a ir a verla. Desciende del alcázar, cruza el río Eresma y se planta ante la pequeña iglesia. La leyenda asegura que fue obra de los templarios, pero fue la Orden del Santo Sepulcro, que se integraría después en la de San Juan de Jerusalén, la que dio orden de construirla. Ahora es la Orden de Malta, heredera de aquéllas la que la guarda y celebra diversos actos en el templo. El viajero pasea por su interior. Original y misteriosa, su galería interior, circular, rodea un edículo, construcción formada por planta baja y piso alto al que se accede por dos cortas escaleras. En la planta baja, que tiene cuatro entradas, que se prolongan en forma de túnel hasta el centro, el viajero sorprende, sentada en el suelo, en meditación, a una muchacha. Esta allí, con los ojos cerrados, callada. Le llega un rayo de luz que entra por la puerta abierta. El lugar tiene fama de misterioso y esotérico. Uno de esos puntos telúricos que algunas personas dicen sentir. Y, la presencia de la muchacha parece confirmarlo. El viajero algo incrédulo de estas cosas sale de la capilla y siguiendo el curso del Eresma llega a un parquecillo. Desde allí la vista del alcázar es una de las más usadas en las postales. Pero además de la vista el paraje guarda el santuario de la Patrona de la ciudad: la Virgen de la Fuencisla. Al patrón, San Frutos, ya lo vio en la catedral.

    El viajero vuelve al centro. Pasea por los barrios segovianos: el de los caballeros, el de los canónigos; callejea un rato y sale de Segovia. Va a ver el palacio de La Granja, desmesura del primer Borbón que tuvo España, Felipe V, y su esposa la reina Isabel de Farnesio; pero eso será otra historia.
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HÉROES

    Valor y generosidad son sus principales atributos. Pusieron su vida en peligro o llegaron a perderla, porque juzgaron que así era como cumplían con su deber, o porque creyeron justa la causa que les impulsaba a actuar. Muchos son anónimos, nada se sabe de ellos ni de lo que hicieron; otros, unos pocos solamente, han logrado permanecer en la memoria de los hombres. La Historia les recuerda.

    A finales del siglo diecinueve España defiende como puede sus últimas colonias americanas. Las condiciones de lucha son terribles en la manigua cubana. Las bajas abundan tanto por las acciones de guerra contra los insurgentes independentistas, como por las adversas circunstancias que desgastan a unas mal pertrechadas tropas.

    Eloy Gonzalo era un muchacho humilde criado por la familia de un guardia civil que lo adoptó, pues Eloy había sido abandonado por su madre al nacer. No tuvo suerte el joven Eloy, que perdió a sus padres adoptivos cuando era poco más que un niño. Tenía veintiún años cuando se alistó como soldado. Una borrachera y un expediente por desobediencia dieron con sus huesos en un penal militar, hasta que la indulgencia llegó en forma de pasaporte a Cuba.

    Allí, en los momentos difíciles del combate, aflora el carácter de Eloy. En Cascorro las tropas españolas libran combate contra los insurgentes, que tratan de tomar la población defendida por el capitán don Francisco Neila al mando de unos ciento setenta soldados. Corta fuerza frente a los dos mil atacantes. El enemigo desde un caserón cercano arrecia con disparos sin cesar. La situación es insostenible. Eloy, a sus veintisiete años, se ofrece voluntario. El 22 de septiembre de 1896 se presenta ante el capitán Neila:
    ─Sólo necesito un bidón de petróleo, una antorcha y que aten un cabo a mi cintura. Me arrastraré hasta la posición enemiga y la incendiaré─ dice Eloy.
    ─Es muy peligroso, es casi seguro que serás descubierto, y las consecuencias terribles ─ le avisa el capitán.
    ─Lo sé, mi capitán. Por ello es preciso que me aten con la soga. Si soy abatido, quiero que recuperen mi cadáver tirando de ella. No quiero quedar, ni siquiera muerto, en poder del enemigo.

    Con valor inmenso, Eloy repta camino del caserón, lo incendia y regresa. Es un héroe. Todos se lo reconocen, sin embargo, la fatalidad se ceba en él. Lo que no pudo el enemigo de su patria, lo consigue el enemigo que se ha introducido en su sangre. El 18 de junio de 1897 muere en Cuba, convaleciente de unas fiebres adquiridas en la selva, cuando todavía no había pasado un año de su gesta.

    Así, con el bidón bajo el brazo y con una cuerda, que no hizo falta usar, rodeándole el cuerpo, está representado el héroe en la estatua que, en 1902 el rey Alfonso XIII inauguró en la castiza plaza de Cascorro de Madrid.


Eloy Gonzalo
Al pie del monumento está escrito:
EL
AYUNTAMIENTO
DE MADRID
A
ELOY GONZALO
1901
 
    Dos años después, a 15.419 kilómetros de distancia, otro grupo de españoles defendía la escasa superficie ocupada por la iglesia de un pequeño poblado de chozas en la isla filipina de Luzón: Baler es el nombre de este lugar, alejado y mal comunicado de Manila. Los cincuenta y cuatro militares que se parapetaron con mucha munición, pero con poca comida quedaron reducidos a treinta y tres once meses después. El fuego enemigo y el beriberi(1) fueron las causas principales de tantas bajas en una tropa que comenzó defendiendo suelo español y sin saberlo, y sin quererlo saber durante mucho tiempo, acabó defendiendo un pedazo de tierra que ya no lo era(2).

    Durante la resistencia hubo actos de cobardía y deserción como los de José Alcaide Bayona que, descubierto en sus intenciones de traición, fue sujeto con grillos, hasta que en un descuido logró escapar y llegar hasta las filas enemigas, que le acogieron y a las que puso al corriente de cuantas penalidades pasaban los sitiados y de las carencias que soportaban(3); pero fueron más los actos de valor: Gregorio Catalán Valero, un joven de Cuenca, de veintidós años, labrador antes de ser soldado, tomó una antorcha y, como émulo de Eloy Gonzalo, aunque sin cabo que permitiera recuperar su cuerpo si era abatido, prendió fuego a las casas de paja que rodeaban la iglesia y suponían parapeto de los atacantes y base en la construcción de trincheras muy próximas a la iglesia, ahora castillo. Como el héroe cubano, regresó sano y salvo al protector refugio, y los sitiadores estuvieron, desde entonces, un poco más lejos. Muchas otras proezas se llevaron a cabo, que son mayores cuanto mayores eran las adversidades, y éstas eran muchas. A la falta de comida, había que añadir el confinamiento de tantos hombres en tan corto espacio, la falta de higiene y de ropa y calzado al final. Pero pronto todo iba a terminar; ya en las últimas, a punto de lanzarse a la jungla en huida antes que entregarse, un diario entregado, como tantos antes, que creían los sitiados falsificación y superchería para hacerles salir, demostró el error en el que se encontraban. El Imparcial que tenía el teniente Martín en sus manos, que hablaba de la rendición de España seis meses antes, y de otras muchas noticias, todas falsas a su juicio, por ser igualmente falso el periódico, contenía una nota verdadera que convertía en verdad todo lo demás. Decía la nota que el teniente Francisco Díaz Navarro había sido destinado a Málaga; y esto sólo lo sabía él, porque Francisco Díaz era amigo suyo, habían sido compañeros en el mismo regimiento y le había dicho, como se hablan los amigos, que cuando acabara su destino en Cuba pediría el traslado a Málaga. Su novia estaba allí y también su familia.

Quizá nunca, tan pocas palabras hayan puesto fin a una guerra. Aquella había terminado por fin para los últimos de Filipinas.


(1) La enfermedad del beriberi, consistente en la falta de vitamina B1, produce trastornos de tipo nervioso, hormigueo, calambres en las piernas, parálisis muscular, confusión mental, coma y finalmente la muerte.

(2) El 30 de junio de 1898 se cerró la puerta de la iglesia de Baler. Cuando el 14 de agosto de ese mismo año España capituló ante los Estados Unidos, dicha puerta siguió cerrada, y así seguiría hasta el 2 de junio del año siguiente, fecha en la que se abrió ante las evidentes pruebas de las derrota española.

(3) José Alcaide Bayona sintió un odio cerval por el teniente Saturnino Martín Cerezo, el teniente que debió hacerse cargo del destacamento al morir el Capitán Morenas a los tres meses de comenzar el sitio. Ya entre las filas enemigas, Alcaide difundió la especie de que el teniente Martín Cerezo había asesinado al capitán, pero dicha patraña acabó siendo descubierta. Finalmente José Alcaide fue traído a España junto a otros desertores y, encarcelado, inició una huelga de hambre que, pese a los intentos de alimentarlo a la fuerza, acabó con su vida.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (II)

    El viajero entra en Lisboa por el puente 25 de abril. Antes tuvo otro nombre, pero el pueblo ya disfrutando de la democracia, gracias a una revolución pacífica y floreal, se lo cambió. El puente es inmensamente largo, inmensamente alto. También es inmenso el tráfico que soporta. Tiene cincuenta años, y resulta tan admirable como una catedral de quinientos. Se pregunta el viajero cómo habrá que calificarlo dentro de cuatrocientos cincuenta años.

    A don Sebastiao Carvalho e Mello ha de agradecer el viajero que vea Lisboa como es. El que fuera hecho ministro y marqués por la gracia de su rey, don José I, mandó construir siguiendo los gustos racionalistas de la Ilustración la cuadrícula de calles en la que colocar a los menestrales, que sobrevivieron al gran terremoto que, en un visto y no visto, dejó Lisboa con un gran solar y treinta mil almas menos. El viajero deambula arriba y abajo por la Baixa Pombalina. Edificios abuhardillados, decimonónicos casi todos, jalonan las calles que fueron de los artesanos que les dieron nombre; hoy en la rua do ouro poco de este metal dorado podrá encontrar el viajero; tampoco encontrará mucho que justifique su nombre en la rua da plata; ni siquiera será fácil que en rua zapateiros pueda calzarse un par de mocasines nuevos. Lisboa, como otras grandes ciudades, crece, y modifica los hábitos comerciales de sus vecinos. No dirá el viajero porqué sucede esto, que para ello ya hay sesudos técnicos que lo cuentan; pero sí dirá que el resultado de ello es que a la plaza a la que le pusieron por nombre “del comercio” poco tráfico comercial le queda. Lo que ve, y en exceso, es el tráfico automovilístico, y también al rey don José que, cincelado por la hábil mano de Machado de Castro, parece salido del Arco Triunfal, que deja a sus espaldas, para asomarse al río Tajo que, desde su pedestal ve.
El viajero sabe que Lisboa es ciudad de alturas. Como Roma, está cimentada sobre siete colinas de las que el viajero desconoce el nombre, y aún ignora si lo tienen; así que piensa que será bueno verla desde arriba, y a ello se dedica. Utiliza el elevador de Santa Justa, que le sitúa treinta y dos metros por encima de las cabezas de quienes corretean por la rua do ouro. En lo alto, un suave céfiro despeja la mente del viajero y limpia la atmósfera de la ciudad. El viajero respira bien y ve mejor. Apoyado en los herrumbrosos hierros del mirador, ve lo ya visto, y de lo que no hablará más, que ya ha dicho mucho y no conviene extenderse en lo que no da más de sí. Mira a la izquierda, donde está el Norte y ve otra gran plaza con otro gran rey en su centro: Don Pedro, que de Portugal fue cuarto y de Brasil primero.

La plaza de Rossio desde elevador de Santa Justa.

    Junto a la plaza de Rossio el viajero no ve, pero sabe que está, la Plaza da Figueira. Allí han puesto no hace mucho, sobre caballería a don Joao I. De este monarca decir que fue el que derrotó a los españoles en Aljubarrota, consolidando la independencia lusitana; de su estatua el viajero no dirá nada más que está orientada al sur, mirando al Tajo del que, desde su reinado, el primero de los Avis, comenzarían a zarpar los barcos que traerían a Portugal el oro y las riquezas de la parte del mundo que España les dejó. El viajero ya vio en la Baixa como don José también se asoma al río, y lo mismo hacen don Pedro desde el Rossio y el marqués de Pombal desde su plaza, al final de la avenida de la Libertad. El viajero mira al frente, al oriente. Allí ve el castillo de San Jorge, y algo más a la derecha la Sé. Piedras enrojecidas por la arrebolada luz del sol que en su declinar dan sombra a la Alfama. El viajero, que ha satisfecho sus ganas de ver como si fuera un gerifalte toda la ciudad, no tiene vocación de pájaro, así que pone pies en tierra y va a Alfama.

    La esencia de Lisboa dicen que es el barrio, que con pies de plomo, resistió el gran terremoto que Voltaire hizo ver a Cándido desde el cercano puerto. Alfama, de resonancias árabes tiene cierto encanto, como sus vecinas Graça y Mouraira, donde dicen nació el fado, que hoy se escucha en el Chiado y en el barrio Alto. Barrios viejos, descuidados en muchas de sus partes, pero con fama, de la buena. Alfama es la elevación a la categoría de joya lo que otros lugares reclamaría la acción de la piqueta. Abajo, la casa dos Bicos, palaciega, entre admirada cochambre; subiendo, calles húmedas, empinadas, casi arriscadas. El viajero sube, baja, vuelve a subir. Va de un lado a otro y aparece en el mirador de Santa Lucía. Baja a la Sé, mitad iglesia, mitad fortaleza. Las torres almenadas la hacen castillo, el rosetón que pusieron entre aquellas, casa de Dios. Dentro el viajero ve tres naves, románica la central, con triforio, góticas las laterales y la girola. Allí las capillas, bien iluminadas, tienen meritorias sepulturas de factura gótica. No sale el viajero de la catedral sin ver una vitrina con valioso nacimiento barroco realizado por escultor de reyes. Machado de Castro puso al rey don José I en el Terreiro de Pazo y al Niño Jesús, también Rey, y de reyes, en la Sé lisboeta. Al lado, el viajero también ve la pila bautismal en la que fue bautizado Santo Antonio, el santo al que los italianos y parte del mundo cristiano hacen padovés.


Discutir si Lisboa tiene Santo propio es cosa posible, no lo es discutir que hay ángeles. Es viajero los vé y muchos en los azulejos que adornan iglesias, palacios y hasta fachadas de humildes casas de vecinos. El viajero no logra resistir la tentación de tener la propiedad de una imitación de aquello que le gusta. Le asegura la vendedora que está pintado a mano y que es obra de la fábrica de Santa Rufina, que está calle arriba camino del castillo: “Puede subir hasta la fábrica. Tiene un gran horno que podrá ver”. Le entrega un trozo de papel con su nombre y una recomendación para la visita y le apremia advirtiéndole que es tarde y que están a punto de bajar la persiana. El viajero aprieta el paso, va subiendo y al rato, falto de resuello, se detiene. No ve fabrica alguna, ni la de Santa Rufina, ni la de Santa Justa, que fue hermana suya, también mártir y protectora de ceramistas. El viajero vuelve sobre sus propios pasos, y casi sin querer, en un ángulo de la calle ve el taller buscado. Está cerrado, no por que sea tarde, sino por vacaciones; pero no tiene persiana. Se asoma y a través del cristal del escaparate ve, al fondo, el gran horno donde se coció el barro que se lleva de Alfama.
   
    Al día siguiente el viajero vuelve a Alfama. En largo da Sé, toma el tranvía número 28(1), que a estas horas de la mañana todavía tiene asientos libres y llega al Chiado, al otro lado de la Baixa. El barrio sufrió un pavoroso incendio algunos años antes de la llegada del viajero; pero ningún resto de aquel infierno ve. Las autoridades se aplicaron con diligencia en la reconstrucción. El viajero sube por rua Garret, toma café en A Brasileira, porque ha madrugado, lleva el estómago vacío y le apetece. Allí, en la terraza, todavía solo por lo temprano de la hora, un bruñido Pessoa de tamaño natural, sentado como lo estaría un cliente del café espera la llegada de contertulios. El viajero sabe que acudía allí a leer, hablar y beber. Leyó el viajero, no sabe donde, que en la taza de café se hacía servir el aguardiente o la absenta, muy popular en aquellos años hasta que su fama de perniciosa la convirtiera en licor prohibido. Pintores, literatos y otros cultivados hombres se aficionaron a ella. Van Gogh perdió su oreja a resultas de una borrachera de absenta. Sus principios narcóticos y su elevado contenido en alcohol fueron causa posible de genialidad y destrucción de quienes de ella dependieron. Van Gogh perdió una oreja, Hemingway la vida.

    Al viajero estas cuestiones de vida y muerte le traen a la mente lo visto en uno de los lugares más populares de Lisboa. La gente que allí acude es mucha. Al Campo Mártires de la Patria la gente va con sus flores, cirios y pequeñas losas de mármol que depositan en agradecimiento de favores y curaciones. El doctor Sousa Martins fue un médico bacteriólogo muerto hace ya cien años largos, y que a pesar del tiempo pasado no ha sido olvidado. Se le erigió monumento de la mano de Costa Mota, y aún hoy sigue la base del mismo sepultado bajo una montaña de estelas que de lejos recuerdan una escombrera. Una mujer de piel bien oscura, curtida por el sol, tiene parada a la sombra del médico. Despacha flores, velones, y da explicaciones: “Fue médico que se dedicó a los pobres, curando a muchos” cuenta la santera al viajero y otros dos visitantes, que curiosean por estos barrios tan cercanos al centro y tan alejados de la mirada de los turistas. Aún hoy se le rinde culto en una mezcla de superstición y religión; que la fe mueve montañas se sabe; y en el doctor Sousa muchos lisboetas tienen supersticiosa fe. El viajero confía en que la fe en el bondadoso doctor no lo sea en exceso, acaso de serlo sea un bulldocer, quién deba mover la montaña de escombros que ahogue al buen doctor.

    Al viajero, que subió al Campo Mártires de la Patria en el funicular de Lavra, el más antiguo de Lisboa, que bien pudo ser estrenado por el médico sanador, le queda poco tiempo y mucho por ver. No ve el Museo Gulbenkian, que tiene colecciones variadas de mucho provecho. Un retrato de la esposa de Rembrand, único conocido de dicha señora(2), está en las salas del museo fundado por el mecenas armenio que eligió Lisboa como casa. Sí ve la torre de Belem, hundidos sus pies en las aguas del Tajo, y el monasterio de Los Jerónimos, que muy cercano al río al viajero se le antoja estar viendo un barco en dique seco. Joya del arte manuelino, cuesta creer que haya sido labrado en piedra. El pórtico lateral resulta tan excesivo que podría creer el viajero que fue hecho con molde y no con cincel.
No puede el viajero conocer Lisboa y desconocer la sierra de Sintra, reducto de verdor florecido con los palacios de verano de los reyes y de los aristócratas que revoloteaban en torno suyo, pretendiendo obtener grandes favores a cambio de pequeños servicios. El viajero toma la carretera que bordea el estuario camino del mar. Llega a Estoril. Ve los jardines del Casino. Están bien cuidados, pero no le impresionan. Sigue camino y antes de llegar a Cascais, ve, casi en medio del río o del mar, el que llaman de la Paja, un islote. Es el islote de Bugío, que tiene faro, pero que parece fortín. Mandó construirlo Felipe II, cuando aquellas aguas y también las tierras eran España.

    Más adelante, en la hoy turística Cascais, el viajero hecha una rápida mirada a los acantilados de la “Boca do Inferno”, donde dicen que el mar resopla enfurecido formando surtidores de atomizada agua marina. El viajero llega con marea baja y calma chicha. Lo que debería estar lleno de espuma está vacío, y por tanto los bordes del precipicio y los miradores llenos de curiosos turistas en pantalón corto. El viajero se asoma un instante, calcula la profundidad de la sima y, dando media vuelta, se aleja camino de Sintra y su sierra.

    En la sierra de Sintra, el viajero sabe que hay palacios reales que admirar; pero se dirige adentrándose en la espesura de sus bosques hacia el Monasterio dos Capuchos, aquel que permitió decir a Felipe II, que en sus dominios se encontraba el monasterio más rico del mundo, el que construyó para ser enterrado, y el más pobre, a lo que el viajero añade, frío, húmedo y destartalado. Medio escavado en la roca, una sucesión de pequeñísimas habitaciones, en los que no se puede estar de pie integran la casa de unos monjes ascetas, que cubrieron sus paredes y techos con láminas de corcho como único amparo a los rigores del frío y la humedad.

(1)Aunque hay un tranvía turístico, pintado de color rojo, que realiza un recorrido por los lugares más típicos de Lisboa en horarios comerciales, el 28 de la red de eléctricos de la ciudad, pintado de amarillo, realiza su viaje ordinario entre Alfama, Graça y el Chiado, camino de Belém y el monasterio de San Jerónimo.
(2)Eso es lo que el viajero lee; aunque sabe que la esposa del pintor, Saskia, sí fue retratada por el artista en dos grabados que el viajero ha visto. Supone, por tanto, que se referirá el texto leído a un retrato al óleo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (I)

    El viajero llega a Cáceres y busca la plaza Mayor, donde en tiempos pasados se celebraban todo tipo de espectáculos: desde justas medievales hasta corridas de toros. Allí está el Arco de la Estrella, que da paso a la ciudad monumental. Desde la plaza Mayor, el viajero cree que sabrá orientarse. No es así. El viajero ve a un hombre sentado sobre los escalones de los soportales, en un extremo de la plaza. Le pregunta por la plaza de San Juan. El hombre levanta la cabeza y molesto, le espeta al viajero, como si fuera cosa imposible no saberlo, que la plaza de San Juan está donde la iglesia del mismo nombre. Al viajero, que anda sofocado por los cuarenta grados que abrasan, y amenazan con reducir a cenizas a cuanto ser andante se atreva a circular por estas calles, le viene a la mente aquello del huevo de Colón: no sabe si fue antes el huevo o la gallina. Ahora, con los sesos a punto de hervir, al viajero le da igual si fue primero la iglesia o la plaza. El viajero tiene otras urgencias; por fin, el hombre apunta con un dedo en la dirección en la que debe estar lo que el viajero busca, y el viajero conformado le da las gracias y se encamina hacia su destino, ya muy cercano.

    Tras refrescarse, el viajero está listo para hincarle el diente al pastel que como en bandeja de plata se levanta dentro de las murallas que guardan la ciudad monumental.

    El Arco de la Estrella, que ya ha visto al llegar, es de lo mas moderno que podrá ver el viajero, es obra hecha en el siglo XVIII por el barroquísimo Churriguera. Deja a un lado la Torre de Bujaco y permite la entrada al cogollo monumental del antiguo Cáceres.

Cáceres. Torre de Bujaco y Arco de la Estrella

    El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.

    En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).

    El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.

    En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.

    En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.

    El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.

    El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.

    En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.

    Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.


Evora. Templo de Diana

    Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.

(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.
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