ALBA DE TORMES

    Dos personajes llenan la historia de esta pequeña población salmantina. Varón uno, hembra la otra, los dos sirvieron a su rey, el primero al terrenal, la segunda al celestial. El primero dejó huella en el castillo que aún queda. De la segunda hablará el viajero al final porque desde que llegó a Alba de Tormes y se quedó a vivir allí no ha dejado de fabricar la historia de la población, aún después de muerta; pero lo primero es lo primero, que las cosas hay que contarlas por orden: el viajero cuando llega a Alba de Tormes busca un mirador, porque piensa es la mejor manera de comprender lo que va a ver. Y qué mejor punto de vista que el que ofrece la torre del homenaje del castillo palacio. Todavía pertenece a la familia Alba, la noble familia que obtuvo el señorío, el condado, y después ducado en el siglo XV por concesión del rey Enrique IV; pero sería don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, Grande de España, y el viajero no sabe, y posiblemente no sepa nunca, cuantos títulos más quien culminaría la construcción del castillo, en cuya torre el viajero ve unas magníficas pinturas con escenas de las batallas en la que el Gran Duque, al servicio del emperador Carlos, ganó para sí honras y títulos; y para España lo mismo y naciones enteras. La torre está en perfectas condiciones. Esta administrada por el ayuntamiento, que la tiene cedida, cuentan al viajero que pregunta, por la casa de Alba, que ha corrido con los gastos de la restauración. Desde lo alto el viajero ve el río Tormes, el puente que lo cruza, por el que ha entrado en la población, y los tejados de casi todas las iglesias y conventos que llenan el pueblo. Y el viajero dice casi, porque a los pies del castillo la basílica de Santa Teresa está sin cubrir. Es neogótica. Se dibujó su planta, se elevaron pilares y columnas, pero en el arranque de los arcos, la obra se detuvo. Esto sucedió a finales del siglo XIX, y aún sigue así. El arquitecto que hizo los planos fue don Enrique María Repullés y Vargas, el mismo que levantó el edificio de la Bolsa de Madrid, que el viajero quiere que se sepa su nombre porque, no fue culpa suya la interrupción de las obras de un edificio que de haber sido terminado sería objeto de mucha admiración. El viajero ya a nivel del suelo se acerca a ver aquello que vio desde arriba, y una vez curioseado lo que parece ruina sin serlo se dirige a la plaza de Santa Teresa.

Alba de Tormes. Basílica de Santa Teresa

     En esta plaza el viajero entra en el convento de la Anunciación, en el que vivió, tras fundarlo, y murió(1) Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús, la santa abulense famosa por su santidad y su poesía. Y bien ganada que tiene su fama quien fue capaz de escribir versos tan sentidos:

                                       Vivo sin vivir en mí,
                                       y tan alta vida espero,
                                       que muero porque no muero.

    Tiene esta iglesia de la Anunciación los restos de la Santa. Una urna en la capilla mayor guardan sus restos, a excepción de un brazo(2) y el corazón, incorruptos, que se conservan aparte, y que son de mucha veneración por los fieles, especialmente de los albenses que siempre han dado muestra del celo con el que custodian y defienden los huesos de su Santa.

    En 1914 se presentaron en Alba de Tormes un grupo de carmelitas. Acudieron al convento de la Anunciación, el fundado por la santa, pero el pueblo, desconfiado, se puso en lo peor, pensó que los frailes llegados querían llevarse los restos de la santa y los vecinos empezaron a perseguirlos. Los frailes tuvieron que salir por piernas.

Alba de Tormes. Convento de la Anunciación.
  
     Por piernas no, pero sí en taxi tuvieron que marcharse los siguientes intrusos. El viajero, que está sentado en un banco de la iglesia, por lo cercano en el tiempo lo imagina en presente como si lo presenciase.

    Están en el interior de la iglesia Gregorio XVII, que así se hace llamar desde se hizo coronar papa, el conocido papa Clemente(3). Ha llegado desde El Palmar de Troya acompañado de ocho obispos. Resulta que en el interior de la Iglesia, viendo los restos de Santa Teresa coinciden con la corte papal un grupo de visitantes catalanes que reciben explicaciones del prior de los carmelitas. El prior, entre sus explicaciones, anuncia a los visitantes la próxima visita a Alba de Juan Pablo II, el papa de Roma, que está a punto de llegar a España. Oír esto, y ahí es Troya. Clemente a voces se reivindica:
    ─El verdadero papa soy yo.
    Siguen insultos hacia el prior, dicen que también hacia la santa, el papa de Roma y los visitantes que allí estaban. La algarabía es monumental. Un vecino cierra las puertas del templo, llega al campanario y tira con fuerza de la maroma. Suenan las campanas. El pueblo está alertado. Se acercan a la plaza en tropel. Corre un rumor: se quieren llevar el brazo de Santa Teresa. Clemente y sus obispos tratan de huir, llegan a sus coches, de poco les sirve, los coches empiezan a ser zarandeados. El prior insultado, el párroco y un teniente de alcalde les defienden como pueden. Por fin, la guardia civil interviene. Clemente y sus obispos, rescatados de la turba, son llevados a Salamanca. Volverán a Sevilla en taxi, porque uno de los coches está hundido en el Tormes y el otro reducido a un esqueleto chamuscado.

    El viajero, después de imaginar tan emocionantes sucesos, busca la calle de las Benitas, especie de ronda que rodea el pueblo. Sabe que allí está el convento de las Dueñas. Monjas benedictinas lo mantienen con su esfuerzo y la venta de productos que ellas mismas fabrican. El viajero entra en el zaguán del convento, toca un timbre que hay junto a una ventanita y acude una monja. El viajero pregunta a Sor Manuela, que así se llama la religiosa que se asoma, por las garrapiñadas que fabrican y, todo amabilidad, le enseña los paquetitos en los que las venden, con forma de cucurucho de distintos tamaños, con el sello de la orden impreso, mientras pregunta al viajero por su procedencia, si ha visto ya los restos de santa Teresa, si le ha gustado Alba… El viajero compra unos cuantos paquetitos, para ayudar y porque es goloso y se despide de Sor Manuela, y ya fuera del convento, del pueblo.


(1) Santa Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada al día siguiente, que no fue el día 5, sino el 15 debido al cambio de fechas previsto por el nuevo calendario gregoriano.
Sobre la ausencia de estos días en la historia de España se puede leer el artículo “El tiempo pasará” de la Historia trascendente.

(2) La otra mano se conserva en un convento de Ronda. Fue tenida por Francisco Franco, que la apreciaba mucho, y que dicen quiso tenerla a su lado al morir.

(3) Todo empezó cuando unas niñas dijeron ver a la Virgen en un descampado del Palmar de Troya. Visionarios y gentes aprovechadas trataron de beneficiarse del asunto, hasta que Clemente Domínguez Gómez más listo que todos los demás empezó a hablar. Acabó convenciendo a muchos. Fundó una orden, la de los Carmelitas de la Santa Faz, hizo fortuna, se hizo coronar papa, y creó su propia corte de obispos. Una gran basílica, aún en pie, compite con San Pedro. El papa Clemente falleció en 2005, pero allí siguen los seguidores de quien fue excomulgado por un papa, y él mismo excomulgó a otro.
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MORELLA

    No es muy grande, ni en tamaño ni en población, pero es enorme su historia. Sus calles rodean la parte baja de la muela en cuya cúspide está el castillo, pero el viajero antes de subir a la fortaleza corretea por sus calles: la de Blasco de Alagón, toda porticada, llena de tiendas y restaurantes, es de mucho provecho para el viajero. Allí comerá más tarde. Callejeando, el viajero busca una casa a la que llaman Rovira. Está en la calle de la Virgen y en la fachada tiene unos azulejos con la representación de un milagro, de los muchos que San Vicente hizo, que dicen sucedió allí. San Vicente tenía ya gran fama. Una familia se encargó de alojar al Santo. El cabeza de familia pidió a su mujer ofreciera lo mejor de la casa para agasajar al célebre taumaturgo; ésta quiso preparar al Santo el más exquisito plato y, perdido el sentido común, no le vino otra cosa a la cabeza que matar a su hijo, degollándolo, y guisarlo para ofrecérselo al invitado. Aun, para asegurarse de que el guiso estaba en su punto tomó un dedo del infante cocinado y lo probó. San Vicente con la clarividencia de quien está tocado por la gracia de Dios, sin que nadie le advirtiera, supo lo sucedido y tomando los trozos del niño lo devolvió a la vida, eso sí, sin el dedo que la demente madre se había comido.
                                            


    Y fue por este tiempo cuando hubo en Morella un importantísimo encuentro. En él se trató de dar solución al cisma de occidente, que mantenía a la Iglesia Católica dividida entre las obediencias romana y aviñonesa, y aún de una tercera: la pisana, porque poco antes, tratando de solucionar el problema de la bicefalia en el gobierno de la Iglesia, se organizó un concilio en Pisa para elegir un papa que sustituyera a los dos existentes con sedes en Roma y Avignon. El resultado no pudo ser más desafortunado: la existencia simultánea de tres papas. En Morella se reunieron Fernando de Antequera, el rey aragonés entronizado por el Compromiso de Caspe, Benedicto XIII, el papa Luna y San Vicente Ferrer. Las conversaciones no dieron el fruto deseado, pero sí una frase para la posteridad. Benedicto no abdicó, y desde entonces la testarudez mantenida por alguien contra toda adversidad se conoce como “mantenerse en sus trece”, el número romano que don Pedro de Luna llevaba tras su nombre papal, y del que nunca estuvo dispuesto a prescindir.

    El viajero sigue paseando. Hay en Morella muchos monumentos que el viajero va viendo, pero de todos la basílica arciprestal de Santa María es el que mayor arte atesora. Fue declarada monumento nacional en 1931, y con razón piensa el viajero, porque ya por fuera, el viajero admira sus dos portadas: la de los apóstoles y la de las vírgenes, una al lado de la otra, las dos góticas. Sobre ellas hay una leyenda que asegura fueron construidas simultáneamente, que los constructores fueron un padre y su hijo, y que mano a mano, uno al lado del otro, rivalizaron en la construcción de ambas entradas al templo. No está claro, de ser cierto, cual de los dos resultó vencedor en tal desafío, pero el viajero, puesto en el trance de ser juez no habría sabido que partido tomar.(1)


    Dentro del templo, a los pies del mismo, el viajero ve el coro y su escalera de acceso, magnífica ésta, llena su baranda de tallas hechas por el morellano Antonio Sancho y el italiano Jussepe Beli.

    Con los ojos bien abiertos el viajero sigue mirando puertas, murallas, conventos, como el de San Francisco, y el castillo, que lo domina todo y desde el que se protegía a la población.

    El castillo, hecho y rehecho varias veces, fue bastión de Ramón Cabrera, el general que tomó partido por el pretendiente Carlos Isidro, que se hizo fuerte allí en 1838, hasta que otro general, Baldomero Espartero, dos años después, tomó Morella por la fuerza, después de que Cabrera se negara a aceptar el fin de la primera guerra carlista, tras la firma de Convenio de Vergara firmado por el propio Espartero y Maroto.

    No es de extrañar que Cabrera, como casi cuatrocientos años antes había hecho el papa Luna, se mantuviera en su posición: en 1836 potenció la guerra de guerrillas, fueron capturados varios alcaldes isabelinos, y ejecutados. La respuesta, llena de venganza, no tardó en llegar: la madre de Cabrera fue detenida y fusilada en Tortosa. Los ecos de tal barbarie sonaron en toda Europa. La sinrazón campaba en la mente de los combatientes. Varias mujeres inocentes fueron asesinadas por las tropas de Cabrera. Al fin, la superioridad de las fuerzas isabelinas mandadas por Espartero puso en fuga a Cabrera, que pasó a Francia, hasta la segunda guerra carlista, en la que también participó.

    El viajero termina satisfecho su visita. Entró en Morella por la puerta de San Miguel, ahora sale por la de San Mateo, y se dirige a otros lugares.

(1) En 1840, durante el saqueo al que Morella se vio sometida durante el asalto del general Espartero, un incendio destruyó el archivo municipal donde se conservaban los documentos sobre la construcción de ambas puertas.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEGOVIA

    El viajero entra en Segovia, atardeciendo, por la avenida del Padre Claret, desde la que ve, a contraluz, la silueta del acueducto. Aquí, como en ningún otro lugar puede ver como los romanos hicieron obras para durar. Hace casi dos mil años empezaron a colocar piedra sobre piedra, de modo que cada una de ellas sujetara a la siguiente, o a la anterior, porque el viajero no está seguro de cual es la piedra que hace que todo se mantenga así desde que, en tiempos de Domiciano, se alzasen sus arcos hasta los veintiocho metros de altura en la popular plaza del Azoguejo. El viajero cruza los arcos en un sentido y en otro varias veces. Toca los bloques de granito, casi megalíticos, que son la base del monumento. Comprueba, como ha leído, que no hay nada que una unas piedras con otras y comienza a subir por la calle Cervantes, que más adelante se llama Juan Bravo y siguiendo Infanta Isabel. Al principio, en la de Cervantes el viajero ve la casa de los Picos, nombre más noble para la que antes fue llamada Casa del Verdugo o del Judío; más adelante el torreón de Lozoya y cerca la iglesia de San Martín, en un ensanche de la calle, con un atrio porticado, bajo la mirada permanente desde hace más de ochenta años de un Juan Bravo vaciado en bronce, por el escultor Salinas en 1921, que ese nombre y tiempo son los que figuran al pie de la obra. Tiene el comunero, a su mayor gloria, además de estatua, calle y teatro en la plaza Mayor; y muchos comercios también le rinden homenaje rotulando los establecimientos con su nombre.










   En la plaza Mayor está el ayuntamiento, herreriano, con soportales, como todos los edificios de la plaza. Allí, el viajero se refresca en una de las terrazas que la ocupan. Sentado junto a una columna de los porches del ayuntamiento ve el ábside de la catedral. La llaman “la dama de las catedrales” y lo hacen con acierto, porque difícilmente se puede ver mayor coquetería que la que exhibe su gótico florido. No será aquí donde el viajero le prive, por no decirlo, de dicho título, que bien ganado lo tiene. Fue la última gran catedral gótica construida, cuando ya el arte ojival había perdido toda austeridad y se manifestaba como un exuberante ramillete de piedra tallada: pináculos, gárgolas, arbotantes; así terminó el gótico, así le sucedería el arte renacentista que le siguió, que acabó degradándose hasta lograr tener su propio nombre: Barroco.

    El viajero deja para otro momento la mirada del interior. Entra en un restaurante. Sirven cochinillo, cordero, todo tipo de asados, judiones de la Granja. Pide judiones. El plato lleva morcilla, chorizo de Cantimpalos, magro y algo de tocino de cerdo y, judiones; luego toma un asado de cordero. Reposa un rato, y sale a la calle.

    El viajero una vez visto el interior de la catedral se dirige al alcázar. En sus jardines ve el edificio del laboratorio de química. Entre este y otro instalado en Madrid, dotados de todos los medios que en la época había, Joseph Louis Proust, eminente químico francés, traído a España por Carlos IV, impartió clases y enunció la ley de las proporciones definidas.

    El viajero entra en el alcázar, lo recorre todo y se asoma a las terrazas. Mira al norte y ve lejos, en lo alto de una loma, un pueblo. Es Zamarramala. El día de Santa Agueda es día de fiesta en dicho lugar. Se elije alcaldesa y mandan las mujeres por un día. Mas cerca, el viajero ve una pequeña iglesia. Tiene planta dodecagonal y una torre cuadrada. Es la iglesia de la Vera Cruz. El viajero va a ir a verla. Desciende del alcázar, cruza el río Eresma y se planta ante la pequeña iglesia. La leyenda asegura que fue obra de los templarios, pero fue la Orden del Santo Sepulcro, que se integraría después en la de San Juan de Jerusalén, la que dio orden de construirla. Ahora es la Orden de Malta, heredera de aquéllas la que la guarda y celebra diversos actos en el templo. El viajero pasea por su interior. Original y misteriosa, su galería interior, circular, rodea un edículo, construcción formada por planta baja y piso alto al que se accede por dos cortas escaleras. En la planta baja, que tiene cuatro entradas, que se prolongan en forma de túnel hasta el centro, el viajero sorprende, sentada en el suelo, en meditación, a una muchacha. Esta allí, con los ojos cerrados, callada. Le llega un rayo de luz que entra por la puerta abierta. El lugar tiene fama de misterioso y esotérico. Uno de esos puntos telúricos que algunas personas dicen sentir. Y, la presencia de la muchacha parece confirmarlo. El viajero algo incrédulo de estas cosas sale de la capilla y siguiendo el curso del Eresma llega a un parquecillo. Desde allí la vista del alcázar es una de las más usadas en las postales. Pero además de la vista el paraje guarda el santuario de la Patrona de la ciudad: la Virgen de la Fuencisla. Al patrón, San Frutos, ya lo vio en la catedral.

    El viajero vuelve al centro. Pasea por los barrios segovianos: el de los caballeros, el de los canónigos; callejea un rato y sale de Segovia. Va a ver el palacio de La Granja, desmesura del primer Borbón que tuvo España, Felipe V, y su esposa la reina Isabel de Farnesio; pero eso será otra historia.
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