Aunque cuando se habla de la guerra de sucesión se piensa en la disputada a comienzos del siglo dieciocho entre los partidarios del archiduque Carlos, hijo del emperador austríaco y los seguidores de Felipe, el nieto de Luis XIV, tras la extinción de la rama española de la dinastía Austríaca, hubo otra poco más de doscientos años antes, que fue tan trascendental como aquella.
El que sería Enrique IV nació el 5 de enero de 1425. A los doce años se le casa con Blanca de Navarra, que tiene la misma edad. Es un matrimonio de conveniencia y debido a la corta edad de los contrayentes los novios son separados y vuelven con sus padres a sus palacios respectivos. No es hasta tres años después cuando, creyéndoles ya fértiles y ante las malas relaciones entre Navarra y Castilla, se decide propiciar la unión, pero nada se consigue ni en lo político ni en lo dinástico. Finalmente, se solicita la nulidad del matrimonio. La falta de descendencia impone una solución y si el problema no es del rey, la reina debe ser sustituida.
El príncipe necesita nueva esposa. Poco después estando el príncipe Enrique por tierras andaluzas acompañando a su padre en las luchas de reconquista le presentan a Juana de Portugal. El flechazo es inmediato. No tarda mucho en celebrarse la boda. Enrique y Juana están siempre juntos, pero el tiempo pasa y los herederos no llegan. Comienzan los rumores, como los hubo en tiempos de Blanca, pero por fin se anuncia la buena nueva: la reina está encinta. A su tiempo, durante el mes de febrero de 1462, nace una niña. La bautizan con el nombre de Juana, aunque la gente pronto la conocerá como La Beltraneja.
La situación en el reino es complicada. El reinado de Enrique coincide con el paso de la Edad Media a la Moderna. Las cosas están cambiando. El feudalismo va tocando a su fin. El rey, tratando de hacerse fuerte, reparte títulos, crea una nueva nobleza afecta a su persona, pero enfrentada a la vieja nobleza. El más beneficiado es Beltrán de la Cueva, que de paje pasa a ser Duque de Alburquerque, y poco después Maestre de Santiago. Y esto último, de mucha importancia económica por las muchas rentas que da el título, es lo que decide al don Juan Pacheco, Marqués de Villena, a apartarse del lado del rey, al que conoce desde niño, y ponerse enfrente suyo. A partir de entonces, ya en 1464, se empiezan a oír voces que dudan de la paternidad de Enrique. Beltrán de la Cueva frecuenta mucho la corte, es el valido del rey, hombre de mucha confianza, y su constante presencia en palacio es un argumento difícil de combatir. El marqués lo sabe, le conviene que esto se crea y lo fomenta. La situación se polariza. Dos bandos se enfrentan, y en el que se enfrenta al rey están sus hermanastros, que pueden sacar tajada, heredar la corona.
Si Juana no es la hija del rey, si su padre fuera el duque de Alburquerque, Alfonso, el hermanastro del rey sería el heredero. Muchos nobles piensan que eso sería lo mejor. Isabel también lo piensa.
Enrique, de carácter débil, no aguanta bien la presión de sus enemigos. Aunque Alba, Alburquerque y otros le apoyan, enfrente también hay nombres importantes, el marqués de Villena el que más; de él dependían las treinta mil familias que habitaban en los veinticinco mil kilómetros cuadrados que le pertenecían de la ancha Castilla; don Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo; y claro, también don Alfonso y doña Isabel. El rey es obligado a una negociación. Se declara al infante Alfonso heredero. El rey acepta. Aunque no ha sabido defender los derechos de su hija, al fin ha logrado imponer una condición que no la deja fuera del juego. Alfonso será rey si se casa con Juana. Envalentonados, los nobles rebeldes están en Ávila. Con ellos está Alfonso, que se presta a la farsa. Se levanta un estrado, en él se colocan varias sillas, en una de ellas está sentado Alfonso, en otra hay un muñeco de trapo. Éste tiene una corona sobre la cabeza. Representa al rey don Enrique. Comienza la pantomima, al muñeco se le quita la corona y se le pone a Alfonso. Castilla tiene un nuevo rey, Alfonso XII.
No para ahí la cosa. Entre los rebeldes las conspiraciones son constantes. El marqués de Villena, siempre interesado, es el primer conspirador. Pretende casar a su hermano con la princesa Isabel. No lo verán sus ojos. El hermano del marqués muere, dicen que envenenado; y envenenado, o eso dicen, muere también el infante. Isabel tiene vía libre. Quiere ser reina. Muchos nobles de Castilla están de su parte, primero en la política y tiempo después en la guerra en contra de Juana, que defiende sus derechos.
En Ávila, cerca del monasterio de San Jerónimo de Guisando, con los famosos toros como espectadores y testigos, hay una reunión y se pacta un tratado (1). Aunque se imponen ciertas obligaciones a Isabel, que luego no cumplirá, fue muy perjudicial para Juana. La débil defensa que, una vez más, hace Enrique de los derechos de su hija induce a pensar que realmente Juana no es su hija, sin embargo cuando la guerra de sucesión se declare, cuando Juana luche por el trono, Beltrán de la Cueva apoyará a Isabel.
(1) El contenido del Tratado de los Toros de Guisando ha sido puesto en duda por varios autores, aún más, algunos dudan de su existencia, pues no existe original del mismo y hasta el siglo XIX no fueron publicados dos copias del mismo, que no coinciden plenamente entre sí.