LA VISIÓN

    Hijo y padre de pintores, Juan Vicente Macip Navarro, más conocido por el sobrenombre de Juanes, parece casi seguro que nació en Valencia, ciudad en la que vivieron tres generaciones de pintores con ese apellido. Sin embargo durante mucho tiempo, a Juan, se le creyó nacido en la localidad de Fuente la Higuera. Un cartel en la carretera de entrada al pueblo así lo ha estado indicando hasta hace pocos años, aunque lo cierto es que Juan de Juanes, que así se le conoce, si no nació allí, sí pintó. El retablo de su iglesia parroquial fue una de las primeras obras importantes del pintor renacentista. Después influido por su padre Vicente Macip, del que fue discípulo, su inicial estilo cuatrocentista se fue modificando gracias a nuevas influencias como la de “los Hernandos”, Hernando de los Llanos y Hernando Yánez de la Almedina, afincados en Valencia por aquellos años, y más tarde por lo aprendido en Italia donde asimiló, y luego se vería en su obra, parte del manierismo italiano. Así pues, su fama fue creciendo, y los encargos sucediéndose hasta llegar al año 1568.

    Ese año Juan de Juanes ha pasado de los cincuenta y está en Valencia. El pintor es llamado para un encargo. Él que tanta pintura religiosa ha realizado, varios Ecce-Homo, Salvadores y retablos para tantas iglesias, no podrá rechazar lo que le propone un humilde religioso.

    En Valencia vive un jesuita con fama de santidad. Es el padre Martín Alberro. Profesa este sacerdote una grandísima devoción por la Virgen María, y Ésta, como Madre de Dios y de todos los hombres, recompensa la veneración que le tiene. En sueños la Virgen se le aparece en todo su esplendor, inmaculada y mirífica. Son varias las ocasiones en las que la Virgen ilumina el sueño del padre Martín. En una de ellas le manda buscar quien se encargue de pintarla. Él daría las instrucciones al pintor para que plasmase en el lienzo a la Madre de Dios conforme la veía.


La Inmaculada. Juan de Juanes


    Es entonces cuando fue avisado Juan de Juanes, el famoso pintor, al que además le insistió el padre Martín que no se apurara. Muchas misas, rezos y plegarias se iban a hacer para que el acierto del padre Martín al dictar y la inspiración de Juan con los pinceles lograran el milagro de reproducir tal cual es el rostro de María.


    Y el milagro se produjo. Hoy, en la iglesia de la Compañía de Jesús de Valencia hay un altar. En él está la Inmaculada Concepción que en 1568 fue pintada por la mano de Juan de Juanes y la “vista” del Padre Martín Alberro, y a su lado una losa de mármol relata esta historia para conocimiento de visitantes y fieles que por lo milagroso del cuadro acuden a venerarla.
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UNA HISTORIA DE NOVELA

    Tenía un origen desconocido. Poco o nada se sabía de él salvo que procedía de un lejano rincón de Siberia, que se hacía pasar por monje y que pertenecía a una casta de monjes santones, que sumidos en la pobreza deambulaban de un lado a otro en busca de su destino. Rodeado de misterio, su vida y sobre todo su muerte es una mezcla de realidad y exageración.

    Fue el caso que tras la muerte del zar Alejandro III su hijo Nicolás fue coronado zar. Nicolás era joven, había sido educado en palacio y su escaso contacto con el exterior lo convertía en dependiente de su familia, en especial de sus tíos. Se había casado con una princesa alemana, Alicia de Hesse, que adoptó el nombre de Alejandra y le había dado dos hijas, pero no había podido engendrar un varón, necesario, según la ley rusa, para sucederle y evitar que su hermano Miguel fuera el heredero.

    Muchos fueron los intentos de los jóvenes zares por tener un sucesor. Al fin, de modo un tanto milagroso, la zarina quedó encinta. Un manantial, del que brotaba agua con propiedades extraordinarias, obró el milagro: Rusia tenía un zarevitch.

    Cierto día el zarevich Alexis sufrió un tropiezo mientras jugaba. El golpe fue tan grande que su cuerpo se vio salpicado todo él de manchas rojas. Los médicos pronunciaron un diagnóstico fatal. Era la hemofilia la causa de aquellas marcas y la curación era imposible. Por aquel entonces los zares conocían ya a un campesino de larga cabellera y penetrante mirada, con fama de santón, que comenzaba a tener una decidida influencia sobre ellos. Se llamaba Gregori Efimovitch Rasputin. La zarina Alejandra, recordando su fama de santón, mandó llamarlo, y Rasputin acudió a palacio, vio al niño y, tras una serie de invocaciones y gestos, el zarevitch recobró la salud.

    Fue lo necesario para que Rasputin entrara de lleno en la vida de los zares y dominara sus voluntades, en especial la de la zarina Alejandra. Su dependencia de él fue en aumento. Las malas lenguas rumoreaban, dentro y fuera de palacio, que el campesino siberiano y la zarina eran amantes. Rasputin entraba en los aposentos de Alejandra sin reparo y permanecía en ellos durante horas. Allí la zarina preguntó un día a su favorito por su futuro, pero Rasputin, que dijo conocerlo, se negó a contarlo. Hasta tres veces preguntó la zarina a Rasputin si era capaz de conocer su futuro, rogándole que se lo diera a saber. Rasputin siempre respondía que sí conocía su futuro, pero que no podía contárselo, que algo se lo prohibía, aunque sí le advirtió de una cosa:
    ─Si te separas de mí, en seis meses, perderás a tu hijo y la corona.

    Rasputin lo domina todo, hace y deshace en el gobierno, más aún cuando, comenzada la Gran Guerra el zar parte hacia el frente, y es la zarina quien manda hacer lo que Rasputin le ordena. El favorito de Alejandra pone y quita ministros, los intimida. Ya no es el santón de sus comienzos. Ahora es un ser caprichoso, dominado por la lujuria y la gula, déspota y maníaco.



    Los Grandes Duques deciden rebelarse. Le tenderán una trampa. Será el yerno del Gran Duque Alejandro, esposo de una sobrina del zar, el príncipe Felix Yusupov el brazo ejecutor de la conspiración. Yusupov fomenta la amistad con Rasputin, gana su confianza y por fin ganada ésta, reunidos un día, le ofrece un banquete. El 16 de diciembre de 1916 el príncipe Yusupov y Rasputin hablan y comen. El príncipe le ofrece pasteles y vino, unos y otro envenenados con cianuro. Rasputin come y bebe, pero parece inmune(1). Al fin, como si adivinara la traición, dirige al príncipe una escalofriante mirada. El príncipe Yusupov asustado saca su pistola y dispara. La bala atraviesa el pecho del monje, que se desploma. Todo ha terminado, pero de pronto Rasputin abre los ojos. Herido, con el rostro deformado, se incorpora. Yusupov aterrado no da crédito a lo que ven sus ojos y grita:
    ─Vive aún, disparadle, disparadle.

    Los conspiradores, pendientes de lo sucedido en las dependencias de palacio, acuden y descargan sus armas sobre el convulso cuerpo de Rasputin. Ahora sí. Están convencidos de la muerte del santón, envuelven su cuerpo en una manta y en el automóvil del príncipe lo trasladan hasta el río Neva, a cuyas aguas heladas lo arrojan(2).

    Pocos meses después triunfa la revolución y los augurios de Rasputin se hacer realidad. El zarevich Alexis y toda la familia imperial es asesinada, y la dinastía de los Romanov extinta.


(1) La leyenda cuenta que el astuto Rasputin, previendo los atentados de sus muchos enemigos, tomaba pequeñas dosis de cianuro a fin de habituar su organismo al veneno y conseguir la inmunidad, sin embargo una de las hipótesis más aceptada de esta resistencia a los efectos del veneno se basa en el alcoholismo de Rasputin, que pudiera ser impidiera una total absorción del cianuro.

(2) Unos días después el cuerpo de Rasputin fue encontrado. Los forenses examinaron el cadáver y determinaron que tenía los pulmones llenos de agua, y que había muerto ahogado.
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AMOR CIEGO

    Aunque su padre le llamó tonto y posiblemente eso fue lo que hizo durante toda su vida, seamos benévolos y, en cuanto a lo que de amores se trata, supongamos que fue una ceguera de amor lo que llevó a Carlos IV a soportar, ignorante, lo que se cocía ante sus narices.

    Y es que sobre la simpleza del príncipe de Asturias, su padre, el ordenado Carlos III ya dio aviso, porque se sabe lo sucedido en una tertulia entre ambos: hablaban sobre la infidelidad que torturaba a cierto aristócrata al conocer que su esposa lo engañaba con otro. El joven Carlos, que aguardaba colocar el ordinal cuarto tras su nombre, inocente entonces, como lo sería siempre, dijo a su padre:
    ─Tú, como rey, y yo, que lo seré, tenemos una gran suerte: nuestras mujeres no podrán engañarnos nunca.
    Asombrado el padre, preguntó al infante cómo podía ser eso.
    ─Padre, es imposible. Estamos en lo más alto. No hay nadie por encima de nosotros con quien puedan hacerlo.

    Era pronto para saber que un guardia de Corps, Manuel Godoy, llegado desde abajo, acabaría estando por encima de Carlos, gobernando España al lado de la reina, y que Carlos, además, tonto de capirote, como le dijo su padre en aquella charla, presenciaría, sin darse cuenta, cómo el ministro era el amante de María Luisa, llegando él mismo a sentir gran afecto por Manuel.

    Porque, esto de los engaños, debía pensar Carlos, no iba con él. No sería hasta el final de su vida, cuando Carlos, informado durante su exilio en Italia por su hermano Fernando, el rey de Nápoles, caería en la cuenta de la traición de su amada esposa María Luisa con su querido y fiel Manuel.

    Así que, cuando la reina, durante una temporada de tibios afectos con Godoy, calmó sus ardores con un tal Mallo, que frecuentaba palacio con cierta asiduidad para ciertos despachos, exhibiendo nuevas cabalgaduras en cada visita y haciendo ostentación de riquezas, el golpeado en su corazón no fue el rey, sino Godoy, o al menos en apariencia, porque el cariño de Godoy siempre debió ser interesado.

Palacio Real de Madrid

    Para el rey, ajeno a todo, confiado, lo que no paso desapercibido fue el derroche y el lujo con el que Mallo se exhibía en palacio. Cierto día, estando con la reina, preguntó a Godoy, que les acompañaba, qué pasaba con el tal Mallo, que parecía tan rico como ellos mismos.
    Godoy contestó:
    ─No es rico sino por su amante, una vieja fea que le paga los lujos con el dinero del marido.
    Carlos, que llevaría el apodo de simple sino se lo hubiera arrebatado, siglos atrás un rey francés, rió bobalicón lo dicho por Godoy.
    ─¿Qué te parece, María Luisa, lo que cuenta Manuel?
    ─Calla, calla, Carlos, ya sabes lo bromista que es Manuel a veces.

    Lo que puede parecer una escena de celos, de despecho, durante una temporada de desafecto, probablemente no fuera más que una más de sus actuaciones, porque su verdadero amor fue Pepita Tudó, a la que mantuvo en su lecho antes y durante el matrimonio que la reina, con intención de apartarla de la rival, convino para su favorito con Teresa de Borbón, futura condesa de Chinchón; matrimonio desgraciado donde los haya, hasta el punto de que Carlota, la hija habida de este matrimonio fue tutelada por la reina, ya que la madre, por no recordar al padre, la despreció siempre. Y no es raro que así fuese, porque Godoy mantuvo a Pepita, de la que tuvo dos hijos, y a Teresa bajo el mismo techo en más de una ocasión. Tras la muerte de la condesa de Chinchón en Toledo, también fallecida la reina, Godoy, en el exilio italiano, contrajo matrimonio con Josefina Tudó, su amor de siempre.
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