EL HERMANO MAYOR DEL REY

     Faltaba un día para que Felipe IV cumpliera los veinticuatro años cuando fue padre. No era la primera vez. De su esposa Isabel de Borbón ya había tenido cuatro hijas y algún hijo más fuera del matrimonio, pero este hijo nacido de pasiones ilícitas, con sangre nueva, iba a ser el único, de los otros muchos que tuvo en sus aventuras fuera de palacio, que el rey Planeta reconociera como suyo.

     Y es que de la madre se sintió el rey muy enamorado desde el primer momento. Andaba el soberano, en aquellos tiempos juveniles, con la sangre ardiente y la conducta disipada cuando un día, de incógnito, decidió ir al teatro.

     En el Corral de la Cruz se representa una comedia de Lope de Vega. La función está protagonizada por una actriz, ya de cierta fama. Se llama María Inés Calderón, pero todos la conocen como “La Calderona”. Fue verla el rey y quedar prendado de ella de inmediato. Enseguida quiere el monarca conocerla, y ella se va a dejar querer. María Inés, pese a su juventud, pues apenas tiene dieciséis años, no es ajena a los asuntos del mundo ni, desde luego, de la carne. Ya tiene marido y amante. El primero se llama Pablo Sarmiento, pero tiene cedido su puesto en la alcoba al segundo, que es un duque; porque la muchacha pica alto y el duque de Medina de las Torres tiene una posición elevada; pero cuando se le arrima el rey, nuevos peldaños se alzan ante ella, y piensa que lo juicioso será subirlos.

     Ahora, con la presencia real, el duque, como hizo el marido de la actriz cuando él llegó, se retira. Felipe ve el campo libre y se dedica al galanteo. El resultado no es otro que el nacimiento de un niño dos años después. Le ponen por nombre Juan, aunque se le añade detrás un José, dicen las malas lenguas que para evitar odiosas comparaciones con otro don Juan que hubo y ganó fama, vencedor de Lepanto y querido por todos.

     No son las únicas comparaciones. Al recién nacido alguien le encuentra gran parecido con el duque. No tardan los mentideros en afirmar que es el duque de Medina de las Torres el padre del niño; pero es la madre quién asegura que es ella quien lo ha engendrado, que nadie mejor que ella sabe de donde viene y que es el rey, sin duda alguna, el padre. Dicho por la madre, el padre lo cree y lo afirma y el resto lo acata sin rechistar.

     De lo mucho que ama el rey a María Inés es prueba que el idilio dura cinco años. Seguramente amó más el rey que la actriz, que se dice siempre estuvo enamorada del duque, que cedió el lugar en la alcoba de la actriz, pero no en el corazón. Y siendo así las cosas sucedió lo inevitable: vino el rey a descubrirlos en el lecho, lo que le produjo gran disgusto primero y enfado después. El duque fue desterrado y María Inés cambió de profesión, dejó la escena, tomó los hábitos e ingresó en un convento de benitas en Guadalajara del que llego a ser abadesa.

     Y de lo mucho que ama el rey a su hijo Juan da constancia el hecho de que el niño es separado de la madre y criado y educado como príncipe, hasta que a los doce años don Felipe lo reconoce como hijo suyo sin tener en cuenta la opinión y el enfado de la reina Isabel. Después, al crecer el muchacho, llegan los títulos, las rentas y las misiones militares y diplomáticas, con un inicio fulgurante en Nápoles primero y después en Cataluña, que no tendrá continuidad: ni en Flandes ni en Portugal el éxito le acompaña y su luz se extinguirá a los ojos de su padre que tanto le quiso. Su ambición desmedida, su pretensión a ser heredero él o su descendencia fue en parte la causa de ese despecho.

Firma de don Juan José de Austria (Fotografía tomada del libro España
Histórica de Antonio de Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934)

     Sin escrúpulos un día se presenta ante el padre con una pintura hecha por él mismo. Es una miniatura. En ella se ve a Saturno, a Juno y a Júpiter, éstos amándose incestuosamente ante la mirada complacida de Saturno, que no la del rey que, colérico, echa de su lado al príncipe cuando se identifica en el rostro de Saturno y a su legítima hija Margarita y a su reconocido hijo Juan José en los de Juno y Júpiter. Esa fue, dicen, la forma de Juan José de pedir a su padre la mano de su propia hermanastra Margarita y que llevó al rey don Felipe al aborrecimiento que a partir de entonces tuvo de su hijo. Ni siquiera en su postrer momento, a punto de morir, cuando don Juan José acudió a despedir al agónico rey, éste consintió verlo y hubo de volver a su retiro de Consuegra, donde fue avisado poco después del fallecimiento del “rey Planeta”.

Nota 1:  Don Juan José fue el hijo mayor del rey  Felipe IV, pero también el hermanastro mayor del otro rey, Carlos II. Éste, al fallecer Felipe IV, hacía cuatro años que había nacido fruto, dicen, de su último y agotador esfuerzo de amar.

Nota 2:  Sobre la historia española y sus protagonistas durante el reinado de Carlos II encontraran una enorme fuente en el blog Reinado de Carlos II.

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DOS REINOS

     Muchos personajes de la historia han pasado a formar parte de sus páginas por defender los principios en los que creían, que a veces eran contrarios a los que se les ordenaba seguir.

     Tomás Becket, hecho santo por la iglesia, fue uno de ellos. Había nacido en Londres, pero tenía sangre normanda. Durante su niñez fue educado para servir a Dios, pero también para tratar con los hombres: un prior se ocupó de su espíritu, forjando un carácter austero, y un noble de su cuerpo, hablándole de armas, cetrería y trato con los burgueses y señores.

     Viajó a París donde estudió leyes y de vuelta a Inglaterra logró entrar al servicio del rey Enrique II, un Plantagenet, duque de Normandía, rey de Inglaterra y por el matrimonio que contrajo con Leonor de Aquitania, dueño hasta la frontera con España de toda la franja occidental de Francia. Tomás, aunque clérigo, era ambicioso. No había sido ordenado sacerdote, tan sólo era un diácono al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo, cuando éste lo recomendó al rey. Nada en su conciencia le impedía atender los requerimientos de su monarca: llevar sus cuentas, mantener el orden, dirigir el reino. Había conseguido ser Canciller.

     Tomás logró ganarse la confianza del rey, que lo distinguió con su amistad. Inteligente y bien preparado, Tomás ejerció las funciones de canciller, hasta que… la conciencia le impidió servir a dos amos. Canciller y arzobispo de Canterbury eran cargos incompatibles en la conciencia de Becket, y Tomás inclinó la balanza del lado de Dios.

     Fue el rey quien, a la muerte de Teobaldo, le convenció para que aceptara el cargo de arzobispo. Ordenado sacerdote, fue nombrado prelado de Canterbury. A partir de ese momento las cosas entre Enrique y Tomás discurrirían como dos caminos que casi paralelos hasta entonces, se acercan y alejan, sin llegar nunca a tocarse, hasta que al fin cada uno discurre hacía su destino, alejado del otro. Ya Tomás había advertido al rey:
     ─Me pedirás cosas que no te podré dar.
     Tomás comunicó al rey su renuncia como canciller al tiempo que una cuestión de poca importancia, la recaudación de ciertos impuestos que el rey creía se le escamoteaban, comenzó a agriar las relaciones entre el prelado y el rey. La testarudez de ambos agravó la cuestión. El enfrentamiento fue en aumento. Enrique se negó a poner las disputas, que ya eran muchas y variadas, bajo el arbitrio del papa de Roma. Tomás tuvo que abandonar Inglaterra y se refugió en Francia bajo protección del rey, enemigo del Plantagenet.

     La mediación del papa Alejandro III y los deseos de ambos contendientes en la reconciliación permitieron la vuelta de Tomás a Canterbury, pero las cosas no mejoraron. Tomás no cedía a las pretensiones de Enrique de manejar los asuntos de la Iglesia. Enrique II, con frecuentes abscesos de ira, bramaba en contra de su antiguo canciller. Posiblemente no fuera un mandato expreso, sino una iniciativa cortesana interpretando los deseos del monarca, el caso es que cuatro caballeros entraron armados en la catedral de Canterbury en busca del arzobispo que, sin resistirse, fue asesinado ante el altar de su catedral.

Salamanca. Iglesia de Santo Tomás Cantuariense
La Iglesia de Santo Tomás Cantuariense de Salamanca
fue fundada en 1175 y es tenida por la primera construida
bajo la advocación de Santo Tomás Becket.
    
     Cuando la noticia fue conocida, el papa Alejandro excomulgó al rey, que arrepentido, dicen, hizo penitencia durante dos años por la muerte de su antiguo amigo. En 1173, tres años después del asesinato, Tomás fue canonizado por el mismo papa que en vida le defendió.

     Otro santo, de nombre también Tomás, de apellido Moro, sería ejecutado por otro rey, muy aficionado a separar cabezas de sus cuerpos, también de Inglaterra, de nombre Enrique y de ordinal octavo. Iguales razones, mismos resultados, cuatro siglos después. Pero a esta página de lo sucedido nos asomaremos otro día.
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ASTORGA

    Cuando el viajero llega a Astorga es día de mercado. La localidad está llena de gentes y los vehículos tienen prohibida la circulación por el centro, así que el viajero deja su coche donde puede y caminando llega a la catedral. Tiene ésta el título de apostólica, no por haber sido creada por un apóstol, pero casi, porque parece probado que fue fundada en el siglo II de la era cristiana.

     Sus dos torres barrocas, altas como gigantes, dan paso a un templo gótico, con tres naves altísimas. El viajero pasea por el interior. Llama su atención la sillería del coro, extraordinaria filigrana en madera de nogal, y de las muchas capillas que hay en su interior, aparte de la capilla mayor, obra de Gaspar Becerra, una en especial le mantiene con los pies pegados al suelo durante un buen rato. Es poco conocida, no se menciona en libros ni folletos turísticos, no sabe el viajero quien la hizo, y es casi seguro que nunca llegue a saberlo, pero esto no le impide disfrutar viéndola. Está en la nave del evangelio, en el lateral del coro. Es una capillita, más bien un altar con su retablo, y guarda una Virgen que tiene, como todas, al niño Jesús en uno de sus brazos y en el otro, como casi ninguna, un pajarito, bastante grande, quizá algo desproporcionado, puede que no sea muy bonito, pero… que más da, allí está, bajo la protección de la Virgen.

Astorga. Palacio episcopal


     Al salir no tiene que andar mucho para ver el palacio arzobispal, que se llama así, aunque nunca sirvió para eso. Encargó su construcción el obispo Juan Bautista Grau Vallespinós, y el encargo se lo hizo a Gaudí, aunque no fue el arquitecto catalán quien lo terminó de construir sobre el lugar donde estuvo la antigua residencia episcopal, destruida por un incendio. En esta antigua residencia había estado Napoleón Bonaparte cuando se enseñoreaba por media Europa y ponía su bota sobre la piel de toro. Había desalojado al obispo de su residencia para ocuparla él y su séquito, y esto no gusto ni al obispo, como es natural, ni a sus parientes. Se dice que uno de éstos, molesto por el agravio cometido sobre su excelentísimo familiar, penetró en el palacio, armado y con intención de eliminar al dueño de Europa. Naturalmente fracasó en su intento y la invasión de España prosiguió. Un año después, en 1810, el cabo Tiburcio, aunque tal grado militar no está confirmado que lo tuviera, hizo alarde de heroísmo frente al invasor. Sable en mano dio cuenta, junto a las murallas, de muchos franceses antes de ser abatido, según unos; reducido, juzgado sumarísimamente y ejecutado, según otros. Tanto da que sucediera una u otra cosa, el caso es que a Tiburcio Álvarez, que tal es su nombre y apellido, y el viajero lo pone por escrito para mayor homenaje suyo, se le recuerda como héroe de la resistencia ante los franceses. El viajero verá una conmemoración de esa resistencia maragata en forma de león puesto en la plaza de Santocildes, la plaza que lleva el apellido del general español que defendía Astorga aquellos días, al que todo el mundo conoce no sabe si por dar nombre a la plaza o por ser general y no cabo.

     El viajero se asoma a los jardines del palacio arzobispal, contempla los restos de las murallas, restos de su pasado romano y rápido sale a la calle. Debe darse prisa, falta poco para el mediodía y tiene una cita con Juan Zancuda y Colasa en la plaza Mayor.

Juan Zancuda y Colasa


     En la plaza no cabe un alfiler. Es día de mercado. Todos andan ocupados en mirar y remirar entre los puestos. El viajero se acerca como puede, zigzagueando entre los puestos del mercado, hacia el ayuntamiento que preside la plaza. Es un edificio barroco, con dos torres, como la catedral. Está allí desde que en mil seiscientos y pico comenzara su construcción, aunque no fue hasta mediados del siglo dieciocho cuando los autómatas vestidos a la usanza maragata fueron colocados para avisar de las horas a los vecinos. Llega el mediodía y Juan Zancuda y Colasa alternan en los golpes que hacen sonar las campanas del reloj municipal. El viajero entre toque y toque mira a la gente, casi nadie mira a los indolentes autómatas, el mercado absorbe las energías de la gente que trafica en una plaza, amplia, porticada, destinada a esos menesteres mercantiles y también o otros más lúdicos. El viajero desconocía y hace poco, ya lejos de Astorga, ha sabido que también allí se celebra una fiesta típica del otoño: el Magosto, con las castañas y el fuego como protagonistas.

     El viajero pasea un rato por calles y plazas. Astorga es Camino de Santiago por partida doble. En ella coinciden el tradicional Camino Francés y la nacional Vía de la Plata, que a partir de aquí se funden en camino único en busca del sepulcro del apóstol Santiago, el que aparecido a lomos de caballo blanco ayudó a los cristianos en la batalla de Clavijo, pero eso es otra historia.
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