MÁRTIRES

    En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron las persecuciones, de las que fueron causa el empecinamiento de algunos fieles por mantener sus creencias. La Iglesia reconoció su sacrificio y les otorgó laureles. Los hechos de sus vidas llegan a nosotros en hagiografías y sus figuras en iconos colocados en los altares de los templos con la palma del martirio entre las manos.

   De Santa Librada se sabe que es protectora de las embarazadas, que ella y sus ocho hermanas, según la tradición, nacieron de un mismo parto, y que la madre, avergonzada, pues en aquellos tiempos se creía que los partos múltiples eran consecuencia de relaciones promiscuas, ordenó que las niñas fueran arrojadas al río, pero la sirvienta, que debía cumplir el encargo, desobedeció la orden y las recién nacidas acabaron bajo la tutela del obispo de Braga, San Ovidio. Al fin fueron detenidas, pero lograron escapar, dispersándose. Poco a poco serían capturadas y poco a poco muriendo mártires.

     En la catedral de Sigüenza existe una urna, que se asegura contiene los restos de la mártir. El irreverente Camilo José Cela contó lo que le pedían a esta santa las mujeres que acudían a su capilla, donde se le venera, cuando se les acercaba el feliz, pero doloroso momento del parto: “Santa Librada, Santa Librada, que sea tan grata la salida como la entrada”.

   Los tiempos del emperador Diocleciano fueron de gran tribulación para los cristianos, y en España, Daciano, enviado por emperador para dirigir la persecución, fue el guardián de la fe pagana. El prefecto Daciano nada más cruzar los Pirineos fue dejando el rastro de su crueldad sobre quienes profesaban la nueva religión monoteísta, contraria al paganismo del imperio. Era la respuesta de la autoridad romana, en un momento de inestabilidad, ante cuanto se oponía a la figura teocrática del emperador.

     Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona. Sus restos se conservan en una urna depositada en la cripta que hay bajo la capilla mayor de la catedral. Se dice de ella que fue hija de familia acaudalada y que fue educada en la fe cristiana. Bien jovencita, cuando apenas contaba trece años, se presentó ante las autoridades romanas protestando por las injusticias cometidas sobre cristianos que no hacían mal a nadie. Fue detenida y sometida a todo tipo de suplicios hasta morir. Daciano fue el responsable. En recuerdo de los escasos trece años que tuvo de vida hay en el claustro de la catedral de Barcelona trece ocas. Quien visite la Ciudad Condal, y vaya a su catedral, podrá verlas corretear por el jardín o nadar en el estanque del claustro, ajenas al trajín que les rodea y a la curiosidad de sus admiradores, visitantes del templo, que no dejan de fotografiarlas.

Ocas de la catedral de Barcelona

      En la misma época y torturado por el mismo personaje que dio suplicio a la niña Eulalia, San Vicente fue objeto de las mayores torturas imaginables. Vicente había nacido en Huesca. Nombrado diácono, estaba en Zaragoza con el obispo de dicha ciudad, Valero, que también sería santo, cuando llegó a la romana Cesar Augusta el prefecto Daciano. No le faltó tiempo para detener al prelado y a su diácono. Les conminó a renegar de su fe y, viendo fallidos sus intentos, decretó una penosa marcha a pie hasta Valencia de los dos detenidos. Al llegar, con las fuerzas mermadas, prosiguió el castigo. El obispo Valero, tartamudo, pidió a su diácono que usara su voz para manifestar la inquebrantable fe de ambos, y Vicente así lo hizo. Daciano, indignado, desterró a Valero y aplicó toda su crueldad sobre Vicente, que debió soportar penalidades insoportables: azotado, sus carnes desgarradas, descoyuntados sus huesos y confinado en un calabozo con el suelo cubierto de guijarros cortantes, Vicente resistía cuantos castigos se le infligían sin mella en su fe y sin que la vida quisiera abandonarle pese a lo cruento de los suplicios a los que era sometido. Por fin se le introdujo en un horno, y su cuerpo, sin vida, arrojado en un campo para ser devorado por las alimañas; pero el cadáver de Vicente fue defendido por un cuervo. Daciano al conocer lo sucedido ordenó se arrojara el cuerpo de Vicente al mar, atado a una rueda de molino, pero el mar devolvió el cuerpo. En la playa  de Cullera el cuerpo del mártir fue recogido por sus seguidores, que le enterraron y comenzaron a venerarlo(1). Hoy sólo un brazo incorrupto del Santo mártir se conserva. Está en una capilla, en la girola de la catedral de Valencia desde hace unos cuarenta años, por donación del doctor Pietro Zampieri, que lo poseía.

Catedral de Valencia. Brazo incorrupto de San Vicente Mártir.

      Sólo diez años después de los martirios de Eulalia y Vicente, con el edicto de Milán promulgado por  Constantino en 313 daría comienzo  la tolerancia del culto cristiano en el imperio.


(1) Los restos del Santo no han sido encontrados desde que, enterrados en Valencia, fueron ocultados ante la invasión árabe. Cierta leyenda dice que, en una barca guardada por cuervos, los restos arrojados al mar en Valencia llegaron hasta Lisboa, doblando el cabo que llevaría su nombre. En la Sé lisboeta hay una urna en la que se asegura están los restos del Santo; aunque lo cierto es que se cree que éstos están enterrados en el subsuelo de Valencia. Varios intentos se han realizado para encontrarlos. Todos infructuosos. Es posible que el crecimiento urbano haya destruido el lugar del enterramiento. No sería imposible, incluso, que una de las líneas del “metro de Valencia” que pasa muy cerca del lugar donde siempre se le veneró arrasara el lugar.
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CRIMEN SIN CASTIGO

    Ésta es la historia de un asesinato del que sólo hay una certeza: la identidad del muerto; del resto sólo incertidumbre. No hay seguridad sobre la autoría del crimen ni sobre el móvil, aunque sí muchas sospechas. Don Luís de Góngora lo explicó muy bien con una décima que compuso para, de modo sutil, dejar escrito lo que muchos pensaban sobre el caso:

                                Mentidero de Madrid
                                decidnos, ¿quién mató al conde?
                                Ni se sabe, ni se esconde
                                Sin discurso, discurrid
                                Dicen que fue el Cid,
                                por ser el conde Lozano.
                                ¡Disparate chabacano!
                                La verdad del caso ha sido
                                que el matador fue Bellido
                                y el impulso soberano.

    Don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, fue un personaje de novela. Sus intensos cuarenta años de vida fueron una constante búsqueda de aventuras y peligros. Fue correo mayor del reino, un cargo bien retribuido que le permitió satisfacer su gusto por las obras de arte. Llegó a poseer una estimable colección de cuadros y joyas, especialmente diamantes. También dedicó tiempo a componer poemas, algunos muy críticos con sus enemigos, que le valieron la continua hostilidad de sus destinatarios; otros galantes, que utilizó para sus conquistas amorosas. Cortesano ambicioso, pendenciero, imprudente, lujurioso y a menudo mendaz, al principio ganó la confianza de un jovencísimo Felipe IV al que acompañaba en correrías por los barrios bajos de Madrid. La enemistad del ascendente conde de Olivares (1), que veía en él un peligro, y las osadías de Villamediana en palacio le alejaron del rey. De compañeros en juergas pasaron a ser rivales: por un lado la pugna por doña Francisca de Tabora, amante del rey, y cortejada también por el conde; y por otro el rumor, convertido en clamor, de que el conde cortejaba a la propia reina Isabel, que le correspondía. Algunas anécdotas hablan sobre dicha relación: se cuenta que estando la reina asomada a un balcón del alcázar unas manos, desde atrás, taparon sus ojos:
    ─ ¡Estaos quieto, conde! ─dijo la reina creyendo que aquellas manos eran las de su amante, al tiempo que se daba la vuelta.
    La reina, rápida de reflejos, al ver la cara contrariada del rey por titularlo conde, añadió:
    ─No os extrañéis, acaso ¿no sois conde de Barcelona?


Meninas de Manolo Valdés. Doña Francisca de Tabora pudo ser
causa, entre otras de la rivalidad entre Felipe IV y el conde de Villamediana. 
    
    Si a estas audacias cortesanas se unen ambiciones políticas, las sospechas de Góngora parecen fundadas.

    Y todo en el poema apunta hacia el autor del crimen sin decirlo: Bellido Dolfos fue el asesino del rey de Castilla, Sancho II, durante el sitio de Zamora. Se supone, que el tal Bellido fue inducido a cometer el asesinato por doña Urraca, defensora de Zamora y hermana de Sancho, cuando aquel se ofreció al rey castellano para indicarle los lugares más vulnerables de las murallas zamoranas y, aprovechando un descuido, lo mató de un lanzazo.

    Bellido Dolfos fue el instrumento de la voluntad ajena, y ha quedado como símbolo de la violencia ordenada por tercero, y Góngora lo utilizó para involucrar al rey en el asesinato.

   Al anochecer del 21 de agosto de 1622, Villamediana iba acompañado de don Luis de Haro, amigo suyo, en coche de caballos, de regreso a su casa. De pronto un hombre, se cree que un tal Ignacio Méndez, aupándose al estribo del coche se asomó al interior y clavó una daga en el pecho del conde. La muerte fue casi instantánea. El agresor se dio a la fuga. Parece que hubo quien le ayudó en la huida. Nunca las investigaciones, obstruidas, llegaron a conclusión alguna. A Méndez, años después, Olivares ya conde-duque lo nombró guarda mayor de los reales bosques.

 (1) Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares añadió al título de conde el de duque dos años después del asesinato de Villamediana. Durante muchos años, hasta su caída, locura y muerte en Toro, dirigió los destinos de una España, en la cumbre del arte y las letras, que se desangraba en lo humano y en lo económico, tratando de mantener un imperio, que otros trataban de arrebatarle.

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AGOTES: UNA SEGREGACIÓN DEL PASADO

    Son conocidos como agotes, pero se ignora porqué se les llama así. También se desconoce su procedencia, aunque existen varias hipótesis sobre su origen: descendientes de fugitivos leprosos, grupos godos aislados en las montañas o antiguos seguidores de la herejía albigense huidos de Occitania. Algunos de los estudiosos del asunto apuestan por esta última como la más probable. Dicen que, convertidos al catolicismo, fueron acogidos por la Iglesia, pero despreciados por la sociedad.

    Sea cual fuere su origen, lo que sí conocemos es la ignominia a la que fueron sometidos. Habitaban en varios valles pirenaicos, pero donde se establecieron las mayores colonias fue en el valle del Baztán.

    Las primeras noticias que conocemos sobre su existencia proceden de los lejanos tiempos del siglo XIII, y desde que conocemos algo de ellos, sabemos que fueron discriminados, apartados de la sociedad. Su aislamiento propició una endogamia que, con el paso de las generaciones, dio lugar a taras. Enfermedades como el bocio y el cretinismo contribuían a incrementar el rechazo que pesaba sobre ellos. No se les permitía cazar en los bosques, pescar en los ríos, beber en las fuentes. Eran cristianos y la Iglesia los aceptó, pero no les dio un buen trato. En muchas iglesias tenían una puerta lateral, exclusiva para ellos. Dentro, también disponían de unos bancos especiales, y en algunos lugares al comulgar se les tendían las sagradas formas sujetas a un palo para no tener que acercarse a ellos. Los niños hijos de agotes eran bautizados en pilas distintas a las que usaban los niños que no lo eran. Vivían marginados, obligándoles a llevar una marca, y al morir también eran enterrados aparte.

    En el siglo XIV, en Arizcun, se construyó un barrio con el impulso de los Ursúa, una de las familias nobles del Valle del Baztán. Se le llamó Bozate. Desde entonces sería su hogar. Allí vivirían y morirían, marginados, despreciados; aunque no parece que sea cierta la especie de que los Ursúa o los Goyeneche, distinguidas familias de Arizcun los tuvieran sometidos a algún tipo de dominio personal.

    Unos cuatro siglos después, en los primeros años del siglo XVIII, don Juan de Goyeneche y Gastón, natural de Arizcun, pero asentado en Madrid, hombre emprendedor, promueve la fundación de un nuevo lugar. Le pondrá por nombre Nuevo Baztán, y estará llamado a ser un foco industrial, y su morada. Encargó a José Benito de Churriguera la construcción de la que, separada de Olmeda, sería villa y dispuso la llegada de agotes que, con fama de buenos constructores y carpinteros, contribuyeron a la construcción del palacio y de las industrias que durante casi un siglo, hasta su declinar económico, darían vida al sueño de Goyeneche, que al morir quiso ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier.

Panteón de hombres ilustres. Madrid.

    En 1817 el conde de Ezpeleta, virrey de Navarra, promulgaba el decreto de igualdad de los agotes. Parecían terminar setecientos años de oprobio; pero no sería así. La ignorancia o el temor de las gentes no se borraban con un decreto.

    Así, la situación de marginalidad perduró, con toda su crudeza, durante el siglo XIX, y aún en el XX habría episodios de intolerancia, parece que ya superados.

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