VIAJES EN TERCERA PERSONA: OPORTO

    El viajero ha entrado en Portugal por la frontera de Salamanca. Antes ha hecho parada en Ciudad Rodrigo. Sabía el viajero, antes de llegar a este pueblo con nombre de ciudad y apellido de caballero, que sería buena una visita(1). Está amurallada y rematada por castillo, pero es la plaza mayor, con su ayuntamiento plateresco a la cabeza, es decir en un extremo de la plaza y con los palacios de antiguos nobles a los lados, lo que da vida a la ciudad. De la plaza, bulliciosa, nace el camino que conduce a la catedral; que Ciudad Rodrigo es sede episcopal y tiene catedral, con coro de mucho mérito y otras cosas que no debe dejar de ver el viajero. Sobre el coro, a uno y otro lado dos órganos, uno grande y otro chico, distintos en tamaño, parejos en hermosura. El coro es una filigrana de motivos florales. El viajero se fija. En el asiento del obispo, sobre su respaldo, una talla de San Pedro dominando todo. En un asiento lateral, en la parte inferior de uno de sus brazos, discreta, un pequeña figura de un hombre en posición poco decorosa, que el viajero evitará describir, parece puesta allí como si quien la talló se burlara de quien encargó decorar la obra.

     El viajero una vez en Portugal ya no se detiene hasta llegar a Oporto, que es ciudad antigua, con edificios ennegrecidos por el paso de los años. Antes, para llegar a ella, en la ribera norte del río Duero, el viajero ha cruzado Vila Nova de Gaia. Hay allí modernos hoteles, centros comerciales, y en la ladera que desciende hasta la ribera sur del río las bodegas del famoso vino. Amarrados, los rabelos recuerdan como tiempo atrás eran traídos hasta las bodegas los racimos de uvas que Duero arriba se vendimian para confeccionar los caldos, que son variados: tintos, retintos, rubíes, blancos, Unos dulces, otros secos. Imitaciones de estos barcos rabelos, de recientes botaduras, sirven hoy para dar paseos a turistas bajo los arcos de los siete puentes que unen ambas márgenes del río. El viajero se mezcla y confunde con los turistas. Realiza el recorrido. Pasa bajo los modernos puentes; y sobre los antiguos: el de Luis I, construido por Teofilo Seyrig fue inaugurado en 1886, el de María Pía, una de las primeras grandes obras de Gustavo Eiffel, fue terminado en 1877. El viajero mira y decide adonde irá después con sus propios motores: en Vila Nova al monasterio de la Sierra del Pilar. Sabe que la UNESCO lo distinguió como patrimonio de la humanidad. Procurará subir al mediodía, con el Sol al sur. En Porto, a la Sé, con el palacio episcopal asomado al Duero.

Monasterio de la Sierra del Pilar.

   El rabelo atraca y el viajero se aplica a la búsqueda de un restaurante. Recorre la Ribeira y en una calle trasera, en los bajos de la antigua muralla fernandina, encuentra uno: aseado, coqueto y casi lleno de portugueses de buen aspecto. El viajero contento toma asiento en la única mesa libre. Una camarera, prototipo de lo que el viajero piensa es la raza lusitana, morena, bajita, regordeta y algo bigotuda, le atiende muy sonriente. El viajero pide bacalao y sardinas assadas, platos típicos que cree podrá comer al estilo local, y espera. Y vaya si espera. Una vuelta completa de la manilla grande del reloj tarda en tener la comida sobre la mesa. El viajero que ha protestado varias veces por la demora ha perdido el apetito, el tiempo y el humor. Pese a todo come: El bacalao esta bueno. Las sardinas, no. Enteras, sin limpiar, con las vísceras y la sangre dentro, casi crudas. No volverá a probarlas, aunque sí las volverá a ver así en platos ajenos.

    El viajero tiene poca digestión que hacer. Se dirige a la Catedral. Entra en ella, recorre sus dos naves laterales de arriba abajo y entra en el claustro. Es gótico y, como casi todo en Porto, tiene adornados sus muros con azulejos. El viajero verá muchos de estos retablos cerámicos en las iglesias de la ciudad. San Ildefonso, Santa Catalina, la Iglesia do Carmo forran con ellos sus muros exteriores. Identifican los terrenales templos con las alturas celestiales; y al viajero, descendiendo a latitudes más prosaicas, se le antoja que sirvan para impermeabilizar los edificios, donde, muy a menudo, la humedad atlántica cae del cielo cuando éste se torna gris. El viajero descubre después que muchos de estos azulejos son más recientes de lo que pudiera pensarse. Jorge Colaço fue uno de los artistas dedicados a estas decoraciones. Los azulejos de la céntrica Iglesia de Congregados y los paneles que decoran el vestíbulo de la estación de San Bento fueron obra suya. También los de la fachada de la iglesia de San Ildefonso, que en número de once mil, fueron pintados a mano por Colaço y colocados en 1932.

Iglesia de San Ildefonso.

   Al día siguiente, desde el terreiro da Sé el viajero, en un derroche de facultades, se deja caer por las escalinatas que como un dédalo descienden hacia la Ribeira. Sin querer, se aproxima a la base del puente de Luis I. Ve pobreza, casas humildes, todas tienen en su puerta una pila fregadero portátil. El viajero ve poca gente. Es pronto. Los gatos parecen ser los únicos despiertos a estas horas. El viajero asciende por otras escalinatas y llega al tablero superior del puente. Se dirige al centro de la ciudad, que esta cerca. Allí, el trasiego es grande. Ve la estación de San Bento, la Iglesia de los Congregados y desde la Plaza de la Libertad, la Avenida de Aliados con el ayuntamiento a su final; y la calle dos Clérigos con iglesia y torre del mismo nombre. Esta torre barroca, la hizo Nicolau Nasoni, el artísta italiano que en los años mil setecientos llegó a Oporto, y se quedó en él hasta el final de sus días, llenando la ciudad de buen hacer. Ya vio el viajero el atrio de la Sé, y ahora admira la Torre dos Clérigos, que fue el edificio mas alto de Porto durante mucho tiempo, y el viajero diría que sigue siéndolo si no fuera porque ha leído lo contrario.

Oporto. Torre dos Clérigos.        

    El viajero parte ya de Oporto. Es temprano. Se despide de la ciudad, pero a diferencia de otras ciudades parece ser contestado. Son las gaviotas, omnipresentes, que en esas nacientes horas del día parece, con sus gritos, devolverle el adiós.


Gaviota sobre la muralla Fernandina. La muralla recibe este nombre en recuerdo
del monarca, Fernando I el hermoso, en cuyo reinado concluyeron las obras.    
   
(1)
El caballero que dio nombre a la ciudad se llamaba Rodrigo Girón. Ayudó al  rey Alfonso VI a subir a su caballo tras una caída. Al auparlo rasgó las ropas del monarca arrancándole un jirón, que añadió a su nombre.
Safe Creative #1107069624143
Nota: Más fotografías de Oporto en Galería Fotográfica.

BORRACHINES

    Muchos han sido los personajes históricos de los que ha sido conocida su afición a la bebida, aunque alguno de ellos, por una de esas injusticias que la Historia consiente de vez en cuando, no bebiera. José Bonaparte, al que su hermano, el general corso que dominó Europa hizo primero rey de Nápoles y luego rey de España, fue objeto del malévolo ingenio de las clases populares, que no tardaron en buscarle un apodo con el que ofenderlo: Pepe Botella. Y es que, aunque no era un gran bebedor, era francés e invasor, como bien se encargó de recordarlo el poeta Bernardo López García unos años después en su poema “El dos de mayo”, una de cuyas estrofas hablan de la resistencia del pueblo ante el ejército invasor:

                        ¡Guerra! clamó ante el altar
                        el sacerdote con ira;
                        ¡Guerra! repitió la lira
                        con indómito cantar;
                        ¡Guerra! gritó al despertar
                        el pueblo que al mundo aterra;
                        y cuando en hispana tierra
                        pasos extraños se oyeron,
                        hasta las tumbas se abrieron
                        gritando: ¡Venganza y Guerra!

    Otro rey víctima de la bebida, aunque no por beber, fue el rey de Navarra Carlos II el Malo, que murió en 1387 a causa del aguardiente. Resulta que el valenciano Arnau de Villanova, prestigioso alquimista y médico de la época, sostenía que el aguardiente tenía grandes propiedades para el mantenimiento de la juventud, prevención de cólicos, curación de parálisis, fiebres y muchas otras dolencias. Carlos padecía alguno de los males que, aseguraba el médico, el aguardiente curaba, de modo que para favorecer la curación lo más posible, se envolvió al monarca en unas sábanas impregnadas del licor, que fueron cosidas para que el contacto con el elixir curativo fuera más intenso y permanente. La mala suerte quiso que durante las labores de zurcido de aquella especie de mortaja, una de las luces con las que se alumbraban los criados prendiera la sabana. Flambeado, Carlos acabó como un tizón, perdió sus enfermedades…, y la vida.

Arnau de Vilanova

    De todas las bebidas la de peor fama ha sido la absenta. Su inventor fue un tal Pierre Ordinaire, y fue destilada por primera vez en Suiza, a partir del ajenjo, en los últimos años del siglo XVIII. En el siglo siguiente fue ganando adeptos y mala fama. Se decía que causaba alucinaciones, delirios, que volvía locos a quienes la bebían, pero cada vez se consumía más. Se achacaba a sus principios tales efectos, lo cual puede ser en parte verdad, pero lo cierto es que sobre todas las causas de los efectos explosivos sobre la consciencia de sus bebedores está su altísima graduación alcohólica, hasta un 89% en volumen.

    A finales de siglo XIX muchos de los grandes pintores, escritores y artistas en general eran grandes consumidores de absenta; y muchos de ellos lograron algunas de sus grandes creaciones bajo los efectos del dicho licor.

    Toulouse Lautrec, el atormentado pintor francés, paticorto debido a una caída cuando, de niño, montaba a caballo, fue un gran bebedor de absenta, lo que no impidió, todo lo contrario, que sus mejores obras fueran ejecutadas durante las alucinaciones provocadas por el licor, que le llevaron a la locura y a una prematura muerte a sus treinta y seis años.

    Era la bebida de moda en el París de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Picasso, Degas, Rusiñol, Manet fueron grandes consumidores de absenta, que reflejaron en sus cuadros su afición. Y también Van Gogh, del que se dice, perdió una oreja por el corte que se dio a sí mismo durante una borrachera.

    También los escritores fueron víctimas de los efectos de dicho licor: Verlaine, Baudelaire, Wilde, Hemingway…empaparon su gaznate hasta el delirio.


    Se acabó considerándola una bebida perniciosa, sobre todo después de que en 1905, en Suiza, se produjera un suceso que conmovió a la sociedad: una familia entera fue asesinada por el cabeza de familia después de que éste, en una noche de juerga, bebiera todo tipo de bebidas, absenta incluida, hasta enloquecer. A partir de entonces los gobiernos de casi todos los países fueron prohibiendo la fabricación de la absenta. Suiza, el país donde se inventó, lo prohibió en 1908, Estados Unidos en 1912 y Francia en 1915.
Safe Creative #0908084219267

UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

     Es una de las obras maestras de la literatura, y sin embargo fue escrita en un tiempo récord. Apenas una semana necesitó Feodor Dostoievski para escribir una novela sobre un asunto del que el escritor sabía mucho.

    En el año 1866, Dostoievski se encontraba al borde del abismo. Dominado por la pasión del juego, había dejado pasar casi todo el plazo que su editor le había concedido para entregarle una obra a la que el escritor se había comprometido. Debía servir dicha novela para compensar, entre otras deudas, el anticipo que Dostoievski había recibido, y el contrato contemplaba una penalización durísima, casi leonina, para el caso de que llegado el vencimiento la obra no hubiera sido entregada: todos los derechos de las anteriores obras del escritor pasarían íntegros a manos del editor.

    Pocos días antes del plazo, fijado para el día uno de noviembre de aquel año, Dostoievski, desesperado, se confió a un amigo. Éste comprendió perfectamente el apuro del escritor. No tenía tiempo material para escribir la novela comprometida. Le aconsejó contratar una secretaria y dictarle la novela. Al día siguiente una jovencísima Anna Grigorievna comenzaba a copiar al dictado de un angustiado Dostoievski las tribulaciones de un jugador en los lugares en los que él mismo había estado: la alemana Wiesbaden, ahora en una ficción mezcla de fantasía y realidad Ruletemburgo, y París; narrando los entresijos de la pasión que dominaba la voluntad del protagonista de su novela, que bien podía ser él mismo.


   El día uno de noviembre Dostoievski se presenta en el despacho de Stellovski, el desaprensivo editor. No lo encuentra. Parece que ausentándose impide que el escritor cumpla su compromiso. Dostoievski acude a la comisaría de policía y deja el original de una novela en depósito, cumpliendo así su parte del contrato. La novela lleva por título “El jugador”.

     Anna se convirtió en su esposa. Una diferencia de veinte años de edad no fue suficiente para separarlos. Anna siempre a su lado, en las constantes recaídas en su vicio, en las persecuciones de los innumerables acreedores, que les acechaban por toda Europa, se mantuvo fiel. Y finalmente llegó el gran premio, el triunfo que todo jugador aún lúcido desea ganar: dejar de serlo. Fiodor Dostoievski lo consiguió. Con una casa propia, libre de los acreedores que le habían perseguido casi toda su vida, murió a sus sesenta años de edad.

    A esa misma edad falleció otro escritor, casi cien años después. Ésta coincidencia y el hecho de que ambos escribieran hablando de otros sobre asuntos que tan bien conocían por ser asuntos que ellos mismos sufrían, se puede decir que fue la única coincidencia.  

   Si Dostoievski precisó de una semana para escribir “El jugador”, Giuseppe Tomasi di Lampedusa se tomó toda una vida para escribir una única novela, El Gatopardo, la novela que, aparte sus aspectos históricos, habla de la decadencia de una clase social, cuyo trasunto es el ocaso de su propio linaje; y lo hizo en los últimos momentos de su vida. De hecho, el autor no llegó a verla publicada.

     Giuseppe Tomasi, nacido duque, también fue príncipe cuando heredó los títulos de la Casa Lampedusa. No tuvo una vida convencional Lampedusa. Se casó en Riga con Alessandra Wolff-Stomersee, una letona, también aristócrata como él, con la que convivió largas temporadas tras estar separados temporadas no menos largas. Ella en Riga, él en Palermo, convencido de su condición de noble, como el personaje de su novela, el príncipe Fabricio Salina, inspirado en un bisabuelo suyo, que ve como los garibaldinos ponen en peligro su estatus, que las cosas están a punto de cambiar, aunque sea para dejarlo todo igual; se dedica a sus estudios disfrutando de su anacrónica vida de aristócrata, seguramente madurando su gran obra, quizá sin saber que algún día la escribiría. Por suerte para nosotros, logró terminarla a tiempo.

Safe Creative #1006046510540

EL CANTO DE LOS ÁNGELES

    En el siglo XVI, el papa Paulo IV, haciendo una interpretación literal de lo dicho por San Pablo en la primera de sus epístolas a los Corintios, prohibió que las mujeres participaran con su voz en los oficios y cantos religiosos; pero las necesidades corales seguían exigiendo voces con tonos altos, y fueron los niños los encargados de tales menesteres, al principio; pero los niños, por naturaleza, se hacían hombres, sus voces cambiaban, se hacían graves, inservibles como coros angelicales. No había pasado medio siglo desde que Paulo IV impidiese oír voces femeninas en los templos cuando otro papa, Clemente VIII, consentía lo prohibido por las leyes canónigas y civiles, justificando la castración “a mayor gloria de Dios”.

    Al tiempo, con los modos barrocos, la ópera adquirió fama y difusión durante el siglo XVII por toda Europa. Primero en Italia, luego en Alemania, España, Francia. Los castrati eran los sujetos ideales para la interpretación de las piezas destinadas a las sopranos femeninas. Los desgraciados, privados de su hombría, mantenían su fina voz infantil de modo permanente, sus voces eran más potentes, con unos registros incluso superiores a los femeninos y gracias a su mayor capacidad pulmonar, eran capaces de mantener una nota durante más de un minuto sin necesidad de aspirar más aire.

    Aunque se conoce algún caso desde el siglo XII, no fue hasta entonces cuando los castrati se hicieron famosos. Solicitados por los mejores teatros, fueron muchos los dedicados al bel canto. Nacía el fenómeno de los castrati, de los que hubo muchísimos, anónimos la mayoría, que fallecieron durante la operación o que, ya mutilados, no alcanzaron las expectativas que otros pusieron en ellos, convirtiéndolos en seres traumatizados. La cantera de voces era inagotable. Los niños enviados por sus padres al cirujano eran generalmente de familias humildes. Esperaban que el sacrificio al que iban a someter a sus hijos sirviera para hacerles ricos. De los que sobrevivían, la mayor parte tenía su destino en el coro de una iglesia; sólo unos pocos lograrían dejar sus nombres escritos en las enciclopedias.

    Carlo Broschi fue uno de ellos. Nació en las cercanías de Nápoles. Contrariamente a lo que era corriente, su familia era acomodada, pero la prematura muerte de su padre complicó la situación económica de la familia y posiblemente fuera la causa de que sobre el joven Carlo, aún niño, cayera el filo del cirujano. Educado por el maestro Nicolás Porpora, Carlo resultó un alumno aventajado. Él mismo adoptó el nombre de Farinelli, con el que pasaría a la posteridad. Cantó en Nápoles, Venecia, Viena, Londres…, su fama le precedía. En 1737, con treinta y dos años, en la cima de su fama, Isabel de Farnesio, segunda mujer del enloquecido Felipe V, lo trajo a España. El rey aliviado de su locura por los trinos del cantante no lo dejaría volver a su Italia natal. Farinelli se ganaría su confianza. Polifacético, no sólo cantó. Asesoró a los reyes en muchos asuntos, artísticos y de toda índole: los jardines de Aranjuez serían remodelados por él. Al morir Felipe, su hijo Fernando VI lo retendría en España haciendo las delicias de éste y de doña Bárbara de Braganza, la reina. Tras más de veinte años de servicio a los Borbones, otro rey de esta dinastía, llegado para ocupar el trono de España desde Nápoles, la tierra del cantante, lo despidió diciendo: “Los capones no los quiero más que en la mesa”. Farinelli volvió a Italia, donde retirado vivió los últimos veinte años de su vida, muriendo en Bolonia en 1782.

Carlos III

   El siglo XIX marcó el declive de las interpretaciones operísticas de los castrati. José Bonaparte, prohibió, siendo rey de Nápoles antes que de España, la enseñanza de los estudios musicales a los castrati en los conservatorios napolitanos. La práctica de la castración, siempre prohibida, casi siempre tolerada, se veía como abominable. Los castrati dejaron los teatros. Ya sólo se les podía escuchar en los coros de las iglesias. A finales del siglo XIX, únicamente en la capilla Sixtina, hasta que en 1902 el papa León XIII prohibió también allí la participación del último de los castrati, Alessandro Moreschi, que aún siguió cantando hasta su definitiva retirada en 1913. Moreschi falleció en Roma, su ciudad natal, a los 64 años, olvidado y solo; sin embargo, resistiéndose al olvido quiso que la posteridad le recordara.

    Entre 1902 y 1904, Moreschi realizó una serie de grabaciones que han llegado hasta nosotros. En ellas se puede apreciar su peculiar voz. Son el testimonio de un fenómeno que, aunque muy antiguo, tuvo en los siglos XVIII y XIX su máximo esplendor: un oropel cubriendo la miseria humana. 
Safe Creative #0908084219519
Nota: En el siguiente enlace se puede escuchar, en la voz de Alessandro Moreschi, el Ave María de Bach en una grabación de 1.904 que, con independencia de las consideraciones de todo tipo que puedan hacerse, es un histórico documento sonoro de grandísima importancia: http://youtu.be/slhhg8sI6Ds

MÁRTIRES

    En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron las persecuciones, de las que fueron causa el empecinamiento de algunos fieles por mantener sus creencias. La Iglesia reconoció su sacrificio y les otorgó laureles. Los hechos de sus vidas llegan a nosotros en hagiografías y sus figuras en iconos colocados en los altares de los templos con la palma del martirio entre las manos.

   De Santa Librada se sabe que es protectora de las embarazadas, que ella y sus ocho hermanas, según la tradición, nacieron de un mismo parto, y que la madre, avergonzada, pues en aquellos tiempos se creía que los partos múltiples eran consecuencia de relaciones promiscuas, ordenó que las niñas fueran arrojadas al río, pero la sirvienta, que debía cumplir el encargo, desobedeció la orden y las recién nacidas acabaron bajo la tutela del obispo de Braga, San Ovidio. Al fin fueron detenidas, pero lograron escapar, dispersándose. Poco a poco serían capturadas y poco a poco muriendo mártires.

     En la catedral de Sigüenza existe una urna, que se asegura contiene los restos de la mártir. El irreverente Camilo José Cela contó lo que le pedían a esta santa las mujeres que acudían a su capilla, donde se le venera, cuando se les acercaba el feliz, pero doloroso momento del parto: “Santa Librada, Santa Librada, que sea tan grata la salida como la entrada”.

   Los tiempos del emperador Diocleciano fueron de gran tribulación para los cristianos, y en España, Daciano, enviado por emperador para dirigir la persecución, fue el guardián de la fe pagana. El prefecto Daciano nada más cruzar los Pirineos fue dejando el rastro de su crueldad sobre quienes profesaban la nueva religión monoteísta, contraria al paganismo del imperio. Era la respuesta de la autoridad romana, en un momento de inestabilidad, ante cuanto se oponía a la figura teocrática del emperador.

     Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona. Sus restos se conservan en una urna depositada en la cripta que hay bajo la capilla mayor de la catedral. Se dice de ella que fue hija de familia acaudalada y que fue educada en la fe cristiana. Bien jovencita, cuando apenas contaba trece años, se presentó ante las autoridades romanas protestando por las injusticias cometidas sobre cristianos que no hacían mal a nadie. Fue detenida y sometida a todo tipo de suplicios hasta morir. Daciano fue el responsable. En recuerdo de los escasos trece años que tuvo de vida hay en el claustro de la catedral de Barcelona trece ocas. Quien visite la Ciudad Condal, y vaya a su catedral, podrá verlas corretear por el jardín o nadar en el estanque del claustro, ajenas al trajín que les rodea y a la curiosidad de sus admiradores, visitantes del templo, que no dejan de fotografiarlas.

Ocas de la catedral de Barcelona

      En la misma época y torturado por el mismo personaje que dio suplicio a la niña Eulalia, San Vicente fue objeto de las mayores torturas imaginables. Vicente había nacido en Huesca. Nombrado diácono, estaba en Zaragoza con el obispo de dicha ciudad, Valero, que también sería santo, cuando llegó a la romana Cesar Augusta el prefecto Daciano. No le faltó tiempo para detener al prelado y a su diácono. Les conminó a renegar de su fe y, viendo fallidos sus intentos, decretó una penosa marcha a pie hasta Valencia de los dos detenidos. Al llegar, con las fuerzas mermadas, prosiguió el castigo. El obispo Valero, tartamudo, pidió a su diácono que usara su voz para manifestar la inquebrantable fe de ambos, y Vicente así lo hizo. Daciano, indignado, desterró a Valero y aplicó toda su crueldad sobre Vicente, que debió soportar penalidades insoportables: azotado, sus carnes desgarradas, descoyuntados sus huesos y confinado en un calabozo con el suelo cubierto de guijarros cortantes, Vicente resistía cuantos castigos se le infligían sin mella en su fe y sin que la vida quisiera abandonarle pese a lo cruento de los suplicios a los que era sometido. Por fin se le introdujo en un horno, y su cuerpo, sin vida, arrojado en un campo para ser devorado por las alimañas; pero el cadáver de Vicente fue defendido por un cuervo. Daciano al conocer lo sucedido ordenó se arrojara el cuerpo de Vicente al mar, atado a una rueda de molino, pero el mar devolvió el cuerpo. En la playa  de Cullera el cuerpo del mártir fue recogido por sus seguidores, que le enterraron y comenzaron a venerarlo(1). Hoy sólo un brazo incorrupto del Santo mártir se conserva. Está en una capilla, en la girola de la catedral de Valencia desde hace unos cuarenta años, por donación del doctor Pietro Zampieri, que lo poseía.

Catedral de Valencia. Brazo incorrupto de San Vicente Mártir.

      Sólo diez años después de los martirios de Eulalia y Vicente, con el edicto de Milán promulgado por  Constantino en 313 daría comienzo  la tolerancia del culto cristiano en el imperio.


(1) Los restos del Santo no han sido encontrados desde que, enterrados en Valencia, fueron ocultados ante la invasión árabe. Cierta leyenda dice que, en una barca guardada por cuervos, los restos arrojados al mar en Valencia llegaron hasta Lisboa, doblando el cabo que llevaría su nombre. En la Sé lisboeta hay una urna en la que se asegura están los restos del Santo; aunque lo cierto es que se cree que éstos están enterrados en el subsuelo de Valencia. Varios intentos se han realizado para encontrarlos. Todos infructuosos. Es posible que el crecimiento urbano haya destruido el lugar del enterramiento. No sería imposible, incluso, que una de las líneas del “metro de Valencia” que pasa muy cerca del lugar donde siempre se le veneró arrasara el lugar.
Safe Creative #0909134527363
Related Posts with Thumbnails