LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

   Cuando a finales del siglo XI los turcos seljúcidas conquistaron Jesusalén, arrebatándoselo a los árabes, sustituyendo la tolerancia que estos tenían con los cristianos en sus peregrinaciones a Tierra Santa por la intransigencia y el vandalismo, el papa Urbano II predicó la Santa Cruzada al grito de “Dios lo quiere”. Dos grupos, casi simultáneamente, se dispusieron para tal labor. Uno, anárquico, promovido por Pedro el Ermitaño, estaba formado por gentes del pueblo, que se alistaron con buenas intenciones, a las que acompañaron toda clase de aventajados, ladrones, buscadores de fortuna, prostitutas, y que terminó en desastre. Otro, organizado, compuesto por caballeros, dirigido por Godofredo de Bouillon, que contaba con la bendición papal, también seguido por una cohorte de buscavidas; pero que al fin llegó a Jerusalén liberándolo.

    En los siglos siguientes se sucederían hasta siete cruzadas más con mayor o menor éxito. La más celebre, aparte la inaugural, fue la tercera; y ello por la personalidad de sus protagonistas: fue la cruzada de Federico Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto de Francia contra Saladino, que había recuperado Jerusalén en 1187 para los musulmanes. Otra, de las más ignoradas, sin ordinal que la coloque entre las reconocidas, aunque sucedida poco después de la cuarta, situada entre el mito y la realidad fue la que se ha venido en conocer como “La cruzada de los niños”.

Inocencio III. Iglesia del Temple. Valencia.

    En 1212, mientras en España Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón triunfaban en la batalla de las Navas de Tolosa, con el apoyo del papa Inocencio III, que daba al conflicto carácter de cruzada, en Francia, un muchacho de Vendôme decía haber recibido el mandato divino de reclutar un ejército que reconquistase Tierra Santa. Niños de todas las edades abandonaban sus familias sin atender los ruegos de sus padres. El grupo aumentaba sin cesar. Se le añadían también adultos. No estaban bien organizados cuando comenzaron la marcha. Su intención era llegar al sur de Italia y embarcar; pero en Marsella el joven francés al que se le habían unido más de treinta mil personas, casi todos niños, pero también adultos, gentes humildes, desheredados y aventureros conoció a dos comerciantes con los que negoció la contratación de siete barcos con los que llegar a Tierra Santa. Como le ocurrió a Pedro el Ermitaño en la primera cruzada, la aventura se malogró. Los mercaderes llenaron los barcos con cuantos niños cupieron en ellos y desembarcándolos en Egipto fueron vendidos como esclavos. Los comerciantes, años después, durante la sexta cruzada, fueron capturados y ajusticiados. Otra versión de esta historia, parece que, igualmente real,  pero que orilla como la anterior la ficción, sitúa el punto de partida en Alemania, con itinerario parecido y resultado similar al de la expedición que partió de Francia. Estos, también en número de varios miles, se dirigieron a Brindisi, en el talón de la bota de Italia. Allí, diezmados por la dureza del viaje, fueron convencidos por el Obispo para que retornaran a sus casas.

    Las dos aventuras están condimentadas con grandes dosis de fantasía: desde el número de participantes, los itinerarios seguidos por los grupos que, según versiones, los hacen discurrir por Marsella, Génova o Brindisi, hasta el destino de los desgraciados niños vendidos como esclavos en Argelia, Túnez o Egipto.

    Al fin, el recuerdo de la cruzada de los niños y una leyenda algo posterior sobre unos hechos sucedidos en el pueblo alemán de Hamelín perduraron a lo largo de los siglos,  y sirvió de inspiración a distintos autores, hasta que los hermanos Grimm la popularizaran  como un cuento infantil.
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¡QUE APROVECHE!

    Con el desarrollo de la inteligencia y el nacimiento de la civilización la necesidad del ser humano por comer acabó convirtiéndose en un arte. Aprendió, primero, a cocer los alimentos, de modo que le resultaran más digestivos, después a cocinarlos de distintas formas para satisfacer el gusto. Nacía un nuevo arte: el culinario.  El hombre había encontrado el modo de deleitarse comiendo.

     Al desarrollo de este arte los hombres han destinado muchos esfuerzos. Algunos han conseguido tal éxito que su obra ha trascendido; pero tanto a los anónimos como a los  notorios les rendimos homenaje a diario cuando nos sentamos a la mesa y paladeamos lo que un día inventaron.

    En España fue notable el trabajo de Francisco Fernández Montiño, cocinero mayor de Felipe IV. Gran innovador, inventó incontables platos. En 1662 se editó su obra: “Arte de la cocina, pastelería, bizcochería y conservería”. Fuera de España, quien destaca sobre todos los demás es el francés Anselmo Brillat Savarin, cuyos apellidos han llegado a identificarse con el arte culinario. Abogado, magistrado y diputado, huyó de Francia en los tiempos del Terror. Fue un bon vivant, aunque no todos se lo reconocieran, y  lo demostró con la publicación de su libro “Fisiología del gusto” en 1825, verdadero compendio del buen comer y vivir.

    Mas el arte culinario necesita de compañero: el del buen yantar. No existiría aquél si no hubiese demanda de éste, pero con frecuencia el buen comer, el deleite que produce la moderación, se transforma en gula, una glotonería imparable de consecuencias inciertas.

    El emperador Carlos V fue un gran comedor. Pese a su prognatismo, comió bien durante toda su vida. Ello fue causa de su insoportable gota, la que le llevo a decir en cierta ocasión: “Que bien dormiría yo sin Lutero y sin la gota”. En sus últimos años después de abdicar se instaló en Yuste, allí se dedicó a coleccionar y arreglar relojes, su gran afición, y a comer. Le preparaban la famosa “olla podrida”, cuyo sorprendente adjetivo es una corrupción de  “poderosa” por la gran cantidad de ingredientes que contiene. Su apetito era insaciable. Dicen que un criado, desanimado,  se atrevió a decirle al ver su constante insatisfacción: “No sé como complacer a vuestra majestad, como no sea haciendo un plato de relojes”. 



    Otras veces las consecuencias son fatales: el duque Luis de Vendôme, primo del rey de Francia Luis XIV, mariscal de campo, participaba en la Guerra de Sucesión española al servicio de la causa borbónica. De vida desordenada y licenciosa, se dio a los excesos. Se estableció en Vinaroz, población reconocida por la calidad de sus pescados y mariscos y, allí el 10 de junio de 1712 un empacho de langostinos le produjo una digestión tan pesada que no pudo hacerse otra cosa que enterrarle. Sus restos fueron sepultados en la iglesia parroquial de Vinaroz hasta que Felipe V, rey, ordenó el traslado de sus restos al Escorial, en cuyo panteón de infantes quedaron depositados.

    En ocasiones el comensal no es el responsable de su fatal destino. El infante Alfonso de Castilla, hermanastro del rey Enrique IV al que la Historia ha venido a llamar “el Impotente”, fue proclamado rey en la farsa de Ávila. En la ciudad de las murallas se erigió un estrado. En él se colocó un muñeco de trapo, vistosamente vestido y con una corona sobre la cabeza. Representaba al rey Enrique. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, que había servido antes al rey, ahora estaba enfrentado a él. Tenía gran influencia y la aprovechó: en presencia del infante Alfonso, el monigote que representaba al rey fue destronado y el infante proclamado rey. Ultrajado el rey en dicha función la guerra civil fue inevitable. En Olmedo se libró una batalla en 1467,  la segunda que ocurría en dicho lugar,  con victoria de Enrique. Tras ella se pactó una tregua. Los planes del marqués se torcían. Para mantener su influencia trató de concertar el matrimonio de su hermano con Isabel, la hermanastra del rey, pero su hermano falleció. Al poco también murió el infante Alfonso. Hay dudas sobre quién ordenó su muerte. Se sospecha del marqués, pero no hay dudas sobre como murió. El infante, muy aficionado a comer empanados murió envenenado al comer unas truchas rebozadas.

Nota: Las causas que llevaron al episodio de “la farsa de Ávila” y el desenlace de las guerras civiles que la siguieron puede leerse en “Dos mujeres en guerra”.
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ISLAS MISTERIOSAS

   En la novela, llevada tres veces al cine, “Rebelión a Bordo” Fletcher Christian, el segundo piloto de la fragata británica Bounty, se apodera del barco y, con la tripulación que le apoya en el motín, inicia la búsqueda de un refugio seguro. De ese refugio se habla en el tercer libro de la trilogía de la Bounty, “La isla de Pitcairn”. En dicho libro Charles Nordhoff y James Norman Hall cuentan como Christian descubre casualmente que la isla estaba mal ubicada en las cartas de navegación y por tanto que el encuentro fortuito del peñón  iba a suponer la conquista de un hogar seguro en el que ocultarse de sus perseguidores. Había encontrado una isla fantasma, y prueba de la “inexistencia”, en aquellos momentos, de la existente isla, es que los amotinados y los indígenas de Tahití que les acompañaron no fueron encontrados hasta casi veinte años después de haber llegado a ella. El mercante norteamericano Topaz, a cuyo mando estaba el piloto Mayhew Folger encontró durante su singladura en busca de focas una isla. Mayhew miró en las cartas y en el lugar en el que se encontraba no aparecía tierra alguna. Pero allí estaba, delante de él. La isla resultó ser Pitcairn. Allí, en 1808, sólo quedaba con vida uno de los amotinados, que relató a Folger la historia que nos ha llegado: la huida a bordo de la Bounty y las trágicas jornadas que se vivieron en la isla. Hoy, cuando la isla está señalada con precisión en todas las cartas marinas, se puede asegurar que lo que sucedió, contado por  Alexander Smith, el único superviviente, fue cierto, al menos en parte. Smith fue indultado y cambió su nombre por el de John Adams. El puerto de la isla lleva su nombre, Adamstown, en recuerdo suyo y la mayoría de los habitantes de la isla son descendientes de aquellos amotinados y de los tahitianos que les acompañaron.

    Pero no todas las islas divisadas en alguna ocasión han podido ser cartografiadas ni determinadas sus coordenadas geográficas. Sigue habiendo enigmas que no han sido esclarecidos.

  En el mismo océano Pacífico, más cerca del continente americano, se encuentra la isla de Pascua. Cerca de ella, en 1879, el buque Podestá, de bandera italiana, avistó una isla. Los italianos le dieron nombre. La llamaron Podestá, como el barco con el que la habían descubierto. Fijaron sus coordenadas y fue incluida en las cartas de navegación. Nunca más volvió a verla alguien. En 1935 fue suprimida de las cartas marinas. Otro tanto le pasó a la isla de Sarah Ann, también en el pacífico, también cerca de la de Pascua. En 1937 se iba a producir un eclipse total del Sol. La isla de Sara Ann estaba en la órbita del eclipse, lo que la convertía en un magnífico observatorio. Buques de la marina norteamericana la buscaron en 1932 con tal fin. La isla no fue encontrada y finalmente fue eliminada de los mapas.

   Algunas islas desaparecidas lo han sido por causas naturales. En el Pacífico, cerca de Rarotonga, estaban las islas Tuanaki. Las islas estaban habitadas por polinesios. En 1844 un barco misionero que se dirigía a ellas llegó al lugar donde debía encontrarlas y no las halló. Se cree que se hundieron a causa de un terremoto ocurrido por aquellas fechas. Que las islas existieron quedó constatado durante mucho tiempo gracias a los testimonios de algunos de los habitantes del archipiélago que habían emigrado a islas cercanas y que durante muchos años, incluso ya en el siglo XX, contaban historias de las islas desaparecidas.

Isla de Mouro, frente a la bahía de Santander. Una isla muy real.

    También España cuenta, aunque irreal y legendaria, con su isla fantasma: San Borondón. A veces situada cerca de Irlanda, en el siglo XIII ya estaba dibujada en las cartas marinas en las cercanías de las Canarias. A lo largo del tiempo muchos aseguraron haberla visto: en el siglo XVI navegantes portugueses dijeron haberla visitado, en el XVIII muchos afirmaron verla desde tierra firme durante largo rato hasta desaparecer envuelta en una nube. Pero en el siglo XX, con moderna instrumentación, también ha sido detectada. Varios pilotos aseguran haberla visto desde sus aviones y detectada por los radares de sus aparatos. En 1991 se dice que una embarcación de pasajeros colisionó con un objeto desconocido. Las consecuencias del impacto fueron serios daños en la embarcación y siete heridos. Se inició una investigación cuyos resultados fueron tan equívocos como los de otra debido a una colisión similar ocurrida al año siguiente. La isla, quizás un espejismo producido por condiciones atmosféricas especiales, sigue siendo un misterio, que de tarde en tarde da señales que, crédulos de fantasía desbordante tratan de convertir en realidad.
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