Pio XII fue elegido papa el 2 de marzo de 1939, cuando Mussolini llevaba mandando en Italia 17 años y Hitler 6 años en Alemania, cuando faltaba un mes para que Franco hiciera lo propio en España y cinco meses para que, con la invasión de Polonia, comenzara la Segunda Guerra Mundial: una situación internacional compleja con unos países democráticos débiles, contemporizando ante la agresividad de las potencias del Eje.
Se le tiene por unos como un gran diplomático, que hizo lo que pudo; que puso la diplomacia vaticana, con toda su sutileza, en lucha con el poder nazi. Así se lo reconoció Israel después de la guerra, y durante mucho tiempo. Einstein y Golda Meir así lo hicieron.
* * * * *
Su salud nunca había sido buena, y en los últimos años había empeorado sobremanera. Era Pío XII de carácter hipocondríaco, y esto posiblemente favoreció que somatizara dolencias irreales, pero fue su médico Ricardo Galeazzi Lisi quien se aprovechó de su enfermedad y sobre todo de su agonía. Con su decidido e inmoral comportamiento se aprovechó de la amistad brindada y abusó de la bondad innata de un hombre, Eugenio Pacelli, para sus propios intereses.
Se le tiene por unos como un gran diplomático, que hizo lo que pudo; que puso la diplomacia vaticana, con toda su sutileza, en lucha con el poder nazi. Así se lo reconoció Israel después de la guerra, y durante mucho tiempo. Einstein y Golda Meir así lo hicieron.
Otros le acusan de ambigüedad ante el problema judío, por insuficiente resistencia o colaborador incluso, por su pasividad, en la “solución final”; aunque esta postura crítica nació a raíz, fundamentalmente, pues antes apenas hubo contestación a lo hecho por Pio XII, de la publicación en 1962, en plena “guerra fría”, de la obra “El vicario” del alemán Rolf Hochhuth.
No es objeto de esta “Historia de un hombre confiado” entrar en cuestiones tan controvertidas ─quizás en otro momento─ que posiblemente la Historia, más reposados los ánimos, interprete con objetividad en el futuro.
* * * * *
Su salud nunca había sido buena, y en los últimos años había empeorado sobremanera. Era Pío XII de carácter hipocondríaco, y esto posiblemente favoreció que somatizara dolencias irreales, pero fue su médico Ricardo Galeazzi Lisi quien se aprovechó de su enfermedad y sobre todo de su agonía. Con su decidido e inmoral comportamiento se aprovechó de la amistad brindada y abusó de la bondad innata de un hombre, Eugenio Pacelli, para sus propios intereses.
La avanzada edad del pontífice mermaba sus fuerzas físicas, pero no queriéndose resignar a las limitaciones que su cuerpo le imponía, trataba de mantener su actividad invariable. Las ventanas de sus aposentos se veían iluminadas hasta altas horas de la madrugada.
Médicos, casi curanderos por los métodos utilizados, se cebaron en él. Un tratamiento para fortalecer sus encías provocó un endurecimiento del paladar y del esófago. Era sólo un eslabón en la cadena de infortunios que debería sufrir el pontífice. En 1950, durante una celebración litúrgica sintió un desfallecimiento. Se temió por su vida, pero se recuperó, si bien quedó de manifiesto, a partir de entonces, su debilidad vascular, lo que se comprobó unos años después, cuando en 1954 nuevas indisposiciones pusieron en vilo a la cristiandad, siempre atenta a la salud del vicario de Cristo. Sea por la fortaleza interior que le impulsaba a permanecer en su puesto, sea por el tratamiento que se le administró, consistente en extractos de tejidos de cordero, el caso es que Pío XII se recuperó, como él mismo había anunciado, tras haberlo sabido gracias a una visión. El papa se mantenía en su puesto, activo y prolífico en la edición de todo tipo de escritos, lúcido y confiado en su misión, pero en 1958 la salud del papa se vio de nuevo amenazada por la enfermedad.
Su médico, Ricardo Galeazzi Lisi, viendo próximo el final, habló con el papa. Éste veía con cierto reparo las operaciones que se practicaban sobre los cadáveres para llevar a cabo el embalsamamiento, así que no le resultó difícil al desaprensivo médico convencerle para que permitiera, tras su muerte, inyectarle una especie de suero inventado por otro médico, el doctor Nuzzi, que aseguraba impedía la corrupción del cuerpo por espacio de un siglo. Se evitaba de esa forma la extracción de órganos.
En octubre de 1958, tras una serie de noticias contradictorias, el papa entró en coma y el día nueve de ese mes expiraba en Castelgandolfo. Su médico, de inmediato, propuso el tratamiento previsto. Dijo que el papa le había dado su conformidad. De nada sirvieron las protestas de la madre Pascualina, la fiel monja que desde los tiempos de la nunciatura de Eugenio Pacelli en Munich le acompañaba(1).
Si en los últimos años de su vida había sufrido los excesos de sus médicos, tras morir, esos mismos abusos provocaron reacciones que nadie habría podido imaginar. Se inyectó el preparado previsto. Los efectos no pudieron más catastróficos. El cuerpo del papa fue cubierto por un papel de celofán, quizá para impedir la fuga de los preparados aplicados al cadáver, quizá para impedir, en lo posible, el hedor que comenzaba a emanar. El cuerpo se tornó violáceo, comenzó a exhalar fuertes olores que hacían insoportable a la guardia su permanencia junto al cuerpo, por lo que debían ser relevados con mucha frecuencia y, al fin, ante tal desastre y el inminente traslado al Vaticano para su multitudinaria exhibición se procedió a recomponer el maltrecho rostro.
No contento con la chapuza practicada, Galeazzi llegó al culmen de su indecencia vendiendo, por una importante suma de dinero a una revista francesa de gran tirada, unas fotografías que, con una pequeña cámara, había logrado hacer en los últimos momentos de la agonía del sumo pontífice. Aunque sólo llegó a publicarse una de ellas, el asunto supuso un gran escándalo. Galeazzi se defendió, negó haber hecho las fotografías. No fue creído. Un tribunal decretó su expulsión del cuerpo médico. Unos años después Galeazzi escribió unas memorias de sus experiencias con el pontífice, que fueron vendidas, y éstas sí publicadas.
(1) La madre Pascualina Lehnert fue ama de llaves, pero también persona de confianza del papa Pacelli. Su preclara inteligencia fue muy apreciada por Pío XII, y por lo mismo muy rechazada, salvo excepciones, por el resto. Prueba de ello fue el exilio de Roma al que se le obligó nada más morir el papa.