DE LAS CAMPANAS

    Se han instalado en lo alto de torres campanarios para que su sonido llegara a todos los lugares de las ciudades y pueblos en los que se las hacían doblar, y así, por su tamaño, su sonido o por el propio campanario en los que se ubican, muchísimas tienen nombre y algunas han adquirido fama. Toledo tiene una de ellas: la campana gorda. De ella se dice:

                         Para campana grande, la de Toledo
                         que caben siete sastres y un zapatero
                         y tocando a maitines el campanero.

    Aunque no sólo las grandes ciudades, con grandes catedrales, tienen campanas famosas. Pequeños municipios también presumen de ellas y de las torres que las albergan. Jérica es un pueblo de la provincia de Castellón. Tiene una sola iglesia;  pero del pueblo, de la iglesia y de sus campanas dicen: 
         
                               Jérica tiene una torre
                               orgullo del mundo entero
                               cuando suenan sus campanas
                               parecen las de Toledo.

   Algunas campanas son famosas sin haber existido. La legendaria campana de Huesca nunca existió, aunque se la pueda ver en un cuadro. En el ayuntamiento de Huesca hay un lienzo en el que se ven una serie de cabezas decapitadas, formando un círculo en el suelo, sobre las que, colgando de una cuerda, a modo de badajo, hay otra. Representan una campana, la de Huesca, en la que José Casado del Alisal se inspiró para pintar un cuadro en 1880, basándose en una leyenda aparecida por primera vez en el siglo XIV, en la Crónica de San Juan de la Peña:
   
    Ramiro II
reinaba en tierras de Aragón. El reino estaba sumido en el desorden. El rey, incapaz de restituir el gobierno, pidió consejo.  Recurrió al abad del monasterio en el que había tomado votos tiempo atrás, hecho por el que la historia le daría el sobrenombre de “el Monje”. El enviado del rey fue llevado a presencia del abad. Éste le condujo a la huerta del convento. Allí, ante un campo de coles, el abad comenzó a cortar todas las que sobresalían sobre las demás. El abad instruyó al enviado del rey: “Cuéntale lo que has visto”, y sin decir nada más lo despidió. El rey, al conocer lo sucedido, comprendió el mensaje de su antiguo maestro. Anunció su propósito de construir una gran campana. Sería tan grande que su doblar se escucharía en todo el reino. Ordenó que las Cortes se reunieran para aprobar el proyecto; pero conforme entraban los nobles díscolos en la sala eran detenidos y decapitados. Sin oposición, el gobierno y el orden fueron repuestos.





    Aunque el relato es fantástico, sí tiene una procedencia histórica. Se conoce que, durante el breve reinado del Ramiro II, hubo una revuelta, que fue sofocada con dureza por el monarca, y que al menos siete nobles fueron ejecutados.

     Normalmente ancladas a los muros interiores de altas torres, las campanas, desde muy antiguo, han sido usadas para avisar de cuanto había sucedido, ocurría en ese momento o iba a suceder en un futuro inmediato; para ello se usaban distintos toques. Así, se podía advertir del fallecimiento de alguien, de la llegada de algún personaje, de la celebración de algún acto, de oficios religiosos, o servía de aviso de alguna catástrofe y llamada de socorro.

    Su volteo varía según la parte del mundo donde se les hace sonar. En España e Hispanoamérica, el volteo es completo. Sujetas por armazones o yugos, casi siempre de madera, llamados truchas, los campaneros las hacen girar completamente por medio de gruesas maromas, llegando a quedar las campanas en posición invertida mientras se produce el giro. En el resto del mundo el movimiento de las campanas suele estar limitado a un balanceo, el llamado medio vuelo. Un movimiento pendular que hace que el badajo golpee a uno y otro lado de la campana.


     También han recibido usos impropios, como el que se les dio a las campanas de Santiago de Compostela que, expoliadas por Almanzor en su campaña de Galicia, fueron llevadas a Córdoba, donde, puestas del revés, fueron usadas como luminarias. Fernando III, tras la reconquista de la antigua ciudad califal, ordenó restituir las campanas a su lugar de origen y promovió su devolución a la ciudad del Apóstol. Las campanas una vez en manos cristianas fueron entregadas  al arzobispo de la ciudad compostelana Juan Arias. Sucedió el 25 de agosto de 1240. Las campanas de Compostela habían estado en Córdoba 243 años.
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POR LA GRACIA DE DIOS

    Así decían las monedas en España hasta el reinado de Alfonso XIII, y aún después, durante la dictadura. Y no sólo en España. También otros países hacían constar tal designio en sus acuñaciones.

    En unas sociedades en las que, salvo diferencias sobre asuntos muy concretos, la Iglesia y la monarquía han ido de la mano por el mismo camino, muchas veces lo han hecho en vehículos distintos. Y mientras la Iglesia ha procurado influir, por la gracia de Dios, en la voluntad de los reyes, éstos han tratado de hacer lo propio en la designación de los directores de las almas: regalismo o galicanismo fueron sus éxitos en la lucha con la jerarquía eclesiástica.

   De lo equivocado de algunos designios reales por decisión de los hombres, por más que éstos traten de involucrar en ellos a Dios, la Historia nos pone ejemplos continuos. El mal gobierno de los entronizados o la pésima elección de algunos consortes elegidos lo demuestran.


    Luis I de España no había cumplido diecisiete años cuando su padre, Felipe V, el primer Borbón español, abdicó en su hijo mayor. Desgraciadamente, el rey niño contrajo unas viruelas, que rápidamente dejaron en su rostro la firma de la muerte. Los médicos nada pudieron hacer salvo ver como se moría su paciente cinco días después de cumplir los diecisiete años.  Luis había logrado reinar durante siete meses.


    Antes, como príncipe de Asturias, había estado preparándose para hacer lo que se esperaba de él. En 1722 le buscaron novia: una francesa, Luisa Isabel de Orleáns, hija de Felipe de Orleáns, regente de Francia. Una esposa del país vecino, siendo franceses los padres de los novios, se pensó sería una buena solución. Los casaron enseguida. Pero la novia, jovencita, aún más que el futuro rey, convertida en princesa, estaba más para juegos que para protocolos y tareas de Estado. Maleducada, excéntrica, caprichosa, hace lo que le viene en gana. Dicen que hasta corretea desnuda por los pasillos de palacio y aún por los jardines. Su comportamiento es indigno. Los jóvenes cónyuges no se entienden. Se ordena que confinen a Luisa Isabel. Más tarde arrepentida, algo más madura, pedirá perdón; pero ya no hay tiempo para dejar herederos. Sólo para acompañar a su esposo en el lecho de muerte.
    
    Felipe vuelve a ceñir la corona y la reina Isabel  no quiere a la antigua consorte en España. Para eso está ella, así que Luisa Isabel es devuelta a Francia.  Allí volverá a hacer de las suyas hasta su muerte a los treinta y dos años de su edad.
 
   Tampoco María Josefa Amalia de Sajonia va ha dejar un príncipe para España. Esta princesa alemana de ojos azules y cara de porcelana es la tercera esposa del rijoso Fernando VII. Había sido criada en un convento de monjas. La falta de experiencia, dada su corta edad y la estricta educación cristiana recibida, provocan el rechazo a los embates del lujurioso monarca. El rey, como corresponde,  insiste en la consumación del matrimonio: primero para su placer personal, después como obligación al servicio del Estado. María se resiste al acto, pero están casados por
 la Iglesia. El rey apela a la Biblia que María conoce tan bien:
      ─ Fue Dios quien dijo “Creced y multiplicaos”.
      La reina, tiene respuesta:
     ¿Al pecado de la lujuria queréis agregar el de la mentira? ¿Acaso no sabéis que a los niños los trae la cigüeña?

     El rey, que lo es “por la gracia de Dios” se encomienda al papa. Le habla del rechazo de la reina a cumplir con sus obligaciones maritales, y el Santo Padre toma cartas en el asunto. Resignada, la joven reina se aplica a cumplir con sus obligaciones, como esposa y reina: servir al rey como mujer y a la nación como madre; pero su naturaleza impide lo segundo(1) pese a los continuos tratamientos recibidos, incluidos los baños en aguas de Solán de Cabras, con gran fama entonces de ser apropiados para facilitar la preñez. Diez años después morirá sin haber engendrado heredero.

(1) La virilidad del rey nunca ha sido puesta en duda. Su gran apetito genésico era aplacado, entre otros lugares, en casa de Pepa “la malagueña”, que no hará falta aclarar qué tipo de establecimiento regentaba. Además, de sus anteriores matrimonios hubo descendencia, aunque murieron al poco de nacer, y de su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, también tendría descendencia por partida doble. De este matrimonio nacería la futura Isabel II, la niña que logró ser reina.
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CORRUPTOS

    Iniciamos un viaje a través del tiempo. Nos introducimos en un túnel que nos conduce marcha atrás para conocer la historia como si la viviéramos en este momento, porque las siguientes historias sucedieron en el pasado, pero son casi iguales a las que acontecen hoy, y es casi seguro que el futuro escribirá en el libro de la Historia nuevas, pero parecidas y bochornosas páginas. Es parte de la condición humana: pasión por mandar, codicia por poseer; la que, a falta de escrúpulos, no hace tan distintos al duque de Lerma,  Baldomera Larra(1) o los hermanos Guerra.

    Retrocedemos por el túnel del tiempo, entramos en el siglo XX, con muchos y vergonzosos casos, que están aún, más en los periódicos que el los libros de Historia, y seguimos por el siglo XIX. Este siglo tiene muchas paradas, pero conviene detenerse en la que hay en su segunda década.

    Reina en España Fernando VII. No es de extrañar que una vida corrupta e inmoral como la que mantuvo siempre tuviera paralelo en su camarilla. Fernando, traidor a la patria tiempo atrás, ahora rey, pese a sus defectos, quiere mantener íntegra la españolidad de las tierras americanas. Es preciso enviar tropas y, para ello, son necesarios buques. El ministro de marina, José Vázquez Figueroa, hombre cabal, patriota y honrado propone la reparación de la flota, que se encuentra en mal estado, y la adquisición de algunos barcos anclados en el puerto de Burdeos. El rey acepta la propuesta, pero sólo de momento. Los interesados y corruptos miembros de su camarilla le hacen cambiar de parecer. Rusia conoce las necesidades españolas, y tiene una pequeña flota en Lisboa. Está fondeada allí desde que quedó inmovilizada cuando Inglaterra, aliada interesada de España frente al francés, bloqueó el puerto lisboeta. Lleva mucho tiempo atracada y los cascos de los barcos están medio podridos; pero eso es lo menos importante. Lo primordial es llenar bien los bolsillos. A todos interesa el negocio. Rusia vende los barcos. Los parásitos del rey cobran suculentas comisiones, y de paso en América, a donde las tropas no llegan, los insurgentes tienen las manos libres. Sí, a todos interesa, menos a España. Los barcos no sirven para nada. El ministro Vázquez protesta. El rey le cesa. Liberales y masones, partidarios de la emancipación americana, propician el golpe de Riego. Es éste protesta contra el absolutismo fernandino, pero también apoyo a la emancipación americana, que no tarda mucho en llegar. 

Lisboa. Torre de Belem.
 
    Pero el paso por este instante de la historia termina. El túnel del tiempo es largo y seguimos retrocediendo.

    Vestidos con jubón y gorguera, nos asomamos para ver lo que está sucediendo en 1610. Un personaje domina la escena. Es don Francisco Gómez de Sandoval, el valido del rey.  Cuando logró ganarse la confianza del monarca era marqués de Denia, pero debió parecerle poco título,  y en 1599 ya se había convertido a sí mismo duque. Y claro,  cómo siendo él marqués y duque iba a dejar a la familia sin honores que engrandecieran aún más su linaje: hermanos, cuñados y todo pariente próximo o lejano recibieron favores primero y siguieron el ejemplo del marqués después.  Bien situado el duque junto al rey, firmando como si él lo fuera, sólo le faltaba saciar su desmedido apetito por el dinero. Compró fincas, casas y palacios en Valladolid. Ahora era preciso encontrar compradores e inquilinos. Y qué mejor manera de encontrarlos, de aumentar la demanda de viviendas en la ciudad, que llevando allí la corte. Dicho y hecho, el 10 de enero Madrid deja de ser la capital de España. Al día siguiente, Felipe III, abúlico, despreocupado de los asuntos de Estado y depositada su confianza en el duque de Lerma, se traslada a Valladolid. Detrás va llegando la corte, y con la corte, subalternos, artistas, vividores, mendigos, que van ocupando, según su categoría, las fincas del duque.

Valladolid
 
    Terminado el negocio, vuelta a Madrid del rey, la corte, los subalternos, artistas, vividores, mendigos y demás satélites reales. Valladolid ha sido la capital de España durante casi seis años. Es el comienzo del fin para el duque. La reina con la ayuda del confesor del rey, éste único servidor de la realeza no impuesto por el valido, comienza el acoso a don Francisco, pero al fin éste salva el pellejo. Pide al papa lo cree cardenal. Accede Paulo V, y con un solideo rojo sobre la cabeza la salva, retirándose a su palacio de Lerma. Peor suerte corre Rodrigo Calderón, lugarteniente del antiguo valido que, tras infame proceso acusatorio instigado por el Conde Duque de Olivares, a decir de algunos autores, justo juicio y condena según otros, es ahorcado en la plaza Mayor de Madrid. Del nuevo cardenal, e
l pueblo siempre ingenioso y atrevido con el caído en desgracia va diciendo:

                                   Por no morir ahorcado
                                   el mayor ladrón de España
                                   se vistió de colorado.

    En el túnel del tiempo otra vez, retrocedemos un poco más. Nos asomamos al siglo XV y vemos cómo Isabel la Católica trata de poner orden y hacer honor al título de católicos, que los reyes españoles han recibido hace poco. América ya está descubierta. Cristóbal Colón está a punto de comenzar su tercer viaje. Se ultiman los preparativos. Y los hermanos Guerra participan en ellos. Viven en Sevilla, en el barrio de Triana. Se dedican a fabricar bizcochos, unas adecuadas provisiones para las carabelas de la expedición. 

Sevilla. Puente de Triana

   El obrador de los hermanos Guerra trabaja a pleno rendimiento y éstos logran llenar las bodegas de los barcos con sus bizcochos. Pese a su buena suerte, aspiran a más. En el futuro participarán activamente en las expediciones al Nuevo Mundo. En una de ellas, Cristóbal, uno de los hermanos, encuentra un gran yacimiento de perlas. Vuelve rico a España, él y el piloto del barco, que deciden guardar para ellos la ubicación del tesoro. Pero Cristóbal es egoísta, de una codicia desmedida. Denuncia al piloto que resulta condenado y se hace de nuevo a la mar. Los resultados no son los esperados. Vuelve a España, con los bolsillos vacíos, sin perlas, pero con las bodegas de sus barcos llenas de esclavos. El beneficio es grande tras la venta, aunque la alegría dura poco. La reina Isabel, enterada del tráfico humano, monta en cólera. Obliga a devolver el dinero a los compradores y la libertad a los indios esclavizados. Y Cristóbal acaba entre rejas. No será por mucho tiempo. Una vez libre Cristóbal Guerra reincide. Es un negocio muy lucrativo y no está dispuesto a perderlo. Consigue una licencia para preparar una expedición transatlántica. Cómo condición debe llevar frailes, tan necesarios para la evangelización. Él por su parte exige poder capturar indios. Se acepta su exigencia, sólo en parte, porque deben ser prisioneros, indios que hayan atacado a las fuerzas españolas. Cristóbal se frota las manos. Deja a los frailes y se dispone a capturar incautos indios. Pero los dóciles indios se tornan valerosos guerreros. Una lluvia de flechas cae sobre Cristóbal. Cuando los capture ─piensa─ nadie podrá decir que no se han enfrentado a los españoles. Y así es, ni siquiera él lo podrá decir. El certero disparo de una flecha india se hunde en el cuerpo de Cristobal. Ya no volverá a España.

(1) De Baldomera Larra, la aplicada hija del escritor Mariano José de Larra, se cuenta su indecente estafa piramidal en el artículo “Dos hermanas”.
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