VIAJES EN TERCERA PERSONA: OPORTO

    El viajero ha entrado en Portugal por la frontera de Salamanca. Antes ha hecho parada en Ciudad Rodrigo. Sabía el viajero, antes de llegar a este pueblo con nombre de ciudad y apellido de caballero, que sería buena una visita(1). Está amurallada y rematada por castillo, pero es la plaza mayor, con su ayuntamiento plateresco a la cabeza, es decir en un extremo de la plaza y con los palacios de antiguos nobles a los lados, lo que da vida a la ciudad. De la plaza, bulliciosa, nace el camino que conduce a la catedral; que Ciudad Rodrigo es sede episcopal y tiene catedral, con coro de mucho mérito y otras cosas que no debe dejar de ver el viajero. Sobre el coro, a uno y otro lado dos órganos, uno grande y otro chico, distintos en tamaño, parejos en hermosura. El coro es una filigrana de motivos florales. El viajero se fija. En el asiento del obispo, sobre su respaldo, una talla de San Pedro dominando todo. En un asiento lateral, en la parte inferior de uno de sus brazos, discreta, un pequeña figura de un hombre en posición poco decorosa, que el viajero evitará describir, parece puesta allí como si quien la talló se burlara de quien encargó decorar la obra.

     El viajero una vez en Portugal ya no se detiene hasta llegar a Oporto, que es ciudad antigua, con edificios ennegrecidos por el paso de los años. Antes, para llegar a ella, en la ribera norte del río Duero, el viajero ha cruzado Vila Nova de Gaia. Hay allí modernos hoteles, centros comerciales, y en la ladera que desciende hasta la ribera sur del río las bodegas del famoso vino. Amarrados, los rabelos recuerdan como tiempo atrás eran traídos hasta las bodegas los racimos de uvas que Duero arriba se vendimian para confeccionar los caldos, que son variados: tintos, retintos, rubíes, blancos, Unos dulces, otros secos. Imitaciones de estos barcos rabelos, de recientes botaduras, sirven hoy para dar paseos a turistas bajo los arcos de los siete puentes que unen ambas márgenes del río. El viajero se mezcla y confunde con los turistas. Realiza el recorrido. Pasa bajo los modernos puentes; y sobre los antiguos: el de Luis I, construido por Teofilo Seyrig fue inaugurado en 1886, el de María Pía, una de las primeras grandes obras de Gustavo Eiffel, fue terminado en 1877. El viajero mira y decide adonde irá después con sus propios motores: en Vila Nova al monasterio de la Sierra del Pilar. Sabe que la UNESCO lo distinguió como patrimonio de la humanidad. Procurará subir al mediodía, con el Sol al sur. En Porto, a la Sé, con el palacio episcopal asomado al Duero.

Monasterio de la Sierra del Pilar.

   El rabelo atraca y el viajero se aplica a la búsqueda de un restaurante. Recorre la Ribeira y en una calle trasera, en los bajos de la antigua muralla fernandina, encuentra uno: aseado, coqueto y casi lleno de portugueses de buen aspecto. El viajero contento toma asiento en la única mesa libre. Una camarera, prototipo de lo que el viajero piensa es la raza lusitana, morena, bajita, regordeta y algo bigotuda, le atiende muy sonriente. El viajero pide bacalao y sardinas assadas, platos típicos que cree podrá comer al estilo local, y espera. Y vaya si espera. Una vuelta completa de la manilla grande del reloj tarda en tener la comida sobre la mesa. El viajero que ha protestado varias veces por la demora ha perdido el apetito, el tiempo y el humor. Pese a todo come: El bacalao esta bueno. Las sardinas, no. Enteras, sin limpiar, con las vísceras y la sangre dentro, casi crudas. No volverá a probarlas, aunque sí las volverá a ver así en platos ajenos.

    El viajero tiene poca digestión que hacer. Se dirige a la Catedral. Entra en ella, recorre sus dos naves laterales de arriba abajo y entra en el claustro. Es gótico y, como casi todo en Porto, tiene adornados sus muros con azulejos. El viajero verá muchos de estos retablos cerámicos en las iglesias de la ciudad. San Ildefonso, Santa Catalina, la Iglesia do Carmo forran con ellos sus muros exteriores. Identifican los terrenales templos con las alturas celestiales; y al viajero, descendiendo a latitudes más prosaicas, se le antoja que sirvan para impermeabilizar los edificios, donde, muy a menudo, la humedad atlántica cae del cielo cuando éste se torna gris. El viajero descubre después que muchos de estos azulejos son más recientes de lo que pudiera pensarse. Jorge Colaço fue uno de los artistas dedicados a estas decoraciones. Los azulejos de la céntrica Iglesia de Congregados y los paneles que decoran el vestíbulo de la estación de San Bento fueron obra suya. También los de la fachada de la iglesia de San Ildefonso, que en número de once mil, fueron pintados a mano por Colaço y colocados en 1932.

Iglesia de San Ildefonso.

   Al día siguiente, desde el terreiro da Sé el viajero, en un derroche de facultades, se deja caer por las escalinatas que como un dédalo descienden hacia la Ribeira. Sin querer, se aproxima a la base del puente de Luis I. Ve pobreza, casas humildes, todas tienen en su puerta una pila fregadero portátil. El viajero ve poca gente. Es pronto. Los gatos parecen ser los únicos despiertos a estas horas. El viajero asciende por otras escalinatas y llega al tablero superior del puente. Se dirige al centro de la ciudad, que esta cerca. Allí, el trasiego es grande. Ve la estación de San Bento, la Iglesia de los Congregados y desde la Plaza de la Libertad, la Avenida de Aliados con el ayuntamiento a su final; y la calle dos Clérigos con iglesia y torre del mismo nombre. Esta torre barroca, la hizo Nicolau Nasoni, el artísta italiano que en los años mil setecientos llegó a Oporto, y se quedó en él hasta el final de sus días, llenando la ciudad de buen hacer. Ya vio el viajero el atrio de la Sé, y ahora admira la Torre dos Clérigos, que fue el edificio mas alto de Porto durante mucho tiempo, y el viajero diría que sigue siéndolo si no fuera porque ha leído lo contrario.

Oporto. Torre dos Clérigos.        

    El viajero parte ya de Oporto. Es temprano. Se despide de la ciudad, pero a diferencia de otras ciudades parece ser contestado. Son las gaviotas, omnipresentes, que en esas nacientes horas del día parece, con sus gritos, devolverle el adiós.


Gaviota sobre la muralla Fernandina. La muralla recibe este nombre en recuerdo
del monarca, Fernando I el hermoso, en cuyo reinado concluyeron las obras.    
   
(1)
El caballero que dio nombre a la ciudad se llamaba Rodrigo Girón. Ayudó al  rey Alfonso VI a subir a su caballo tras una caída. Al auparlo rasgó las ropas del monarca arrancándole un jirón, que añadió a su nombre.
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Nota: Más fotografías de Oporto en Galería Fotográfica.

BORRACHINES

    Muchos han sido los personajes históricos de los que ha sido conocida su afición a la bebida, aunque alguno de ellos, por una de esas injusticias que la Historia consiente de vez en cuando, no bebiera. José Bonaparte, al que su hermano, el general corso que dominó Europa hizo primero rey de Nápoles y luego rey de España, fue objeto del malévolo ingenio de las clases populares, que no tardaron en buscarle un apodo con el que ofenderlo: Pepe Botella. Y es que, aunque no era un gran bebedor, era francés e invasor, como bien se encargó de recordarlo el poeta Bernardo López García unos años después en su poema “El dos de mayo”, una de cuyas estrofas hablan de la resistencia del pueblo ante el ejército invasor:

                        ¡Guerra! clamó ante el altar
                        el sacerdote con ira;
                        ¡Guerra! repitió la lira
                        con indómito cantar;
                        ¡Guerra! gritó al despertar
                        el pueblo que al mundo aterra;
                        y cuando en hispana tierra
                        pasos extraños se oyeron,
                        hasta las tumbas se abrieron
                        gritando: ¡Venganza y Guerra!

    Otro rey víctima de la bebida, aunque no por beber, fue el rey de Navarra Carlos II el Malo, que murió en 1387 a causa del aguardiente. Resulta que el valenciano Arnau de Villanova, prestigioso alquimista y médico de la época, sostenía que el aguardiente tenía grandes propiedades para el mantenimiento de la juventud, prevención de cólicos, curación de parálisis, fiebres y muchas otras dolencias. Carlos padecía alguno de los males que, aseguraba el médico, el aguardiente curaba, de modo que para favorecer la curación lo más posible, se envolvió al monarca en unas sábanas impregnadas del licor, que fueron cosidas para que el contacto con el elixir curativo fuera más intenso y permanente. La mala suerte quiso que durante las labores de zurcido de aquella especie de mortaja, una de las luces con las que se alumbraban los criados prendiera la sabana. Flambeado, Carlos acabó como un tizón, perdió sus enfermedades…, y la vida.

Arnau de Vilanova

    De todas las bebidas la de peor fama ha sido la absenta. Su inventor fue un tal Pierre Ordinaire, y fue destilada por primera vez en Suiza, a partir del ajenjo, en los últimos años del siglo XVIII. En el siglo siguiente fue ganando adeptos y mala fama. Se decía que causaba alucinaciones, delirios, que volvía locos a quienes la bebían, pero cada vez se consumía más. Se achacaba a sus principios tales efectos, lo cual puede ser en parte verdad, pero lo cierto es que sobre todas las causas de los efectos explosivos sobre la consciencia de sus bebedores está su altísima graduación alcohólica, hasta un 89% en volumen.

    A finales de siglo XIX muchos de los grandes pintores, escritores y artistas en general eran grandes consumidores de absenta; y muchos de ellos lograron algunas de sus grandes creaciones bajo los efectos del dicho licor.

    Toulouse Lautrec, el atormentado pintor francés, paticorto debido a una caída cuando, de niño, montaba a caballo, fue un gran bebedor de absenta, lo que no impidió, todo lo contrario, que sus mejores obras fueran ejecutadas durante las alucinaciones provocadas por el licor, que le llevaron a la locura y a una prematura muerte a sus treinta y seis años.

    Era la bebida de moda en el París de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Picasso, Degas, Rusiñol, Manet fueron grandes consumidores de absenta, que reflejaron en sus cuadros su afición. Y también Van Gogh, del que se dice, perdió una oreja por el corte que se dio a sí mismo durante una borrachera.

    También los escritores fueron víctimas de los efectos de dicho licor: Verlaine, Baudelaire, Wilde, Hemingway…empaparon su gaznate hasta el delirio.


    Se acabó considerándola una bebida perniciosa, sobre todo después de que en 1905, en Suiza, se produjera un suceso que conmovió a la sociedad: una familia entera fue asesinada por el cabeza de familia después de que éste, en una noche de juerga, bebiera todo tipo de bebidas, absenta incluida, hasta enloquecer. A partir de entonces los gobiernos de casi todos los países fueron prohibiendo la fabricación de la absenta. Suiza, el país donde se inventó, lo prohibió en 1908, Estados Unidos en 1912 y Francia en 1915.
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UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

     Es una de las obras maestras de la literatura, y sin embargo fue escrita en un tiempo récord. Apenas una semana necesitó Feodor Dostoievski para escribir una novela sobre un asunto del que el escritor sabía mucho.

    En el año 1866, Dostoievski se encontraba al borde del abismo. Dominado por la pasión del juego, había dejado pasar casi todo el plazo que su editor le había concedido para entregarle una obra a la que el escritor se había comprometido. Debía servir dicha novela para compensar, entre otras deudas, el anticipo que Dostoievski había recibido, y el contrato contemplaba una penalización durísima, casi leonina, para el caso de que llegado el vencimiento la obra no hubiera sido entregada: todos los derechos de las anteriores obras del escritor pasarían íntegros a manos del editor.

    Pocos días antes del plazo, fijado para el día uno de noviembre de aquel año, Dostoievski, desesperado, se confió a un amigo. Éste comprendió perfectamente el apuro del escritor. No tenía tiempo material para escribir la novela comprometida. Le aconsejó contratar una secretaria y dictarle la novela. Al día siguiente una jovencísima Anna Grigorievna comenzaba a copiar al dictado de un angustiado Dostoievski las tribulaciones de un jugador en los lugares en los que él mismo había estado: la alemana Wiesbaden, ahora en una ficción mezcla de fantasía y realidad Ruletemburgo, y París; narrando los entresijos de la pasión que dominaba la voluntad del protagonista de su novela, que bien podía ser él mismo.


   El día uno de noviembre Dostoievski se presenta en el despacho de Stellovski, el desaprensivo editor. No lo encuentra. Parece que ausentándose impide que el escritor cumpla su compromiso. Dostoievski acude a la comisaría de policía y deja el original de una novela en depósito, cumpliendo así su parte del contrato. La novela lleva por título “El jugador”.

     Anna se convirtió en su esposa. Una diferencia de veinte años de edad no fue suficiente para separarlos. Anna siempre a su lado, en las constantes recaídas en su vicio, en las persecuciones de los innumerables acreedores, que les acechaban por toda Europa, se mantuvo fiel. Y finalmente llegó el gran premio, el triunfo que todo jugador aún lúcido desea ganar: dejar de serlo. Fiodor Dostoievski lo consiguió. Con una casa propia, libre de los acreedores que le habían perseguido casi toda su vida, murió a sus sesenta años de edad.

    A esa misma edad falleció otro escritor, casi cien años después. Ésta coincidencia y el hecho de que ambos escribieran hablando de otros sobre asuntos que tan bien conocían por ser asuntos que ellos mismos sufrían, se puede decir que fue la única coincidencia.  

   Si Dostoievski precisó de una semana para escribir “El jugador”, Giuseppe Tomasi di Lampedusa se tomó toda una vida para escribir una única novela, El Gatopardo, la novela que, aparte sus aspectos históricos, habla de la decadencia de una clase social, cuyo trasunto es el ocaso de su propio linaje; y lo hizo en los últimos momentos de su vida. De hecho, el autor no llegó a verla publicada.

     Giuseppe Tomasi, nacido duque, también fue príncipe cuando heredó los títulos de la Casa Lampedusa. No tuvo una vida convencional Lampedusa. Se casó en Riga con Alessandra Wolff-Stomersee, una letona, también aristócrata como él, con la que convivió largas temporadas tras estar separados temporadas no menos largas. Ella en Riga, él en Palermo, convencido de su condición de noble, como el personaje de su novela, el príncipe Fabricio Salina, inspirado en un bisabuelo suyo, que ve como los garibaldinos ponen en peligro su estatus, que las cosas están a punto de cambiar, aunque sea para dejarlo todo igual; se dedica a sus estudios disfrutando de su anacrónica vida de aristócrata, seguramente madurando su gran obra, quizá sin saber que algún día la escribiría. Por suerte para nosotros, logró terminarla a tiempo.

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EL CANTO DE LOS ÁNGELES

    En el siglo XVI, el papa Paulo IV, haciendo una interpretación literal de lo dicho por San Pablo en la primera de sus epístolas a los Corintios, prohibió que las mujeres participaran con su voz en los oficios y cantos religiosos; pero las necesidades corales seguían exigiendo voces con tonos altos, y fueron los niños los encargados de tales menesteres, al principio; pero los niños, por naturaleza, se hacían hombres, sus voces cambiaban, se hacían graves, inservibles como coros angelicales. No había pasado medio siglo desde que Paulo IV impidiese oír voces femeninas en los templos cuando otro papa, Clemente VIII, consentía lo prohibido por las leyes canónigas y civiles, justificando la castración “a mayor gloria de Dios”.

    Al tiempo, con los modos barrocos, la ópera adquirió fama y difusión durante el siglo XVII por toda Europa. Primero en Italia, luego en Alemania, España, Francia. Los castrati eran los sujetos ideales para la interpretación de las piezas destinadas a las sopranos femeninas. Los desgraciados, privados de su hombría, mantenían su fina voz infantil de modo permanente, sus voces eran más potentes, con unos registros incluso superiores a los femeninos y gracias a su mayor capacidad pulmonar, eran capaces de mantener una nota durante más de un minuto sin necesidad de aspirar más aire.

    Aunque se conoce algún caso desde el siglo XII, no fue hasta entonces cuando los castrati se hicieron famosos. Solicitados por los mejores teatros, fueron muchos los dedicados al bel canto. Nacía el fenómeno de los castrati, de los que hubo muchísimos, anónimos la mayoría, que fallecieron durante la operación o que, ya mutilados, no alcanzaron las expectativas que otros pusieron en ellos, convirtiéndolos en seres traumatizados. La cantera de voces era inagotable. Los niños enviados por sus padres al cirujano eran generalmente de familias humildes. Esperaban que el sacrificio al que iban a someter a sus hijos sirviera para hacerles ricos. De los que sobrevivían, la mayor parte tenía su destino en el coro de una iglesia; sólo unos pocos lograrían dejar sus nombres escritos en las enciclopedias.

    Carlo Broschi fue uno de ellos. Nació en las cercanías de Nápoles. Contrariamente a lo que era corriente, su familia era acomodada, pero la prematura muerte de su padre complicó la situación económica de la familia y posiblemente fuera la causa de que sobre el joven Carlo, aún niño, cayera el filo del cirujano. Educado por el maestro Nicolás Porpora, Carlo resultó un alumno aventajado. Él mismo adoptó el nombre de Farinelli, con el que pasaría a la posteridad. Cantó en Nápoles, Venecia, Viena, Londres…, su fama le precedía. En 1737, con treinta y dos años, en la cima de su fama, Isabel de Farnesio, segunda mujer del enloquecido Felipe V, lo trajo a España. El rey aliviado de su locura por los trinos del cantante no lo dejaría volver a su Italia natal. Farinelli se ganaría su confianza. Polifacético, no sólo cantó. Asesoró a los reyes en muchos asuntos, artísticos y de toda índole: los jardines de Aranjuez serían remodelados por él. Al morir Felipe, su hijo Fernando VI lo retendría en España haciendo las delicias de éste y de doña Bárbara de Braganza, la reina. Tras más de veinte años de servicio a los Borbones, otro rey de esta dinastía, llegado para ocupar el trono de España desde Nápoles, la tierra del cantante, lo despidió diciendo: “Los capones no los quiero más que en la mesa”. Farinelli volvió a Italia, donde retirado vivió los últimos veinte años de su vida, muriendo en Bolonia en 1782.

Carlos III

   El siglo XIX marcó el declive de las interpretaciones operísticas de los castrati. José Bonaparte, prohibió, siendo rey de Nápoles antes que de España, la enseñanza de los estudios musicales a los castrati en los conservatorios napolitanos. La práctica de la castración, siempre prohibida, casi siempre tolerada, se veía como abominable. Los castrati dejaron los teatros. Ya sólo se les podía escuchar en los coros de las iglesias. A finales del siglo XIX, únicamente en la capilla Sixtina, hasta que en 1902 el papa León XIII prohibió también allí la participación del último de los castrati, Alessandro Moreschi, que aún siguió cantando hasta su definitiva retirada en 1913. Moreschi falleció en Roma, su ciudad natal, a los 64 años, olvidado y solo; sin embargo, resistiéndose al olvido quiso que la posteridad le recordara.

    Entre 1902 y 1904, Moreschi realizó una serie de grabaciones que han llegado hasta nosotros. En ellas se puede apreciar su peculiar voz. Son el testimonio de un fenómeno que, aunque muy antiguo, tuvo en los siglos XVIII y XIX su máximo esplendor: un oropel cubriendo la miseria humana. 
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Nota: En el siguiente enlace se puede escuchar, en la voz de Alessandro Moreschi, el Ave María de Bach en una grabación de 1.904 que, con independencia de las consideraciones de todo tipo que puedan hacerse, es un histórico documento sonoro de grandísima importancia: http://youtu.be/slhhg8sI6Ds

MÁRTIRES

    En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron las persecuciones, de las que fueron causa el empecinamiento de algunos fieles por mantener sus creencias. La Iglesia reconoció su sacrificio y les otorgó laureles. Los hechos de sus vidas llegan a nosotros en hagiografías y sus figuras en iconos colocados en los altares de los templos con la palma del martirio entre las manos.

   De Santa Librada se sabe que es protectora de las embarazadas, que ella y sus ocho hermanas, según la tradición, nacieron de un mismo parto, y que la madre, avergonzada, pues en aquellos tiempos se creía que los partos múltiples eran consecuencia de relaciones promiscuas, ordenó que las niñas fueran arrojadas al río, pero la sirvienta, que debía cumplir el encargo, desobedeció la orden y las recién nacidas acabaron bajo la tutela del obispo de Braga, San Ovidio. Al fin fueron detenidas, pero lograron escapar, dispersándose. Poco a poco serían capturadas y poco a poco muriendo mártires.

     En la catedral de Sigüenza existe una urna, que se asegura contiene los restos de la mártir. El irreverente Camilo José Cela contó lo que le pedían a esta santa las mujeres que acudían a su capilla, donde se le venera, cuando se les acercaba el feliz, pero doloroso momento del parto: “Santa Librada, Santa Librada, que sea tan grata la salida como la entrada”.

   Los tiempos del emperador Diocleciano fueron de gran tribulación para los cristianos, y en España, Daciano, enviado por emperador para dirigir la persecución, fue el guardián de la fe pagana. El prefecto Daciano nada más cruzar los Pirineos fue dejando el rastro de su crueldad sobre quienes profesaban la nueva religión monoteísta, contraria al paganismo del imperio. Era la respuesta de la autoridad romana, en un momento de inestabilidad, ante cuanto se oponía a la figura teocrática del emperador.

     Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona. Sus restos se conservan en una urna depositada en la cripta que hay bajo la capilla mayor de la catedral. Se dice de ella que fue hija de familia acaudalada y que fue educada en la fe cristiana. Bien jovencita, cuando apenas contaba trece años, se presentó ante las autoridades romanas protestando por las injusticias cometidas sobre cristianos que no hacían mal a nadie. Fue detenida y sometida a todo tipo de suplicios hasta morir. Daciano fue el responsable. En recuerdo de los escasos trece años que tuvo de vida hay en el claustro de la catedral de Barcelona trece ocas. Quien visite la Ciudad Condal, y vaya a su catedral, podrá verlas corretear por el jardín o nadar en el estanque del claustro, ajenas al trajín que les rodea y a la curiosidad de sus admiradores, visitantes del templo, que no dejan de fotografiarlas.

Ocas de la catedral de Barcelona

      En la misma época y torturado por el mismo personaje que dio suplicio a la niña Eulalia, San Vicente fue objeto de las mayores torturas imaginables. Vicente había nacido en Huesca. Nombrado diácono, estaba en Zaragoza con el obispo de dicha ciudad, Valero, que también sería santo, cuando llegó a la romana Cesar Augusta el prefecto Daciano. No le faltó tiempo para detener al prelado y a su diácono. Les conminó a renegar de su fe y, viendo fallidos sus intentos, decretó una penosa marcha a pie hasta Valencia de los dos detenidos. Al llegar, con las fuerzas mermadas, prosiguió el castigo. El obispo Valero, tartamudo, pidió a su diácono que usara su voz para manifestar la inquebrantable fe de ambos, y Vicente así lo hizo. Daciano, indignado, desterró a Valero y aplicó toda su crueldad sobre Vicente, que debió soportar penalidades insoportables: azotado, sus carnes desgarradas, descoyuntados sus huesos y confinado en un calabozo con el suelo cubierto de guijarros cortantes, Vicente resistía cuantos castigos se le infligían sin mella en su fe y sin que la vida quisiera abandonarle pese a lo cruento de los suplicios a los que era sometido. Por fin se le introdujo en un horno, y su cuerpo, sin vida, arrojado en un campo para ser devorado por las alimañas; pero el cadáver de Vicente fue defendido por un cuervo. Daciano al conocer lo sucedido ordenó se arrojara el cuerpo de Vicente al mar, atado a una rueda de molino, pero el mar devolvió el cuerpo. En la playa  de Cullera el cuerpo del mártir fue recogido por sus seguidores, que le enterraron y comenzaron a venerarlo(1). Hoy sólo un brazo incorrupto del Santo mártir se conserva. Está en una capilla, en la girola de la catedral de Valencia desde hace unos cuarenta años, por donación del doctor Pietro Zampieri, que lo poseía.

Catedral de Valencia. Brazo incorrupto de San Vicente Mártir.

      Sólo diez años después de los martirios de Eulalia y Vicente, con el edicto de Milán promulgado por  Constantino en 313 daría comienzo  la tolerancia del culto cristiano en el imperio.


(1) Los restos del Santo no han sido encontrados desde que, enterrados en Valencia, fueron ocultados ante la invasión árabe. Cierta leyenda dice que, en una barca guardada por cuervos, los restos arrojados al mar en Valencia llegaron hasta Lisboa, doblando el cabo que llevaría su nombre. En la Sé lisboeta hay una urna en la que se asegura están los restos del Santo; aunque lo cierto es que se cree que éstos están enterrados en el subsuelo de Valencia. Varios intentos se han realizado para encontrarlos. Todos infructuosos. Es posible que el crecimiento urbano haya destruido el lugar del enterramiento. No sería imposible, incluso, que una de las líneas del “metro de Valencia” que pasa muy cerca del lugar donde siempre se le veneró arrasara el lugar.
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CRIMEN SIN CASTIGO

    Ésta es la historia de un asesinato del que sólo hay una certeza: la identidad del muerto; del resto sólo incertidumbre. No hay seguridad sobre la autoría del crimen ni sobre el móvil, aunque sí muchas sospechas. Don Luís de Góngora lo explicó muy bien con una décima que compuso para, de modo sutil, dejar escrito lo que muchos pensaban sobre el caso:

                                Mentidero de Madrid
                                decidnos, ¿quién mató al conde?
                                Ni se sabe, ni se esconde
                                Sin discurso, discurrid
                                Dicen que fue el Cid,
                                por ser el conde Lozano.
                                ¡Disparate chabacano!
                                La verdad del caso ha sido
                                que el matador fue Bellido
                                y el impulso soberano.

    Don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, fue un personaje de novela. Sus intensos cuarenta años de vida fueron una constante búsqueda de aventuras y peligros. Fue correo mayor del reino, un cargo bien retribuido que le permitió satisfacer su gusto por las obras de arte. Llegó a poseer una estimable colección de cuadros y joyas, especialmente diamantes. También dedicó tiempo a componer poemas, algunos muy críticos con sus enemigos, que le valieron la continua hostilidad de sus destinatarios; otros galantes, que utilizó para sus conquistas amorosas. Cortesano ambicioso, pendenciero, imprudente, lujurioso y a menudo mendaz, al principio ganó la confianza de un jovencísimo Felipe IV al que acompañaba en correrías por los barrios bajos de Madrid. La enemistad del ascendente conde de Olivares (1), que veía en él un peligro, y las osadías de Villamediana en palacio le alejaron del rey. De compañeros en juergas pasaron a ser rivales: por un lado la pugna por doña Francisca de Tabora, amante del rey, y cortejada también por el conde; y por otro el rumor, convertido en clamor, de que el conde cortejaba a la propia reina Isabel, que le correspondía. Algunas anécdotas hablan sobre dicha relación: se cuenta que estando la reina asomada a un balcón del alcázar unas manos, desde atrás, taparon sus ojos:
    ─ ¡Estaos quieto, conde! ─dijo la reina creyendo que aquellas manos eran las de su amante, al tiempo que se daba la vuelta.
    La reina, rápida de reflejos, al ver la cara contrariada del rey por titularlo conde, añadió:
    ─No os extrañéis, acaso ¿no sois conde de Barcelona?


Meninas de Manolo Valdés. Doña Francisca de Tabora pudo ser
causa, entre otras de la rivalidad entre Felipe IV y el conde de Villamediana. 
    
    Si a estas audacias cortesanas se unen ambiciones políticas, las sospechas de Góngora parecen fundadas.

    Y todo en el poema apunta hacia el autor del crimen sin decirlo: Bellido Dolfos fue el asesino del rey de Castilla, Sancho II, durante el sitio de Zamora. Se supone, que el tal Bellido fue inducido a cometer el asesinato por doña Urraca, defensora de Zamora y hermana de Sancho, cuando aquel se ofreció al rey castellano para indicarle los lugares más vulnerables de las murallas zamoranas y, aprovechando un descuido, lo mató de un lanzazo.

    Bellido Dolfos fue el instrumento de la voluntad ajena, y ha quedado como símbolo de la violencia ordenada por tercero, y Góngora lo utilizó para involucrar al rey en el asesinato.

   Al anochecer del 21 de agosto de 1622, Villamediana iba acompañado de don Luis de Haro, amigo suyo, en coche de caballos, de regreso a su casa. De pronto un hombre, se cree que un tal Ignacio Méndez, aupándose al estribo del coche se asomó al interior y clavó una daga en el pecho del conde. La muerte fue casi instantánea. El agresor se dio a la fuga. Parece que hubo quien le ayudó en la huida. Nunca las investigaciones, obstruidas, llegaron a conclusión alguna. A Méndez, años después, Olivares ya conde-duque lo nombró guarda mayor de los reales bosques.

 (1) Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares añadió al título de conde el de duque dos años después del asesinato de Villamediana. Durante muchos años, hasta su caída, locura y muerte en Toro, dirigió los destinos de una España, en la cumbre del arte y las letras, que se desangraba en lo humano y en lo económico, tratando de mantener un imperio, que otros trataban de arrebatarle.

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AGOTES: UNA SEGREGACIÓN DEL PASADO

    Son conocidos como agotes, pero se ignora porqué se les llama así. También se desconoce su procedencia, aunque existen varias hipótesis sobre su origen: descendientes de fugitivos leprosos, grupos godos aislados en las montañas o antiguos seguidores de la herejía albigense huidos de Occitania. Algunos de los estudiosos del asunto apuestan por esta última como la más probable. Dicen que, convertidos al catolicismo, fueron acogidos por la Iglesia, pero despreciados por la sociedad.

    Sea cual fuere su origen, lo que sí conocemos es la ignominia a la que fueron sometidos. Habitaban en varios valles pirenaicos, pero donde se establecieron las mayores colonias fue en el valle del Baztán.

    Las primeras noticias que conocemos sobre su existencia proceden de los lejanos tiempos del siglo XIII, y desde que conocemos algo de ellos, sabemos que fueron discriminados, apartados de la sociedad. Su aislamiento propició una endogamia que, con el paso de las generaciones, dio lugar a taras. Enfermedades como el bocio y el cretinismo contribuían a incrementar el rechazo que pesaba sobre ellos. No se les permitía cazar en los bosques, pescar en los ríos, beber en las fuentes. Eran cristianos y la Iglesia los aceptó, pero no les dio un buen trato. En muchas iglesias tenían una puerta lateral, exclusiva para ellos. Dentro, también disponían de unos bancos especiales, y en algunos lugares al comulgar se les tendían las sagradas formas sujetas a un palo para no tener que acercarse a ellos. Los niños hijos de agotes eran bautizados en pilas distintas a las que usaban los niños que no lo eran. Vivían marginados, obligándoles a llevar una marca, y al morir también eran enterrados aparte.

    En el siglo XIV, en Arizcun, se construyó un barrio con el impulso de los Ursúa, una de las familias nobles del Valle del Baztán. Se le llamó Bozate. Desde entonces sería su hogar. Allí vivirían y morirían, marginados, despreciados; aunque no parece que sea cierta la especie de que los Ursúa o los Goyeneche, distinguidas familias de Arizcun los tuvieran sometidos a algún tipo de dominio personal.

    Unos cuatro siglos después, en los primeros años del siglo XVIII, don Juan de Goyeneche y Gastón, natural de Arizcun, pero asentado en Madrid, hombre emprendedor, promueve la fundación de un nuevo lugar. Le pondrá por nombre Nuevo Baztán, y estará llamado a ser un foco industrial, y su morada. Encargó a José Benito de Churriguera la construcción de la que, separada de Olmeda, sería villa y dispuso la llegada de agotes que, con fama de buenos constructores y carpinteros, contribuyeron a la construcción del palacio y de las industrias que durante casi un siglo, hasta su declinar económico, darían vida al sueño de Goyeneche, que al morir quiso ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier.

Panteón de hombres ilustres. Madrid.

    En 1817 el conde de Ezpeleta, virrey de Navarra, promulgaba el decreto de igualdad de los agotes. Parecían terminar setecientos años de oprobio; pero no sería así. La ignorancia o el temor de las gentes no se borraban con un decreto.

    Así, la situación de marginalidad perduró, con toda su crudeza, durante el siglo XIX, y aún en el XX habría episodios de intolerancia, parece que ya superados.

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LAS COSAS DEL QUERER

    La bautizaron con el nombre de Juana, y aunque nació princesa, acabó siendo reina. Bien jovencita, como era costumbre en la época, sus católicos padres concertaron su matrimonio con el archiduque Felipe de Austria. Era un matrimonio interesado, que respondía a los intereses de la corona, pero Felipe era apuesto, y la princesa española quedó prendada de inmediato. Como se suele decir, se mataron dos pájaros de un tiro.

    La boda se celebró en Lille. Pronto Juana descubre la inclinación de su esposo al galanteo. Enamorada y celosa, Juana vigila a Felipe como buenamente puede. Por fin vuelven a España. Van a ser jurados príncipes de Asturias y Gerona; pero Felipe no estará mucho tiempo. Él regresa a Flandes, y deja en España a Juana, que no soporta la soledad tras la marcha de su esposo. Felipe es atractivo, le llaman el Hermoso, gusta de las mujeres a las que él también agrada. Juana lo sabe y ahora no puede vigilarlo. Al fin deja España, pese a la oposición de sus padres, y parte en pos de su esposo. La vida del matrimonio es una sucesión de reuniones, siempre fogosas, y ausencias, en las que Juana, dominada por los celos, parece enloquecer (1).

    Pero si en vida Juana da muestras de excentricidad, fue la muerte del amado la que trastornó definitivamente a la reina.

   Quizás el repentino e inesperado fallecimiento de Felipe(2) agravase considerablemente la locura de la reina; el caso es que a partir de ese momento se sucedieron en cadena una serie de actos, a cual más patético.

    Juana ordena que se traslade el cuerpo de Felipe a la cartuja de Miraflores. Si en vida cuidó celosa que ninguna otra mujer se lo arrebatara, muerto Felipe, la cosa sigue igual. La reina está abatida, no hay consuelo para ella. Juana guarda la llave del féretro. Nadie salvo ella puede ver a Felipe. Varios días después, el cadáver de Felipe desprende un olor nauseabundo. Juana no parece sentirlo. Desconsolada abre la caja y se abraza al cuerpo en descomposición.

Cartuja de Miraflores (Burgos)

    En noviembre de 1506, casi dos meses después de la muerte de Felipe, Juana, ante la insistencia de sus próximos, decide el traslado del cadáver a Granada. Sus irracionales celos le llevan a participar en el viaje. En una de las etapas el cortejo se detiene en un convento. Juana ordena proseguir la marcha. El convento es de monjas. Ninguna mujer debe acercarse a Felipe.

    Durante el viaje se declara la peste. El viaje se interrumpe. El cortejo se desvía a Tordesillas. Allí, Juana ya desequilibrada por completo, es confinada por orden de Fernando, el rey Católico, y padre suyo.

    Aislada, prisionera y loca, quién sabe cuanto, Juana ocupa unos aposentos con vista al templo y directamente al ataúd de Felipe, que por orden suya es ubicado allí hasta que los restos del príncipe son trasladados a la capilla Real de la catedral de Granada, terminada de construir por orden de Carlos, rey de España y emperador de Alemania, que ya acoge los restos de Isabel y Fernando, los padres de una reina que no reinó, pero que nadie dejó de considerarla como tal. En 1555 fallece Juana reuniéndose definitivamente con su amado en Granada.

    Si la obsesión de Juana de Castilla por mantener próximo a ella los restos de su esposo fue grande, no lo fue menos la de otra mujer, culta y sensible, que mantuvo a su lado la momia de su marido hasta que la muerte de ella los separó, o unió, quién sabe, definitivamente.

    Carolina Coronado nace en Almendralejo. No ha cumplido aún los treinta años cuando contrae matrimonio con un diplomático norteamericano, Horacio Perry. El matrimonio vive en Madrid, donde Carolina se codea con políticos y literatos de la época. Es culta, educada y hermosa. Espronceda escribe unos versos dedicados a su belleza y Madrazo la retrata para la posteridad; pero la desgracia se cierne sobre ella. En Lisboa fallece Horacio. La demencia hace mella en Carolina. Enamorada del esposo, manda embalsamarlo. Ya no se separará nunca de él. En su residencia de Sintra la momia de Horacio la acompañará hasta el fin. Poetisa romántica y tocada de amor escribirá:

                           ¿Cómo te llamaré para que entiendas
                           que me dirijo a tí, ¡dulce amor mío!,
                           cuando lleguen al mundo las ofrendas
                           que desde oculta soledad te envío?

    Y supo cómo llamarlo. Durante los siguientes veinte años llamó e hizo llamar al esposo, en cuerpo presente, momia acartonada, “el silencioso”, del que no se separó hasta su muerte. En 1911, Carolina Coronado fallece en Sintra. Horacio y Carolina una vez más siguen juntos. Sus restos son trasladados a Badajoz, donde aún reposan.


(1) Valga como ejemplo de su demencia el episodio sucedido en el castillo de la Mota en el que decidió instalarse en una garita, más próxima del camino a Flandes, donde se encontraba su querido, que en sus confortables aposentos.

(2) Parece que Felipe había realizado un gran ejercicio físico en el juego de la pelota. Al terminar la partida, sudoroso, pidió agua para refrescarse. Al día siguiente estaba indispuesto, con fiebre alta. Pocos días después, en Burgos, en el palacio del Cordón, Felipe el Hermoso dejaba este mundo.
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ALGO DE POLÍTICA

    Miramos hacia el pasado, hasta el año 1837. Se ha promulgado una Constitución que termina con el viejo régimen, que acaba con el feudalismo, el mayorazgo, el diezmo… Todo había comenzado veinticinco años antes, en Cádiz, pero un rey “deseado”, aunque “indeseable” reinaba como si nada se hubiera hecho. Ahora la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, regente a la espera de que la niña que iba a ser reina creciera, pasa por malos momentos. Criticada por sus constantes amoríos y por negocios que sólo a ella benefician está en una encrucijada. La puntilla está a punto de caer sobre su real testuz.

    La constitución del 37 dice que para el gobierno de los pueblos haya ayuntamientos nombrados por los vecinos. Se redacta una ley, pero el espíritu liberal no se respeta. La Ley de Ayuntamientos propuesta deja en manos del rey y de los partidos la designación de alcaldes y ediles. En 1840, los liberales piden a la regente que no firme la ley. María Cristina acepta, al fin y al cabo ella siempre ha tenido cierto talante liberal. Después la regente sale de viaje. Llega a Barcelona, y allí firma la ley. Madrid se revoluciona. La gente se arma. La regente, asustada, nombra a Espartero jefe del gobierno, pero Espartero es liberal, es contrario a la ley que la regente le había prometido no sancionar. María Cristina, en Valencia, es conminada. Tiene mucha gente en contra, debe compartir la regencia, derogar la reciente ley firmada…, también hay otras exigencias. Se niega a todo. Espartero, también en Valencia, se reúne con ella. Al fin, María Cristina decide salir de España. Abandona a sus hijas y renuncia a la regencia, que será para Espartero. La escena en el palacio de Cervelló, donde se aloja en Valencia con sus hijas, es conmovedora. Madre e hijas son un mar de lágrimas, pero sus hijas deben quedarse: Isabel debe ser reina.

Palacio de Cervelló. Valencia

    María Cristina embarca en “El Mercurio” camino de Francia. Ahora, María Cristina, de profesión sus negocios y sus conspiraciones, vive en París. Rodeada de lujo está en contacto con España. Le visita Narváez, que aún no es espadón(1), pero se va entrenando para ello.

    Llega el otoño de 1841. Una noche lluviosa llega al palacio Real una partida de gente armada. El grupo entra por la fuerza. En la escalinata comienza un tiroteo. Desde el rellano de los leones los asaltantes disparan y desde lo alto de la escalera los alabarderos defienden la posición, el palacio y a la reina niña, a la que los asaltantes quieren secuestrar.

Palacio Real de Madrid. Rellano de los leones, escenario del tiroteo.

    El comandante Dulce y su exigua tropa mantienen la posición. La reina y la infanta, asustadas, son trasladadas a un aposento más seguro. Isabel quiere que venga Espartero, Luisa Fernanda quiere rezar. Desde la calle una bala rompe el cristal y se incrusta en el marco de una ventana. Es en la habitación donde están las niñas. Pánico. Vuelven a ser trasladadas. Por fin Dulce y sus alabarderos controlan la situación. Al alba todo ha terminado. Los responsables directos ajusticiados, sólo ellos. Espartero aún durará dos años en la regencia, hasta el bombardeo de Barcelona, después el exilio en Londres, mientras Isabel, que sólo tiene trece años, es declarada mayor de edad y jura la Constitución. María Cristina ya no volverá a ser regente pero podrá volver a España.

(1) Ramón María Narváez ha pasado a la Historia como el “Espadón de Loja” ya que, espada en mano, irrumpió en el Consejo de Ministros presidido por el conde de Clonard, disolviéndolo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: TOLEDO

     Antes de llegar a Toledo el viajero ya ve destacar contra el cielo el perfil de la torre de su catedral. Sobresale sobre todo, y le hace recordar que Toledo fue muchas veces capital. Lo fue para los visigodos, lo fue para Castilla y para España; así que no le extraña comprobar, ya llegado a la ciudad, que para admirar cuanto de diverso arte ha hecho el hombre sea capital estar allí. El tiempo ha respetado muchos de los sillares y ladrillos puestos en los últimos diez siglos, y los edificios destruidos han sido rehechos. El Alcázar sucumbió, pero fue reconstruido; también la plaza de Zocodover renació y vive pujante irradiando sendas comerciales donde la luz, reflejada por los damasquinados de los escaparates, alumbra a los turistas que suben y bajan por sus calles.

     El viajero vuelve a ver la torre de la catedral. Allí está la campana gorda, en un solitario campanario, con su caperuzón de tres pisos, como si fuera una tiara sobre la cabeza de una Iglesia que mandó, y mucho, sobre una España devota, sometida en casi todo a una jerarquía eclesiástica directora de conciencias.

     El viajero rodea la Primada a pie antes de entrar por la puerta Llana. Al viajero le parece enorme. Tiene cinco naves. El coro, en el centro, es una filigrana tallada por el formón de Berruguete y otros. La capilla mayor tiene sitio para la figura de Abu Wallid, el único musulmán al que se le ha dado vecindad con ángeles y santos: fue este alfaquí quien rogó a Alfonso VI, que había reconquistado Toledo para la cristiandad, que perdonase al arzobispo y a la propia reina, que habían roto la promesa del rey de permitir que el templo siguiera siendo mezquita, convirtiéndola en templo cristiano.

     El viajero no quiere dejar de ver el claustro al que se llega por la puerta de Mollete(1), que ve cerrada. Pregunta, y le contestan. La puerta la abren a las cinco de la tarde y sólo un rato.

     Pero el viajero no quiere perder el tiempo. Toledo es pequeño en espacio, pero enorme el tiempo necesario para ver siquiera algo. El viajero va hacia la iglesia de Santo Tomé. Allí está El entierro del conde Orgaz(2), obra cumbre del Greco, si se puede decir esto, y no que su obra es una cordillera de grandiosos picos. Allí, en el lienzo ve al Conde, a San Esteban y San Agustín, que le sostienen; a los amigos del Conde y al propio Greco y a su hijo. El viajero queda ensimismado ante el cuadro. No encuentra el momento de salir. El cuadro parece retenerle, y se queda allí buen rato inmóvil, como si estuviera pegado al suelo por imán que le impidiera moverse.

     Por fin sale, y vuelve a la catedral. La puerta de Mollete está abierta. El claustro tiene los muros con pinturas de Maella y Bayeu. Junto a la puerta en muy mal estado, y sin que parezca que haya intención de restaurarla, la pintura del martirio de un niño cristiano por judíos. En los pisos altos las viviendas de Claverías. Las mandó construir el Cardenal Cisneros como celdas para clérigos. Acabaron sirviendo como casas de los empleados de la Primada y de sus familias, cuando en los momentos de omnipresencia en la vida de la ciudad mantenía en nómina una legión de operarios de todo ramo.

Claustro de la catedral del Toledo en 2003

     "La Catedral" de Blasco Ibañez ilustra bien como era la vida en el templo hace cien años y como en distintos momentos de su historia acontecieron variados sucesos que determinaron que el viajero vea las cosas como están hoy: allí está la capillita de la Estrella. Ésta ya existía antes de que se construyera la Catedral. Era propiedad del gremio de los tejedores, cardadores y laneros, quienes rendían culto a la Virgen titular de la capilla. La cedieron para la construcción del templo a condición de seguir siendo dueños de la misma y del espacio inmediato hasta las primeras pilastras. Así fue. Los laneros en su fiesta usaban de su derecho perturbando los oficios religiosos. En el siglo XVIII, el Arzobispo Valero Losa les puso pleito, que perdió y le ocasionó la muerte por el disgusto. En un arrebato de soberbia humildad dispuso ser enterrado allí, frente a la capilla, para ser pisoteado por sus vencedores. El viajero quiere saber como era por fuera el personaje, que por dentro ya intuye tuvo nobleza en su carácter; así que entra en la Sala Capitular. Allí están retratados todos los arzobispos primados de España. Siguiendo el orden del tiempo llega al mil setecientos y pico. Lo encuentra: delgado, con la mirada fija de las personas determinadas a un fin. Piensa el viajero, aunque no es un entendido en estas disciplinas pictóricas, que quien se encargó de pintarlo supo entender bien al personaje.

     No se olvida el viajero de ver otras maravillas. Las que puede: aún dentro de la Catedral el transparente, y enfrente la capilla de San Ildefonso donde hay sepulcro con los restos del cardenal Gil Carrillo de Albornoz, que murió en Italia, y cuyo cortejo fúnebre se trasladó a pie hasta la sede de la que fue arzobispo. Un año duró el traslado, y hasta el propio rey Enrique II arrimó el hombro a fin de obtener las indulgencias plenarias que se concedían a los cristianos que participaran en el mismo. Debió pensar que las necesitaba, no en vano pasó a la Historia como “el fratricida”. Ya fuera, San Juan de los Reyes le retiene un buen rato. Fue fundado por los Reyes Católicos para conmemorar la victoria sobre el rey de Portugal, don Alfonso, defensor de “La Beltraneja”, en la lucha por la corona de Castilla. El viajero se despide con una mirada desde los “cigarrales”. Decide que volverá otra vez.

(1) Molletes eran las piezas de pan que en esa puerta se bendecían para repartirlos entre los pobres; ya no se mantiene esa tradición caritativa; pero sí su recuerdo en el nombre de la puerta.

(2) Unas excelentes fotografías y sendos detallados y didácticos estudios de este cuadro y sus personajes podrá el lector encontrarlos mediante estos enlaces en los blogs España Eterna y Arte Torreherberos
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DISFRACES

     A Diana de Méridor, muy aficionada a estos asuntos del florete y las máscaras.

     Reinaba en España Felipe III, un rey incompetente del que su padre ya dejó aviso: “Dios que me ha dado tantos Estados, me niega un hijo para gobernarlos”; pero pese a la incapacidad del rey, España mandaba en el mundo y era combatida por sus enemigos en diversos frentes. Venecia era uno de sus rivales. La Serenísima República y el ducado de Saboya, con Francia y sin olvidar a Inglaterra, eran los encargados de urdir los tejemanejes antiespañoles en el norte de Italia.

Felipe III

     Mientras, en España, se mantenían posturas enfrentadas sobre las acciones a seguir. El valido del rey, el duque de Lerma, más preocupado por llenar sus bolsillos hasta llegar a ser el hombre más rico de España, dirigía las posturas más moderadas; pero había también gentes que abogaban por mantener una acción más enérgica con los rivales que trataban de socavar el poderío español.

     Uno de estos hombres era don Pedro Téllez, duque de Osuna, y en 1618 virrey de Nápoles. Era el duque, desde sus tiempos mozos, amigo de don Francisco de Quevedo. Compañeros de estudios en Alcalá de Henares, habían tenido aventuras galantes y juntos se habían visto envueltos en algún que otro lío. El duque, que conocía a su amigo, lo llamó a Nápoles. Quevedo que, como el duque, pensaba que España debía plantar cara a sus oponentes acudió a la llamada de Osuna. Nada más llegar conoció los planes del virrey, y Quevedo, escritor, pero aventurero por naturaleza, aceptó el encargo: debía organizar la toma de Venecia. Instalado en la ciudad de los canales, con ayuda de algunos mercenarios franceses y de nobles venecianos descontentos preparó el ambiente. La invasión se haría por mar, el día de la Ascensión, fiesta de mucha importancia, en la que a bordo de la galera Bucentoro, el Dux y el consejo de los Diez se harían a la mar para arrojar un anillo de oro para conmemorar la gran victoria naval, en tiempos del dux Pietro Oscolo, que hizo de Venecia una gran potencia, y cuya flota, de la que dependía su poder comercial, dominaba las aguas mediterráneas.

     Los buques del virrey de Nápoles, pagados por el propio duque, tomarían Venecia, en una operación, no autorizada por el gobierno de Madrid, pero tampoco prohibida.

     Pero los venecianos avisados por espías ingleses enterados del asunto desbarataron la conjura. Quevedo, en Venecia, atento a los sucesos, estaba en peligro, como todo español que se dejara ver. Las turbas enfurecidas se dirigieron al asalto de la embajada española. El marqués de Bedmar, embajador, debió ser protegido por la policía, la misma que junto a la población exaltada buscaba a Quevedo, sin estatus diplomático, para detenerlo y probablemente ajusticiarlo de inmediato.

     Pero don Francisco, aventurero, tan ingenioso en la vida real como en sus letras, piensa deprisa, arroja la espada, cambia su ropa por harapos y, ya convertido en pordiosero, se une a las turbas vociferantes, gritando en contra de sí mismo y amenazándose de muerte. A los pocos días Quevedo está en Nápoles con Osuna.

     Si para don Francisco de Quevedo el disfraz fue una necesidad, para Luis XV, rey de Francia, fue una diversión.

     Este rey francés, como los anteriores, y sucedería con los que vinieron después, tuvieron costumbre de tomar amantes. A diferencia de las amantes de los reyes de otros países, cuyas relaciones eran mantenidas discretamente, las amantes reales en Francia eran conocidas del público, de la corte y de la propia reina la mayor parte de las veces.

     La más famosa de las muchas que tuvo Luis XV fue la marquesa de Pompadour: Jeanne Antoinette Poisson, una jovencita burguesa nacida en 1721, que acabó casada con Charles Le Normant d’Etioles, el sobrino de su preceptor. Jeanne Antoinette correteaba, como otras muchas muchachas, por el bosque que el rey frecuentaba en busca de jóvenes candidatas, y allí el rey se fijo en ella; pero sería tiempo después, durante un baile de disfraces donde ella, disfrazada de Diana Cazadora, tendría la ocasión de dirigirse al rey; aunque había un inconveniente: se había anunciado que el rey acudiría a la mascarada disfrazado de árbol, de esbelto ciprés; pero el asombro fue general cuando al anunciar la llegada del monarca hizo entrada en el salón de baile un bosquecillo de ocho cipreses que hacía imposible la identificación real.



     El baile discurría sin que ninguno de los cipreses descubriese su identidad. Nadie sabía cual de ellos escondía al rey. La expectación era grande. Por fin, avanzada la noche, mientras madame D’Etioles bailaba con uno de los cipreses, el árbol se descubrió, dejó caer sus hojas, se desprendió de su corteza y se mostró a la multitud atenta: era el rey quien bailaba con Jeanne Antoinette. A partir de entonces fue la amante real. Charles, su marido, con resignación, debió renunciar a ella y marchar de París. Una suculenta renta como compensación hizo más llevadera la pérdida y el retiro.

     Jeanne Antoinette recibió el marquesado de Pompadour. En París el rey le regaló el palacio de Evreux(1), que adornó a su gusto, al igual que hizo con el de Versalles. Su impronta en la decoración de Versalles permitió acuñar el término “versallesco” para señalar costumbres palaciegas muy ceremoniosas. Con el tiempo “La Pompadour” fue perdiendo su atractivo físico, pero nunca su influencia sobre el rey, que le consultó, hasta el final, los asuntos de Estado, entre visita y visita a sus nuevas y jóvenes amantes.

(1) El palacio de Evreux es hoy la residencia del presidente de la Republica Francesa, conocido como Palacio del Elíseo.
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EL DORADO

     Al descubrimiento de América por los españoles siguió de inmediato la conquista y evangelización. Rápidamente, España comenzó a rentabilizar su dominio sobre el continente. Junto a la realidad encontrada, no exenta de riquezas, se unió la fábula y la ilusión de encontrar fuentes de eterna juventud, paraísos terrenales y ciudades llenas de tesoros. Uno de los grandes mitos de la conquista americana fue la búsqueda de “El Dorado”. Hubo quienes creyeron que se trataba de una región donde el oro era abundantísimo; también se le identificó con una persona, jefe de alguna tribu que, cubierto el cuerpo de oro en polvo, mandaba sobre un país lleno de riquezas. No es de extrañar que cuantos europeos llegasen por aquellas tierras americanas trataran de encontrarlo. Españoles, alemanes, ingleses, todos lo buscaron. Ninguno lo encontró, porque no existía.

    Muchos fueron los españoles que se adentraron en la selva en su busca. Sebastián de Belalcázar fue un prototipo de conquistador. Anduvo por Centroamérica, se unió a Pizarro participando en la conquista del Perú, y por fin en Colombia se dedicó, terco, a la busca del “El Dorado”. Murió en 1551, sin encontrarlo, pero dejó fundadas las ciudades de Quito, Guayaquil, Cali y Popayán.

Francisco Pizarro (Plaza de Manises, Valencia)
Copia en bronce (1969) del original en madera de Pio Mollar de 1930

     Pero es la expedición mandada por el navarro Pedro de Ursúa la que más ha contribuido a difundir el mito de “El Dorado”. Todo empezó por el interés del virrey del Perú, don Antonio de Mendoza, por librarse de delincuentes y maleantes, gentes de mal vivir, propensos a la aventura y el botín. Fue Ursúa el encargado de organizar la expedición. Acompañó a don Pedro una mujer, doña Inés de Atienza, bella y promiscua, intrigante y sin escrúpulos, que había abandonado a su marido para seguir a su amante. El viaje comenzó con mucho retraso y sin las condiciones necesarias para el éxito. Así las cosas, el sofocante calor, los ataques de tribus hostiles, la escasez de todo lo necesario hicieron mella en el ánimo de los aventureros. Sin ilusión por encontrar lo que buscaban, el descontento creció rápido. La tragedia era inevitable. Un tal Lope de Aguirre, deforme en lo físico por su joroba, y en lo moral por su ambición y falta de escrúpulos, conspiró contra Ursúa. Doña Inés fue su cómplice en el plan. El resultado: don Pedro fue asesinado. Aguirre puso al mando de la expedición a Fernando de Guzmán, al que nombró príncipe. La ambición de Lope no tenía límite. Su fin no era “El Dorado”, sino un imperio del que él sería el emperador. Eliminó a todos cuantos se le oponían, a todos cuantos le estorbaban. También a Fernando de Guzmán y a la pérfida Inés de Atienza. Declaró la guerra al rey de España. Creyó haber encontrado “su dorado”; pero no fue así. Murió arcabuceado el 27 de octubre de 1561.
   
    También hubo unos cuantos alemanes que intentaron conquistar “El Dorado”. Cuando Carlos I de España trató de ganar para sí el cetro imperial, que era electivo, precisó de grandes cantidades de dinero para sus fines electorales. Exprimió las arcas castellanas y recurrió a prestamistas europeos. Los Welser le concedieron un préstamo de ochocientos mil florines. El precio: Venezuela sería administrada por los Welser durante veinte años. Durante dicho plazo los alemanes se ocuparon, sobre todo, de extraer cuantas riquezas pudieron, con la mayor rapidez posible, y con esa pretensión dedicaron grandes esfuerzos, como hacían los españoles, a encontrar “El Dorado”. Nombraron gobernadores: Ambrosio Alfinger, Nicolás Federmann, Jorge de Spira y Phillip von Hutten fueron designados por los Welser. Todos tuvieron el mismo objetivo, encontrar “El Dorado”; y el mismo final, el fracaso.

    El mismo fin que tuvo otro extranjero, el pirata inglés Walter Raleigh, hombre culto, muy leído, que sería nombrado “sir” por sus logros en perjuicio de España. En 1595 inició la búsqueda de “El dorado”. Ascendió por el Orinoco, más no encontró nada que no se conociera ya.

    No fueron los únicos; pero ambición o codicia a un lado, el hercúleo esfuerzo que supuso la búsqueda del mito permitió conocer la geografía de regiones desconocidas, deshabitadas, llenas de peligros, que hombres de muy distinta condición recorrieron, detallando en mapas y escritos lo descubierto. Sus relatos y experiencias supusieron una fuente de información valiosísima para la humanidad.

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