Ésta es la historia de un libro que no se puede leer, pero que muchos han deseado poseer. Alguno de ellos pagó una fortuna por ser su dueño.
No se sabe con certeza cuando se escribió, no se conoce su autor, y se desconoce de qué trata su contenido. Un enigma que no ha podido ser desvelado aún. Los primeros propietarios del libro quisieron creer o hacer creer que su autor era el monje franciscano Roger Bacon. Éste tuvo una larga vida. Vivió durante casi todo el siglo XIV. Fue un sabio en el sentido estricto del término: filósofo, astrónomo, óptico, dominó varias lenguas y llegó a ser conocido como “doctor admirable”, pero quizás la atribución al monje inglés de la autoría del libro no fuera más que una estratagema del verdadero autor, con el fin de dar al libro prestigio y antigüedad.
El primer propietario conocido, y según sospechas de algunos investigadores recientes, autor del libro, fue Edward Kelley, un alquimista farsante, que logró embaucar a John Dee, un eminente científico del siglo XVII, inglés como él, al que convenció para ir a Praga, donde estaba la corte de Rodolfo II, el excéntrico emperador del Sacro Imperio. Rodolfo coleccionaba de todo: amantes, enanos, que encargaba a sus médicos buscar por toda Europa, enfermedades, y… arte. Kelley mostró al emperador el libro. Estaba escrito con caracteres extraños, con imágenes fantásticas: plantas desconocidas, figuras geométricas de significado misterioso, también personas, que Kelley aprovechó bien para despertar la curiosidad del emperador y su necesidad de poseerlo. El libro pasó a manos de Rodolfo a cambio de seiscientos ducados de oro. El emperador mandó descifrarlo. Nadie lo consiguió. Pasó el tiempo, el derrocamiento de Rodolfo, con el cuerpo enfermo y la mente trastornada, a manos de su hermano Matías, hizo cambiar el libro de dueño. Varios propietarios en los años siguientes trataron de conocer su contenido: no se consiguió descifrarlo, y sí que se le perdiera la pista. Hubo que esperar hasta 1912 para que un lituano, del que tampoco se sabe gran cosa, activista de la izquierda política antes que librero asimilado por los negocios capitalistas, lo comprara en un convento de jesuitas en Italia. El comprador, Wilfred Woynich, hizo el encargo a varios especialistas para que descifraran su contenido. Como había sucedido siglos atrás, nada consiguieron.
Hoy después de pasar por las manos de varios nuevos dueños, uno de los cuales pagó en 1964 más de 20.000 dólares, el manuscrito, compuesto por varias pliegos de pergamino, algunos desplegables con dibujos extraños, recibe el nombre de su último descubridor, Woynich, y descansa en las estanterías de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.
Allí ha sido objeto de varios recientes estudios: la hipótesis que se va imponiendo, después de estudios apoyados en programas informáticos desarrollados para el caso, es que seguramente no haya nada que descifrar, que todo fuera una farsa de alguien, quizá Kelley, que escribió algo sin significado, y lo mostró al mundo haciendo creer que significaba algo.
O puede que Kelley no fuera su autor. Al fin y al cabo, los expertos no se ponen de acuerdo sobre la fecha en la que fue escrito, que muy bien pudo ser varias décadas antes a los tiempos en los que Kelley y Dee estaban en Praga al servicio del obsesivo emperador Rodolfo. Si fuese así, quién lo escribió y a quién se quiso engañar constituyen otro misterio, o puede que lo que parece no significar nada, signifique algo, que las hipótesis actuales sean rebatidas y debamos esperar otros cuatrocientos años para saber lo que quiso ocultar el autor del manuscrito Voynich.
Nota: Enlace a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, con imágenes digitalizadas del libro aquí.