EL SUEÑO IMPOSIBLE DEL CONDE DE ARANDA

   Cuando a finales del siglo XIII Marco Polo, preso en una cárcel genovesa, escribió el “Libro de las Maravillas” no pudo imaginar que casi quinientos años después uno de los hallazgos hechos por él en la lejana China despertaría un renovado interés por conseguir su fabricación.

   Hasta entonces Europa se había limitado a disfrutar de la fina y hermosa porcelana china por las piezas traídas en las caravanas procedentes de oriente. Ya había dejado escrito Marco Polo cómo la había visto fabricar, cómo se extraía de las minas una tierra que era amontonada y expuesta a la intemperie durante cuarenta años sin ser removida; y cómo, con el paso de ese tiempo, aquellos montones de tierra se habían convertido en una masa muy fina apta para la preparación de vasijas, que se pintaban y colocaban en grandes hornos.

   Pero cuarenta años es mucho tiempo. Muchos hombres no llegan a vivir ese tiempo en esa época y la pretensión de fabricar porcelana parece caer en el olvido.

   No es hasta el siglo XVI cuando se producen los primeros intentos por fabricar porcelana en Europa; y aún más tarde, en el siglo XVIII, cuando los intentos toman cuerpo. Se utiliza caolín, igual que en China, y otras materias, se construyen hornos, se hacen pruebas de todo tipo sobre los componentes de las pastas, su tratamiento o su cocción, pero el resultado es desalentador. Al fin, se consigue algo parecido a lo buscado, una porcelana blanda, similar, pero de cualidades muy inferiores a la china. Pero los fabricantes europeos no quedan satisfechos y perseveran en el intento. Al fin, en Alemania, Johann Friedrich Böttger, en 1709, obtiene la primera porcelana dura europea, iniciando su producción en la Imperial fabrica de Meissen. Italia, Francia, Inglaterra y España también lo intentan.

   El Reino de Nápoles lo consigue con la fundación, por el rey Carlos VII, de la Real Fábrica de Porcelanas de Capodimonte. Francia, en la fábrica de Sèvres, que hasta entonces sólo fabricaba cerámicas finas de pasta blanda, logra por fin en 1768 fabricar la porcelana al estilo chino.


   En Alcora, en 1743, el décimo conde de Aranda, don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, hereda la fabrica de lozas fundada por su padre. Visita poco la fábrica, pero parece dispuesto el conde a hacerla productiva, y promueve una severa reforma de las condiciones de trabajo. Se publican unas nuevas ordenanzas, reorganizando el proceso productivo. Se incrementa el horario laboral, que alcanza las trece horas y media diarias, castigando severamente a los obreros que no cumplen los horarios, para lo que se habilitan en la propia fábrica calabozos para los infractores; y se empeña en la obtención de porcelana dura. Se contratan químicos alemanes y franceses, pero sólo logran obtener porcelana tierna, resistiéndoseles la auténtica porcelana, más su empeño no ceja, sigue el conde buscando técnicos, unos para la fabricación de lozas, otros para tratar de conseguir su sueño, incluso años después, cuando consulta con el célebre químico Joseph Louis Prous, contratado por el rey Carlos IV para impartir clases, y al que se le ha instalado un moderno laboratorio en Segovia, sobre si hay en España caolines aptos para la fabricación de porcelanas. Finalmente a principios del siglo XIX, cuando la fábrica pertenece al duque de Hijar, pues Aranda no dejó descendencia, parece que la producción de porcelana verdadera es un hecho. Así se desprende del informe del intendente de la Real Fabrica, José Delgado, en el que recomienda abandonar la fabricación de porcelana auténtica por sus excesivos costes. La fábrica de Alcora había conseguido hacer realidad un sueño. Un sueño efímero.

   Pero no había sido el intento de Aranda el único habido en España. En 1759, Carlos de Borbón había cambiado la corona de Nápoles por la de España. Llegó con su familia y trajo multitud de servidores, algunos de ellos portadores de las técnicas usadas en Capodimonte en la fabricación de porcelanas. Al año siguiente quedaba fundada la Real Fábrica de Porcelanas del Buen Retiro. España se incorporaba al grupo de países capaces de fabricar la auténtica porcelana.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GUADALAJARA

   El viajero está de paso hacia otros lugares, pero en el poco tiempo del que dispone, aprovecha hasta  hacerse la idea de que a Guadalajara se la puede mirar como se mira un rostro en el que la belleza se concentra en sus ojos. Porque, como los ojos de una cara, Guadalajara tiene sus dos joyas, una en cada lado de la ciudad.

   En un extremo, el palacio del Infantado, del siglo XV. Un incendio en 1936 destruyó casi todo su interior, que fue restaurado en los años sesenta del pasado siglo. Aun así, al viajero le parece magnífico. Lo mandó construir don Iñigo López de Mendoza, segundo duque del Infantado, a Juan Guas y Enrique Egás, y a juicio del viajero lo hicieron con tal acierto, que su fachada adornada con puntas de diamantes, con el tiempo, no hace más que sugerir  su esplendoroso pasado, sin menoscabo de la maravilla de patio interior, de dos plantas, preciosa filigrana hecha en piedra. Allí se llevaron a cabo bodas reales. Dos reyes de nombre Felipe contrajeron matrimonio con dos nuevas reinas para España, las dos de nombre Isabel. En el siglo XVI, Felipe II, con Isabel de Valois; dos siglos después Felipe V, con Isabel de Farnesio.






   En el otro extremo de la ciudad, el panteón de la duquesa de Sevillano, de finales del siglo XIX. Doña María Diega Desmaisières, que también fue condesa de la Vega del Pozo, fue la impulsora de este edificio destinado a albergar sus restos mortales; aunque no fue lo único que mandó construir allí.

   Había nacido María Diega en Madrid, en 1852, poseyó una inmensa fortuna, parte de ella en Francia, pues un bisabuelo suyo era dueño de grandes viñedos en la región de Burdeos. De un notable sentimiento filantrópico, María Diega que permaneció siempre soltera, dedicó buena parte de su fortuna al beneficio de los pobres. En Guadalajara, en unos terrenos de su propiedad, en las afueras de la ciudad, decidió construir varias dependencias destinadas a usos sociales, que aún hoy se emplean, en buena parte, a dichos fines. Muchos de los edificios son de cierto valor arquitectónico, pero sobre todos ellos sobresale el panteón familiar, con su aire bizantino, cuya cúpula vidriada resplandece y capta la atención del visitante.







   La duquesa murió en 1916, en un hotel de Burdeos, casi al mismo tiempo en el que concluyeron las obras, que duraron muchos años, como si hubiera esperado para partir hacia el otro mundo a que el complejo estuviera terminado.

   Si pudo la duquesa ver los edificios concluidos, lo que no pudo ver, porque esa fue su voluntad fue qué aspecto tendrían las esculturas que servirían de cierre a la cripta. Dio orden para que no se iniciara talla alguna hasta después de morir, y Ángel García Díaz, el escultor encargado, paciente, hubo de contentarse con preparar el basamento de lo que ya en su mente se iba construyendo como futuro grupo escultórico de la cripta.

   Como la duquesa, tampoco el viajero, aunque éste contra su voluntad, puede ver la cripta. Encuentra el recinto cerrado, y resignado, debe conformarse con ver el exterior. Toma algunas fotografías y vuelve sobre sus pasos camino del centro.

   Entre una y otra joya arquitectónica el viajero camina por la calle Mayor. En una placita el viajero saluda a otro aristócrata insigne, importante en la historia de España, aunque puede que no tanto para la cotidiana historia de los más necesitados, el conde de Romanones, al que los maestros, por suscripción popular, le erigieron el monumento, que el viajero ve.
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TAMERLÁN Y EL LARGO VIAJE DE CLAVIJO

   Hoy viajaremos a la historia a través del tiempo, a un lugar lejano y poco conocido de la misma, pero también viajaremos en el espacio, porque los protagonistas de la historia de hoy, que llegaron a conocerse, anduvieron, cada uno en lo suyo, de Norte a Sur, de Este a Oeste, guerreando, conquistando, uno; observando y escribiendo el otro. Se podría decir, en el más popular y sencillo de los lenguajes, que no pararon en torreta.

   El reloj de nuestra máquina del tiempo señala el año 1404. Al descender de ella apenas resuenan en la lejanía las gestas de Gengis-Khan, ocurridas doscientos años atrás. Ahora nos encontramos en Samarkanda, la ciudad capital de un nuevo imperio ganado por las armas en pocos años y que, en pocos años también, como un azucarillo en el agua, se diluirá tras la muerte de su creador.   

  Allí, en Samarkanda, un hombre casi septuagenario, pero enérgico aún, con una cojera más que aparente, espera a un visitante. No es la edad la razón de su cojera. La arrastra desde hace más de cuarenta años y, aunque nadie conoce la causa de la misma, sí conocemos su consecuencia. Recibirá por ella, en el futuro, el sobrenombre del “El cojo”. Su nombre es Timur, al que por su defecto, se le añadirá la palabra persa “leng”. Occidente le conocerá como Tamerlán.

   Tamerlán lleva toda la vida batallando, ha conquistado Persia, Azerbayán, Georgia, Armenia; también el Caúcaso es suyo; ha dominado buena parte de Mesopotamia, invade Siria y alcanza las costas del Mediterráneo.

   No contento con esto Tamerlán pone sus ojos en oriente: arrasa la India y toma Delhi, saqueándola. Sus ansias de dominio son incontenibles, la crueldad de sus soldados también. Se dice que sus  ejércitos construyen montañas con los cráneos de los vencidos. Envalentonado, de Este a Oeste el tártaro se planta en Asia Menor. Allí, en Ankara, tiene enfrente al sultán Bayaceto, que le ha retado; parece un rival peligroso. Es valeroso, atrevido, pero imprudente; quizás por ello los suyos le conozcan como “El rayo”. Tamerlán lo captura. Bayaceto, ante su captor se muestra arrogante y el tártaro, guerrero despiadado, lo traslada a Samarkanda prisionero en una jaula, tratamiento muy humillante para el sultán, que poco tiempo después, al saber que iba a ser exhibido así por las calles de Samarkanda morirá; su desaparición será un alivio para el imperio bizantino, que logrará sacudirse el peligro otomano durante unas décadas. Breve tregua, que terminará antes de lo que los bizantinos hubieran deseado. El poder otomano reconstruido, pronto pondrá sitio a la ciudad que Constantino rebautizara con su nombre.

   En Castilla se sabe de primera mano lo sucedido en Ankara. Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, embajadores de Castilla, lo han vivido en primera persona, han conocido al caudillo mogol, y éste les ha hecho homenajes y ha ofrecido bienes para el rey castellano, que son llevados por Mahomat Alcagi, un emisario tártaro, que acompaña en su regreso de Anatolia a Sotomayor y Sánchez de Palazuelos.


   Enrique de Castilla corresponde con otra embajada. El 23 de mayo de 1403 fray Alfonso Paiz Santamaría, Rui González de Clavijo y Gómez de Salazar parten en una carraca rumbo al lejano imperio de Tamerlán. De dejar testimonio escrito de las vicisitudes y aventuras, que serán muchas, que la embajada pueda vivir en su travesía por tierras de Turquía, aguas del mar Negro, Armenia, Irán hasta llegar a la capital del imperio, Samarcanda, se va a ocupar Clavijo. Dejará constancia en “Embajada a Tamerlán”, aunque sus notas pronto quedarán en el olvido. Tendrán que pasar doscientos años para que Argote de Molina(1), en 1582, las edite y dé a conocer las experiencias vividas en Constantinopla, Trebisonda, Teheran y Samarcanda por aquella embajada de Enrique III.

  Cuando Clavijo y sus compañeros llegan a Samarkanda, Tamerlán los recibe con grandes homenajes y consideración, son invitados a continuas fiestas y presentados a los señores de Samarkanda. Así continúan  las cosas durante algunas semanas, hasta que por fin, en noviembre de 1404, dos meses y medio después de su llegada, se les da aviso de la precaria salud de Tamerlán, que no les recibirá más, y se les instruye de que mejor será que regresen a su país, de grado o por la fuerza. Sin despedirse del emperador mogol tendrán que marchar; y así lo escribe Clavijo. Si la mala salud del Khan es la causa de su expulsión, pues el gran Señor Taburmec, así le llama el cronista en su escrito, es de avanzada edad y, efectivamente, parece que ve mal y tiene problemas para andar más allá de la dificultades derivadas de su cojera; o son razones de Estado, pues Tamerlán está a punto de comenzar una campaña contra China, es difícil de precisar. Quizás ambas razones tengan algo de verdad, pues lo cierto es que no había terminado Clavijo su viaje de regreso a Castilla, cuando recibe la noticia de la muerte de Tamerlan en Otrar. Acababa de partir rumbo a China. El 19 de enero de 1405 Tamerlán deja este mundo y abandona a su suerte el imperio que no podrá superar su ausencia.

  Treinta años habían bastado para crear un formidable imperio.  Había derrotado enemigos y conquistado grandes territorios, pero no había sido capaz de estructurar un Estado. Muy pronto se declararon guerras internas entre sus hijos y sus nietos. Por fin, uno de sus hijos,  Shahrukh, logrará imponerse. Tampoco conseguirá que perdure la herencia de su padre y el imperio de Tamerlán se eclipsará con la misma rapidez con la que se había formado.

(1) Gonzalo Argote de Molina nació en Sevilla en 1548, militar al servicio de Felipe II, es conocido como historiador, anticuario y editor.
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