LA PRESIDENTA

   Aunque Catalina de Erauso, aquella muchacha donostiarra, nacida en el siglo XVI y hecha monja por voluntad familiar, pero por propia voluntad convertida en soldado, es la “monja alférez” por antonomasia, otra mujer, Francisca Zubiaga de Bernales, nacida poco más de tres siglos después, se ganará también dicho sobrenombre. Poco tienen en común salvo que las dos abandonaron un convento y ambas con una casaca sobre el cuerpo empuñaron la espada.

   Francisca nace el 11 de septiembre de 1803 en Cuzco. Es hija de un alto funcionario español, pero ella es peruana, y se siente así. Ese sentimiento y su ambición le llevan a aprovechar la ocasión que se le presenta. En 1825, con el virreinato del Perú extinto tras la batalla de Ayacucho, Francisca contrae matrimonio con un maduro Agustín Gamarra Massia, a la sazón prefecto de Cuzco.

Las relaciones entre Bolivar y Gamarra no fueron buenas. Durante
una fiesta dada en homenaje del  Libertador, un exceso de "cortesía"
de éste hacia doña Francisca dio lugar a rumores, que provocaron
en Gamarra una antipatía hacia Bolivar que no supo disimular.

   Su gusto por el mando pronto se hace patente. Cuando Gamarra se presenta en la Bolivia del general Sucre, Francisca le acompaña vestida a lo militar y al mando de tropas; cuando Gamarra se dirige al norte en la guerra con Colombia, Francisca, que a estas alturas es conocida como La Mariscala, permanece en Cuzco, ocupando el puesto de su esposo; cuando en 1829 Gamarra es nombrado Presidente del Perú, Francisca es su más firme y fiel colaboradora.

   El matrimonio, como corresponde, se traslada a Lima, la capital. Desde allí, nuevamente Gamarra se traslada a Bolivia para tratar con Santa Cruz, el sustituto de Sucre, diferencias entre los dos jóvenes países; pero su esposa esta vez permanece en Lima. Ahora, envidiada y odiada a partes iguales por casi todos, es “la presidenta”. Los roces con el gobierno son continuos, en especial con el vicepresidente, el general Gutiérrez de la Fuente. El encono entre ambos se pone de manifiesto durante una representación teatral a la que asisten los dos: cuando va a dar comienzo la función, el público reclama el cambio de la obra, pide a gritos que se sustituya la obra anunciada por “La monja alférez” de Juan Pérez de Montalbán, en alusión a los orígenes de “la presidenta” y su afición a los uniformes. Como si de un guión escrito se tratara, el vicepresidente, con un gesto, accede y comienza la nueva función, que el plantel de actores tenía ensayada.

   No es la única afrenta que doña Francisca debe soportar: muchas familias de la alta sociedad limeña mantienen el respeto forzadas por la situación. Francisca es la esposa del presidente Gamarra y de facto ejerce, en ausencia de su marido, como presidenta, pero cuando es posible quienes la detestan  aprovechan cualquier ocasión para tratar de ponerla en evidencia.

   Así sucede cuando, en 1831, una dama de la buena sociedad trata de humillarla en lo que las mujeres, en estos casos, dan gran importancia. Se va ha celebrar un gran baile y la citada señora logra persuadir a una de las sirvientas de doña Pancha, que también así se le conoce, para que, después de entregarle una sustanciosa cantidad de dinero, le indique el vestido que se le prepara para la ocasión; pero doña Francisca, lista como ella sola, descubre el asunto, y con la más absoluta reserva se hace preparar otro traje. El día de la fiesta acuden los invitados, la dama beneficiaria de la confidencia, segura de poner en ridículo a la “presidenta” luciendo el mismo vestido que cree llevara doña Francisca, se presenta en el salón. Poco después lo hace doña Pancha, esplendorosa, con su precioso traje. No va sola, le acompaña su criada, está con el vestido copiado. No hace falta decir la vergüenza de una y la complacencia de la otra al verse aquella reflejada en una criada.

   Tampoco el desaire del teatro Principal queda sin venganza. Al fin, doña Francisca logra convencer a su esposo de que La Fuente conspira contra él, tratando de ocupar su puesto. Una noche se presenta el general Eléspuru en el domicilio del vicepresidente La Fuente al mando de una tropa, que irrumpe ruidosamente en el domicilio. Una suerte para La Fuente que, avisado por el escándalo, logra escapar por una ventana. Acabará refugiado en Chile, desde donde advertirá sobre la conspiración de doña Francisca para destruir el sólido y fiel apoyo que el presidente tenía en él.

   Los abusos y arbitrariedades se suceden. La prensa arremete contra el gobierno, y éste trata de amordazarla. Gamarra, su esposa y sus partidarios se ven envueltos en un último escándalo: un periodista, Juan Calorio, muy crítico con el presidente, es apaleado, casi muerto. La situación se vuelve muy difícil para el gobierno, y para doña Pancha, que tiene mucho que ver en todo. Tanto que incluso la esposa de Calorio asegura haberla visto, de uniforme, entre el grupo que asaltó a su marido.

   La situación de descrédito es tan grande, que las siguientes elecciones suponen un fracaso para Gamarra, que igual que su esposa, con sus partidarios, se enfrenta a los vencedores. Doña Francisca, fiel a su ser, de uniforme y pistola al cinto, lucha por recuperar el poder, y pierde. Huirá con su esposo. Acabarán separándose, él para seguir en solitario su carrera política, ella muy enferma para acabar refugiada en Chile, donde, a los treinta y dos años, morirá sola y cargada de deudas.
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EL SUEÑO IMPOSIBLE DEL CONDE DE ARANDA

   Cuando a finales del siglo XIII Marco Polo, preso en una cárcel genovesa, escribió el “Libro de las Maravillas” no pudo imaginar que casi quinientos años después uno de los hallazgos hechos por él en la lejana China despertaría un renovado interés por conseguir su fabricación.

   Hasta entonces Europa se había limitado a disfrutar de la fina y hermosa porcelana china por las piezas traídas en las caravanas procedentes de oriente. Ya había dejado escrito Marco Polo cómo la había visto fabricar, cómo se extraía de las minas una tierra que era amontonada y expuesta a la intemperie durante cuarenta años sin ser removida; y cómo, con el paso de ese tiempo, aquellos montones de tierra se habían convertido en una masa muy fina apta para la preparación de vasijas, que se pintaban y colocaban en grandes hornos.

   Pero cuarenta años es mucho tiempo. Muchos hombres no llegan a vivir ese tiempo en esa época y la pretensión de fabricar porcelana parece caer en el olvido.

   No es hasta el siglo XVI cuando se producen los primeros intentos por fabricar porcelana en Europa; y aún más tarde, en el siglo XVIII, cuando los intentos toman cuerpo. Se utiliza caolín, igual que en China, y otras materias, se construyen hornos, se hacen pruebas de todo tipo sobre los componentes de las pastas, su tratamiento o su cocción, pero el resultado es desalentador. Al fin, se consigue algo parecido a lo buscado, una porcelana blanda, similar, pero de cualidades muy inferiores a la china. Pero los fabricantes europeos no quedan satisfechos y perseveran en el intento. Al fin, en Alemania, Johann Friedrich Böttger, en 1709, obtiene la primera porcelana dura europea, iniciando su producción en la Imperial fabrica de Meissen. Italia, Francia, Inglaterra y España también lo intentan.

   El Reino de Nápoles lo consigue con la fundación, por el rey Carlos VII, de la Real Fábrica de Porcelanas de Capodimonte. Francia, en la fábrica de Sèvres, que hasta entonces sólo fabricaba cerámicas finas de pasta blanda, logra por fin en 1768 fabricar la porcelana al estilo chino.


   En Alcora, en 1743, el décimo conde de Aranda, don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, hereda la fabrica de lozas fundada por su padre. Visita poco la fábrica, pero parece dispuesto el conde a hacerla productiva, y promueve una severa reforma de las condiciones de trabajo. Se publican unas nuevas ordenanzas, reorganizando el proceso productivo. Se incrementa el horario laboral, que alcanza las trece horas y media diarias, castigando severamente a los obreros que no cumplen los horarios, para lo que se habilitan en la propia fábrica calabozos para los infractores; y se empeña en la obtención de porcelana dura. Se contratan químicos alemanes y franceses, pero sólo logran obtener porcelana tierna, resistiéndoseles la auténtica porcelana, más su empeño no ceja, sigue el conde buscando técnicos, unos para la fabricación de lozas, otros para tratar de conseguir su sueño, incluso años después, cuando consulta con el célebre químico Joseph Louis Prous, contratado por el rey Carlos IV para impartir clases, y al que se le ha instalado un moderno laboratorio en Segovia, sobre si hay en España caolines aptos para la fabricación de porcelanas. Finalmente a principios del siglo XIX, cuando la fábrica pertenece al duque de Hijar, pues Aranda no dejó descendencia, parece que la producción de porcelana verdadera es un hecho. Así se desprende del informe del intendente de la Real Fabrica, José Delgado, en el que recomienda abandonar la fabricación de porcelana auténtica por sus excesivos costes. La fábrica de Alcora había conseguido hacer realidad un sueño. Un sueño efímero.

   Pero no había sido el intento de Aranda el único habido en España. En 1759, Carlos de Borbón había cambiado la corona de Nápoles por la de España. Llegó con su familia y trajo multitud de servidores, algunos de ellos portadores de las técnicas usadas en Capodimonte en la fabricación de porcelanas. Al año siguiente quedaba fundada la Real Fábrica de Porcelanas del Buen Retiro. España se incorporaba al grupo de países capaces de fabricar la auténtica porcelana.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GUADALAJARA

   El viajero está de paso hacia otros lugares, pero en el poco tiempo del que dispone, aprovecha hasta  hacerse la idea de que a Guadalajara se la puede mirar como se mira un rostro en el que la belleza se concentra en sus ojos. Porque, como los ojos de una cara, Guadalajara tiene sus dos joyas, una en cada lado de la ciudad.

   En un extremo, el palacio del Infantado, del siglo XV. Un incendio en 1936 destruyó casi todo su interior, que fue restaurado en los años sesenta del pasado siglo. Aun así, al viajero le parece magnífico. Lo mandó construir don Iñigo López de Mendoza, segundo duque del Infantado, a Juan Guas y Enrique Egás, y a juicio del viajero lo hicieron con tal acierto, que su fachada adornada con puntas de diamantes, con el tiempo, no hace más que sugerir  su esplendoroso pasado, sin menoscabo de la maravilla de patio interior, de dos plantas, preciosa filigrana hecha en piedra. Allí se llevaron a cabo bodas reales. Dos reyes de nombre Felipe contrajeron matrimonio con dos nuevas reinas para España, las dos de nombre Isabel. En el siglo XVI, Felipe II, con Isabel de Valois; dos siglos después Felipe V, con Isabel de Farnesio.






   En el otro extremo de la ciudad, el panteón de la duquesa de Sevillano, de finales del siglo XIX. Doña María Diega Desmaisières, que también fue condesa de la Vega del Pozo, fue la impulsora de este edificio destinado a albergar sus restos mortales; aunque no fue lo único que mandó construir allí.

   Había nacido María Diega en Madrid, en 1852, poseyó una inmensa fortuna, parte de ella en Francia, pues un bisabuelo suyo era dueño de grandes viñedos en la región de Burdeos. De un notable sentimiento filantrópico, María Diega que permaneció siempre soltera, dedicó buena parte de su fortuna al beneficio de los pobres. En Guadalajara, en unos terrenos de su propiedad, en las afueras de la ciudad, decidió construir varias dependencias destinadas a usos sociales, que aún hoy se emplean, en buena parte, a dichos fines. Muchos de los edificios son de cierto valor arquitectónico, pero sobre todos ellos sobresale el panteón familiar, con su aire bizantino, cuya cúpula vidriada resplandece y capta la atención del visitante.







   La duquesa murió en 1916, en un hotel de Burdeos, casi al mismo tiempo en el que concluyeron las obras, que duraron muchos años, como si hubiera esperado para partir hacia el otro mundo a que el complejo estuviera terminado.

   Si pudo la duquesa ver los edificios concluidos, lo que no pudo ver, porque esa fue su voluntad fue qué aspecto tendrían las esculturas que servirían de cierre a la cripta. Dio orden para que no se iniciara talla alguna hasta después de morir, y Ángel García Díaz, el escultor encargado, paciente, hubo de contentarse con preparar el basamento de lo que ya en su mente se iba construyendo como futuro grupo escultórico de la cripta.

   Como la duquesa, tampoco el viajero, aunque éste contra su voluntad, puede ver la cripta. Encuentra el recinto cerrado, y resignado, debe conformarse con ver el exterior. Toma algunas fotografías y vuelve sobre sus pasos camino del centro.

   Entre una y otra joya arquitectónica el viajero camina por la calle Mayor. En una placita el viajero saluda a otro aristócrata insigne, importante en la historia de España, aunque puede que no tanto para la cotidiana historia de los más necesitados, el conde de Romanones, al que los maestros, por suscripción popular, le erigieron el monumento, que el viajero ve.
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