Sabemos bien cuánto dolor en las personas y
destrucción en las cosas causan las guerras; pero a veces la calidad de los
contrincantes permite descubrir que más allá de la brutalidad en los combates, del
empeño en la victoria a todo trance, un rastro de sensatez, de sensibilidad,
queda aún en el sentir de los rivales. Eso sucedió durante la batalla de San
Quintín.
La plaza está defendida por el almirante Gaspar de Coligny.
Ha llegado éste después de que el gobernador de la ciudad hubiera avisado sobre
el inicio del sitio por los españoles que, adentrándose en Francia desde
Flandes comienzan el cerco sobre la ciudad. Coligny, no sin dificultades, ha logrado
entrar en San Quintín con unos quinientos hombres que se suman a la guarnición
de la plaza, a la espera que su tío, el condestable Montmorency, acuda en su
ayuda mientras él resiste.
Y así sucede. Montmorency envía cinco mil soldados
al mando de Francisco de Coligny, señor D’Andelot y hermano de Gaspar.
Alertadas las tropas del duque de Saboya, D’Andelot y sus hombres son emboscados.
En la madrugada del 5 de agosto de 1557, por sorpresa, arcabuceros españoles,
apoyados por los famosos “reiters”(1)
comienzan el ataque sobre las tropas de D’Andelot, que avanzan en la oscuridad
próximas ya a San Quintín. Poco después todo ha terminado para los franceses.
Muchos muertos o capturados, la mayor parte emprende la huída hasta los
cuarteles del condestable Montmorency, que se halla en La Feré , a unos quince
kilómetros al sur de San Quintín. El peligro del avance español en tierra
francesa preocupa al rey Enrique, que sabe que Felipe II sigue de cerca los
acontecimientos. Ordena, pues, resistir e impedir la caída de la plaza.
Y Montmorency, con veinte mil infantes y seis mil
jinetes se prepara para el ataque, se aproxima a San Quintín, hacia su propio
desastre. En las afueras de la ciudad, junto al río Somme, auténtica trampa
mortal para los franceses, la caballería del conde Lamoral de Egmont da cuenta
de las tropas francesas del Condestable. Solo, intramuros, con escasas fuerzas,
apenas unos dos mil soldados, el almirante Coligny, desesperado, trata de
organizar la defensa de la ciudad a la espera de una nueva ayuda, que no
llegará.
Dueñas las tropas españolas del campo abierto, la
lucha se concentra en destruir las murallas de San Quintín. La potente
artillería española arruina implacablemente las defensas de la ciudad, mientras
las piezas francesas tratan, sin mucho éxito, de neutralizar con sus disparos
los cañones españoles. Pero si la lucha a cielo abierto es dura y visible, bajo
tierra se libra otra batalla: la de las trincheras y galerías. Desde las líneas
españolas grupos de gastadores excavan galerías en dirección a las murallas.
Trabajan durante todo el día en su interior, pero extraen la tierra e introducen
todo lo necesario para el apuntalamiento y obras en la mina durante la noche,
para evitar ser vistos y alertar a los sitiados sobre la boca de la mina y la
dirección en la que avanzan las obras que además, para mayor precaución,
tampoco lo hacen en línea recta. Su fin es llegar a los cimientos de las
murallas y provocar una gran explosión que las destruya; eso si, decididos, no
las sobrepasan abriendo una entrada en la ciudad.
Naturalmente, los defensores, conocedores de estas
prácticas, tienen respuesta: Coligny ordena la construcción de galerías más
profundas aún, que crucen las de los sitiadores tratando de hundirlas. Tarea
ésta de muy incierto resultado, dadas las dificultades que supone adivinar el
trazado de la galería enemiga y el punto en el que provocar el hundimiento.
Presente en el campo de batalla, tras la victoria,
está Felipe II. Es la primera vez, y será la última, que el Rey Prudente,
con una armadura sobre su cuerpo, visitará el escenario de una batalla. Más
dado a la diplomacia, a diferencia de su padre, deja las guerras en manos de
sus generales; pero aquí en San Quintín, está él, feliz por la victoria
obtenida y la pronta rendición de la plaza.
En cierto momento, tras uno de los constantes
intercambios artilleros, Felipe II envía un mensajero a Coligny. Tiene el
almirante francés, en la iglesia, en lo alto de su campanario, instalada una
pieza artillera con la que trata de destruir los cañones españoles. El monarca
español en su mensaje pide a Coligny que abandone los disparos desde esa
posición. La torre es una magnífica construcción ─advierte en
el mensaje─, que valdría la pena conservar, pero que tendrá que ser destruida
si persisten los disparos desde ella. Coligny, comprende y, conforme, acepta.
Los bombardeos continúan, y finalmente la mina
construida por los españoles alcanza las murallas. Tras la explosión, que no
logra derrumbarlas, pero sí abrir enormes brechas de imposible reparación, permite
a los atacantes lanzarse al asalto de la ciudad. En ella un campanario, en pie
gracias a un pacto entre caballeros, será testigo mudo de lo que sucederá a partir de entonces: saqueo y destrucción,
violencia y muerte.
(1)
Los reiters eran jinetes alemanes. Armados con media docena de armas cortas, se
aproximaban con rapidez, en oleadas sucesivas, sobre la caballería enemiga
descargando sus armas y revolviéndose con sus monturas para eludir el choque
con las lanzas del enemigo.