EL BÚNKER DE EL SALER

   No es una obra de arte, su visión no despierta curiosidad por su belleza y quizás por ello se encuentre abandonado a su suerte, pero el  búnker, cuya torreta, única parte visible y conocida desde que se perdiera el recuerdo de su existencia, tiene su breve historia.

   Sepultado y olvidado durante décadas, en 1998 fue descubierto lo que justo sesenta años antes el general Miaja había ordenado construir, en la playa de El Saler, para defender la ciudad de Valencia de un eventual ataque marítimo por las fuerzas de Franco.


   El búnker del que hoy se sabe es un gran laberinto de galerías subterráneas, con dependencias para su habitabilidad y operatividad permanente, no fue sólo bastión republicano durante la Guerra Civil española, porque terminada ésta, durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, el ejército lo mantuvo operativo ante el temor de un posible desembarco aliado.

   La torreta fue dotada con un cañón, pero no con un cañón cualquiera. Tenía éste un alcance de 12 kilómetros, era un doble cañón Vickers Amstrong de 305 mm. y procedía del poco antes desguazado “Jaime I”, tampoco éste un barco cualquiera, pues el “Jaime I”, un acorazado que en 1933 había trasladado a Valencia los restos mortales de Vicente Blasco Ibáñez, fallecido en Mentón,  había sido  el buque insignia de la Armada de la República, desguazado poco antes en Cartagena tras hundirse a causa de una explosión durante una reparación.


   Hoy el bunker sigue oculto, abandonado como la torre lamida por las olas del mar, que la alcanzan al subir las pequeñas mareas mediterráneas o el mar encrespado, que corroe sus cimientos y parece yacer moribunda sin otro destino que, como si un castillo de arena fuese, deshacerse y confundirse con la arena de la playa, ante la indiferencia de los bañistas y el olvido de los representantes de sus propietarios, todos.
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UN REY PARA ECUADOR

   Apenas habían pasado cinco años desde que María Cristina de Borbón Dos Sicilias, la reina gobernadora, dejara la regencia española en manos del general Espartero y tomara el camino de París hacia un exilio muy particular, cuando el general Juan José Flores, a nueve mil kilómetros de distancia, en un recientemente constituido Estado de Ecuador, resultado de la disolución de la Gran Colombia, se veía obligado a lo mismo. Aquélla, aunque por voluntad propia, forzada por los acontecimientos; éste también por la fuerza de los hechos, pero contra su voluntad.

   Mas otras cosas tenían en común la reina y el general. Nacieron en distintos lugares de los que el destino puso bajo su mandato. Ella nació en Palermo, y fue reina de España; él en Venezuela, y fue presidente del Ecuador. Se conocieron porque el interés hizo que los presentaran y porque parte de su ser estaba hecha de la misma pasta: la ambición.

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   Ecuador, en 1830, tras disolverse la Gran Colombia, precisa un presidente, y Juan José Flores Aramburu, un joven de treinta años, político y militar de meteórica carrera, compañero del general Sucre, muerto poco antes,  está dispuesto para ocupar el cargo. Durante los primeros años del joven Estado, con alguna alternancia, ocupa su presidencia; pero en 1845, debido a una nueva Constitución con la que trata de perpetuar su poder dictatorial, estalla la revolución que da con el general en el exilio.

El general Juan José Flores

   Pero contrario a lo que el destino le depara, no tarda Flores en planear cómo recuperar el poder, más no desde dentro, sino desde donde él está. Su plan: invadir Ecuador y, para garantizar el éxito de su propósito, ofrecer el país, convertido en monarquía, a Juan Bautista Muñoz y Borbón,  sexto hijo, tercero de los varones, que la reina madre, María Cristina, tiene con Agustín Fernando Muñoz, con el que se casó en cuanto murió el rey Fernando VII de España. El ofrecimiento tiene su aquel, pues Juan Bautista cuenta apenas con cinco años de edad y, naturalmente, hasta su mayoría de edad el general se ocupará de la regencia del nuevo reino.

   También trata de convencer de lo conveniente de su proyecto a los gobiernos de Europa. Lo intenta primero en Inglaterra. Propone Flores la invasión, y argumenta en su favor la garantía del libre comercio, asunto siempre esencial para Inglaterra, contra el que dice estar en contra el gobierno ecuatoriano. En Francia Luis Felipe le agasaja con enormidad, tanto que Flores deja Francia como Gran  Oficial de la Legión de Honor. Luego en Roma visita al Papa, conoce al embajador de España en Nápoles, el duque de Rivas, claro ejemplo por sus obras literarias de romanticismo decimonónico; y sea por ese espíritu o por las dotes persuasivas del general, el caso es que don Ángel de Saavedra, le abre las puertas de España. Con las cartas credenciales del duque de Rivas, Flores se presenta en Madrid. El primer encuentro con el ministro de Guerra, el general Laureano Sanz, según voces de la época, no fue todo lo bien que Flores esperaba, el compromiso de la empresa asusta al ministro; pero con Istúriz, jefe del Gobierno, y rendido admirador de la reina madre, el asunto recibe el empujón que Flores desea. Se le presenta a Muñoz, el duque de Riánsares, y comienzan las reuniones para perfilar la operación y dotarla de los recursos necesarios.  Los costes de la expedición son considerables, y aunque los recursos de María Cristina grandes y aporta una gran cantidad, son insuficientes para tan magna empresa. Se recurre, pues, a la banca y las grandes fortunas del país. María Cristina y su marido Muñoz, ponen en el proyecto grandes esperanzas. A la entronización de uno de sus muñones, se suma la posibilidad de realizar grandes negocios en el futuro. Se habla con el banquero Nazario Carriquiri, con el marqués de Salamanca, con José Buschental… Éstos le imponen condiciones tan exigentes que aunque inicialmente son aceptadas de mala gana por el general, son al final causa de que el plan fracase. Así se desprende de una carta dirigida al conde de Retamoso, José Antonio Muñoz, cuñado de María Cristina, en la que se queja de las duras condiciones exigidas y solicita su mediación para suavizarlas. Nada obtiene el general Flores de esta súplica, y así, los reveses económicos, su libertino comportamiento personal y la falta de disciplina de las tropas contratadas, dan al traste con el proyecto, que hasta entonces, sin ser secreto,  era discreto, y que pasa a ser de dominio general. Istúriz, cuyo gobierno, por deseo de María Cristina que, como si de una segunda reina de España se tratara, o primera, según se mire, pues la joven Isabel, coronada en 1843, está bajo la constante atención de su madre, ha intervenido en el proyecto, aunque sin reconocerlo, se desentiende del asunto, lo cual no impide tener problemas con ciertos gobiernos americanos que acusan al español de connivencia con Flores. En el propio Senado Istúriz dice: “El Gobierno es enteramente extraño a la expedición del general Flores”. Son palabras que nadie cree, para negar lo que todos saben. El gobierno de Istúriz tenía los días contados.
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LA GARDUÑA

   Esta es la historia secreta de una sociedad tan secreta que es difícil saber si es real o fantástica. Muchos han sido los autores dedicados a explicar lo que sólo uno fue capaz de dejar escrito, copiando y reproduciendo aquellos lo publicado en un solo libro “Misterios de la Inquisición de España”.

   Escrito y editado a mediados del siglo XIX, mezcla de novela y ensayo, de verdad y fantasía, como lo hicieron Dumas, Dickens y tantos otros menos famosos, pero igualmente animados por el estilo historicista del siglo XIX, contiene el libro la historia de la Garduña, una hermandad dedicada al crimen, que durante cuatro siglos operó en las ciudades de España hasta quedar desmantelada a principios del siglo XIX, durante el Trienio Liberal.

   Como si el carácter reservadísimo de la hermandad debiera extenderse a todo lo relacionado con ella, el libro que de ella habla, “Misterios de la Inquisición de España”,  tiene también su secreto. Escrito por un tal Víctor de Fereal, seudónimo, al parecer, de madame de Suberwick, quien a su vez oculta el nombre de otra dama, una escritora francesa de nombre desconocido, contiene anotaciones históricas de Manuel Cuendías, un liberal que vivió los tiempos de Riego, durante el Trienio Liberal. Cuando llegaron el duque de Angulema y los Cien mil hijos de San Luis y fue puesta la corona de España, otra vez, sobre la testa de Fernando VII, le convino dejar España. Anduvo por Inglaterra primero, por Francia después, hasta que volvió a España ya mediado el siglo.

   Es en dichas notas de carácter histórico donde precisamente se da cuenta de todo lo relacionado con la cofradía de la Garduña. Habla de sus orígenes, allá en los lejanos tiempos del siglo XV, de cómo estaba organizada la hermandad, de sus estatutos,  de sus relaciones con sus clientes, y de su eliminación.

   Durante el juicio que supuso el ocaso de La Garduña, en 1821, se vio cómo la organización criminal había recibido el encargo de secuestrar a María de Guzmán, una sevillana de buena familia. Así se hizo, pero los dos garduños que se ocuparon de la fechoría violaron y acabaron asesinando a la secuestrada. Al enterarse de lo sucedido Francisco Cortina, el hermano mayor, furioso, dio o mandó dar muerte a los indisciplinados hermanos y, al parecer, esto fue lo que facilitó las pesquisas policiales que condujeron a la detención de Cortina y veinte miembros de la orden por un grupo de cazadores de montaña bajo las órdenes de Manuel Cuendías, el mismo que años después redactaría las únicas notas referidas a la sociedad. Fueron hallados numerosos documentos, libros de cuentas donde constaban los encargos que recibía la hermandad, que al fin tendrían gran trascendencia como prueba condenatoria y supuso el ajusticiamiento de Cortina y dieciséis hermanos más, en Sevilla, el 25 de noviembre de 1822.

Ninguna prueba queda de la existencia de la sociedad
tras su desarticulación en Sevilla en 1821.

   Aún hay más. Todos los documentos intervenidos fueron entregados a la escribanía criminal de Sevilla el 15 de septiembre de 1821. Así lo dijo el propio Cuendías al que, para mayor confusión, muchos identifican con Víctor de Fereal; y allí estuvieron, o eso se cree, hasta que en 1918, en el incendio que arrasó la Audiencia Territorial de Sevilla todos los legajos, únicas pruebas documentales de la existencia de la sociedad en tres siglos de vida, fueron pasto de las llamas.

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