SOBRE LA SALUD, EL DINERO Y EL AMOR EN LA HISTORIA (I)

     Dice la canción: tres cosas hay en la vida. Sobre ellas la historia está plagada de anécdotas. Unas son reales, otras son meras fábulas atribuidas a protagonistas del pasado que, por su personalidad, fueron referidas como ciertas, todas son curiosas.

      SALUD
     Sir Winston Churchill nació en 1874. Su buena salud debió contribuir al enorme despliegue de actividad de la que hizo gala hasta su muerte, a los 91 años. A partir de los años cincuenta del siglo XX, comenzó a recibir homenajes y galardones, incluido el Premio Nobel de Literatura en 1954. Al cumplir los ochenta años concedió una entrevista en exclusiva a un joven periodista. Al terminar, éste le dijo agradecido:
   -Muchas gracias Sir, espero entrevistarlo de nuevo cuando cumpla noventa años.
   -Seguro que sí -le contestó Sir Winston- porque tiene usted cara de estar sano.

      Peor salud tuvo Carlos II. Fue el último de los Habsburgo españoles que rigieron los destinos de España. Se le llamo el Hechizado, porque se le creyó poseído por el mal. Realmente tenía una pésima salud. Había heredado todos los males de sus antepasados: una mandíbula prognática, por la que el mentón le sobresalía exageradamente, impidiéndole masticar correctamente y provocándole al tiempo problemas digestivos. Tenía las piernas hinchadas, purulencias, tumores y continuas diarreas, y se dice que fue impotente. A ciencia cierta no se sabe cuales fueron las causas de su muerte, pero tuvo convulsiones durante las últimas tres horas de vida. Puede que no muriera de ninguna enfermedad concreta. Puede que muriera de todas ellas; por ello le dijo a la reina, María de Neoburgo, al final, poco antes de morir: “Me duele todo”.



    Su impotencia debió ser cierta, o al menos su esterilidad. No logró que ninguna de sus esposas engendrara un heredero. Es de suponer que su primera esposa, la joven María Luisa de Orleans, venida de Francia, sí estuviera sana, aunque el pueblo le echara la culpa de no procrear:

                                   Parid, bella flor de lis
                                   que en aflicción tan extraña
                                   si parís, parís a España
                                   si no parís, a París.

   Pero también hay protagonistas de la Historia con una muy buena salud. Benedicto XIII, el Papa Luna, vivió a caballo entre los siglos XIV y XV. Siendo el único cardenal vivo anterior al cisma, y siendo únicamente los cardenales quienes podían elegir Sumo Pontífice, se nombró a sí mismo papa. Fue papa en Avignon y más tarde antipapa en Peñíscola, donde se enrocó manteniéndose en “sus trece” de ser considerado el único papa legítimo de la Iglesia. Allí resistió, gracias a su determinación y férrea salud, hasta los noventa y cinco años, tras haberse recuperado, incluso, de un envenenamiento con el que habían tratado de eliminarlo sus enemigos.

      DINERO
    Parece que fue cierta la anécdota que cuentan del general Castaños, el héroe de Bailén en la lucha contra el francés. Se encontraba el general en un besamanos el día de la Pascua Militar, un día de Reyes, vestido de blanco con el uniforme de verano. El rey al llegar a su altura mostró su extrañeza por dicho atavío. Contestó el general: “Majestad, la estación lo requiere. Su majestad estará en enero; yo, que no tengo otro calendario que el de mis pagas todavía estoy en julio”.
  
   Y es que el dinero ha sido fuente constante de anécdotas. Cuentan que el Marqués de la Ensenada, ministro de Carlos III, fue reprendido por el monarca por el mucho gasto que hacía y la ostentación que practicaba. También tuvo justa respuesta al rey: “Señor, es por la librea del criado que se sabe de la grandeza de su señor”.

   Aunque los que más afición dedicaron al derroche en lujos y su ostentación fueron los propios reyes. En Portugal hubo uno de nombre Joao y ordinal quinto, que ordenó construir un monasterio en Mafra. Al decorarlo encargó que fabricaran un reloj de carillón. Cuando solicitó el precio del encargo le dijeron una cantidad exageradísima de dinero. El rey, soberbio, dijo: “No pensaba que fuera tan barato, quiero dos”.

   También interpretaron anécdotas curiosas el marqués de Salamanca, la mayor fortuna de España en su época, y Narváez, el espadón de Loja, que tuvieron disputas económicas toda su vida. Por lo surrealista, hay quien dice que aquella en la que se afirmó que el marqués, con un billete de mil pesetas, alumbraba el suelo en el que el general buscaba una moneda no sucedió.

   Pero si alguno de nuestros grandes personajes de la historia demostró gran despego por el dinero no fue otro que don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Se sabe que, ya en España, después de sus victoriosas campañas de Italia, dijo a su contador: “Dad todo con liberalidad, que nunca se goza mejor de la hacienda que cuando se reparte”; y es comprensible que dijera esto quien al ser preguntado por su rey don Fernando, el Católico, acerca de los gastos de guerra le contestara con la archifamosa frase: “En palas, picos y azadones, varios millones”.




   En ocasiones no fue el dinero, sino su falta la que dio lugar a crueles sentencias, normalmente populares. Así le sucedió a doña Isabel de Braganza, esposa de Fernando VI, que tuvo que leer en un pasquín colocado en la puerta del palacio Real el siguiente ripio:

                                     Fea, pobre y portuguesa,
                                     ¡Chúpate esa!

     Y AMOR
   Sobre el cortejo y el amor, la infidelidad y el desamor, la historia está plagada de casos anecdóticos.       
   Se cuenta que en el antiguo Egipto hubo una prostituta llamada Archídice. Poseía una gran belleza y era requerida por los hombres más ricos de Egipto. Hubo un cliente que pretendió yacer con ella, pero Archídice lo rechazó por considerarlo insuficientemente rico. Se enteró más tarde de que el cliente rechazado proclamaba haber soñado con ella, por lo que la prostituta le reclamó una buena cantidad de dinero por dichas fantasías. El hombre se negó al pago y Archídice lo denunció a los jueces pretendiendo cobrar su tarifa. Los magistrados le dieron la razón: sentenciaron que ella debería soñar que su admirador le pagaba lo estipulado por el servicio.

   Muchos siglos mas tarde, Napoleón III quedó prendado de la española Eugenia de Montijo, con la que al fin se casó. Antes de hacerlo Eugenia se lo había dejado claro: al regreso de una cacería el emperador pasó bajo el balcón en el que se encontraba con otras damas saludando el regreso de los cazadores. Napoleón se dirigió a ella preguntándole cómo podría llegar hasta allí. La española contestó: “El único camino, monsieur, es por la capilla”. Diez semanas después contraían matrimonio en Notre-Dame.

   Don Antonio Cánovas del Castillo fue presidente del gobierno en varias ocasiones, en alternancia con el liberal Sagasta, durante la Restauración. Era malagueño, y tenía el deje propio de su tierra. No cuesta mucho imaginar como respondió al rey, Alfonso XII, cuando éste le dijo:
   -Mucho le deben molestar las señoras con tantas peticiones.
   -Majestad, -dijo- a mí no me molestan las mujeres por lo que me piden, sino por lo que me niegan.
  En otra ocasión, ya viudo, una hermosa duquesa le propuso matrimonio. Cánovas le contestó: “Lo haría con sumo placer, de no tener usted dos hijas tan bellas a las que seguramente no podría mirar con ojos de padre”.
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EL TIEMPO PASARÁ

    El tiempo, magnitud física, cuarta dimensión, enigmático siempre al tratar de comprenderlo. De todo ello tiene un poco y todo ello es al mismo tiempo. De su relatividad, la humanidad siempre ha sido consciente. Bien lo explica Antonio Gala: para la rosa, el jardinero que la cuida es eterno, para el jardín efímero. Por ello el hombre ha tratado de domesticarlo. Ha ideado calendarios, ha construido relojes. El éxito ha sido escaso.
  
    Los romanos tuvieron su calendario. El calendario Juliano, vigente desde Julio Cesar hasta el siglo XVI y aún más tarde, era en realidad el antiguo calendario solar egipcio, que ha servido para medir el tiempo, en algunos países incluso hasta el siglo XX. La Unión Soviética, Grecia y Turquía fueron las últimas naciones en abandonar su uso, en los años veinte del pasado siglo. Durante su vigencia se tomó una decisión importante. En tiempos de Justiniano, el emperador de Bizancio, el Papa encargó a un monje escita, Dionisio el Exiguo, que determinara la fecha del nacimiento de Jesucristo. Usando el calendario romano restó a la fecha del cálculo treinta años, la edad en la que Jesucristo comenzó su vida pública, en el decimoquinto año del reinado de Tiberio, según el evangelio de San Lucas, y lo bautizó como año uno. La cuenta, por imprecisiones históricas no fue muy exacta, pero desde entonces la humanidad ha contado con un antes y un después(1). Así siguieron las cosas hasta que en el siglo XVI, gracias a los tímidos pasos que la ciencia comenzaba a dar y al impulso del papa Gregorio XIII fue adoptado el calendario gregoriano. No fue fácil su implantación. En una Europa dividida entre católicos y protestantes, la propuesta del papa de los católicos no era bien recibida por los reformistas, sin embargo, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico recibió al cardenal Madruzzo, enviado por Gregorio XIII, con los cálculos que Lulio, el astrónomo del papa, había realizado. Era necesaria una rectificación en la medición del tiempo. El error en el cálculo que cometía el calendario Juliano era acumulativo, retrasándose poco a poco la celebración de las fiestas señaladas por la liturgia cristiana. El emperador, convencido, impuso el nuevo calendario, decretando su uso en el imperio. El imperio español ya había tomado dicho calendario como oficial un año antes. Poco a poco las naciones fueron adoptando, entre el siglo XVI y el XX, el calendario gregoriano, aunque la Iglesia ortodoxa, aún hoy, usa el antiguo calendario juliano, que tras veinte siglos de uso les permite celebrar la Navidad, ya el siete de enero.

  El establecimiento del calendario gregoriano exigió, al implantarse, la corrección del retraso producido hasta entonces, por lo que los distintos países que decretaban su uso se vieron en la necesidad de dar un salto en las fechas hacia el futuro, tanto mayor cuanto mayor era el retraso con el que incorporaban el nuevo calendario. España, uno de los primeros países en usarlo dio un salto en el tiempo de diez días, ningún niño nació en España entre el 5 y el 14 de octubre de 1582, porque no hubo tales días; Grecia, uno de los últimos, trece. Nadie falleció en Grecia entre el 16 y el 28 de febrero de 1923. Dichos días no tuvieron lugar. Dicho salto supuso vivir los días que no figuran escritos en parte alguna porque no existieron.

Edificio del Reloj del puerto de Valencia
  
  El nuevo calendario tampoco es perfecto, pero su imperfección notablemente menor que la del anterior es corregida con los años bisiestos que todos conocemos.

   Pero hay algo que todavía no ha sido posible conseguir. El tiempo, aquello que ocurre entre dos sucesos percibidos por nuestros sentidos ha podido ser medido gracias a los calendarios ideados: juliano, azteca, chino, judío, gregoriano; y relojes de todo tipo: de agua, de sol, de arena, mecánicos, atómicos; hemos visto alterada su propia duración gracias a la aplicación de leyes relativistas. ¿Trataremos también de invertir su flecha? ¿Quebrar el inexorable discurrir del pasado hacia el futuro? Puede que alguien trate de inventar alguna máquina con la que hacerlo. El fracaso está garantizado. ¿O no?

(1) En realidad la contabilización de los años anteriores a Cristo no se produjo hasta el siglo VIII. Beda el Venerable fue quien introdujo la cuenta atrás. La humanidad tuvo desde entonces dos horizontes temporales que se alejaban entre sí.
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EL ASESINATO DE LINCOLN Y ALGO MÁS

   Cinco días después de la rendición del general Lee en Appomattox el 9 de abril de 1865, y la victoria en la práctica de la Unión sobre los estados del Sur en la Guerra de Secesión Americana, el presidente Lincoln asiste a una función de la comedia del dramaturgo británico Tom Taylor: “Our American Cousin”. Acompañan al presidente en el palco del Teatro Ford de Washington su esposa Mary Todd, el Mayor Henry Rathbone y la hija del senador por Nueva York, la señorita Clara Harris, prometida del Mayor. Ha excusado su asistencia, que tenía prevista con su esposa, el general Grant, el vencedor de Appomattox.
 
  Por raro que parezca, esa noche nadie cuida del presidente. Su guardaespaldas William Henry Crook había terminado su servicio a las cuatro de la tarde. Le sustituye el policía John T. Parker, pero Parker, una vez el Presidente en el palco presidencial, abandona su puesto y en compañía de otros ayudantes del presidente visita una taberna cercana. Más tarde diría para exculparse que el presidente le había liberado hasta el final de la obra.  

   Sorprendido por encontrar expedito el camino, John Wilkes Booth, un joven de 26 años simpatizante de la causa confederada y recalcitrante conspirador, llega hasta el palco presidencial, abre su puerta y empuñando una pistola Deringuer(1) de un solo tiro dispara contra la cabeza del presidente. La reacción del Mayor Rathbone no se hace esperar. Trata de detener al agresor, pero éste, arrojada su ya inservible arma de fuego al suelo, empuña un cuchillo, hiriendo al Mayor. Booth huye, pero en lugar de hacerlo por los pasillos por los que había llegado, se encarama al antepecho del palco y salta sobre el escenario, con tan mala fortuna que una de las espuelas de sus botas se engancha con una de las banderas que decoran la balaustrada. Booth sufre una fractura del extremo distal del peroné derecho. Pero renqueante, dañado su tobillo, aún logra confundir al público, que cree que aquello forma parte de la función, cuando grita “Syc semper tyrannis”, mientras el magnicida huye por un lateral y monta en un caballo que sus cómplices habían preparado para su huida.

   Quizás pensara Booth que la muerte del presidente paralizaría la administración unionista y sus ejércitos, dando, quién sabe, una última oportunidad a las ya escasas, débiles y descompuestas tropas confederadas desde la derrota de Appomattox. Pero nada de eso sucederá.

   Herido de muerte el presidente, nada pueden hacer los doctores Leale y Taft, los primeros en atenderle, que determinan ante la previsible hemorragia mover lo menos posible al herido. Lo trasladan a un cuarto propiedad de un sastre dueño del edificio cuyas habitaciones estaban en alquiler, justo enfrente del teatro Ford. Allí llegó el doctor King, médico personal del presidente y el cirujano Joseph Barnes. Ante la gravedad de la herida, con orificio de entrada por la región occipital, sin salida, y la imposibilidad de extraer el proyectil, se limitan a vigilar y asistir al herido, tratando de aliviar su agonía. A las siete horas y veintidós minutos del día 15 de abril de 1865, el presidente Lincoln fallece. Era un Sábado Santo.

   Desde el primer momento se inicia la persecución del asesino y sus cómplices. Atendido Booth en su tobillo por el doctor Mudd, el fugitivo se refugia en la granja de Richard Garret, y hasta allí llegan los perseguidores. Conminan los soldados a Booth a rendirse, pero éste responde con su arma de fuego, entablándose un tiroteo, del que Booth resulta muerto. Un disparo en el cuello del magnicida, como revelaría la autopsia, destrozó las cervicales y médula de Booth.

   Con la muerte del asesino y la detención de los cómplices, que serían juzgados y ahorcados, parece que la historia del asesinato del 16º presidente de los Estados Unidos podría darse por terminada. Sólo el doctor Mudd, también detenido y condenado, salvó su vida por el indulto concedido por Andrew Johnson, el sucesor de Lincoln.

                                                         *

   Sin embargo, la ficción, a veces, parece querer apoderarse de la historia. En 1873, un tal John St. Helen, en trance de muerte, confesó al abogado Finis L. Bates, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth. Según afirmó, era él quien había asesinado al presidente Lincoln. Aseguraba que el cuerpo del hombre muerto en el granero de los Garret era el de un empleado de la granja llamado Ruddy St. Helen, que sorprendido en el granero con unos documentos que Booth le había pedido le buscara, fue abatido por los soldados, confundiéndole con él. Bates no creyó de momento tan novelesco relato, que atribuyó al carácter teatral de St. Helen en momentos tan atribulados; pero el caso es que St. Helen sobrevivió a su enfermedad y poco tiempo después abandonó Texas.

   Años después, en el hotel Grand Avenue de Enid, Oklahoma, moría un hombre por los efectos que la estricnina que él mismo había comprado para quitarse la vida. Se llamaba David E. George. Era pintor de brocha gorda, y muy aficionado a la bebida. George, tres años antes había contado a la señora Kuhn una historia fabulosa. Quería hacerle creer que no era quien decía ser, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln en 1865. La señora Kuhn, naturalmente, atribuyó las fantásticas declaraciones de George a su embriaguez y después de contárselo al que pronto sería su esposo, el reverendo metodista Enoch Covert Harper, dio el asunto por olvidado. Pero cuando en 1903 el reverendo Harper conoció la noticia del suicidio de George fue a ver el cadáver del difunto y reveló al embalsamador la historia que tres años antes le había contado su esposa.

   El cadáver embalsamado de George fue entregado a la funeraria de William Broadwell Penniman, que lo dejó expuesto a la espera de que alguien reclamara el cuerpo. Puesto que la espera parecía hacerse larga, Penniman decidió utilizar la momia de George como reclamo publicitario de su tienda de muebles, negocio al que también se dedicaba Penniman. Sentó al difunto en una silla, le colocó unos ojos de cristal y sujetó en sus manos un periódico. Así estuvo varios años, hasta que Finis L. Bates entró en escena de nuevo. Bates reconoció el cadáver de George identificándolo con el John St. Helen que había conocido en Texas, en 1873.

   Finalmente, Bates escribió un libro Escape and Suicide of John Wilkes Booth” y la momia comenzó un periplo de exhibiciones en exposiciones y circos durante mucho tiempo. Fue vendida, alquilada, sufrió un secuestro, felizmente resuelto con el pago del rescate. En 1931 se convocó a un grupo de médicos para determinar la autenticidad de la teoría de Bates. No se obtuvieron conclusiones claras y todo terminó en un fenomenal escándalo. De vuelta al circo, la momia de George siguió con su atribulada “vida”. En la década de los cincuenta se sabe que estaba en un sótano de Filadelfia. Después ya nada se supo de ella.

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