EL DUELO

   Las consecuencias de la llegada de Pedro de Aragón a Sicilia, en agosto de 1282, fueron inmediatas: Carlos de Anjou levanta el sitio sobre Mesina y se retira al continente. Allí en Italia, con el grueso de sus fuerzas, trata de recomponer su ejército, pero la escuadra aragonesa no le da tregua. Al fin cree tener la solución a todos sus problemas.

    El 1 de junio de 1283 Pedro III de Aragón tiene una cita en Burdeos con Carlos de Anjou. Ambos reyes han de verse las caras y mostrar sus aceros en lucha personal. La calidad de los contrincantes hace que toda Europa esté expectante.  Conocen la osadía del angevino y la bravura del aragonés, y el encuentro se vislumbra como un gran acontecimiento.

    Todo había comenzado a finales el año anterior. En octubre de 1282 la escuadra aragonesa se impuso a la francesa en Nicotera y dejaba a Pedro III, ya bien asentado en Sicilia, los mares libres de riesgos para el asalto de Calabria. El de Anjou, tras la derrota, necesitaba reponerse, ganar tiempo y alejar al rey aragonés de la isla que le acaba de arrebatar, y aún de Italia. Para lograrlo no se le ocurre al francés mejor cosa que acusar de deslealtad a Pedro, de haber atacado sus tierras sin provocación previa; y ello no podía tener más arreglo que el duelo personal.  Pedro se ve sorprendido, pero enseguida comprende que la añagaza del francés puede, si sabe usarla, convenirle, además, él nunca a rehusado un desafío. Lo que sí rehúsa es la tregua que Carlos solicita mantener hasta la celebración del combate. Sabe que Carlos necesita reorganizar su ejército y no piensa darle esa ventaja: sus almogávares desembarcarán en la bota de Italia, aunque él se halle lejos.

    El 30 de diciembre de 1282  Pedro III de Aragón y Carlos de Anjou firman las condiciones del duelo: Ellos y cien caballeros por cada parte se enfrentarán en Burdeos, ciudad que se elige por estar bajo soberanía inglesa y considerarla por tanto neutral. Y precisamente siendo un duelo entre reyes, será un rey, Eduardo I de Inglaterra, quien presida el lance y haga observar lo pactado: cien hombres y en tierra de nadie. Será el primer día del mes de junio del siguiente año.

    Una semana antes del combate, Carlos de Anjou se presenta en Burdeos. Quiere preparar el terreno, disponer cosas y personas a su favor: prepara el escenario del choque, construye la cerca que delimitará el coso y se entrevista con el gobernador de la ciudad, Juan de Greilly, puesto al servicio del francés por orden de Eduardo I, que para el caso había entregado a Francia el mando sobre la plaza.  Y aún hay algo más, Carlos ha llevado consigo, además de los cien caballeros convenidos, diez mil soldados que acampan a las afueras de la ciudad.

    Pedro es noble y no precisa de mucha preparación, pero desconfía, porque es su naturaleza y porque le avisan.


    Don Pedro de Aragón emprende el viaje a Burdeos disfrazado de mayordomo al servicio de un comerciante, persona ésta de su total confianza y acompañado de tres criados, que nos son tales sino tres nobles: Conrado Lancia, Bernardo de Peratallada y Blasco de Alagón,  y llega a Burdeos la víspera del duelo. Al día siguiente, 1 de junio de 1283, el día señalado, Pedro sin desvelar aún su identidad solicita una entrevista con Greilly, dice llevar un mensaje del rey de Aragón y pide la presencia durante la entrevista de un notario. Tras la entrevista, Pedro III sabe todo lo que necesita. Como sospechaba, Carlos le ha tendido una trampa, el escenario es una ratonera para él, pero no se preocupa, sabe lo que tiene que hacer. En ese momento se descubre, vuelve a ser Pedro III a los ojos de todos. Greilly, que lo había visto en persona tiempo atrás, le reconoce y le advierte que no puede garantizar su integridad física ni la de sus hombres y le ruega abandone la ciudad. Pedro, entonces, pide un caballo y a su grupa recorre al galope el escenario del duelo. Ninguna de las condiciones pactada se ha cumplido pero de él no podrá decirse que no compareció, pese a todo, en la fecha fijada. Cuando descabalga ordena al notario que levante acta de cuanto se ha dicho y de lo que con sus propios ojos ha visto.

    Horas después, se presenta Carlos al encuentro, mas no ve a su rival. A gritos, lo llama retándolo, furibundo lo acusa de cobarde, se desespera, exige una explicación, y es entonces cuando se le muestra el acta notarial que acredita la presencia del aragonés: de cómo se le informó que Burdeos se halla, temporalmente, bajo jurisdicción francesa; que es el rey Felipe de Francia y no Eduardo de Inglaterra el que se halla en la Plaza, de la existencia de un gran ejército en las afueras de la ciudad y, sobre todo, de que el rey de Aragón, sobre su montura, galopó sobre la arena del palenque cumpliendo así su parte.

    Carlos furioso ordena la persecución del rey de Aragón, pero es  tarde ya. Pedro y los suyos, al galope, con caballos de refresco situados en el camino, llegan a Fuenterrabía. Están en tierra castellana. A salvo.
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LAS VÍSPERAS SICILIANAS

    Son las seis de la tarde del día 30 de marzo de 1282. Las campanas de la ermita de Santo Espíritu de Palermo repican llamando a vísperas. Es lunes de  Pascua de Resurrección y los palermitanos acuden al templo, a la romería que está a punto de comenzar. Cristo ha resucitado y los fieles se aprestan devotos a participar en una procesión que nunca se celebrará.

    Los soldados angevinos, dueños de la isla, la dominan sin consideración ni recato alguno sobre los sicilianos. No hacen sino seguir el ejemplo de Carlos de Anjou, el rey que por invitación del papa en tierra que no era suya llegó, y por la fuerza de las armas se quedó. Impuestos, desprecios y humillaciones son las penas que los habitantes del reino tienen que soportar, desde Palermo a Mesina, desde Brindisi a Nápoles.

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    Carlos de Anjou había llegado a Sicilia diecisiete años antes. Desde entonces las cosas no habían ido bien para los sicilianos. Carlos, que no será llevado a los altares como lo sería su hermano Luis, era ambicioso, batallador, cruel y estaba continuamente estimulado por su esposa Beatriz, que tan ambiciosa como él, no estaba conforme con ser sólo condesa de Provenza (1).

Luis IX, rey de Francia y hermano de Carlos de Anjou.
Retablo cerámico en el jardín de la Casa Museo Benlliure. Valencia.
             
    El responsable de esta situación había sido el papa Urbano IV, y ello por razones de necesidad política. Desde que Manfredo, hijo natural, pero legitimado, del emperador Federico, ocupó el trono siciliano, que más allá de la isla alcanzaba el sur de Italia hasta Nápoles, el papado se hallaba sujeto por una tenaza en la que padre al norte e hijo al sur maniataban el poder temporal del papa. Aún habría de esperar el papado tres años más para ver convertida en realidad su liberación: en 1265 otro papa de mismo ordinal y de nombre Clemente, en Roma, colocaba sobre la cabeza de Carlos la corona del reino que iba a conquistar. Se daba paso a las armas. Carlos penetró en el reino de Manfredo, que, casi abandonado por los suyos, incapaz de hacer frente al poderoso ejército del Capeto, hizo frente al invasor hasta ser vencido y muerto. A partir de entonces Carlos y sus tropas se enseñorearían sin contemplaciones por todo el reino.

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      Aquel lunes de Pascua, cerca de la ermita de Santo Espíritu, hay unos soldados franceses. Observan a los fieles acercarse a la iglesia. Uno de los soldados, de nombre Drouet, se fija en una mujer de gran belleza. Drouet comienza a hablarle con tosquedad de soldado. Bien sea por el desprecio con el que le obsequia la dama, bien por las ansias que en él despierta la mujer, el caso es que, falto de imaginación, no tiene mejor idea que comenzar a manosear a la dama, a levantar los vuelos de sus vestidos y meter sus manos por donde le está vedado, con el pretexto de demostrar que bajo las ropas esconde unas armas, que en manos de rebeldes supondrían una amenaza contra los franceses.

    Como es de esperar la mujer afrentada reacciona como el decoro exige. Se desmaya y cae al suelo. También la reacción de los palermitanos que la acompañan es la esperada. Se enfrentan a los franceses y  dan muerte a Drouet. De ahí a que la violencia contra el francés se generalice no hay más que un corto paso. Palermo y Sicilia toda se levantan en contra de los angevinos. Los sicilianos, contenidos hasta entonces, se lanzan a una implacable caza de soldados franceses, siendo prácticamente eliminados de la isla, pero no del reino. Carlos de Anjou está en la bota de Italia, también el grueso de sus tropas; así que se apresta a la reconquista de la isla.  Si lo consigue, los sicilianos tienen motivos para esperar lo peor. Y lo peor llega. Carlos sitia Mesina y rechaza toda negociación. Quiere una rendición sin condiciones y la entrega de ochocientos mesineses para ser decapitados como escarmiento. Los sicilianos necesitan ayuda, están dispuestos a entregarse a quien impida el triunfo del francés, y visto que el papa Martín IV ya dejó claro que él, también francés, y sometido a Carlos de Anjou, no pensaba mover un dedo a favor de los sicilianos, pensaron en Pedro III, el rey de Aragón, que deseoso de intervenir sólo esperaba la llamada. Al fin y al cabo no se trataba únicamente de agrandar su reino, sino de defender los derechos de sus hijos, nietos de Manfredo, muerto al enfrentarse al tirano diecisiete años atrás.

(1) A la soberbia unía el capital pecado de la envidia. Beatriz tenía tres hermanas y todas ellas eran reinas. En cierta ocasión, en París, se vio obligada, según exigía el protocolo, como condesa, a sentarse un peldaño por debajo de sus hermanas. La rabia sentida fue tal que enfurecida conminó a Carlos a conseguir un reino para ella. Algo que el Capeto, igualmente ambicioso, prometió conseguir, quizá más por sí mismo que para satisfacer a su esposa.
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JÁTIVA

   Játiva es ciudad bimilenaria, de historia ajetreada casi siempre, y cuna de grandes nombres del arte y la historia. El viajero llega avisado de su azarosa historia que le ha llevado a cambiar de nombre, a nacer, morir y renacer de sus cenizas, y ser capital de una provincia. Durante más de cien años, desde que Felipe V se lo impuso hasta que recuperó el que casi siempre tuvo, cuando las Cortes de Cádiz, fue conocida como Colonia Nueva de San Felipe.

    Pero vayamos por partes, que empezar por atrás y sin orden sólo lleva a confusión.

   En las afueras el viajero va en busca de la  ermita de San Feliú. Sabe de la antigüedad de esta iglesia. Fue construida en el siglo XIII. En el atrio de San Feliú es difícil no sentirse como un patricio romano asomado desde su villa mirando el horizonte. El atrio se sostiene sobre columnas romanas. La vista desde allí es magnífica. Un auténtico paisaje mediterráneo de tierra ocre y cielo azul.


    El viajero ya en la ciudad sube al castillo, construido, arruinado por los hombres y la naturaleza, y restaurado después. Ha sido defensa, prisión, y ahora para el viajero atalaya. Desde lo alto el viajero ve los lugares donde sucedió la historia que repasa mentalmente.

    El viajero pasa por alto lo que sucedió cuando la habitaban iberos, cartagineses y romanos, que la llamaron Saetabis Augusta, y de donde les viene a los vecinos del lugar el gentilicio de setabenses, y se acerca a los tiempos de mayor esplendor.

    En Játiva nació en 1378, en la barriada de Torre de Canals, un niño al que pusieron por nombre Alfonso. Alfonso era de buena familia. Sus antepasados habían ayudado mucho y bien a Jaime I, el rey reconquistador de todas estas tierras para la cristiandad, y habían sido beneficiados con tierras y privilegios. El niño Alfonso jugaba en las calles con sus amigos y correteaba de un lado a otro con la curiosidad propia de sus pocos años. Cierto día, cuenta la leyenda, un fraile dominico, tras una predicación, se acercó al pequeño Alfonso, le puso las manos sobre la cabeza y le dijo:
Un día, en el futuro, dirigirás la cristiandad y me canonizarás.
   Así fue. Aquel niño, Alfonso Borja, se convertiría en Calixto III, el primero de los papas Borgia, que ya con el apellido italianizado y con la tiara sobre su cabeza canonizó a Vicente Ferrer, el fraile que en su niñez le avisó de su destino.

La profecía de San Vicente (Luis Dubón Pórtoles)

    Llegaron tiempos de esplendor para Játiva, hasta que el fin de la dinastía austríaca en España le llevó a tomar partido por el bando perdedor.

    Carlos II fue el último de los Austria españoles. Murió sin heredero. Es difícil saber si fue una buena suerte para España su falta de progenie. Carlos, llamado el Hechizado, acumulaba en sí todos los defectos y taras de una continuada consanguinidad. De haber procreado, quién sabe qué apelativo hubiera recogido la historia para su vástago, y probablemente sus cualidades como gobernante no habrían sido mejores que las de su hipotético padre, casi nulas por cierto.

    En manos el gobierno de su segunda esposa Mariana de Neoburgo, que fingió estar encinta más de una vez, ésta no deja de procurar que el trono recaiga en los Habsburgo, pero Carlos, al fin, deja dispuesto que la corona pase a Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV, éste casado con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España; sin embargo el archiduque Carlos de Austria, también se cree con derechos suficientes, y cuando la excesiva deriva de Felipe V hacía su abuelo francés disgusta a los españoles, el archiduque pasa a la ofensiva y se proclama rey. España tiene dos reyes. No será por mucho tiempo. Felipe V será finalmente vencedor de una guerra de sucesión derivada de una esterilidad.

    Derrotados los partidarios del archiduque, hay valerosas pero inútiles resistencias. Una de ellas es la defensa que los setabenses hacen de su ciudad, aún después de la definitiva derrota en Almansa.  La resistencia es castigada con severidad. El 6 de junio de 1707 Játiva deja de resistir. La ciudad capitula y las tropas borbónicas se apoderan de la ciudad.  Primero la saquean, después obligan a su población a dejarla, por fin la incendian. También el castillo, donde el viajero está, sufre daños importantes. Un terremoto posterior casi lo arruinará. Dos años después del incendio, Felipe V ordena la reconstrucción de la ciudad; pero a partir de entonces se llamará Colonia Nueva de San Felipe, nombre que llevará durante un siglo. Los setabenses, que desde el incendio son también conocidos como “socarrats” no olvidan el daño causado y con rencor guardado durante siglos, a mediados del siglo XX decidieron condenar al rey destructor de la ciudad. El viajero deja el castillo y visita el ayuntamiento. Tiene éste una pequeña pinacoteca y entre los lienzos expuestos hay uno especial. Es un retrato de cuerpo entero de Felipe V. Por un momento el viajero piensa que el mundo está del revés. Mira a su alrededor y se tranquiliza. No es el mundo, ni siquiera él, sino el rey, el cuadro de Felipe V puesto boca abajo. No lleva mucho tiempo así. Fue a mediados del siglo XX cuando se le dio la vuelta al lienzo, que había estado hasta entonces como debe estar para una cómoda mirada. Pero los setabenses que no olvidan, aunque tarde, decidieron castigar la devastación de la ciudad por su orden, y quizá pensaron que era buena oportunidad para imponer el castigo el momento en el que no hubiera rey para impedirlo. Dicen los "socarrats" que así estará hasta que el rey pida perdón por lo hecho ahora hace trescientos años. El viajero, pese a las difíciles condiciones, la falta de luz y de un buen lugar de apoyo no quiere dejar de tener testimonio del cumplimiento de la pena impuesta al rey, y con una pequeña cámara fotográfica apoyada en una pared dispara.

 
    Ya fuera del ayuntamiento el viajero pasea por la alameda. Siente sed. La fuente de los veinticinco caños, neoclásica, mana abundante y fresca agua desde hace doscientos años. El viajero bebe y sacia su sed. 
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LOS PRETENDIENTES

    Nunca se resignaron a la pérdida de la corona española, por más que Fernando VII así lo había dispuesto con un poco de ayuda, todo sea dicho de paso, en los últimos años de su vida(1); y don Carlos, que no tardaría en hacerse llamar quinto de España, cuando nació Isabel no la aceptó como princesa de Asturias.

    Hasta tres guerras civiles enfrentaron a carlistas e isabelinos. Tras el abrazo de Vergara entre Maroto y Espartero que puso fin a la primera guerra carlista, se pensó, por un momento, que una boda entre la hija de Fernando VII, Isabel, y Carlos Luis, hijo del pretendiente Carlos V, resolvería el problema de la sucesión. Carlos Luis, que firmaba con el ordinal sexto, había recibido sus derechos dinásticos por abdicación de su padre. Pretendían los dos que Carlos Luis fuera el auténtico rey, título destinado a Isabel, que lo era por derecho propio, y a la que se quería convertir en reina consorte. Así las cosas el arreglo no fue posible, y la familia carlista siguió a la espera de una nueva oportunidad.

Isabel II niña (Miguel Parra. Museo de Bellas Artes de Valencia)

    Tras las revoluciones de 1848 que conmocionaron Europa, la familia carlista encontró apoyo en el Imperio Austrohúngaro. Se estableció en Trieste. Desde allí Carlos Luis y su hermano Fernando decidieron dar un impulso personal a sus pretensiones. Se preparó una intentona golpista para derrocar al gobierno liberal. Fue un fracaso. Carlos Luis y Fernando huyeron. Al fin fueron detenidos y encarcelados, pero los prisioneros eran primos de la reina. A nadie convenía esa situación. No resultó difícil obtener de ellos una renuncia por escrito de sus derechos dinásticos a cambio de su libertad. La reina y el gobierno de España lograban una solución aceptable: tener al pretendiente lejos de España y sin prerrogativas; mas no contó con que ambos infantes se iban a desdecir de lo aceptado tan pronto como se vieran libres. Por sí mismos o por la presión ejercida por los legitimistas, que creían un deshonor y falta ante Dios la renuncia de un derecho que les asistía por gracia divina, reclamaron sus derechos.

    Poco tiempo había pasado desde la liberación, cuando ambos hermanos se encontraban en Austria. Participaban en una peregrinación al santuario de Mariazell. Iba con ellos la esposa de Carlos Luis, María Carolina de las Dos Sicilias. La marcha era penosa. Hacía frío. La peregrinación exigía sacrificio. Terminada la peregrinación se encaminaron hacia el palacio de la duquesa De Berry. De pronto el infante Fernando se sintió indispuesto, grandes fiebres le aquejaron. Su hermano y cuñada le asistieron en todo lo que pudieron, pero nada pudieron hacer por él ni ellos ni los médicos, y  Fernando falleció al poco. Carlos Luis ordenó el traslado del cadáver de su hermano a Trieste. Le acompañarían en su último viaje, que también sería el de ellos, porque durante el camino se sintieron enfermos, con grandes fiebres, igual que el fallecido. En Trieste se celebraron los funerales por el alma del infante Fernando. 

  Carlos Luis y María Carolina no pudieron asistir. La enfermedad había hecho presa en ellos. Pocos días después Carlos VI fallecía. María Carolina, enamorada antes que enferma se negó a separarse del cuerpo de su esposo. Un día después que Carlos había contraído la enfermedad, y para un día después del óbito de su esposo anunció su propia muerte.

    Era mucha coincidencia la pérdida de dos pretendientes casi al mismo tiempo. La duquesa de Berry ya había hablado de la posibilidad de un envenenamiento al ver el cadáver del infante Fernando. Ahora con la muerte de Carlos Luis y su esposa las voces que respaldaban esta hipótesis se multiplicaban.  Si fue el tifus o un veneno la causa de las muertes quizá no se sepa nunca. Versiones interesadas apuntan en distintas direcciones que la Historia no ha resuelto aún.

(1) Sobre el conflictivo episodio del que resultó heredera la infanta Isabel se puede leer  “La niña que logró ser reina”.
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HISTORIA DE UN HOMBRE CONFIADO

    Pio XII fue elegido papa el 2 de marzo de 1939, cuando Mussolini llevaba mandando en Italia 17 años y Hitler 6 años en Alemania, cuando faltaba un mes para que Franco hiciera lo propio en España y cinco meses para que, con la invasión de Polonia, comenzara la Segunda Guerra Mundial: una situación internacional compleja con unos países democráticos débiles, contemporizando ante la agresividad de las potencias del Eje.
 
    Se le tiene por unos como un gran diplomático, que hizo lo que pudo; que puso la diplomacia vaticana, con toda su sutileza, en lucha con el poder nazi. Así se lo reconoció Israel después de la guerra, y durante mucho tiempo. Einstein y Golda Meir así lo hicieron.


   Otros le acusan de ambigüedad ante el problema judío, por insuficiente resistencia o colaborador incluso, por su pasividad, en la “solución final”; aunque esta postura crítica nació a raíz, fundamentalmente, pues antes apenas hubo contestación a lo hecho por Pio XII, de la publicación en 1962, en plena “guerra fría”, de la obra “El vicario” del alemán Rolf Hochhuth.

     No es objeto de esta “Historia de un hombre confiado” entrar en cuestiones tan controvertidas ─quizás en otro momento─  que posiblemente la Historia, más reposados los ánimos, interprete con objetividad en el futuro.

                                                * * * * *

    Su salud nunca había sido buena, y en los últimos años había empeorado sobremanera. Era Pío XII de carácter hipocondríaco, y esto posiblemente favoreció que somatizara dolencias irreales, pero fue su médico Ricardo Galeazzi Lisi quien se aprovechó de su enfermedad y sobre todo de su agonía. Con su decidido e inmoral comportamiento se aprovechó de la amistad brindada y abusó de la bondad innata de un hombre, Eugenio Pacelli, para sus propios intereses.

  La avanzada edad del pontífice mermaba sus fuerzas físicas, pero no queriéndose resignar a las limitaciones que su cuerpo le imponía, trataba de mantener su actividad invariable. Las ventanas de sus aposentos se veían iluminadas hasta altas horas de la madrugada.

   Médicos, casi curanderos por los métodos utilizados, se cebaron en él. Un tratamiento para fortalecer sus encías provocó un endurecimiento del paladar y del esófago. Era sólo un eslabón en la cadena de infortunios que debería sufrir el pontífice. En 1950, durante una celebración litúrgica sintió un desfallecimiento. Se temió por su vida, pero se recuperó, si bien quedó de manifiesto, a partir de entonces, su debilidad vascular, lo que se comprobó unos años después, cuando en 1954 nuevas indisposiciones pusieron en vilo a la cristiandad, siempre atenta a la salud del vicario de Cristo. Sea por la fortaleza interior que le impulsaba a permanecer en su puesto, sea por el tratamiento que se le administró, consistente en extractos de tejidos de cordero, el caso es que Pío XII se recuperó, como él mismo había anunciado, tras haberlo sabido gracias a una visión. El papa se mantenía en su puesto, activo y prolífico en la edición de todo tipo de escritos, lúcido y confiado en su misión, pero en 1958 la salud del papa se vio de nuevo amenazada por la enfermedad.

   Su médico, Ricardo Galeazzi Lisi, viendo próximo el final, habló con el papa. Éste veía con cierto reparo las operaciones que se practicaban sobre los cadáveres para llevar a cabo el embalsamamiento, así que no le resultó difícil al desaprensivo médico convencerle para que permitiera, tras su muerte,  inyectarle una especie de suero inventado por otro médico, el doctor Nuzzi, que aseguraba impedía la corrupción del cuerpo por espacio de un siglo. Se evitaba de esa forma la extracción de órganos.


    En octubre de 1958, tras una serie de noticias contradictorias, el papa entró en coma y el día nueve de ese mes expiraba en Castelgandolfo. Su médico, de inmediato, propuso el tratamiento previsto. Dijo que el papa le había dado su conformidad. De nada sirvieron las protestas de la madre Pascualina, la fiel monja que desde los tiempos de la nunciatura de Eugenio Pacelli en Munich le acompañaba(1).

    Si en los últimos años de su vida había sufrido los excesos de sus médicos, tras morir, esos mismos abusos provocaron reacciones que nadie habría podido imaginar. Se inyectó el preparado previsto. Los efectos no pudieron más catastróficos. El cuerpo del papa fue cubierto por un papel de celofán, quizá para impedir la fuga de los preparados aplicados al cadáver, quizá para impedir, en lo posible, el hedor que comenzaba a emanar. El cuerpo se tornó violáceo, comenzó a exhalar fuertes olores que hacían insoportable a la guardia su permanencia junto al cuerpo, por lo que debían ser relevados con mucha frecuencia y, al fin, ante tal desastre y el inminente traslado al Vaticano para su multitudinaria exhibición se procedió a recomponer el maltrecho rostro.

    No contento con la chapuza practicada, Galeazzi llegó al culmen de su indecencia vendiendo, por una importante suma de dinero a una revista francesa de gran tirada, unas fotografías que, con una pequeña cámara, había logrado hacer en los últimos momentos de la agonía del sumo pontífice. Aunque sólo llegó a publicarse una de ellas, el asunto supuso un gran escándalo. Galeazzi se defendió, negó haber hecho las fotografías. No fue creído. Un tribunal decretó su expulsión del cuerpo médico. Unos años después Galeazzi escribió unas memorias de sus experiencias con el pontífice, que fueron vendidas, y éstas sí publicadas.

(1) La madre Pascualina Lehnert fue ama de llaves, pero también persona de confianza del papa Pacelli. Su preclara inteligencia fue muy apreciada por Pío XII, y por lo mismo muy rechazada, salvo excepciones, por el resto. Prueba de ello fue el exilio de Roma al que se le obligó nada más morir el papa.


LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

   Cuando a finales del siglo XI los turcos seljúcidas conquistaron Jesusalén, arrebatándoselo a los árabes, sustituyendo la tolerancia que estos tenían con los cristianos en sus peregrinaciones a Tierra Santa por la intransigencia y el vandalismo, el papa Urbano II predicó la Santa Cruzada al grito de “Dios lo quiere”. Dos grupos, casi simultáneamente, se dispusieron para tal labor. Uno, anárquico, promovido por Pedro el Ermitaño, estaba formado por gentes del pueblo, que se alistaron con buenas intenciones, a las que acompañaron toda clase de aventajados, ladrones, buscadores de fortuna, prostitutas, y que terminó en desastre. Otro, organizado, compuesto por caballeros, dirigido por Godofredo de Bouillon, que contaba con la bendición papal, también seguido por una cohorte de buscavidas; pero que al fin llegó a Jerusalén liberándolo.

    En los siglos siguientes se sucederían hasta siete cruzadas más con mayor o menor éxito. La más celebre, aparte la inaugural, fue la tercera; y ello por la personalidad de sus protagonistas: fue la cruzada de Federico Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto de Francia contra Saladino, que había recuperado Jerusalén en 1187 para los musulmanes. Otra, de las más ignoradas, sin ordinal que la coloque entre las reconocidas, aunque sucedida poco después de la cuarta, situada entre el mito y la realidad fue la que se ha venido en conocer como “La cruzada de los niños”.

Inocencio III. Iglesia del Temple. Valencia.

    En 1212, mientras en España Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón triunfaban en la batalla de las Navas de Tolosa, con el apoyo del papa Inocencio III, que daba al conflicto carácter de cruzada, en Francia, un muchacho de Vendôme decía haber recibido el mandato divino de reclutar un ejército que reconquistase Tierra Santa. Niños de todas las edades abandonaban sus familias sin atender los ruegos de sus padres. El grupo aumentaba sin cesar. Se le añadían también adultos. No estaban bien organizados cuando comenzaron la marcha. Su intención era llegar al sur de Italia y embarcar; pero en Marsella el joven francés al que se le habían unido más de treinta mil personas, casi todos niños, pero también adultos, gentes humildes, desheredados y aventureros conoció a dos comerciantes con los que negoció la contratación de siete barcos con los que llegar a Tierra Santa. Como le ocurrió a Pedro el Ermitaño en la primera cruzada, la aventura se malogró. Los mercaderes llenaron los barcos con cuantos niños cupieron en ellos y desembarcándolos en Egipto fueron vendidos como esclavos. Los comerciantes, años después, durante la sexta cruzada, fueron capturados y ajusticiados. Otra versión de esta historia, parece que, igualmente real,  pero que orilla como la anterior la ficción, sitúa el punto de partida en Alemania, con itinerario parecido y resultado similar al de la expedición que partió de Francia. Estos, también en número de varios miles, se dirigieron a Brindisi, en el talón de la bota de Italia. Allí, diezmados por la dureza del viaje, fueron convencidos por el Obispo para que retornaran a sus casas.

    Las dos aventuras están condimentadas con grandes dosis de fantasía: desde el número de participantes, los itinerarios seguidos por los grupos que, según versiones, los hacen discurrir por Marsella, Génova o Brindisi, hasta el destino de los desgraciados niños vendidos como esclavos en Argelia, Túnez o Egipto.

    Al fin, el recuerdo de la cruzada de los niños y una leyenda algo posterior sobre unos hechos sucedidos en el pueblo alemán de Hamelín perduraron a lo largo de los siglos,  y sirvió de inspiración a distintos autores, hasta que los hermanos Grimm la popularizaran  como un cuento infantil.
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¡QUE APROVECHE!

    Con el desarrollo de la inteligencia y el nacimiento de la civilización la necesidad del ser humano por comer acabó convirtiéndose en un arte. Aprendió, primero, a cocer los alimentos, de modo que le resultaran más digestivos, después a cocinarlos de distintas formas para satisfacer el gusto. Nacía un nuevo arte: el culinario.  El hombre había encontrado el modo de deleitarse comiendo.

     Al desarrollo de este arte los hombres han destinado muchos esfuerzos. Algunos han conseguido tal éxito que su obra ha trascendido; pero tanto a los anónimos como a los  notorios les rendimos homenaje a diario cuando nos sentamos a la mesa y paladeamos lo que un día inventaron.

    En España fue notable el trabajo de Francisco Fernández Montiño, cocinero mayor de Felipe IV. Gran innovador, inventó incontables platos. En 1662 se editó su obra: “Arte de la cocina, pastelería, bizcochería y conservería”. Fuera de España, quien destaca sobre todos los demás es el francés Anselmo Brillat Savarin, cuyos apellidos han llegado a identificarse con el arte culinario. Abogado, magistrado y diputado, huyó de Francia en los tiempos del Terror. Fue un bon vivant, aunque no todos se lo reconocieran, y  lo demostró con la publicación de su libro “Fisiología del gusto” en 1825, verdadero compendio del buen comer y vivir.

    Mas el arte culinario necesita de compañero: el del buen yantar. No existiría aquél si no hubiese demanda de éste, pero con frecuencia el buen comer, el deleite que produce la moderación, se transforma en gula, una glotonería imparable de consecuencias inciertas.

    El emperador Carlos V fue un gran comedor. Pese a su prognatismo, comió bien durante toda su vida. Ello fue causa de su insoportable gota, la que le llevo a decir en cierta ocasión: “Que bien dormiría yo sin Lutero y sin la gota”. En sus últimos años después de abdicar se instaló en Yuste, allí se dedicó a coleccionar y arreglar relojes, su gran afición, y a comer. Le preparaban la famosa “olla podrida”, cuyo sorprendente adjetivo es una corrupción de  “poderosa” por la gran cantidad de ingredientes que contiene. Su apetito era insaciable. Dicen que un criado, desanimado,  se atrevió a decirle al ver su constante insatisfacción: “No sé como complacer a vuestra majestad, como no sea haciendo un plato de relojes”. 



    Otras veces las consecuencias son fatales: el duque Luis de Vendôme, primo del rey de Francia Luis XIV, mariscal de campo, participaba en la Guerra de Sucesión española al servicio de la causa borbónica. De vida desordenada y licenciosa, se dio a los excesos. Se estableció en Vinaroz, población reconocida por la calidad de sus pescados y mariscos y, allí el 10 de junio de 1712 un empacho de langostinos le produjo una digestión tan pesada que no pudo hacerse otra cosa que enterrarle. Sus restos fueron sepultados en la iglesia parroquial de Vinaroz hasta que Felipe V, rey, ordenó el traslado de sus restos al Escorial, en cuyo panteón de infantes quedaron depositados.

    En ocasiones el comensal no es el responsable de su fatal destino. El infante Alfonso de Castilla, hermanastro del rey Enrique IV al que la Historia ha venido a llamar “el Impotente”, fue proclamado rey en la farsa de Ávila. En la ciudad de las murallas se erigió un estrado. En él se colocó un muñeco de trapo, vistosamente vestido y con una corona sobre la cabeza. Representaba al rey Enrique. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, que había servido antes al rey, ahora estaba enfrentado a él. Tenía gran influencia y la aprovechó: en presencia del infante Alfonso, el monigote que representaba al rey fue destronado y el infante proclamado rey. Ultrajado el rey en dicha función la guerra civil fue inevitable. En Olmedo se libró una batalla en 1467,  la segunda que ocurría en dicho lugar,  con victoria de Enrique. Tras ella se pactó una tregua. Los planes del marqués se torcían. Para mantener su influencia trató de concertar el matrimonio de su hermano con Isabel, la hermanastra del rey, pero su hermano falleció. Al poco también murió el infante Alfonso. Hay dudas sobre quién ordenó su muerte. Se sospecha del marqués, pero no hay dudas sobre como murió. El infante, muy aficionado a comer empanados murió envenenado al comer unas truchas rebozadas.

Nota: Las causas que llevaron al episodio de “la farsa de Ávila” y el desenlace de las guerras civiles que la siguieron puede leerse en “Dos mujeres en guerra”.
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ISLAS MISTERIOSAS

   En la novela, llevada tres veces al cine, “Rebelión a Bordo” Fletcher Christian, el segundo piloto de la fragata británica Bounty, se apodera del barco y, con la tripulación que le apoya en el motín, inicia la búsqueda de un refugio seguro. De ese refugio se habla en el tercer libro de la trilogía de la Bounty, “La isla de Pitcairn”. En dicho libro Charles Nordhoff y James Norman Hall cuentan como Christian descubre casualmente que la isla estaba mal ubicada en las cartas de navegación y por tanto que el encuentro fortuito del peñón  iba a suponer la conquista de un hogar seguro en el que ocultarse de sus perseguidores. Había encontrado una isla fantasma, y prueba de la “inexistencia”, en aquellos momentos, de la existente isla, es que los amotinados y los indígenas de Tahití que les acompañaron no fueron encontrados hasta casi veinte años después de haber llegado a ella. El mercante norteamericano Topaz, a cuyo mando estaba el piloto Mayhew Folger encontró durante su singladura en busca de focas una isla. Mayhew miró en las cartas y en el lugar en el que se encontraba no aparecía tierra alguna. Pero allí estaba, delante de él. La isla resultó ser Pitcairn. Allí, en 1808, sólo quedaba con vida uno de los amotinados, que relató a Folger la historia que nos ha llegado: la huida a bordo de la Bounty y las trágicas jornadas que se vivieron en la isla. Hoy, cuando la isla está señalada con precisión en todas las cartas marinas, se puede asegurar que lo que sucedió, contado por  Alexander Smith, el único superviviente, fue cierto, al menos en parte. Smith fue indultado y cambió su nombre por el de John Adams. El puerto de la isla lleva su nombre, Adamstown, en recuerdo suyo y la mayoría de los habitantes de la isla son descendientes de aquellos amotinados y de los tahitianos que les acompañaron.

    Pero no todas las islas divisadas en alguna ocasión han podido ser cartografiadas ni determinadas sus coordenadas geográficas. Sigue habiendo enigmas que no han sido esclarecidos.

  En el mismo océano Pacífico, más cerca del continente americano, se encuentra la isla de Pascua. Cerca de ella, en 1879, el buque Podestá, de bandera italiana, avistó una isla. Los italianos le dieron nombre. La llamaron Podestá, como el barco con el que la habían descubierto. Fijaron sus coordenadas y fue incluida en las cartas de navegación. Nunca más volvió a verla alguien. En 1935 fue suprimida de las cartas marinas. Otro tanto le pasó a la isla de Sarah Ann, también en el pacífico, también cerca de la de Pascua. En 1937 se iba a producir un eclipse total del Sol. La isla de Sara Ann estaba en la órbita del eclipse, lo que la convertía en un magnífico observatorio. Buques de la marina norteamericana la buscaron en 1932 con tal fin. La isla no fue encontrada y finalmente fue eliminada de los mapas.

   Algunas islas desaparecidas lo han sido por causas naturales. En el Pacífico, cerca de Rarotonga, estaban las islas Tuanaki. Las islas estaban habitadas por polinesios. En 1844 un barco misionero que se dirigía a ellas llegó al lugar donde debía encontrarlas y no las halló. Se cree que se hundieron a causa de un terremoto ocurrido por aquellas fechas. Que las islas existieron quedó constatado durante mucho tiempo gracias a los testimonios de algunos de los habitantes del archipiélago que habían emigrado a islas cercanas y que durante muchos años, incluso ya en el siglo XX, contaban historias de las islas desaparecidas.

Isla de Mouro, frente a la bahía de Santander. Una isla muy real.

    También España cuenta, aunque irreal y legendaria, con su isla fantasma: San Borondón. A veces situada cerca de Irlanda, en el siglo XIII ya estaba dibujada en las cartas marinas en las cercanías de las Canarias. A lo largo del tiempo muchos aseguraron haberla visto: en el siglo XVI navegantes portugueses dijeron haberla visitado, en el XVIII muchos afirmaron verla desde tierra firme durante largo rato hasta desaparecer envuelta en una nube. Pero en el siglo XX, con moderna instrumentación, también ha sido detectada. Varios pilotos aseguran haberla visto desde sus aviones y detectada por los radares de sus aparatos. En 1991 se dice que una embarcación de pasajeros colisionó con un objeto desconocido. Las consecuencias del impacto fueron serios daños en la embarcación y siete heridos. Se inició una investigación cuyos resultados fueron tan equívocos como los de otra debido a una colisión similar ocurrida al año siguiente. La isla, quizás un espejismo producido por condiciones atmosféricas especiales, sigue siendo un misterio, que de tarde en tarde da señales que, crédulos de fantasía desbordante tratan de convertir en realidad.
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THOR HEYERDAHL, ¿EL ÚLTIMO AVENTURERO?

    Thor Heyerdahl nació en Larvik, en 1914. Arqueólogo de reconocido prestigio, alcanzó fama gracias a las expediciones emprendidas para demostrar sus audaces teorías migratorias en el Océano Pacífico. A ello dedicó buena parte de su vida. Pero sus comienzos no fueron precisamente los dedicados al estudio de los hombres, sino al de los animales. Influido por su madre, se dedicó al estudio de las ciencias naturales y la zoología, pero durante su estancia en las islas Marquesas fue sustituyendo su interés en el comportamiento de los animales por el de los hombres. Se afianzó en él la idea de que los habitantes de aquellas islas paradisíacas no proviniesen del oeste, del sudeste asiático, como estaba aceptado por la comunidad científica, pese a que para llegar hubieran debido enfrentarse a vientos contrarios, sino del oriente, desde el continente americano. Al volver a Noruega, sus padres comprobaron como su hijo Thor cambiaba el rumbo de sus investigaciones. Para sorpresa de su madre y disgusto de su padre, Thor regaló al museo zoológico de la Universidad todos los frascos con especímenes zoológicos, principalmente insectos y peces, recogidos en las islas polinésicas, durante su estancia en los años treinta.

    En 1947, tras el final de la segunda guerra mundial, trató de demostrar, con un grupo de colaboradores, que su teoría podía no estar equivocada: los habitantes de las islas del Pacífico Sur podían proceder de antepasados llegados desde el continente americano. Aprovechando las corrientes marinas de Humboldt, Ecuatorial del Sur y los vientos alisios favorables, pueblos de la amerindia se decidieron, bien por propia voluntad, bien huyendo de algún enemigo, a surcar las desconocidas aguas del Pacífico.

    Si el viaje oceánico iba a resultar una aventura, no lo iba a ser menos la construcción de la balsa necesaria para realizarlo. Épico resultó el transporte de los gruesos troncos de madera de balsa que, con gran dificultad, fueron transportados desde la jungla hasta el puerto de Callao. Allí se construyó la embarcación, con el beneplácito de las autoridades peruanas, cuyo presidente, José Luis Bustamante y Rivero ordenó se dieran todas las facilidades. Usando los únicos materiales de los que los indios americanos dispusieron al producirse las migraciones se construyó una embarcación que debía ser capaz de recorrer casi siete mil kilómetros. La llamaron Kon Tiki, en recuerdo del rey Sol de los pueblos preincaicos. Cuerdas de cáñamo para asir fuertemente los troncos entre sí, una estera de bambú, un mástil de mangle y una lona de unos veinte metros cuadrados, usada como vela, fueron los principales materiales empleados. Un pequeño infiernillo para asar la comida y una pequeña radio para poder comunicarse y solicitar ayuda en caso de apuro eran las únicas concesiones a los tiempos modernos. Al fin y al cabo se trataba de una expedición no de un suicidio. Una singladura de incierto final, como debió serlo la de los indios de Sudamérica que pusieron rumbo, según Heyerdahl, hacia el horizonte por donde se pone el sol.

En 1.970 el cántabro Vital Alsar, en una balsa parecida a la usada por Heyerdahl,
realizó una travesía similar a la del noruego. La balsa usada en este viaje se puede contemplar en los jardines de la península de La Magdalena de Santander.

    El 27 de abril de 1947 la balsa fue botada. Pertrechada, inició la singladura. Soportando temporales, aprovechando lo que el mar les ofrecía, peces voladores sobre la cubierta de la balsa, que acabaron encontrando sabrosos, y pescando cuanto podían, avanzaron en dirección Este, hasta que poco más de tres meses después de partir encallaron en Raroia, un atolón de la islas Tuamotu de cuarenta kilómetros de diámetro, un paradisíaco collar de coral y palmeras, parecido a los que pudieron descubrir los emigrantes americanos. Fue un viaje que, si bien no demuestra la teoría migratoria de Heyerdahl sí lo hace sobre la posibilidad de aquellos antiguos hombres realizaran una aventura naval que les llevara hasta tierras distantes, en medio del océano que tenían ante sus ojos, por donde se oculta el Sol. Muchos misterios quedan por desvelar: ¿quienes eran los primitivos pobladores de las tierras sudamericanas, una raza de hombres blancos, de cabellos rubios y largas barbas, constructores de megalíticos monumentos? ¿Fueron estos hombres los que huyendo de los incas provenientes del norte, se aventuraron mar adentro hasta llegar a las islas del Pacífico? ¿Reprodujeron ellos, en su nuevo hogar, las estatuas y monumentos, como habían hecho en el continente? ¿Provenían, también del continente americano, los que sustituyeron, en una posterior migración, a aquellos hombres blancos?(1) Heyerdahl no dio respuesta a estas preguntas, más bien, al contrario, al demostrar la posibilidad del viaje, al dudar de la procedencia asiática de los pueblos polinesios, lo que hizo fue hacerlas con voz más alta.

(1) Cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo escucharon noticias de la existencia de hombres de piel blanca, que tenían un dios llamado Tiki, el rey Sol Virakocha de los incas. También, en 1722,  cuando puso pie por primera vez en la isla de Pascual su descubridor, el holandés Jakob Roggeveen fue recibido por sus habitantes, entre los que se encontraban algunos grupos de hombres blancos, que dijeron que sus antepasados provenían de un país lejano  y “montañoso en el oriente”.  
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: OPORTO

    El viajero ha entrado en Portugal por la frontera de Salamanca. Antes ha hecho parada en Ciudad Rodrigo. Sabía el viajero, antes de llegar a este pueblo con nombre de ciudad y apellido de caballero, que sería buena una visita(1). Está amurallada y rematada por castillo, pero es la plaza mayor, con su ayuntamiento plateresco a la cabeza, es decir en un extremo de la plaza y con los palacios de antiguos nobles a los lados, lo que da vida a la ciudad. De la plaza, bulliciosa, nace el camino que conduce a la catedral; que Ciudad Rodrigo es sede episcopal y tiene catedral, con coro de mucho mérito y otras cosas que no debe dejar de ver el viajero. Sobre el coro, a uno y otro lado dos órganos, uno grande y otro chico, distintos en tamaño, parejos en hermosura. El coro es una filigrana de motivos florales. El viajero se fija. En el asiento del obispo, sobre su respaldo, una talla de San Pedro dominando todo. En un asiento lateral, en la parte inferior de uno de sus brazos, discreta, un pequeña figura de un hombre en posición poco decorosa, que el viajero evitará describir, parece puesta allí como si quien la talló se burlara de quien encargó decorar la obra.

     El viajero una vez en Portugal ya no se detiene hasta llegar a Oporto, que es ciudad antigua, con edificios ennegrecidos por el paso de los años. Antes, para llegar a ella, en la ribera norte del río Duero, el viajero ha cruzado Vila Nova de Gaia. Hay allí modernos hoteles, centros comerciales, y en la ladera que desciende hasta la ribera sur del río las bodegas del famoso vino. Amarrados, los rabelos recuerdan como tiempo atrás eran traídos hasta las bodegas los racimos de uvas que Duero arriba se vendimian para confeccionar los caldos, que son variados: tintos, retintos, rubíes, blancos, Unos dulces, otros secos. Imitaciones de estos barcos rabelos, de recientes botaduras, sirven hoy para dar paseos a turistas bajo los arcos de los siete puentes que unen ambas márgenes del río. El viajero se mezcla y confunde con los turistas. Realiza el recorrido. Pasa bajo los modernos puentes; y sobre los antiguos: el de Luis I, construido por Teofilo Seyrig fue inaugurado en 1886, el de María Pía, una de las primeras grandes obras de Gustavo Eiffel, fue terminado en 1877. El viajero mira y decide adonde irá después con sus propios motores: en Vila Nova al monasterio de la Sierra del Pilar. Sabe que la UNESCO lo distinguió como patrimonio de la humanidad. Procurará subir al mediodía, con el Sol al sur. En Porto, a la Sé, con el palacio episcopal asomado al Duero.

Monasterio de la Sierra del Pilar.

   El rabelo atraca y el viajero se aplica a la búsqueda de un restaurante. Recorre la Ribeira y en una calle trasera, en los bajos de la antigua muralla fernandina, encuentra uno: aseado, coqueto y casi lleno de portugueses de buen aspecto. El viajero contento toma asiento en la única mesa libre. Una camarera, prototipo de lo que el viajero piensa es la raza lusitana, morena, bajita, regordeta y algo bigotuda, le atiende muy sonriente. El viajero pide bacalao y sardinas assadas, platos típicos que cree podrá comer al estilo local, y espera. Y vaya si espera. Una vuelta completa de la manilla grande del reloj tarda en tener la comida sobre la mesa. El viajero que ha protestado varias veces por la demora ha perdido el apetito, el tiempo y el humor. Pese a todo come: El bacalao esta bueno. Las sardinas, no. Enteras, sin limpiar, con las vísceras y la sangre dentro, casi crudas. No volverá a probarlas, aunque sí las volverá a ver así en platos ajenos.

    El viajero tiene poca digestión que hacer. Se dirige a la Catedral. Entra en ella, recorre sus dos naves laterales de arriba abajo y entra en el claustro. Es gótico y, como casi todo en Porto, tiene adornados sus muros con azulejos. El viajero verá muchos de estos retablos cerámicos en las iglesias de la ciudad. San Ildefonso, Santa Catalina, la Iglesia do Carmo forran con ellos sus muros exteriores. Identifican los terrenales templos con las alturas celestiales; y al viajero, descendiendo a latitudes más prosaicas, se le antoja que sirvan para impermeabilizar los edificios, donde, muy a menudo, la humedad atlántica cae del cielo cuando éste se torna gris. El viajero descubre después que muchos de estos azulejos son más recientes de lo que pudiera pensarse. Jorge Colaço fue uno de los artistas dedicados a estas decoraciones. Los azulejos de la céntrica Iglesia de Congregados y los paneles que decoran el vestíbulo de la estación de San Bento fueron obra suya. También los de la fachada de la iglesia de San Ildefonso, que en número de once mil, fueron pintados a mano por Colaço y colocados en 1932.

Iglesia de San Ildefonso.

   Al día siguiente, desde el terreiro da Sé el viajero, en un derroche de facultades, se deja caer por las escalinatas que como un dédalo descienden hacia la Ribeira. Sin querer, se aproxima a la base del puente de Luis I. Ve pobreza, casas humildes, todas tienen en su puerta una pila fregadero portátil. El viajero ve poca gente. Es pronto. Los gatos parecen ser los únicos despiertos a estas horas. El viajero asciende por otras escalinatas y llega al tablero superior del puente. Se dirige al centro de la ciudad, que esta cerca. Allí, el trasiego es grande. Ve la estación de San Bento, la Iglesia de los Congregados y desde la Plaza de la Libertad, la Avenida de Aliados con el ayuntamiento a su final; y la calle dos Clérigos con iglesia y torre del mismo nombre. Esta torre barroca, la hizo Nicolau Nasoni, el artísta italiano que en los años mil setecientos llegó a Oporto, y se quedó en él hasta el final de sus días, llenando la ciudad de buen hacer. Ya vio el viajero el atrio de la Sé, y ahora admira la Torre dos Clérigos, que fue el edificio mas alto de Porto durante mucho tiempo, y el viajero diría que sigue siéndolo si no fuera porque ha leído lo contrario.

Oporto. Torre dos Clérigos.        

    El viajero parte ya de Oporto. Es temprano. Se despide de la ciudad, pero a diferencia de otras ciudades parece ser contestado. Son las gaviotas, omnipresentes, que en esas nacientes horas del día parece, con sus gritos, devolverle el adiós.


Gaviota sobre la muralla Fernandina. La muralla recibe este nombre en recuerdo
del monarca, Fernando I el hermoso, en cuyo reinado concluyeron las obras.    
   
(1)
El caballero que dio nombre a la ciudad se llamaba Rodrigo Girón. Ayudó al  rey Alfonso VI a subir a su caballo tras una caída. Al auparlo rasgó las ropas del monarca arrancándole un jirón, que añadió a su nombre.
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Nota: Más fotografías de Oporto en Galería Fotográfica.

BORRACHINES

    Muchos han sido los personajes históricos de los que ha sido conocida su afición a la bebida, aunque alguno de ellos, por una de esas injusticias que la Historia consiente de vez en cuando, no bebiera. José Bonaparte, al que su hermano, el general corso que dominó Europa hizo primero rey de Nápoles y luego rey de España, fue objeto del malévolo ingenio de las clases populares, que no tardaron en buscarle un apodo con el que ofenderlo: Pepe Botella. Y es que, aunque no era un gran bebedor, era francés e invasor, como bien se encargó de recordarlo el poeta Bernardo López García unos años después en su poema “El dos de mayo”, una de cuyas estrofas hablan de la resistencia del pueblo ante el ejército invasor:

                        ¡Guerra! clamó ante el altar
                        el sacerdote con ira;
                        ¡Guerra! repitió la lira
                        con indómito cantar;
                        ¡Guerra! gritó al despertar
                        el pueblo que al mundo aterra;
                        y cuando en hispana tierra
                        pasos extraños se oyeron,
                        hasta las tumbas se abrieron
                        gritando: ¡Venganza y Guerra!

    Otro rey víctima de la bebida, aunque no por beber, fue el rey de Navarra Carlos II el Malo, que murió en 1387 a causa del aguardiente. Resulta que el valenciano Arnau de Villanova, prestigioso alquimista y médico de la época, sostenía que el aguardiente tenía grandes propiedades para el mantenimiento de la juventud, prevención de cólicos, curación de parálisis, fiebres y muchas otras dolencias. Carlos padecía alguno de los males que, aseguraba el médico, el aguardiente curaba, de modo que para favorecer la curación lo más posible, se envolvió al monarca en unas sábanas impregnadas del licor, que fueron cosidas para que el contacto con el elixir curativo fuera más intenso y permanente. La mala suerte quiso que durante las labores de zurcido de aquella especie de mortaja, una de las luces con las que se alumbraban los criados prendiera la sabana. Flambeado, Carlos acabó como un tizón, perdió sus enfermedades…, y la vida.

Arnau de Vilanova

    De todas las bebidas la de peor fama ha sido la absenta. Su inventor fue un tal Pierre Ordinaire, y fue destilada por primera vez en Suiza, a partir del ajenjo, en los últimos años del siglo XVIII. En el siglo siguiente fue ganando adeptos y mala fama. Se decía que causaba alucinaciones, delirios, que volvía locos a quienes la bebían, pero cada vez se consumía más. Se achacaba a sus principios tales efectos, lo cual puede ser en parte verdad, pero lo cierto es que sobre todas las causas de los efectos explosivos sobre la consciencia de sus bebedores está su altísima graduación alcohólica, hasta un 89% en volumen.

    A finales de siglo XIX muchos de los grandes pintores, escritores y artistas en general eran grandes consumidores de absenta; y muchos de ellos lograron algunas de sus grandes creaciones bajo los efectos del dicho licor.

    Toulouse Lautrec, el atormentado pintor francés, paticorto debido a una caída cuando, de niño, montaba a caballo, fue un gran bebedor de absenta, lo que no impidió, todo lo contrario, que sus mejores obras fueran ejecutadas durante las alucinaciones provocadas por el licor, que le llevaron a la locura y a una prematura muerte a sus treinta y seis años.

    Era la bebida de moda en el París de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Picasso, Degas, Rusiñol, Manet fueron grandes consumidores de absenta, que reflejaron en sus cuadros su afición. Y también Van Gogh, del que se dice, perdió una oreja por el corte que se dio a sí mismo durante una borrachera.

    También los escritores fueron víctimas de los efectos de dicho licor: Verlaine, Baudelaire, Wilde, Hemingway…empaparon su gaznate hasta el delirio.


    Se acabó considerándola una bebida perniciosa, sobre todo después de que en 1905, en Suiza, se produjera un suceso que conmovió a la sociedad: una familia entera fue asesinada por el cabeza de familia después de que éste, en una noche de juerga, bebiera todo tipo de bebidas, absenta incluida, hasta enloquecer. A partir de entonces los gobiernos de casi todos los países fueron prohibiendo la fabricación de la absenta. Suiza, el país donde se inventó, lo prohibió en 1908, Estados Unidos en 1912 y Francia en 1915.
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UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

     Es una de las obras maestras de la literatura, y sin embargo fue escrita en un tiempo récord. Apenas una semana necesitó Feodor Dostoievski para escribir una novela sobre un asunto del que el escritor sabía mucho.

    En el año 1866, Dostoievski se encontraba al borde del abismo. Dominado por la pasión del juego, había dejado pasar casi todo el plazo que su editor le había concedido para entregarle una obra a la que el escritor se había comprometido. Debía servir dicha novela para compensar, entre otras deudas, el anticipo que Dostoievski había recibido, y el contrato contemplaba una penalización durísima, casi leonina, para el caso de que llegado el vencimiento la obra no hubiera sido entregada: todos los derechos de las anteriores obras del escritor pasarían íntegros a manos del editor.

    Pocos días antes del plazo, fijado para el día uno de noviembre de aquel año, Dostoievski, desesperado, se confió a un amigo. Éste comprendió perfectamente el apuro del escritor. No tenía tiempo material para escribir la novela comprometida. Le aconsejó contratar una secretaria y dictarle la novela. Al día siguiente una jovencísima Anna Grigorievna comenzaba a copiar al dictado de un angustiado Dostoievski las tribulaciones de un jugador en los lugares en los que él mismo había estado: la alemana Wiesbaden, ahora en una ficción mezcla de fantasía y realidad Ruletemburgo, y París; narrando los entresijos de la pasión que dominaba la voluntad del protagonista de su novela, que bien podía ser él mismo.


   El día uno de noviembre Dostoievski se presenta en el despacho de Stellovski, el desaprensivo editor. No lo encuentra. Parece que ausentándose impide que el escritor cumpla su compromiso. Dostoievski acude a la comisaría de policía y deja el original de una novela en depósito, cumpliendo así su parte del contrato. La novela lleva por título “El jugador”.

     Anna se convirtió en su esposa. Una diferencia de veinte años de edad no fue suficiente para separarlos. Anna siempre a su lado, en las constantes recaídas en su vicio, en las persecuciones de los innumerables acreedores, que les acechaban por toda Europa, se mantuvo fiel. Y finalmente llegó el gran premio, el triunfo que todo jugador aún lúcido desea ganar: dejar de serlo. Fiodor Dostoievski lo consiguió. Con una casa propia, libre de los acreedores que le habían perseguido casi toda su vida, murió a sus sesenta años de edad.

    A esa misma edad falleció otro escritor, casi cien años después. Ésta coincidencia y el hecho de que ambos escribieran hablando de otros sobre asuntos que tan bien conocían por ser asuntos que ellos mismos sufrían, se puede decir que fue la única coincidencia.  

   Si Dostoievski precisó de una semana para escribir “El jugador”, Giuseppe Tomasi di Lampedusa se tomó toda una vida para escribir una única novela, El Gatopardo, la novela que, aparte sus aspectos históricos, habla de la decadencia de una clase social, cuyo trasunto es el ocaso de su propio linaje; y lo hizo en los últimos momentos de su vida. De hecho, el autor no llegó a verla publicada.

     Giuseppe Tomasi, nacido duque, también fue príncipe cuando heredó los títulos de la Casa Lampedusa. No tuvo una vida convencional Lampedusa. Se casó en Riga con Alessandra Wolff-Stomersee, una letona, también aristócrata como él, con la que convivió largas temporadas tras estar separados temporadas no menos largas. Ella en Riga, él en Palermo, convencido de su condición de noble, como el personaje de su novela, el príncipe Fabricio Salina, inspirado en un bisabuelo suyo, que ve como los garibaldinos ponen en peligro su estatus, que las cosas están a punto de cambiar, aunque sea para dejarlo todo igual; se dedica a sus estudios disfrutando de su anacrónica vida de aristócrata, seguramente madurando su gran obra, quizá sin saber que algún día la escribiría. Por suerte para nosotros, logró terminarla a tiempo.

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