Hoy al
viajero le cuesta como nunca contar las cosas de un viaje que no ha hecho como
ha hecho los demás, porque va a contar cómo ve lo que todos los días tiene ante
sus ojos, sin que ello suponga dejar de viajar a través del tiempo, a la
historia que cada calle, edificio y monumento nos enseña de Valencia, de la que
el viajero no quiere olvidar que tomó para sí, de su conquistador primero su
nombre: del Cid.
Porque lo
primero que se le ocurre contar al viajero sobre Valencia no es hablar sobre su
fundación romana cuando el cónsul Décimo
Junio Bruto, unos 138 años antes del cambio de era, andaba en guerras por
tierras de Hispania, ni que fuera destruida al poco y refundada en tiempos de
Augusto, sino lo que hace ya ochocientos años se dijo de Ella en el Cantar del
Mio Cid. Se le llamó “la Clara”.
Si fue por su luz, porque el Sol siempre alumbró bien esta tierra, y los
pintores supieron captar siempre su luminosidad con sus pinceles y paletas; o
por su importancia, porque las cosas insignes siempre han sido claras, el
viajero lo ignora, y no es algo que tenga especial interés en averiguar, no
vaya a ser que de intentarlo emplee esfuerzos en descubrir que las dos cosas
son.
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Torres y puerta de Serranos. Al anochecer la ciudad amurallada
cerraba sus puertas. Quienes distraídos quedaban extramuros
se decía que quedaban a la luna de Valencia. |
Y es que
no puede este viajero dejar de decir algo en recuerdo de un caballero burgalés,
don Rodrigo Díaz, Cid que da nombre al poema y a la ciudad que conquistó en los
últimos años del siglo XI.
La
ciudad le honra agradecida. Una estatua ecuestre del Cid preside una importante
plaza. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa de Archer
Huntington, hijo de un importante magnate norteamericano de la industria
siderúrgica y ferroviaria. No tuvo Archer vocación por los negocios familiares,
y sí por el estudio y el mecenazgo de artistas. Dedicado a conocer el mundo,
sus gentes y cuanto en él hay, viajó mucho, y conoció España. Ya no olvidaría
este país por el que sentiría siempre especial predilección. Y así, en 1904,
creo una fundación, la
Hispanic Society, destinada al estudio y divulgación de lo
español.
Cuando su primera esposa,
Helen Manchester Gates, muy aficionada, como su esposo, a las artes, pero
aquélla a las interpretativas, se fugó con un director de teatro inglés, el
divorcio fue inevitable. No debió pesar mucho en el ánimo del hispanista el
revés, pues pocos años después contrajo matrimonio con la madura escultora Anna
Hyatt. Era Anna también aficionada a las artes. Sentía un gran interés por la
anatomía equina y cuando visitó España con su esposo, tuvo la ocasión de
diseñar la figura ecuestre del Cid, uno de los personajes que más fascinación había
despertado en Archer. La estatua, cuyo original sería
colocada frente a la entrada principal de la Hispanic Society,
en Nueva York, fue tan celebrada que llovieron peticiones de muchas ciudades
por poseer otra igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le
solicitaron y, además de la de Valencia, fundida por Juan de Ávalos, hay copias
de la misma en Sevilla, Buenos Aires, San Francisco y San Diego.
Al viajero suele pasarle que en las
ciudades de las que no lo desconoce todo vaya dando saltos en el tiempo con la
misma facilidad con la que pasa de un barrio viejo a otro moderno.
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El Micalet |
Y en uno de aquellos, el viajero busca
la catedral. Como en tantas ciudades, la catedral concentra el arte y es
testigo de la historia. De la de Valencia lo primero que el viajero ve es la
torre. Fue construida en el siglo XIV, tiene planta octogonal y aunque al
viajero le cueste creerlo, su perímetro y altura miden lo mismo. El viajero
entra en la catedral y sube a la terraza de su torre. Su nombre, Micalet, masculino, a juicio del viajero, le cuadra perfectamente.
Su porte tosco y fuerte, contrasta con la figura esbelta, curvilínea y femenina
de la próxima torre de Santa Catalina, que desde allí ve. Desde esas alturas el
viajero ve otras muchas cosas. A lo lejos, mirando al horizonte, en un ángulo
de 360 grados, ve el mar, la huerta, las lejanas montañas de la sierra
Calderona. De cerca el templo y las calles que la rodean. Al viajero se le
ocurre pensar que la catedral valenciana puede ser una auténtica lección de
arte, pues cada una de sus tres puertas es exponente de los estilos que se
llevaban en el momento en el que se construyeron, y ello por el mucho tiempo
que tardó en verse como hoy la ve el viajero. Una puerta románica y otra gótica
en los brazos del crucero, y a los pies
del templo, la principal, barroca, terminada por Conrad Rudolf en los primeros
años del siglo XVIII. Está se conoce como “de los hierros” por la verja que la
antecede, uno de cuyos extremos se apoya en la torre.
De la portada
gótica no puede el viajero olvidar que es además el más bello marco para una de
las tradiciones que perdura desde hace más mil años. El Tribunal de las Aguas
es la institución jurídica más antigua que se conoce. Aún, todos los jueves del
año, desde el siglo X, se desarrolla, con un procedimiento oral, sin documento
alguno, la denuncia y resolución de los casos que afectan a uso de las aguas
que los regantes emplean para regar sus huertos.
Hoy, siempre rodeado de turistas que forman corro
en torno al tribunal, terminada la sesión, muchas veces sin caso que resolver, los
turistas se desparraman en todas direcciones, pues en todas ellas hay algo que
merecer verse. A un lado la basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, la Patrona; enfrente el
Palacio de la Generalidad,
gótico, pero con toques renacentistas, vio crecer el torreón más próximo a la Plaza de la Virgen a comienzos del
siglo XVI, y estuvo sin par hasta mediados del siglo XX. Al viajero, más dado a
la contemplación estética, que a las actuales ortodoxias, ve hermoso el
resultado, hecho con la misma piedra, detalle y primor que lo puesto
cuatrocientos años antes, y que el medio siglo largo transcurrido desde su
construcción, hace difícil saber cuál es antiguo y cuál es nuevo torreón.
Y muchas torres ve
el viajero desde allí arriba; aunque muchas menos de las que hubo. Hasta
trescientas, o al menos, eso debe creer el viajero si da crédito a lo dicho por
Balzac, que dijo de Valencia ser la ciudad de las trescientas torres. Dos de
ellas son las de las iglesias de San Sebastián una y San Nicolás la otra,
parroquias las dos. En la primera, más alejada del mirador desde donde el
viajero lo ve casi todo, habitó mucho tiempo Gaspar Bono, que fue soldado en
tiempos del emperador Carlos V y resultó herido, dándose casi por segura su
muerte. Prometió entonces Gaspar que si sobrevivía tomaría los hábitos, y así
fue como acabó siendo superior de la orden de los mínimos. Cuando murió sus
restos quedaron en la iglesia de San Sebastián, y por su fama de santidad fue
beatificado en 1786, categoría que pese a los muchos siglos trascurridos aún no
ha podido mejorar. Durante la Guerra de la Independencia, ante el temor de que
los restos del beato fueran robados o ultrajados por las tropas francesas, se
trasladaron a la iglesia de San Nicolás(1), situada
intramuros, a salvo de la barbarie invasora. Allí, en San Nicolás están aún,
pese a que, al terminar la guerra, se pidió desde San Sebastián la restitución
de los restos; pero la petición no fue atendida y ambas parroquias iniciaron
una disputa que duró muchos años. Sólo el tiempo ha sido capaz de hacer olvidar
las rencillas. Pero el viajero no sólo conoce el lugar donde reposan los restos
del beato, también conoce el lugar donde nació. Fue en la calle Cañete, hoy un
callejón sin salida, próximo a la torres de Quart, en cuyo fondo está su
humilde casa natalicia. El viajero, siempre propenso a curiosearlo todo,
encuentra un día de paseo la calle Cañete
engalanada. Se celebran las fiestas del barrio en honor al beato Gaspar
Bono. Se adentra, pues, y llega hasta el fondo del callejón; allí está la casa
que vio nacer a Gaspar. La puerta está abierta y ve que hay un hombre en su
interior. El hombre, fervoroso devoto del beato, con la amabilidad de las
personas en las que algo ha transformado su ser, le enseña el local,
prácticamente una habitación con recuerdos, objetos relacionados con el beato y
una imagen suya. Nada que impresione al viajero en comparación con la historia que
el hombre, con voz ronca y apagada le cuenta: su propia historia, la de la
curación de una gravísima enfermedad de laringe que atribuye a la intervención
del beato. El viajero se despide, dándole las gracias por todo. Desde la
terraza del campanario catedralicio, vuelve a la realidad. Hecha una última
mirada y baja por la acaracolada escalera hasta la planta de la catedral. Allí,
sentado en un banco vuelve a hacer memoria y comienza a recordar algo de lo que
pasó allí en el pasado.
Porque allí se
convocaron Cortes Generales del Reino y allí se celebraron bodas reales. Don
Alfonso el Magnánimo se casó en la
Seo valenciana un 12 de junio de 1415 con doña María, hija de
Enrique III de Castilla. Aunque anduvo mucho por Nápoles, don Alfonso tuvo gran
relación con Valencia. Las necesidades de la guerra en Italia le obligaron a
buscar prestamistas. Los encontró aquí, y la garantía de los préstamos
obtenidos fueron parte de las reliquias y bienes traídos con él al Palacio
Real. El Santo Cáliz fue uno de los bienes ofrecidos en prenda, que al fin fue
entregado a la Catedral
en 1437.
No fue la única
boda real aquí celebrada. En 1599, Felipe III y
Margarita de Austria eligieron Valencia para celebrar sus esponsales.
Juan de Ribera, patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia y el patriarca
de Alejandría y nuncio apostólico, Camilo Caetano, oficiaron los actos litúrgicos.
Fue el 18 de abril; mes y medio antes, en la misma catedral, el 28 de febrero,
Felipe III había jurado los fueros valencianos.
No estuvieron solos
Felipe y Margarita, porque en la misma ceremonia Isabel Clara Eugenia, hija de
Felipe II, la más querida del rey prudente, gobernadora y soberana entonces de
Flandes, y Alberto de Austria, contraían ante Dios y los mismos prelados santo
matrimonio.
Y de
Juan de Ribera, precisamente, hay mucho que decir, porque aunque nació en
Sevilla, en Valencia lo fue todo, o casi. Beato y al fin, en 1960 proclamado santo,
además de ser arzobispo de Valencia, fue
virrey, capitán general y patriarca, que es por este último título por el que le
conocen los valencianos. Fundó un colegio, el del Corpus Christi, pero al que
todos llaman del Patriarca. Con tan claras dignidades no es de extrañar que
tuviera mucho que ver en lo que por aquellos años pasaba en Valencia y en
España. Fue el gran contrareformista de su época en Valencia, trató la
conversión de los moriscos y, viendo fracasado su propósito, impulsor de su
expulsión.
El
viajero, muy aficionado a ciertos detalles de las cosas que ve, se queda
en el zaguán del Colegio. En un muro, junto a la entrada al templo ve colgado
un caimán disecado. La gente, por imposible, cree y refiere al hablar de este
reptil la versión legendaria que llevó al gigantesco lagarto a quedar colgado
en la pared del monasterio. Cuenta la leyenda que río arriba, desde el mar, se
adentró un cocodrilo de gran ferocidad que atacaba a las gentes que quedaban a
su alcance. Hizo muchas víctimas, hasta que un hombre se ofreció a matarlo.
Confeccionó un traje compuesto por pequeños espejos y se acercó a la orilla del río Turia en
busca del reptil. El animal, al verse innumerables veces reflejado, creyendo ser
atacado por tan considerable número de enemigos, se atemorizó y vencido, fue
capturado. Fuese así o fuese por el cegador resplandor del traje espejado, que
permitió abatirlo, según otra versión de la leyenda, la realidad es algo menos
fantástica. Dicho animal –en realidad hubo dos– fue un regalo del virrey del
Perú al Patriarca.
En su
caminar el viajero pasa por delante de un palacio. Lleva en ese lugar cerca de
trescientos años, cuando el barroco decidió poner fin a sí mismo por sus
propios excesos; y sin embargo al viajero, siempre más admirador de la
tosquedad y sencillez de obras más antiguas, que tantas veces ha pasado ante
esta especie de pastel de mármol y alabastro nunca le ha dejado indiferente.
La
historia del palacio del marqués de Dos Aguas fue tranquila hasta tiempos recientes.
A principios del siglo XX la marquesa, poseedora del título, el marqués y su
hija dejaron el palacio, que quedó al cuidado de unos guardeses. La situación
económica, de cierta penuria, obligó a enajenar algunos muebles y objetos
decorativos. Durante la Guerra Civil
el palacio fue incautado y al trasladarse a Valencia el gobierno de la República, albergó el
Consejo de Estado y fue Ministerio de Hacienda. Al terminar la guerra se
devolvió a sus dueños, y al morir el marqués en 1941 dispuso que fuera
entregado a la Beneficencia. Poco
después lo adquirió el Estado para albergar el Museo Nacional de Cerámica.
El
viajero se dispone a entrar. Siempre ha pensado que esta casona que Hipólito
Rovira diseño para los marqueses de Dos Aguas casa perfectamente con esta
tierra, barroca en casi todo. El palacio, ejemplo del estilo churrigueresco en
casi todos los manuales de arte, tiene en su fachada una portada labrada por Ignacio
Vergara, en alabastro, con dos enormes titanes que representan los ríos Turia y
Júcar, en alusión al título de los
marqueses. Del interior, el viajero ha ido viendo en sus visitas las pinturas
que en diferentes épocas han ido decorando las muchas salas y dependencias del
palacio. En la reforma de 1867 el pintor José Brell decoró varios techos y
paredes. Cuenta una crónica periodística de la época publicada en “La opinión”
que Brell puso la cara de los hijos de los marqueses en los cuerpos de los
ángeles que decoran el salón rojo del palacio, haciéndolos inmortales.
Antes de
salir, el viajero no quiere dejar de decir algo sobre una pieza casi única. En
el patio se exponen varias carrozas que fueron propiedad de los marqueses. Una
de ellas es conocida como la carroza de las Ninfas, y el viajero ha dicho que
es casi única porque sabe que hay otras dos similares, en Versalles una y en el
principado de Liechtenstein la otra. Ésta de los marqueses fue diseñada y
decorada en 1740 por los que hicieron lo propio con el palacio, Rovira y
Vergara, y fue construida para ser tirada por siete caballos. El viajero no
puede dejar de pensar la impresión que causaría en la ciudad aquella carcasa
dorada arrastrada por semejante tiro.
Pasando
el tiempo la ciudad crecía. A finales del siglo XIX, los poblados marítimos
fueron anexionados a la Capital; no hizo eso, o al menos así se dice, y muchos
lo piensan, que Valencia dejara de seguir dando la espalda al mar; estigma que
se ha desvanecido en los últimos años; pero si fue cierto en el pasado, no será
este viajero en las cosas del tiempo el que lo confirme, porque por su puerto,
hoy muy importante, siempre se dio salida a las mercaderías valencianas y aún
de otros lugares, entrada a personajes que protagonizaron hechos que la
historia recuerda bien, y fueron sus playas escenario luminoso para el pintor
Joaquín Sorolla, que como pocos supo plasmar sobre una tela la luz de estas
tierras mediterráneas.
Por este
puerto llegó a España desde Marsella, en la fragata Navas de Tolosa, el joven
Alfonso de Borbón. El marqués de Molins le acompañaba. Encabezó éste la misión
de traerle a España para ser Alfonso XII. Tras hacer escala en Barcelona,
desembarcó en Valencia. La restauración borbónica era un hecho, tras el
pronunciamiento hecho pocos días antes por el general Martínez Campos en los
campos de Sagunto. Y no sólo los vivos: los restos de Vicente Blasco Ibáñez
llegaron a Valencia, en 1933, desde Menton, a bordo del acorazado Jaime I.
Blasco, de vida novelesca, coetáneo de Sorolla tuvo ante las mismas arenas de
la Malvarrosa, sobre las que éste pintó, casa para el verano, hoy reconstruida y
museo del escritor, político y aventurero, que de todo hizo en su vida.
Y si el
viajero no dice nada de La Lonja, patrimonio de la humanidad, símbolo de poder comercial en su época, de sus
torres, únicos restos de las murallas que le impedían crecer, o de la muy reciente
Ciudad de las Artes y las Ciencias, no es por falta de méritos. Otras hojas en
blanco podrán ser escritas con otras historias de una ciudad bimilenaria que
aún tiene mucho que decir.
(1) La iglesia de San Nicolás no es tan conocida por guardar los
restos del beato Gaspar Bono, como por los tesoros artísticos que también encierra;
no en vano hay quien ha llegado a llamarla el museo Juan de Juanes, por la
cantidad de obras que de este pintor hay en ella. Y no son éstas las únicas. En esta iglesia de la que fue párroco Alfonso
Borja, que sería el primero de los papas Borgia con el nombre de Calixto III, hay
pinturas de Rodrigo de Osona y Yánez de la Almedilla, además de la bóveda del
templo, obra pintada al fresco por Dionis Vidal, discípulo de Antonio
Palomino, que hizo el diseño, y que fue restaurada en los años veinte del siglo pasado
por José Renau Montoro, que hacen de este templo un auténtico museo. La fortuna y la
intervención, durante la guerra civil, de Josep Renau Berenguer, el famoso
cartelista, y en aquellos tiempos Director General de Bellas Artes del gobierno
de la República, impidió que la iglesia y todo su arte fuera pasto de las
llamas. Josep Renau era hijo de aquel otro Renau que pocos años antes había
restaurado los frescos del templo.