El viajero llega a Cáceres y busca la plaza Mayor, donde en tiempos pasados se celebraban todo tipo de espectáculos: desde justas medievales hasta corridas de toros. Allí está el Arco de la Estrella, que da paso a la ciudad monumental. Desde la plaza Mayor, el viajero cree que sabrá orientarse. No es así. El viajero ve a un hombre sentado sobre los escalones de los soportales, en un extremo de la plaza. Le pregunta por la plaza de San Juan. El hombre levanta la cabeza y molesto, le espeta al viajero, como si fuera cosa imposible no saberlo, que la plaza de San Juan está donde la iglesia del mismo nombre. Al viajero, que anda sofocado por los cuarenta grados que abrasan, y amenazan con reducir a cenizas a cuanto ser andante se atreva a circular por estas calles, le viene a la mente aquello del huevo de Colón: no sabe si fue antes el huevo o la gallina. Ahora, con los sesos a punto de hervir, al viajero le da igual si fue primero la iglesia o la plaza. El viajero tiene otras urgencias; por fin, el hombre apunta con un dedo en la dirección en la que debe estar lo que el viajero busca, y el viajero conformado le da las gracias y se encamina hacia su destino, ya muy cercano.
Tras refrescarse, el viajero está listo para hincarle el diente al pastel que como en bandeja de plata se levanta dentro de las murallas que guardan la ciudad monumental.
El Arco de la Estrella, que ya ha visto al llegar, es de lo mas moderno que podrá ver el viajero, es obra hecha en el siglo XVIII por el barroquísimo Churriguera. Deja a un lado la Torre de Bujaco y permite la entrada al cogollo monumental del antiguo Cáceres.
El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.
En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).
El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.
En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.
En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.
El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.
El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.
En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.
Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.
Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.
(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.
El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.
En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).
El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.
En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.
En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.
El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.
El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.
En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.
Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.
Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.
(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.